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P. Alfonso Torres, S. I.
EL ESCANDALO DE LA CRUZ EDICIÓN PREPARADA POR EL PADRE CARLOS CARRILLO DE ALBORNOZ, S. I.
MADRID 1973
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Presentación
Especie de Paralipómenos es este volumen. En él hemos recogido sermones, pláticas espirituales, discursos religiosos y profanos, artículos publicados en revistas. Este volumen complejo ha resultado ser una expresiva síntesis de la personalidad plural del P. Torres, que manifiesta su fiel convicción de predicar siempre y en todas las circunstancias a Cristo, y éste crucificado (1 Cor 1,23).
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ÍNDICE PRESENTACIÓN.............................................................................................3 JESUCRISTO: SU PERSONA Y SU DOCTRINA..................................................6
JESÚS, IDEAL SUPREMO DE LA VIDA HUMANA............................................11 LA DIVINIDAD DE JESUCRISTO....................................................................34 LA DOCTRINA DE JESÚS..............................................................................58 LAS MUTILACIONES DE LA DOCTRINA DE JESÚS.........................................78 EL MUNDO NECESITA DE JESUCRISTO.......................................................101 NOVENAS Y SERMONES....................................................................................124
NOVENA AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS, 1927...................................124 NOVENA AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS, 1938 ..................................152 SERMÓN DE LAS SIETE PALABRAS, 1925.................................................186 SERMÓN SOBRE LAS SIETE PALABRAS, 1930...........................................193 SERMON DE LAS SIETE PALABRAS, 1931.................................................216 LOS TÍTULOS DE LA BELLEZA DE MARÍA .................................................237 NOVENA DE MARÍA REPARADORA...........................................................248 TRIDUO A NUESTRA SEÑORA DEL SAGRADO CORAZÓN..........................280 ARTÍCULOS Y DISCURSOS................................................................................287
ATLETA DE CRISTO (SAN PABLO)............................................................287 LA FIGURA GENUINA DE SAN IGNACIO DE LOYOLA ................................301 LAS TRES MANERAS DE HUMILDAD .........................................................313 EL RESTAURADOR DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS .......................................323 SAN JUAN DE LA CRUZ, DOCTOR DE LA PERFECTA ABNEGACIÓN ...........343 EL BEATO JUAN DE AVILA, REFORMADOR ..............................................352 ORACIÓN FÚNEBRE POR EDUARDO DATO................................................361 DISCURSO DE PRESENTACIÓN DE JOSÉ PERMARTÍN.................................375 PLÁTICAS DE SANTOS.......................................................................................389
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LA SANTIDAD OCULTA DE SAN JOSÉ .......................................................390 SAN JOSÉ, UN MISTERIO DE ABNEGACIÓN Y DE OLVIDO DE SÍ MISMO ....397 SAN JOSÉ EN LA GLORIA DE SU VIRTUD ..................................................402 EL AMOR DE DIOS SE DESPLIEGA EN SANTA TERESA .............................407 A LA SOMBRA DEL MISTERIO DE CRISTO .................................................418 SANTA TERESA Y SAN IGNACIO: UNA VERDAD, DOS CAMINOS ...............423 DOCTRINA DE SANTA TERESA SOBRE LA SANTA HUMANIDAD DE CRISTO ..................................................................................................................428 RASGOS PARALELOS EN SAN PABLO Y EN SANTA TERESA .....................435 SANTA TERESA, HISTORIADORA ..............................................................437 SABER LEER A SAN JUAN DE LA CRUZ ...................................................441 SAN JUAN DE LA CRUZ, AL MARGEN DEL CAMINO ..................................447 LAS SENDAS DE AMOR DE SAN FRANCISCO DE SALES ............................455 SANTA MAGDALENA SOFÍA, LA HIJA DEL FUEGO ....................................461 SANTA MAGDALENA SOFÍA, LA ESTRELLA QUE BRILLA EN MEDIO DE LA REVOLUCIÓN ............................................................................................466 OBRA DE ORACIÓN Y PENITENCIA...............................................................472
PARA LOS SACERDOTES............................................................................473 LA VIRTUD SANTIFICADORA DE LA ENFERMEDAD....................................474 LLAMADA DE JESÚS A LOS NIÑOS.............................................................475 LA GLORIA DE LA MUJER CRISTIANA........................................................476 A TODAS LAS ALMAS QUE FORMAN PARTE DE LA OBRA DE ORACIÓN Y PENITENCIA...............................................................................................480 «¡VENID, SUBAMOS AL MONTE DEL SEÑOR!»..........................................482
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JESUCRISTO: SU PERSONA Y SU DOCTRINA CONFERENCIAS PRONUNCIADAS DURANTE LA CUARESMA DE 1918 EN LA IGLESIA DE SAN GINÉS DE MADRID
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ADVERTENCIA Estas conferencias, que se publican por una amable intriga de los congregantes de Nuestra Señora del Pilar y San Francisco de Borja y a su costa, son una parte del plan que en ellas debía desarrollarse. Mi primera idea fue tratar todos estos puntos: La persona de Jesucristo: su doctrina, su acción, su sacrificio y su gloria. En este plan debían haber colaborado todos los conocimientos humanos que tienen por objeto a Jesucristo: historia, filosofía, teología, ascética, arte, etc., aunque, claro es, dentro de la escasa medida en que yo puedo obligarles a colaborar. Mi intención era encender a mis oyentes por todos esos caminos en el amor de Jesucristo. Sólo se ha utilizado parte de esas fuentes. El plan quedó incompleto, porque medí mal su extensión. Ya veía yo que era extensísimo, pero creía que condensándolo cabría en cinco conferencias. No supe condensar lo bastante para lograr mi intento. La parte tratada sufrió las naturales consecuencias de la rapidez que yo deseaba. Apenas si hay en ella otra cosa que esbozos de cuestiones. Pensé que unas conferencias así no debían publicarse. No había que soñar en rehacerlas, pues ni yo soy escritor ni, aunque lo fuera, me hubiera sido posible refundirlas. Mas ¿quién rompía el mamotreto de cuartillas que me entregaron los taquígrafos? Poco se perdía con destruirlas; pero era una desatención deshacer así la labor que se había llevado a cabo por la solicitud de amigos queridísimos. Estos pensamientos y otras ocupaciones han detenido la publicación, que hoy por fin me veo en la necesidad de aceptar. Se publican como se pronunciaron, sin otras correcciones que las más indispensables y la copia de algunos textos que yo no hubiera sabido repetir de memoria. Para ahorrarnos la labor pesada de citar los autores a cada paso, pondré en la página siguiente algunos de los libros que más he utilizado en mi trabajo además de los santos evangelios. No citaré a los autores heterodoxos. ¡Quiera el Señor que estas páginas no sean inútiles, sino que caigan como buena semilla en muchas almas! 7
A. TORRES, S. I.
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NOTA BIBLIOGRAFICA
J. J. DE LA TORRE, El Nuevo Testamento, en griego y español (Herder, Friburgo de Brisgovia 1909). VIGOUROUX, Dict. de la Bible (París, Letouzey). VACANT-MANGENOT, Dict. de théologie catholique (París, Letouzey). A. D’ALES, Dict. apolog. de la foi catholique (París, Bcauchesne). Cornely, Histórica et critica introductio in V. T. libros sacros (París, Lethielleux, 1894). VIGOUROUX, BACUEZ, BRASSAC, Manuel biblique (París, Roger et Chernoviz). JACQUIER, Histoire des livres du N. T. (París, Gabalda, 1908). BATIFFOL, Orphetts et l’Évangile (París, Gabalda, 1912). KNABENBAUER, Comm. in quatuor S. Evangelia (París, Lethielleux, 1903). FILLION, Les Saints Évangiles (París, Lethielleux). BUZY, Introduction aux paraboles évangéliques (París, Gabalda, 1912). TIXERONT, Histoire des dogmes (París, Gabalda). A. VALENSIN, Jésus-Christ et l’étude comparée des religions (París, Gabalda, 1912). HUBY, Christus (París, Beauchesne, 1916). BRICOUT, Ou en est l’histoire des religions? (París, Letouzey, 1911). Los tratados De Verbo incarnato de Pesch, Billot, Muncuníll, Souben, Scheeben-Belet, etc. BILLOT, La parousie, artículos publicados en Études (1917). DURAND, Pour qu’on Use l’Evangile: Quest. actuell., 21 dec. 1912. 9
JACQUIER-BOURCHANY, Conférences apologétiques (París, Gabalda, 1911). VAN LAAK, Institutiones theologiae fundamentalis, ad usum privatum auditorum Pont. Univ. Gregor. (Prati 1911). PRAT, La théologie de St. Paul (París, Beauchesne, 1911-1912).
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Primera conferencia Jesús, ideal supremo de la vida humana Siempre he reconocido, y continúo reconociendo, que no tengo competencia para subir a este lugar en una ocasión como la presente. Los oradores que me precedieron levantaron tan alto su vuelo, que sería yo un insensato si intentase seguirlos. Únicamente la obediencia me ha podido traer aquí. Desde el momento en que estas conferencias se me encomendaron, mi preocupación incesante ha sido no defraudar vuestras esperanzas (esperabais, sin duda, algo digno de vosotros y de esta cátedra sagrada), y no se me ha ocurrido otro medio que éste: suplir con la grandeza del asunto mi falta absoluta de condiciones. ¿Cuál es el asunto que por sí mismo, con sólo enunciarlo, satisface todas las exigencias y llena todas las aspiraciones? Inmediatamente se adivina. Aunque en la doctrina católica abundan de tal suerte los asuntos sublimes que la verdadera dificultad, según San Agustín, está en encontrar uno que no lo sea, el que ocupa las cumbres más altas de la ciencia sagrada es Jesucristo. Aun mirando las cosas desde un punto de vista humano, puede sostenerse que Jesucristo es el asunto culminante. Apenas si hay en toda la historia una época tan decidida a prescindir de Cristo como la época actual. Y, sin embargo, quizá no ha habido otra que tanto se haya preocupado de El. Hasta las mismas ciencias humanas parece que giran en torno suyo. Si os internáis en cualquiera de ellas desde la metafísica hasta la medicina, oiréis al punto los ecos de vivas controversias acerca de la persona, los milagros, la doctrina, la muerte, la redención, las obras eternas de Jesús. A todo lo largo de la historia se extiende una cruz levantada sobre el Calvario como ideal perenne del género humano y señal indefectible de los triunfos divinos; pero la actividad desplegada por los historiadores contemporáneos católicos, protestantes y racionalistas para analizar y criticar hasta la última yota o el último ápice del Evangelio y para recoger hasta el más insignificante fragmento de los orígenes cristianos, ésa no la ha conocido jamás el mundo. Los mismos enemigos del nombre cristiano consumen sus vigilias en buscar una brecha por 11
donde asaltar la divinidad de Jesucristo, y con tenaz insistencia, unas veces alumbrados por los fugaces resplandores de una falsa filosofía, otras veces por la luz equívoca que hasta ahora irradia la historia de las religiones, dan cien vueltas a esa ciudad inexpugnable, sin que les desengañen cien continuados fracasos. Más abajo, allá en las regiones donde se mueve el vulgo, con otras formas menos pretenciosas, se agita la misma cuestión, y se discuten hoy los dogmas hasta en las tabernas, como se discutían en la vieja Bizancio. En las cumbres de la sociedad, los que tienen en sus manos las riendas de la cosa pública velan la realidad con nombres más generales y abstractos, pero nada les preocupa tanto como aquella gran cuestión teológica que se enuncia con esta frase: el reinado social de Jesucristo. El interés del asunto que hemos elegido no puede ponerse en duda si no se vive en un mundo imaginario. Es la cuestión vital que, apenas se plantea, absorbe la atención del auditorio más indiferente. Pero además este asunto ofrece otra ventaja. Delante de Cristo, todos somos pequeños; mas hablar de El con amor, aunque sea balbuceando torpemente, es honrarle. En esto se parece a una madre; las palabras inarticuladas de sus hijos, con tal que vayan inflamadas de amor, le agradan siempre. Por otra parte, El ha ofrecido que, cuando le prediquemos, estará con nosotros para auxiliarnos con su gracia. Y ¿qué mejor auxiliar podemos desear que su sabiduría divina y su poder infinito cuando buscamos los verdaderos fines de la elocuencia apostólica; llegar al fondo de los corazones, trocar las almas y promover la gloria del Señor? Confiando en ese auxilio, como Pedro cuando tendía sus redes, no titubeo un punto en hablaros de Jesucristo. Conviene siempre orientar bien las cuestiones, y vamos a comenzar orientando la nuestra. De Jesucristo se puede tratar por caminos muy distintos. Se ocupan de El el apologista, el teólogo, el filósofo, el historiador, el asceta, el místico, el artista..., y cada uno según sus métodos propios y desde un punto de vista peculiar. El apologista analiza con preferencia algunos nombres de nuestro Redentor, tales como Mesías, Legado divino, Profeta, Dios. Estudiando esos nombres, echa los fundamentos de nuestra fe. El teólogo escudriña en el depósito de la revelación el misterio de Cristo hasta medir y precisar el alcance y el sentido de la palabra divina con todas sus fecundas consecuencias. El filósofo pone en relación las conclusiones cristológicas del teólogo con las grandes verdades metafísicas para 12
descubrir las íntimas armonías de la ciencia sagrada e iluminar los conocimientos naturales de la razón con los rayos que de la revelación se desprenden. El historiador aspira a reconstruir la historia evangélica y su medio ambiente con la más viva exactitud. En el centro de esa historia nos hace ver la figura incomparable del Salvador. El asceta y el místico descubren en las huellas del Maestro divino los caminos por donde tienen que subir las almas hasta las cumbres más elevadas de la virtud: van a buscar en las fuentes de la vida el aliento para recorrer esos difíciles senderos. El artista tiene en Cristo un manantial perenne de inefables inspiraciones y el genuino ideal de la belleza. Cualquiera de estos caminos conduce a resultados magníficos. Estudiando a Jesucristo, jamás hay que temer una derrota. Pero me ha parecido a mí que era mejor no limitarse a uno solo, sino recorrerlos indistintamente, aunque fuese con suma rapidez, hasta conseguir una impresión de conjunto. Así recogeríamos mejor todos los rayos de luz, y, haciéndoles converger en nuestro Redentor adorable, adivinaríamos al menos toda su grandeza. Sin duda, esa impresión será más vaga cuanto más extenso sea el campo que abarquemos; mas, en cambio, podremos conseguir con más seguridad un fin que vivamente anhelo en estas conferencias. Os la voy a descubrir desde el principio. Cierto día, después de un largo camino por áridos desiertos, llegó un hombre de pobre aspecto a la vista de una ciudad quizá la más bella de Oriente. El sol derramaba oleadas de luz y de vida desde lo más alto del cielo, y enardecía el corazón fogoso del viajero, cargado de odios y de entusiasmos. Como el día rasga las sombras de la noche, un resplandor divino rasgó las mismas claridades del medio día. El brioso caminante sintió aquel anonadamiento que dominaba a los profetas al comenzar las teofanías, y se desplomó con pesadez, como si se hubiesen desarticulado sus huesos. Un breve diálogo entablado con el Hijo de Dios, cuya gloria le había rendido, arrancó a sus labios esta palabra de absoluta obediencia y abnegación: Domine, quid me vis facere? Señor, ¿qué quieres que yo haga? Antes ese hombre se llamaba Saulo, era fariseo, perseguía a la Iglesia de Dios. Desde entonces ese hombre se llamó San Pablo y fue el instrumento escogido por Dios para la conversión del mundo. Pues bien, nosotros vamos recorriendo otro camino tan árido como el camino de Damasco; el árido camino de la vida; bellezas fingidas, como las que aparecen en los sueños, se ofrecen a nuestros ojos para esclavizarnos a lo terreno y deleznable; llevamos en el alma tentaciones, amarguras y heridas; tal vez somos de la raza de los Saulos, y, si 13
tuviéramos la fortuna de que en ese camino se nos apareciera una vez siquiera el Redentor del mundo de suerte que le conociéramos, todos dejaríamos de ser pecadores para ser santos; renacerían la fe sin sombras y la caridad sin tibiezas y nos convertiríamos en apóstoles de la gloria de Dios. Mostraros a Cristo aunque sea disminuido y empañado por mi torpeza, tal es mi propósito, y de cierto es agradable a la Majestad divina. Vamos, pues, a buscar a Jesús sin demora. Nos lo han querido robar para siempre. Se ha promovido para lograrlo una cuestión inverosímil. La cuestión inverosímil es ésta: ¿Pero ha existido Jesús? Lo que sabemos de El, ¿es algo más que una leyenda, un mito sin consistencia histórica? Por fortuna, los que se han atrevido a formular semejantes preguntas no tienen crédito como historiadores, y con una breve respuesta pueden quedar refutados. No vamos a recordar ahora que con los mismos procedimientos con que se quiere expulsar de la historia a Cristo, se puede expulsar al personaje más auténtico de nuestra época. Voluntariamente renunciamos a esa argumentación decisiva. Ya que es preciso emplear algún tiempo en una cuestión necia, vamos al menos a buscar algún fruto positivo. El fruto puede ser un inventario de las fuentes que poseemos para la vida de Jesús. Escribieron de nuestro Señor sus más encarnizados enemigos, los judíos, y los escritos de este género que conservamos son algunas frases del Talmud y un libro titulado Las generaciones de Jesús. Hasta los conocimientos más elementales de cronología faltan en estos amasijos de fábulas. Ningún provecho puede sacar de ellos el historiador, como no sea el de probar que no ha calumniado la Iglesia al pueblo judío cuando dice de él que es un pueblo rebosante de odios anticristianos. Se ha discutido mucho sobre si Josefo Flavio habla o no habla de Jesucristo. Todo depende de admitir o no como auténtico un pasaje de sus Antigüedades judías. El estado de la crítica en este punto es el siguiente: los argumentos externos son, sin duda alguna, favorables a la autenticidad. En cambio, los internos parecen contradecirla. El carácter de Josefo, adulador impenitente de los romanos, se compagina mal con las palabras que se le atribuyen y sirve para explicar su silencio. De aquí dos opiniones contradictorias; la una que admite, la otra que rechaza el texto en cuestión. Como suele suceder en todas las discusiones, existe además una opinión intermedia. Se ha hecho notar ingeniosamente que, suprimiendo del pasaje de las Antigüedades unas breves frases y considerándolas como interpolaciones posteriores, el texto se armonizaría bien con lo que 14
sabemos de la vida de Josefo y conservarían su valor los argumentos exteriores. Sea lo que quiera de esta controversia, las obras de Josefo son útiles de algún modo para la historia evangélica. Ciertamente, Josefo habla de San Juan Bautista, lo cual es ya un buen argumento en favor de la existencia histórica de Jesús y anula los raciocinios que podrían deducirse del silencio del historiador judío. Y además las noticias que éste nos ha conservado de Palestina comprueban de un modo indiscutible la verdad histórica de nuestros evangelios y son un buen auxiliar para entender algunos puntos secundarios. Los autores paganos sólo contienen algunas frases sueltas relativas a nuestro Señor, y de una imprecisión no pequeña. Tácito y Suetonio parecen referirse a El cuando dicen que los judíos fueron expulsados de Roma en tiempo de Claudio porque promovían disturbios impulsore Chresto. A propósito de Cristo perseguían los judíos a los cristianos, y aquellos historiadores, mal informados, entendieron que Cristo, a quien llamaban Chresto, era el jefe del movimiento. Una religión todavía oscura, confundida con el judaísmo, no podía ser suficientemente conocida por los historiadores romanos. La breve frase que le dedican es un rayo de luz, aunque tenue. Mejor informado parece estar Plinio. Después de serias investigaciones, asegura que los cristianos de Bitinia cantaban himnos a Cristo como a Dios. Hay una serie de libros, con pretensiones históricas los unos, apocalípticas los otros, que la Iglesia se ha negado a admitir en el canon de los libros sagrados, y que suelen designarse con el nombre genérico de apócrifos del Nuevo Testamento, los cuales hablan también de Jesucristo. Un juicioso comentarista moderno indica que pueden encontrarse en ellos algunos elementos sanos, y señala entre ellos un juego del Niño Jesús con los otros niños de Nazaret; pero en general puede decirse que esos escritos no son más que una desmedrada caricatura de los libros canónicos. Imaginaciones indisciplinadas quisieron llenar con narraciones fantásticas e inverosímiles las lagunas que dejan nuestros cuatro evangelios. Sin detenernos a mencionar los datos que podrían recogerse en los primeros Padres y en los apologistas, terminaremos esta sencilla enumeración diciendo dos palabras acerca de los libros canónicos, y principalmente de los evangelios. Desde luego, podemos asegurar que han pasado los tiempos en que se podían proponer conclusiones paradójicas al señalar la fecha de estos 15
libros sagrados. El buen sentido se ha impuesto, y los críticos racionalistas se acercan de día en día a las conclusiones de los doctores católicos. El autor de los Hechos de los Apóstoles es, indudablemente, un contemporáneo de los sucesos que narra. Se sigue discutiendo para fijar con precisión el año en que se escribieron, pero todos se van conformando con esta afirmación fundamental. Las epístolas de San Pablo han sido objeto de múltiples ataques. Una escuela llamada holandesa ha llegado a deducir conclusiones extremadamente radicales en la cuestión de la autenticidad. Sus audacias han dejado atrás a la famosa escuela de Tubinga, llevando los principios de esta escuela hasta sus últimas consecuencias. Esas consecuencias han sido la condenación de todo el sistema, pues de tal suerte se ha visto que eran excesivas, que inmediatamente se ha producido una reacción, reconocida por los mismos defensores de semejantes excesos. Sin hacer caso de tales aventureros de la crítica, como alguien los ha llamado gráficamente, los protestantes liberales y los racionalistas de Alemania y de Francia en su mayoría admiten como auténticas todas las epístolas paulinas, si se exceptúan las pastorales y la epístola a los Hebreos. Un autor que domina magistralmente estas materias, y que sigue con atención el curso de estas discusiones, no ha dudado en afirmar que estamos en camino de recobrar las pastorales; es decir, en vías de que no nos las disputen los críticos heterodoxos. Ese mismo autor, hablando de la epístola a los Hebreos, resume el estado de la crítica, diciendo que cada día es cosa más evidente para todos que las ideas emitidas en la misma epístola dependen de San Pablo. Son raras las voces que niegan esta dependencia y tienen escasa resonancia. Meros a prioris filosóficos o sistemas históricos arbitrarios habían impulsado hacia la negación a los que primeramente combatieron las epístolas paulinas, y los verdaderos estudios de la historia van deshaciendo esos a prioris. Sólo aquellos autores a quienes la verdad no importa gran cosa, y que sólo buscan la manera de negar especiosamente los dogmas cristianos para seducir a incautos e ignorantes, se atreven a formular, con tonos magistrales desde luego, conclusiones que se apartan mucho de las conclusiones tradicionales. Poseer las epístolas de San Pablo es poseer documentos para escribir una vida de Jesucristo, pues aunque esos escritos son circunstanciales y no de carácter histórico, sino doctrinal, todavía en las alusiones dispersas en ellos pueden leerse los hechos más notables de la vida del Salvador. Para muestra baste decir lo que en cien ocasiones dice de la muerte y de la re16
surrección de Cristo y la manera como recuerda la última cena al escribir a la iglesia de Corinto. Los que sin haber hecho absolutamente ningunos estudios de este género tienen la audacia de negar la existencia histórica de Jesús, o están probando su mala fe o están demostrando su ignorancia absoluta en estas cuestiones. Hasta ignoran que la evidencia se está imponiendo a las mismas escuelas radicales. No basta negar autoridad a los evangelios para negar la historicidad de Jesús; hay que arruinar una serie de documentos indiscutibles como no hay otros y emplear procedimientos que acabarían por completo toda la historia del mundo. Vamos a pasar por alto como hemos dicho, en gracia a la brevedad, los escritos de los Padres, particularmente de los apostólicos y de los apologistas, y a tratar derechamente de los evangelios. No penséis que vamos a entrar en una discusión larga para probar el valor histórico de los evangelios; no es ése mi intento ni es tampoco necesario. Bastará decir cuál es el estado presente de la cuestión. Hasta podremos prescindir por el momento de las divergencias que quieren establecerse entre San Juan y los sinópticos. La cuestión de los evangelios depende fundamentalmente de su autenticidad. Si son libros auténticos, debemos admitir su valor histórico íntegramente, pues desde luego se escribieron por autores muy bien informados y no hay indicio alguno que nos permita tenerlos por insinceros o impostores. A poco que se conozca la cuestión evangélica, se sabe que desde la segunda mitad del siglo n poseemos afirmaciones explícitas en favor de la autenticidad. Hasta los manuales más breves hacen notar que las iglesias más ilustres de Oriente y Occidente ofrecen estos testimonios como prueba de una creencia universal. El famoso Canon de Muratori, en Italia; San Cipriano y Tertuliano, en Africa; en Asia y en Lyon, San Ireneo, y en Alejandría, Clemente y Orígenes, son nombres demasiado elocuentes para que pueda ignorarse la tradición que mencionamos. De tiempos anteriores no poseemos testimonios tan explícitos, pero hay modo de llenar la laguna que éstos dejan. Ante todo conviene tener en cuenta que de esos tiempos nos han quedado pocas obras literarias. Todas pueden recogerse en un escaso volumen. Pues bien, a pesar de ser corto el número de los documentos literarios cristianos de ese período, todavía se pueden señalar citas de los evangelios en los escritos de San Clemente Romano, San Policarpo, San Ignacio de Antioquía y la Doctrina de los apóstoles. 17
Reuniendo estas citas, se puede ver lo que significaban los evangelios para aquellas iglesias, o, mejor dicho, para la Iglesia católica. Pero todavía sería posible añadir otros argumentos que corroborasen el anterior. Los evangelios tienen un carácter local tan marcado, que evidentemente contienen noticias exactas de la predicación y vida de Jesucristo. No hay en esos libros metáfora ni idea que no recuerde, por su forma exterior, un pueblo o un auditorio palestinense. Todo está tomado de la vida característica de los judíos, de sus campos, sus ocupaciones, sus costumbres, sus leyes, sin que se encuentren en ellos las figuras familiares a San Pablo, tomadas del mundo greco-romano. La misma complicación política, social y religiosa de Palestina en la época de los evangelios está fielmente reflejada en ellos, hasta el punto de que sería un verdadero milagro suponer que esas descripciones exactísimas son una reconstrucción a distancia de una época que desapareció definitivamente el año 70 de nuestra era. Después tendremos ocasión de probar que hasta las mismas palabras de Jesús se nos han conservado. No es preciso recurrir a la tradición histórica primitiva, ni a las confesiones de los adversarios, ni al cotejo con el mundo palestinense para probar la historicidad de nuestros evangelios. Estos llevan en sí mismos su prueba. El Cristo de los evangelios no se puede inventar. Si fuera invención, el inventor sería más grande que el héroe, y la cuestión del misterio tendría que plantearse en el terreno de esa invención. Para inventar a Newton hace falta ser Newton, y para inventar el Cristo evangélico hace falta, por razones más indiscutibles —la dificultad es mayor—, ser otro Cristo. Toda esta serie de argumentos ha hecho ya de todo punto insostenibles para los hombres de una ciencia medianamente sincera, aunque estén henchidos de prejuicios racionalistas, las tesis que se habían atrevido a aventurar una serie de escuelas que ya pasaron de moda y que habían retardado prodigiosamente la composición de los evangelios. Para poder hablar de mitos o tendencias eran necesarias esas tesis, y por eso se enunciaron. Pero la verdadera ciencia histórica ha analizado los argumentos que la sostenían, y los ha encontrado inconsistentes y caprichosos. El conocimiento cada vez mayor de la antigüedad cristiana y la vulgarización de ese conocimiento ha hecho cambiar de rumbo a nuestros adversarios, y hoy asistimos a un espectáculo que consuela. Hay, como hemos dicho, un retroceso de la crítica del Nuevo Testamento hacia las tesis tradicionales. Algunos de los racionalistas más en boga, casi coinciden con las afirmaciones católicas en lo que se refiere a las fechas en que fueron compuestos los evangelios, y hasta en los puntos en que 18
persevera la divergencia preparan los ánimos para una futura retractación, previniendo que no habría por qué asombrarse de ella. Evidentemente quedan algunas cuestiones que nuestros enemigos ventilan con ardor contra los teólogos católicos; pero negar en absoluto la autoridad histórica a los escritos del Nuevo Testamento, eso no se atreven a hacerlo sino hombres desaprensivos y que cuentan de antemano con la credulidad ilimitada de su auditorio o de sus lectores. Hace poco tiempo que tuve ocasión de comentar todo el Apocalipsis, y no creo necesario repetir aquí lo que entonces dijimos de su autenticidad. Para el fin que nos proponemos, basta remitirnos a vuestra memoria. No intentamos escribir la historia del canon del Nuevo Testamento ni tratar ampliamente la cuestión de cada uno de sus libros. Las indicaciones que acabo de hacer no tienen otro objeto que demostrar la afirmación hecha al principio cuando dijimos que era una cuestión inverosímil la que se formula con esta pregunta: ¿Pero ha existido Cristo? Nos acusan a los católicos de que somos intemperantes, porque nos indignamos cuando oímos formular estas cuestiones absurdas. Nos dicen que no tenemos calma para la discusión y que no somos tolerantes. Pero juzgad vosotros mismos si se puede ser tolerante cuando, en nombre de la ciencia histórica, con un dogmatismo pedante hasta lo último, se hace tabla rasa de la historia para poder cobrar unos cuantos francos de los judíos y conseguir, con la audacia de las negaciones, un renombre que no se puede conquistar por las sendas legítimas del estudio. Hay un hombre cuyas obras se han traducido al castellano con pretensiones de obras científicas. Nuestros intelectuales las manejan como tales y las divulgan en cátedras y escritos sectarios. Nuestros editores las presentan como obras de enorme interés. En España se llega al extremo de creer sinceramente, así quiero suponerlo, que esas obras son un serio peligro para la religión. Y esas obras no son más que un amasijo de noticias de enciclopedia escrito sin respeto ninguno a la verdad, despreciado hasta por los mismos racionalistas en aquellos países en que, por debatirse actualmente las cuestiones relativas a la vida de Jesucristo, son más conocidas estas noticias y sin más mérito que el estar adobado con chistes y procacidades volterianas. Cuando se ve de esta manera despreciada la verdad por hombres a quienes parece importarles la verdad lo mismo que le importaba a Pila tos, no es posible contener un movimiento de santa indignación en contra de todos aquellos que tan sin conciencia juegan con la fe y la suerte eterna de las almas. ¡Ah!, nosotros los fanáticos católicos no podemos ver sin indignarnos que la verdad sea vilipendiada traidoramente y no podemos sufrir que con una im19
perturbabilidad sin nombre se planteen cuestiones como la planteada. Mientras se admiten sin titubear documentos de autoridad dudosa y se tiene por incontrovertible una parte cualquiera de la historia profana por meras conjeturas, si hay en ellos asomos siquiera de una sombra que pueda empañar el nombre cristiano, por razones más débiles, se combate sañudamente la historia evangélica, que ha resistido la crítica de todos los siglos y la ha derrotado siempre y en todos los terrenos, porque no se puede sufrir la gloria de Jesucristo. Esto tiene todas las señales de ser una repetición de aquella escena contada en el mismo evangelio cuando dice que los demonios clamaban contra Cristo porque había venido a atormentarlos antes de lo que ellos quisieran y a consolidar el imperio de la verdad y la virtud. Vosotros habéis podido comprobar, como yo mismo lo he hecho, que el procedimiento usual entre los hombres de este género es exagerar algunas dificultades de pormenor que encierran los santos evangelios; v.gr., la dificultad cronológica que suscita el nombre de Quirino, la de las negaciones de San Pedro u otra parecida; presentar como contradictorias las narraciones en estos puntos y luego argüir a la falsedad total. Aun suponiendo que esas dificultades fueran realmente irresolubles—distan mucho de serlo—, no habría razón para proceder así. No hay apenas autor que no contenga dificultades semejantes, y esto aun en aquellos que no se titubea en admitir como libros perfectamente históricos; y, sin embargo, sólo los evangelios tienen el privilegio de ser rechazados por este procedimiento. Lo cual prueba terminantemente que no son ni la lógica ni el interés de la verdad los que impulsan a tales negaciones, sino otras razones de índole muy diversa y que nada tienen de intelectuales. Pero vamos a llegar hasta el extremo. Suponed que, combatiendo así el Evangelio, se logra eliminar esa serie interminable de documentos históricos que acabamos de mencionar, suponed que no han existido jamás... Aun así, la duda de la historicidad de Jesús sería el mayor de los absurdos. ¿Por qué? Porque los hechos no se pueden destruir con los sofismas de los incrédulos por hábiles que éstos sean. Y hay un hecho en la historia que nadie puede ignorar: la existencia del cristianismo. El cristianismo es un enigma histórico si no se supone la existencia real de Jesús. Por eso es una insensatez negarla. Mientras no se rompan todas las cruces, y se derriben todos los templos, y se borre la historia de veinte siglos hasta en sus huellas más profundas, y se pierda la memoria misma de los hombres, la humanidad seguirá desdeñando una ciencia que quiere sembrar dudas en el seno mismo de la más refulgente evidencia. Quedarán como prueba de los 20
desvaríos a que se entrega la mente humana esas doctrinas anárquicas, mientras Jesucristo seguirá reinando en los corazones de los mortales caldeados con el fuego de su divina caridad. Indicadas brevemente estas ideas, dejemos cuestiones tan enojosas para ocuparnos de algo más interesante. Todo hombre que piensa en sí mismo se ha preguntado alguna vez cuál es la idea verdadera de la vida. Si es un filósofo, habrá ido a buscar el concepto de la vida en sus filosofías, y estad ciertos que, si sólo en sus filosofías lo buscó, salió defraudado. Pasad revista a lo que enseñan los sistemas filosóficos sobre la vida cuando intentan explicarla sin Cristo, y encontraréis que, si el filósofo a quien estudiáis es un hombre amargado por las circunstancias crueles de su hogar paterno, si ese filósofo se llama Schopenhauer, concebirá la vida como una explosión de egoísmos, y hasta cuando os hable de egoísmos será en extremo elocuente y gráfico, y lo hará en términos casi inimitables; es su obsesión. Si es un hombre enfermo, nervioso, medio loco; si es Leopardi, reflejará al exterior los sufrimientos de su espíritu, tendrá una penetración sorprendente para descubrir hasta el último matiz de los padecimientos humanos y de los humanos defectos, su palabra será una fotografía exactísima de sus propios estados espirituales, y os presentará la vida como una trama desesperante de miserias interminables; se le ha oscurecido lo bueno y sólo ha quedado ante sus ojos lo negro de la existencia. Si es un hombre que sabe soñar en metafísicas, como otros sueñan en hadas, verá confundirse todos los seres, porque en los sueños siempre suelen ser vagos los contornos, e inciertos los límites; inventará un lenguaje nuevo donde quepan las vaguedades del sistema, hablará de suerte que tengan los demás sus palabras por delirios, y entre repeticiones de los términos idea, y tesis, y síntesis, y antítesis, y espíritu, os mostrará la vida como un fatal mecanismo lógico tan hondo, que será inaccesible al resto del mundo, incluyendo a los mismos discípulos de Hegel; y para consolaros de tantas arideces y enigmas os dirá que os asoméis a la calle por donde pasa el emperador si queréis ver al espíritu universal a caballo. Si el filósofo es un libertino de esos que, en frase de la Escritura, han visitado todos los vergeles con su lascivia, concebirá la vida como una especie de carnaval perpetuo, verá en la embriaguez y el goce la esencia toda de la vida moral y señalará por leyes los impulsos de aquello que llamó un filósofo la parte de bestia que tiene el hombre... Y así, 21
continuando la interminable estadística, encontraréis sistemas basados en el egoísmo o en la sensualidad, en el despecho o en el entusiasmo, en ideales nobles o en ideales bajos, sistemas infinitos, como son infinitos los caprichos de los mortales; pero, al fin de cuentas, sistemas que no pueden saciar el corazón. En realidad, ¿hay uno siquiera en mi auditorio que se atreva a erigir en norma absoluta o en explicación cabal de la vida alguno de estos sistemas? Por lo menos, el mundo sigue viendo cómo se hunden, una tras otra, todas esas teorías, como la misma inconsistencia, y distingue muy bien lo que es sensualidad, egoísmo, desesperación, de lo que es virtud verdadera, y llama virtud a lo que apellida así el santo Evangelio. Todas las explicaciones de la vida que se dan fuera del Evangelio están condenadas al completo fracaso. ¿Por qué la filosofía no encuentra el camino verdadero y definitivo en este punto? Sería largo de decir. Pero desde luego advirtamos un fenómeno singular. No sé cómo un siglo que se precia de positivista no ha emprendido un camino más positivo, siendo así que el camino positivo estaba patente a todos. Si fuera posible encontrar en concreto el ideal de la vida humana, un ideal tangible, histórico, analizado por el mundo entero, el problema de la vida estaba resuelto. Podían los filósofos seguir sus declamaciones y discursos; esa realidad concreta sería la piedra contra la cual se estrellarían. ¿Qué valen todas esas cosas contra un hecho que se tiene delante de los ojos? Pues bien, esa realidad no es una paradoja, esa realidad ha existido entre nosotros; el ideal concreto de la vida es el hombre que se llamó Jesús. ¿Queréis argumentos para probarlo? Los hay a millares. Preguntad a quien queráis por ese hombre y les oiréis. ¿A quién os parece preguntar primero? ¿A los más encarnizados enemigos de Jesús? Vamos a interrogarles. Hubo un momento histórico en que judíos y paganos, compatriotas y extranjeros, autoridades y pueblos, maestros y discípulos, sabios e ignorantes, anduvieron buscando una mancha en Jesucristo. Discutieron su vida de consejo en consejo, le llevaron de tribunal en tribunal, y todo esto después de haberle espiado paso a paso. Jesús no les puso obstáculo para sus investigaciones, antes tuvo el valor de retarles con esta frase: ¿Quién de vosotros podrá argüirme de pecado? Tenía plena conciencia de que era el modelo eterno de la humanidad. Probaron sus enemigos a argüirle, y a sus pruebas siguió el fracaso más absoluto, y se confirmó la gloria inmarcesible de Jesucristo. Los testigos sobornados y preparados de antemano se destruían mutuamente con múltiples y palmarias contradic22
ciones; el representante de Roma, quizá el más interesado en encontrar un motivo de acusación para quedar bien con los judíos, no pudo hallar causa para condenarle, y se lavó las manos para decir a todos que era inocente de la sangre de aquel justo; a Herodes le inspiró el despecho que le llamara loco, porque tuvo la cordura de no convertir los dones de Dios en diversión de un monarca corrompido; pero no se atrevió a condenarle en lo más mínimo el hombre que se había hecho inmortal por sus crueldades; el mismo pueblo que vociferaba a las puertas del pretorio, no sólo le tuvo por inocente, sino que hasta quiso hacerle rey, porque veía en él al enviado de Dios y porque no había recibido de sus manos sino bienes. Le condenaron al fin; pero todo el motivo de la acusación fue que dio testimonio de la verdad confesándose Hijo de Dios. Se vio en esta ocasión a la humanidad forcejeando, encarnada en Pilatos, en Herodes, en Caifás, en el sanedrín, en el pueblo, por encontrar mancha en la vida de Jesús, y al fin lo que encontraron todos fue su derrota y una confesión explícita de su impotencia. ¿Qué más, si le tenían muerto y sepultado, y todavía temblaban de pavor ante la sola idea de que pudiera resucitar, y se estremecían de espanto al pensar que su santidad pudiera aparecer de nuevo para argüirles del crimen que acababan de cometer? Los remordimientos de conciencia, que revelaron mal de su grado aquellos hombres malvados, eran voces que proclamaban el triunfo completo de Jesucristo. Pero el pueblo judío aprendió a calumniar, y dice la historia que los judíos llenaron el mundo de calumnias contra el cristianismo naciente. Cuantos pasos daba un apóstol, tantos daban los judíos para sembrar calumnias contra él. Siguieron los judíos empleando contra Cristo su poder inmenso, fundado en el oro y en la moda y sostenido por el odio más tenaz. Ya Cicerón, cuando tenía que hablar contra ellos, se mostraba receloso del oro judío. Las religiones orientales eran entonces la moda espiritual de muchas almas hastiadas de la religión greco-romana, Y el odio que ha profesado siempre el pueblo deicida a Jesús es demasiado notorio para que necesite comprobaciones. Pues bien, ni la fuerza omnipotente del dinero, ni el torrente avasallador de la moda, ni los inconcebibles recursos del odio pudieron impedir que se rompiesen los odres viejos una vez que se hubo depositado en ellos el vino nuevo, ni que la cruz se plantase en lo alto del Capitolio, ni que el mundo entero se arrodillase ante el Crucificado. La vida de Jesús, repetida por los mensajeros de la Buena Nueva, recibió las aprobaciones y el culto más sagrado de la humanidad, sin que fueran capaces de impedirlo los más 23
encarnizados adversarios. Y sucedió mucho más. Sucedió que ese mundo pagano sembrado de calumnias judías despreció a los judíos como a un nuevo Caín que lleva imborrable sobre su frente la mancha sangrienta del fratricidio para seguir las sendas trazadas en la vida de Jesucristo. Ahora mismo, aunque quieran rehabilitar la propia fama, los hijos de ese pueblo siguen con la mancha vengadora sobre su frente, sin que nada pueda borrarla como no sea una sincera, humilde y penitente confesión de su delito. Pero no termina aquí todo. En nuestros días se está dando el fenómeno singular de un retroceso de los judíos más eruditos en favor de Jesucristo. Aun sin creer en su divinidad, repitiendo siempre el argumento manido de que la Trinidad cristiana es el politeísmo, unos escriben que Jesús es un poeta insigne; otros, que es un hombre de eminentes virtudes, y las antiguas calumnias sólo se encuentran en labios de historiadores insignificantes aunque lleven el nombre de Salomón Reinach. No hay manera de obscurecer al sol, y el Sol de la verdad es Jesucristo. Sería fácil y agradable recorrer toda la historia para seguir buscando testimonios a millares en favor de la vida inmaculada de Cristo. Pero os hago gracia de ellos para ser breve. Sólo voy a mencionar un hecho reciente. En los comienzos de los sistemas críticos modernos se registran unos fragmentos demasiado célebres por desgracia, en los cuales se quiso proponer una sacrílega amalgama del nombre de Jesús con la palabra impostura. Aceptaron algunos impíos esa amalgama. Era el camino más cómodo para combatir al cristianismo: la calumnia. Era además un procedimiento eficaz hasta cierto punto, porque de la calumnia siempre quedan huellas malditas. Se repitió la palabra impostura en todos los tonos y se escandalizó con ella al mundo. Investigad cuál ha sido la suerte de esa palabra. ¿Querréis creer que ahora ningún hombre que se estime en algo se atreve a pronunciarla? Preguntad a los racionalistas radicales, a los protestantes liberales, que se alían fácilmente con ellos; a los protestantes que se llaman ortodoxos, porque mantienen un mínimo de dogmas, y veréis, con íntimo consuelo de vuestras almas cristianas, que todos a una voz, aunque tengan especial empeño en disminuir la persona adorable de nuestro Redentor, aunque empleen en esa obra demoledora toda la vida, acaban por confesar que no ha existido ni existirá hombre comparable con Jesucristo. Cristo rige los destinos de la humanidad, exclaman los impíos; nadie ha conocido como El los secretos de la divinidad; pasó por el mundo haciendo bien; ha establecido su reino en las conciencias. Y es que, cuando 24
se está de espaldas a Cristo, cuando no se le quiere estudiar de cerca, se puede mentar la impostura (en el burdel, en el vértigo de la pasión o de los vicios se puede blasfemar); pero, cuando los impíos se acercan a El aunque no sea más que para estudiar por de fuera los evangelios, se sienten sobrecogidos de espanto como ante un nuevo Sinaí, y no tienen más remedio que, frente en tierra, rendirle su homenaje. Podrán abusar de su libertad y blasfemar; pero, consciente o inconscientemente et daemones credunt et contremiscunt, habrán de reconocer por fuerza que la historia no registra un nombre más santo que su nombre, y le proclamarán, de un modo o de otro, ideal consumado de la vida humana. No hablemos de los amigos, aunque sería un consuelo hablar de ellos. Un apologista contemporáneo ha llamado al testimonio que rindieron a Jesús las almas buenas el testimonio del Espíritu Santo. El Padre da testimonio de Jesús resucitándolo, y el Espíritu Santo por medio de los santos. Es un testimonio que vale por toda una apologética. Pero al menos digamos que en ellos se ha cumplido aquella palabra de Jesús: Yo soy la vid, y vosotros los sarmientos. No hay alma santa que no esté injertada en esa vid que es Cristo. Este hecho vale por sí solo para dejar establecida inconmoviblemente nuestra tesis. El instinto infalible del bien que hay en las almas de los santos nos presenta a Jesús como el ideal acabado de la vida. Tracen los caracteres de los santos los que quieran averiguar sus diferencias. No hay psicología más interesante. Nosotros contentémonos con decir que todos coinciden en el mismo punto; son ramas de la misma vid; se encuentran en Cristo. Y esto aunque sean los santos que ofrezcan caracteres más divergentes, Si es un santo amoroso, y tierno, y dulce como San Bernardo, hará de Jesús un hacecillo de mirra para llevarlo siempre en su pecho, como decía la esposa de los Cantares. Si es un santo militante (al fin español) como San Ignacio de Loyola, hará de Jesucristo su Rey eterno, e irá a todas las batallas de la fe con la cruz enarbolada: sub vexillo crucis. Si es un santo que sabe embriagarse de todas las bellezas que Dios ha esparcido en sus criaturas como huellas de su belleza increada para que todas le lleven a Dios, hasta quemar sus alas como mariposa en el fuego del amor divino, sabrá ver en todas partes las huellas de Cristo, y acabará por transformarse en El hasta copiando en su cuerpo aquellas escrituras de amor que Cristo conservó en el suyo, las llagas que sirven de asilo a nuestras almas. Si es un santo amante de la verdad cristiana, que no puede tolerar que sea desfigurado el dogma, y que al mismo tiempo' sabe y enseña que las herejías todas se vencen por medio de María (cunctas haereses sola 25
interemisti in universo mundo), pasará las fronteras de la patria para ir a buscar a los herejes en tierra extraña (en la tierra española son exóticos) y desbaratar todos sus sofismas, y el libro donde aprenderá la verdad y donde llevará escritos sus dogmas será el Evangelio de Jesucristo. Si es un sabio como San Buenaventura, que arranca palabras de admiración al mismo sol de los doctores católicos, Santo Tomás de Aquino, cuando quiera enseñar a su amigo la biblioteca donde aprende su ciencia sobrehumana, no sabrá enseñarle otra cosa que un santo crucifijo. Si se trata de almas delicadas como una Santa Inés, de donde brotan espontáneamente todos los sentimientos dulces y candorosos, mirarán a Jesucristo como a su esposo regalado, el amor de sus amores, y sentirán en la vida todas las nostalgias del destierro, porque han saboreado las dulzuras de Jesús, y no entienden que el corazón pueda descansar sino en su pecho divino. Si son santos que buscan al pobre con las mismas ansias con que los ambiciosos buscan las riquezas y tienen sus delicias en sanar llagas y consolar amarguras, como un San Juan de Dios o un San Pedro Claver, es porque han aprendido una ciencia que el mundo llama locura, la ciencia de la caridad, que nos hace ver a Cristo en el pobre. Si los miráis, sedientos de almas, recorrer países ignorados y salvajes, como si su cuerpo nada tuviera que temer de las enfermedades ni de la miseria y como si fueran inagotables sus fuerzas, si esos santos se llaman San Pablo o San Francisco Javier, no encontraréis más explicación de su celo que el deseo ardiente de extender el reino eterno de su redentor divino. Y si, por el contrario, son santos que van a perfumar con sus virtudes las soledades inclementes y estériles de los desiertos, que han huido allí con seguridad para que el mundo no pueda robarles la margarita, el tesoro escondido que poseen poseyendo a Jesucristo, sintetizarán toda su vida en dos ramas secas enlazadas como una cruz. Sabios o sencillos, ciertos o dudosos, contemplativos o militantes, los santos no son más que matices de una misma santidad; la santidad de Cristo descompuesta en los prismas del amor santo; son sarmientos diversos en formas, en hojas y en frutos, pero que todos reciben la savia del mismo tronco, la vida de Aquel que dijo: Yo he venido al mundo para que tengan vida abundante. ¡Ah! Los que han querido aprender la ciencia verdadera de la vida y lo han logrado, no han tenido que ir a estudiar en los libros de los filósofos ni han tenido que interrogar a la ciencia humana; les ha bastado leer el libro de hojas siempre abierto, el libro santo de la cruz, escrito en un lenguaje que entienden el griego y el bárbaro, el judío y el gentil, porque es el lenguaje universal del amor, para encontrar allí el código único 26
inmortal de la vida humana más perfecta, Y esto significa que las almas rectas, aquellas que saben distinguir mejor dónde están el bien y la verdad, dónde está su eterno modelo, lo han encontrado en Jesucristo. Estos testimonios que acabamos de mencionar, el de los amigos y el de los enemigos, son muy elocuentes; pero hay todavía uno que los supera. Permitidme que os canse unos minutos más para mencionarlo siquiera. Os prometo que seré brevísimo. No podría yo suprimir este testimonio, porque es imposible callarlo. Dicen los santos y dicen los impíos, dicen los judíos y dicen los paganos, que Cristo es el ideal de la vida humana. Pero ¿no lo dicen más que los santos y los impíos, los judíos y los paganos? ¿No hay un testimonio más elocuente? Lo hay, e infinitamente superior. Lo vais a oír, y os va a parecer una paradoja. Me refiero al testimonio mismo de Jesús. El mundo estimaría paradójico un testimonio dado por el mismo de quien se trata, y, sin embargo, es el más decisivo. Oíd unos momentos. Enseñan los teólogos explicando la santidad de Jesucristo que en El reside la plenitud de la gracia santificante, esa cualidad que nos hace hijos de Dios y herederos del cielo. De la plenitud de esa gracia recibimos todos, según nos asegura San Juan: et de plenitudine eius nos omnes accepimus. Añaden que en Cristo no se encuentran todas las virtudes teologales, porque hay dos que no pueden estar en Cristo: la fe y la esperanza. Esto no implica imperfección, sino más bien superioridad. La fe y la esperanza no están en Cristo por esta sencillísima razón: la fe es necesaria cuando falta la visión clara de Dios. Una vez que se contempla a Dios cara a cara, la fe desaparece, sería inútil; la esperanza no puede existir cuando ya se posee el bien que se esperaba o se debía esperar, cuando se posee a Dios en la otra vida. Por eso los bienaventurados no conservan sino la caridad. Como Jesucristo era comprehensor, según el lenguaje teológico, es decir, poseía la visión clara de Dios mientras vivía entre los mortales, sólo conservó la virtud de la caridad quae numquam excidit. Las virtudes cardinales permanecen en la otra vida, pero de un modo algo distinto al que tienen en esta vida mortal. El objeto de cada una de ellas tiene una latitud más grande que la que significan ciertos actos ejercidos ahora, y, aunque desaparezcan esos actos, todavía la virtud puede subsistir. Por eso, las virtudes cardinales se encontraron en el alma de Cristo, como se encuentran en las almas de los bienaventurados. Completan la santidad de un alma los que llamamos dones del Espíritu Santo. Y éstos no puede dudarse que estaban en el alma de Cristo. Lo dice expresamente Isaías: Requiescet super eum Spiritus Domini, spiritus sapientiae, etc. Según Santo Tomás, los dones sirven para adaptar 27
el alma a las mociones divinas, convirtiéndola en instrumento ágil de las gracias de Dios. Si esta interpretación es la verdadera, no hay duda sino que los dones debían encontrarse en Jesús, pues es indiscutible que nadie hubo de ser gobernado de un modo más perfecto por el Espíritu Santo. Aun admitiendo la interpretación de aquéllos, según los cuales los dones del Espíritu se dan para que nos ayuden en los actos heroicos de las virtudes, esos dones no pudieron faltar en Aquel que tenía que realizar heroísmos infinitos. Ciertas señales extraordinarias, como el don de milagros, de profecías, etc., aseguran los teólogos que habían de estar en Cristo por lo que tienen de perfectas, pero no como en los demás. El DiosHombre no puede hacer los milagros del modo que el puro hombre. De estas explicaciones de los teólogos se deduce que la plenitud de la santidad debía encontrarse en Jesús, y esta plenitud es el rasgo fundamental de la misma. Para que fueran verdaderas las afirmaciones que después hemos de estudiar, en las cuales se confiesa a sí mismo por Dios, era preciso que Jesús poseyera esa plenitud que estamos describiendo, pues ésta no es más que una consecuencia indispensable de la unión hipostática. La conciencia de Jesús, para llegar a las cumbres más elevadas de la santidad, no debió de saber de esas inquietudes que aquejan a nuestras conciencias después de la lucha o de la culpa. Tampoco debería experimentar Jesucristo las inquietudes de la salvación que experimentamos todos los mortales. Aun a las almas más inocentes las estremece el pensamiento de la eternidad y las conturba el ignorar utrum amoris vel odii dignae sint. Un alma que, siendo delicadísima en materias morales, no experimentara estos temores, sería un milagro acabado del orden moral. Los teólogos dicen que Cristo fue así. Plenitud, paz imperturbable, seguridad absoluta y las consecuencias que de todo esto dimanan: he aquí los rasgos dominantes del carácter moral de Jesucristo. Si ciertamente estas afirmaciones de los teólogos no son ensueños, hay que concluir que el testimonio de Jesucristo es irrecusable. Y eso aunque el testimonio envuelva afirmaciones como ésta: Yo soy el camino, la verdad y la vida; yo soy la luz del mundo. No haría más que afirmar lo que la realidad misma nos pondría ante los ojos. ¿Cómo podríamos comprobar un cúmulo de afirmaciones tan extraordinarias y transcendentales? Hay un atajo brevísimo a la par y fecundo. Esa historia evangélica que al principio defendíamos de sus calumniadores, nos cuenta la vida de Jesús. Miremos esa vida y veremos la comprobación. No hay otra mejor. Cuando sólo se trata de palabras, es 28
fácil mostrarse virtuoso; pero, cuando se trata de obras, todos acabamos por mostrarnos como somos. Cristo debió revelarse como era en los trances diversos y tormentosos de su perseguida existencia terrena. Pues bien, se da el caso singularísimo y sin ejemplo de que esa vida es un reflejo natural de lo que acabáis de oír. Y ni siquiera al pasar por los evangelistas, que no eran hombres en quienes existiera la plenitud que residía en Jesucristo, ha sufrido menoscabo, hablando ahora humanamente. Claro es que las acciones que proceden de la gracia santificante no pueden distinguirse de aquellas que se realizan con las fuerzas de la naturaleza por solos los sentidos, por la experiencia externa; pero puede verse comprobada por tales acciones la afirmación de la teología. Al fin, cierto estado del alma tiene que concordar con ciertas afirmaciones exteriores. Imaginad que presentase a mi auditorio esta cuestión: ¿Cuál es la virtud dominante y qué más resplandece en Jesucristo? Tal vez, a primera vista, pudiera parecer fácil la contestación. Diríamos que es la caridad. En efecto, la caridad es la reina de las virtudes, y, estando en el corazón de Cristo, tiene que resplandecer como la reina de las demás. Pero no es ésta la cuestión. Se trata de buscar la virtud característica de Cristo, como suele buscarse en las vidas de los santos. Un alma que quisiera imitar a Jesucristo, buscaría con ansia esa virtud característica, si la hubiera. Más aún, al tratar de imitar a nuestro divino Redentor, eludiría imitarle en aquellas virtudes que, por un imposible, estuvieran sólo imperfectamente en su alma. Entendida así la pregunta, es de una dificultad insuperable para toda explicación particularista. Porque alguno me podría decir que la virtud dominante de Cristo es la ternura; es tierno como una madre; como ella, acaricia a los pequeñuelos y a los humildes, los atrae a sí, derrama su corazón sobre frentes castas e inocentes. Pero al mismo tiempo, me diría otro, que es fuerte como una roca y que un día se irguió en el templo con el látigo en la mano para arrojar a los mercaderes; y otro, en ese mismo templo, discutiendo con los rabinos, los llamó miserables como sepulcros blanqueados. Unos me dirían que Cristo es severo con los pecadores, fundando su afirmación en los duros reproches que conservan los evangelios; pero otro me aseguraría que nadie ha sido más benigno que El para las almas caídas, alegando los ejemplos de Pedro, Zaqueo, la samaritana, la adúltera, la mujer pecadora. Verían unos en Cristo al trabajador infatigable que lucha sin descanso por la salvación de las almas, y recorre, en alas de un celo inextinguible, las regiones, los campos, las ciudades, las aldeas de Palestina, y convierte en pulpito las montañas y los valles, las olas rientes de los lagos y las riberas 29
de los ríos; y otros me asegurarían que es el modelo de la vida oculta, silenciosa, contemplativa, por sus treinta años de Nazaret, su retiro de cuarenta días en el desierto, sus innumerables noches de oración. Diríame alguien que la castidad inmaculada de Cristo resplandece como un sol entre las estrellas; pero otro podría añadir que su pobreza espanta cuando se le ve sin un apoyo donde reclinar la cabeza o se le contempla en Belén y en la cruz. La paciencia de Cristo insultado, calumniado, maltratado y crucificado por sus enemigos será la virtud que más asombre a algunos; pero al lado de esa paciencia hay que colocar su fortaleza, por la cual, cuando llega la hora señalada por Dios, va El mismo a entregarse a la muerte, y se inmola en la cruz sin un momento de duda o desaliento. Las lágrimas de Cristo derramadas ante un sepulcro o en presencia de la ciudad deicida, lágrimas de cariño o de compasión, serán para algunos las perlas más preciadas de la corona que ciñe al Redentor; pero otros mostrarán los diamantes de su entereza cuando hay que volver por los fueros de la verdad y la virtud; las tristezas del huerto tienen su rival en las alegrías de Caná y en las escenas idílicas del lago de Genesaret; las glorias que no conturban, en las humillaciones con paz; el perdón de las traiciones, en las efusiones de la amistad; el amor de los hombres, en el amor de Dios... La vida de Cristo no está dominada por ninguna virtud característica; como un campo lleno produce todas las virtudes, y cada una parece la más hermosa; desde un extremo a otro está dominada por el cumplimiento pleno de la voluntad de Dios, una y múltiple como la norma indefectible de toda santidad; no es una corriente de savia que se recibe de un tronco como la virtud de los santos...; es un mar adonde desembocan todos los ríos de la santidad, un foco adonde convergen todos los rayos que Dios envía para santificar a los hombres; es la vida divina traducida en el lenguaje veraz de una vida humana. No es esto todo; Cristo trata con Dios, y trata con Dios a diario, siempre. Esta tesis no necesita la prueba, porque es una afirmación que se deduce de la lectura más superficial de cualquier página del Evangelio. Pues bien, cuando tratamos con Dios (no hablemos de nosotros, que somos pecadores; hablemos de los más santos), cuando tratan los santos con Dios, se estremecen, como expusimos antes. ¿Por qué? Todos hemos pecado y necesitamos la gracia de Dios. El recuerdo de estos pecados los estremece, y por eso se abaten en el polvo, por eso se martirizan, por eso hacen penitencia. Todos, aunque sean santos, hablan de su porvenir eterno con incertidumbre, con temor; San Pablo mismo decía: No sea que, mientras yo predico a los demás, sea yo mismo reprobado. 30
Todavía en los santos hay luchas, hay combates; luchas que durarán un espacio de su vida o luchas que se extenderán por toda la vida; pero hay luchas, al fin, por la vida, épocas crueles. San Agustín refiere sus propias luchas, y espantan. ¿Os acordáis, como dice él, que los vicios iban como pegados a su hábito y sujetándole para decirle: «¿Y nos vas a dejar?» Vamos a buscar en la vida de Cristo algo que se parezca a esto. ¿Dónde están las luchas en Cristo? Hay una gran lucha, es cierto; la lucha de la tentación, eso que llama tentación el santo Evangelio. Se le presenta un día Satanás y quiere rendirle. Decid: ¿habéis visto dibujado en el rostro de Cristo un gesto de tristeza, de hastío, de temor, de incertidumbre? ¿No os parece que, cuando está luchando con Satanás, aunque lucha desfallecido, flaco, hambriento, todavía es aquel Señor que se erguía después en la barca para decir a los mares: Callad y enmudeced? El gesto de Cristo luchando con la tentación no es el de un hombre que teme y se acobarda, que está dudoso de la victoria; es el gesto de un Dios indignado por la audacia de Satanás, que se atreve a acercarse a El. Otras tentaciones no hay. Hay el momento en que dice en la cruz: ¡Padre mío! ¿Por qué me has abandonado?; y hay una hora en el huerto en que suda sangre y agoniza. Pero éstas no son tentaciones; son algo más sublime, que analizaremos otro día; son luchas en las que se ha revelado un corazón que es el modelo de los corazones cristianos, y donde aprenderemos en otra ocasión lo que son las luchas de la vida. ¿Dónde está la incertidumbre de Cristo? El habla de que va al cielo, de que va a volver, de que va a disponer las moradas, de que va a repartirlas, de que el cielo es suyo. ¡No hay la más pequeña incertidumbre! Y hasta la misma ascética de Cristo, ¿dónde está? ¿Dónde se ha formado? Desde que aparece Cristo en el Evangelio, aparece ya santo, y si hay en El una época en que está encerrado, ciertamente no es la época de un asceta que se va perfeccionando; El practica ascéticamente algunas cosas, porque quiere ser nuestro modelo, pero no para perfeccionarse. Siempre, desde la primera hora, es el Hijo de Dios, el Unigénito de Dios. Luego por este argumento interno, que sale de Cristo, como por los otros, podemos decir que Cristo es el hombre ideal. No sabía Pilatos lo que afirmaba cuando, cogiendo por la mano a Cristo mientras estaba el Señor cubierto con un pedazo de púrpura y llevaba un cetro de caña, y en la frente una corona de espinas, decía al pueblo que se agrupaba a sus pies: He aquí al hombre-, no lo sabía. Si él lo 31
hubiera sabido, aquellas palabras le hubieran estremecido; si hubiera sabido que aquel hombre que presentaba al pueblo era el cúmulo de las perfecciones humanas, era el ideal, la misma moralidad encarnada, era la virtud tangible y palpable, ¡ah!, entonces, en vez de presentarle al pueblo, como lo hizo, habría desenvainado su espada para luchar por El. Por ingrato e impío que fuese Pilatos, aunque no le quedase más que un resto de hombre en su corazón, se habría sublevado al ver que el ideal de la vida humana iba a perecer enclavado entre el cielo y la tierra, y ante ese ideal hubiera caído de rodillas. Este es el testimonio que Cristo da de sí mismo, y las especulaciones de los teólogos no son más que la expresión de la realidad que se palpa, por decirlo así, en los evangelios. Jesucristo es nuestro modelo perfectísimo. Es lástima que no podamos detenernos a contemplar cada uno de los pasos que dio por la tierra, para seguir sus huellas; pero el plan que nos hemos propuesto no nos permite más. Repitamos, sin embargo, que este testimonio que da Cristo de sí mismo es irrecusable. No hay mejor contraste que la vida. Por momentos puede caber la simulación; pero al fin, con hipocresía o sin ella, el hombre se coloca en el lugar que le corresponde; quiero decir que se manifiesta como es: santo, imperfecto, pecador, impío. La vida de Cristo no sólo no deja lugar a la menor acusación, sino que rebasa toda otra santidad y ofrece un conjunto trascendental. Más trascendental todavía es ese conjunto si a los dos caracteres que venimos explicando en esta conferencia. -Cristo histórico y hombre perfecto—se añade que es también Dios. Para daros las líneas generales de nuestro divino Redentor, era mi ánimo incluir en la conferencia de hoy esta última afirmación... Pero he abusado sobradamente de vuestra paciencia. Dejemos, pues, lo más grande para otro día. Esto no quiere decir que sea pequeño lo dicho. Las dos cuestiones que hemos compendiado son de una trascendencia infinita. La realidad histórica de Cristo ha dividido en dos mitades la historia del mundo. Esa historia, de Cristo está pendiente. La santidad de Cristo ha resuelto de una manera definitiva las complejísimas cuestiones planteadas por el género humano al buscar el bien, de tal suerte que no hay bien sin Cristo, y con El germina lozana y se carga de frutos la virtud. Que cuanto puede decirse de Cristo tiene esta condición: nada es pequeño ni indiferente, ni siquiera mediano o simplemente grande; todo es inmenso. 32
Ya que no podemos presentar en conjunto la persona histórica de nuestro Redentor, verdadero Dios y verdadero hombre, dejadme que al menos acabemos, aunque sólo sea menos imperfectamente, el asunto. Si no tuviéramos otros títulos que los expuestos aquí para hablar de Jesucristo con entusiasmo y con amor, ésos nos bastarían. De Cristo no se puede hablar de otro modo. Con el pretexto de científica imparcialidad, se nos exige por los adversarios de nuestro Redentor que hablemos de El como de un teorema de geometría. Se nos pide esto en escritos blasfemos, dictados por la misma ignorancia, que llaman tesis científicas a las imposturas y donde rebosa el odio más profundo, ¡Ah! Si alguien tiene derecho a hablar con apasionamiento, no es el odio, sino el amor. Pues bien, digámoslo para que lo oigan incrédulos y creyentes: nuestra gloria es no admitir esa imparcialidad que nos exigen al tratar de Jesucristo, porque otra cosa sería un crimen. ¡Oh! ¿Es posible la imparcialidad con Jesucristo? No lo es cuando la evidencia se nos entra por los ojos, cuando estamos tocando su grandeza, cuando estamos abrumados bajo el peso de su gloria... Mostrarse frío entonces o siquiera tibio, no es sabiduría ni prudencia, sino la suma insensatez. Hablar de Cristo con todo el amor de nuestras almas es nuestra apología, mucho más que lo es para un hijo hablar con inmenso cariño de su madre. No, no podemos persuadirnos, repitámoslo para nuestro' bien, de que Cristo es un problema matemático, ni un mito, ni una mera figura secundaria o principal de la historia... ¡Estamos hablando de nuestro Dios, que bajó a la tierra con las manos llenas de dones, con el corazón rebosante de amor, para ser nuestro camino, nuestra verdad y nuestra vida! ¡Suba, suba esa llama! ¡Que no se apague nunca! ¡Que arda en el mundo como una pira y que siga ardiendo eternamente en los cielos!
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Segunda conferencia La divinidad de Jesucristo Contemplaba San Pablo los dioses y los templos esparcidos por las calles de Atenas, y entre aquellas innumerables divinidades descubrió un altar dedicado al Dios desconocido. Poco después, como resultado de unas conversaciones tenidas en la plaza pública, subía el Apóstol a la cumbre del areópago y pronunciaba el primer sermón cristiano a los atenienses. Apoyándose en la idea del Dios desconocido, comenzó por decirles así: Discurriendo y contemplando vuestras sagradas imágenes, hallé un ara en que estaba inscrito: «Al Dios desconocido». Pues lo que sin conocerlo adoráis, eso os anuncio yo a vosotros (Act 23,17). Para hablar en las circunstancias presentes de la divinidad de Jesucristo, podríamos emplear un exordio semejante a este exordio de San Pablo; podríamos comenzar diciendo al mundo: Hay un Dios, a quien llamáis vosotros el Dios desconocido, y venimos a anunciaros ese Dios. Porque, en efecto, lo mismo si escudriñáis las alturas de la filosofía contemporánea que sí bajáis al corazón de los pueblos cristianos, cabe afirmar que Dios es casi universalmente desconocido. Yo no voy a pasar revista a todas ellas; pero, si queréis, vamos a recordar ligeramente algunas de las más principales, y veremos comprobada la afirmación. No por el prurito de enumerar filosofías, sino porque los enemigos han aplicado la noción que se forman de la divinidad en general a la cuestión particular de la divinidad de Jesucristo. De tal suerte, que a veces, cuando niegan esta divinidad, parece que la afirman. Se ha intentado explicar el origen de todas las religiones humanas y la naturaleza de las mismas apoyándose en la idea abstracta de la humanidad, a veces restringiéndola a ciertos límites, los límites que abarca la palabra sociedad. La religión, en vez de brotar del corazón del individuo, es, según esa escuela, un producto de la sociedad que ha repercutido en el alma individual; la fuerza, la extensión, la grandeza de la sociedad, han sido el resorte que, tocando en el entendimiento humano, y principalmente en el sentimiento, han hecho brotar en nosotros esa chispa que llaman ellos el sentimiento religioso. 34
Según esa teoría, la humanidad sería el Dios que adoramos. Al ponernos en contacto con esa humanidad, al tener conciencia de que formamos parte de ese gran todo que recibe el nombre de humanidad, nos sobrecogemos de terror, sentimos gratitud, y esos sentimientos de gratitud y de terror son los que vienen a formar la base de todo sentimiento religioso. ¿Por qué todas estas lucubraciones? ¿Es que acaso se sueña con que llegue un día en que a todos los cultos antiguos, incluso al culto cristiano, sustituya ese culto soñado de la humanidad? Si no se dijese más que esto, podríamos dejar pasar la doctrina como una de tantas manifestaciones estériles del espíritu humano; los hechos se encargarían de arruinarla. Pero esa doctrina quiere darse por una interpretación genuina de lo que han sido todas las religiones, y, desde este punto de vista, merece que la juzguemos nosotros. Mirada así, es la doctrina de un Dios conocido; pero ¿por qué se quiere sustituir nuestro Dios con ese Dios abstracto, que nada nos dice; con ese Dios humanidad? ¿Por qué el sentimiento que se apodera de nosotros cuando nos ponemos de rodillas ante Dios lo queremos sustituir con ese otro sentimiento indeciso que experimentamos al ponernos en contacto con el género humano? Es que los que así hablan han comenzado por hacerse positivistas, y, una vez que el positivismo se acepta, desaparece la noción del Dios personal. Al desaparecer esa noción, intentaron los hombres lanzarse en brazos del Dios del panteísmo; vieron que ese Dios no era más que un amasijo de contradicciones y absurdos, y, cuando se encontraron de nuevo sin Dios, quisieron buscar otro; no le hallaron, y a esa idea vaga e indefinible de humanidad le llamaron Dios; por eso hablamos del Dios desconocido. Este fue a quien quisieron adorar. Hay una teoría filosófica muy de moda que se ha querido tomar como base para entender lo que es la religión y que en esto de desconocer a Dios coincide con la teoría precedente. ¿No habéis oído hablar de eso que llaman la subconsciencia? Todos los fenómenos psicológicos se consideran como una especie de continuo. Esa continuidad subsiste siempre, y la conciencia es algo así como un campo inmenso que se va iluminando por partes. Lo que una vez ha impresionado la conciencia, en ella queda; pero no todo está siempre igualmente iluminado. Pues bien, imaginaos que en la sombra, en esa parte de la conciencia que queda sin luz, se fueran fraguando hechos asombrosos; que esos hechos fueran 35
iluminados un día, se hicieran conscientes, y añadid que ahí estuviera el origen de todo lo que se llama religión. La religión no sería más que una serie de manifestaciones de nuestra vida fraguadas, preparadas, incubadas en el secreto de la subconsciencia; pero que un día emergen, se muestran a la luz, son conocidas. ¿Qué sería entonces Dios y qué sería la religión? El hombre, al ponerse en contacto con esa subconsciencia, se pone en contacto con algo ilimitado, por lo menos indefinido, y esto le da cierta sensación de lo infinito, sensación que es la religión; y eso que llamamos infinito es lo que se llama Dios a lo divino. ¿Dónde se busca a Dios? ¡Ah!, en una especie de choque misterioso que hay en nosotros, por medio del cual nos ponemos en contacto con algo más grande y trascendental. Dios es una sensación más bien que una idea; Dios es más bien un sentimiento que un ser descubierto por raciocinios inconcusos; Dios es algo misterioso que se ha descubierto en la subconsciencia; nosotros podemos de alguna manera interpretarlo; pero, en último término, siempre resulta un misterio. ¡Fijaos si ésta es una teoría del Dios desconocido! Van a buscar a Dios a lo desconocido, a lo ignorado. ¡Y estos hombres tienen la osadía de hablarnos del campo misterioso de la subconsciencia, que se escapa a las miradas, como si ellos le hubieran recorrido; y proceden esos hombres idólatras de la experiencia como si la hubieran tenido delante de los ojos, cuando precisamente por tratarse de la subconsciencia, que por su misma definición no es consciente, están hablando de lo más desconocido! Además, no es que Dios sólo se busca en lo ignorado, es que El mismo es algo indefinido y vago. Esa especie de contacto con lo vago y con la indefinido, ¿qué es? Ni siquiera emplean el nombre de Dios. Nos hablan de lo divino. Para ellos, definir a Dios es como palpar en las sombras y fijar los contornos de una nube que siempre se está mudando en el espacio. Por último, hay otro sistema u otro conjunto de sistemas que emplean una serie de palabras como éstas: agnosticismo, pragmatismo, inmanencia, con las cuales se quiere designar, de un modo o de otro, que las cumbres de la metafísica nos son inaccesibles. Agnosticismo, es decir, que no podemos conocer el mundo metafísico; pragmatismo, es decir, desesperados de conocer la metafísica, vamos a buscar algo que nos sirva para la vida. Hagamos, como dicen ellos, juicios de valor en vez de formar juicio acerca de la verdad. Inmanencia: ya que la metafísica no nos da la norma, busquemos en lo profundo del ser nuestras necesidades y 36
aspiraciones, veamos de saciarlas. Y, de todos modos, fijaos: con el agnosticismo, con el pragmatismo, con la inmanencia, nos encontramos siempre en la ignorancia de Dios, en el escepticismo más completo de la metafísica, y, cuando queremos definir a Dios, nos faltan las nociones necesarias; y otra vez con estos sistemas estamos en presencia del Dios desconocido. Claro que estos sistemas, además de desconocer a Dios, lo ofenden y desprecian; pero queremos nosotros valernos del propio eufemismo de los contrarios. Y, dirigiéndonos al mundo de la filosofía para hablarle de la divinidad de Jesucristo, podemos decir: «Vosotros amáis, o por lo menos decís amar, a un Dios desconocido; ese Dios que vosotros no conocéis os lo vamos a presentar nosotros: es Jesucristo». Y decimos que se puede hacer lo mismo con el pueblo cristiano. Cuando se llama en la Escritura a nuestro divino Redentor el Dios escondido, se quiere significar con esta palabra las humillaciones de Cristo; pero además podemos llamarle nosotros el Dios desconocido, porque, en rigor de verdad, los cristianos le desconocen. Sabemos, es cierto, bastante bien algo de la vida de Jesucristo; pero nuestras obras, ¿son una confesión franca del Señor? En la práctica de la vida ordinaria, muchos cristianos se olvidan de su Redentor divino, y para ellos, prácticamente, continúa siendo Jesucristo, como teóricamente para los otros, el Dios desconocido. Tomemos, pues, las palabras de San Pablo. Imaginaos que las circunstancias presentes nos ofrecen un espectáculo parecido al de Atenas; que aquí, como en Atenas, se habla de Dios, pero se ignora lo que es Dios; y que nuestra misión principal es hablar de la divinidad de Cristo como quien va a revelar Dios a ese mundo escéptico, agnóstico, inmanentista y pecador. Ya sobra el exordio con lo que acabáis de oír, y por eso vamos a entrar derechamente en nuestro tema, Cuando se quiere probar que Jesucristo es Dios, se puede seguir este proceso. 1.º Se examinan los evangelios canónicos, o sea, el evangelio de San Mateo, el de San Marcos, el de San Lucas y el de San Juan, para probar que son cuatro libros históricos, que merecen fe como documentos históricos de primer orden. 2º Se examina a la luz de esa historia la doctrina de Jesús, para deducir de ella que El se tuvo por Dios, se manifestó al mundo como Dios, afirmó de sí mismo que era Dios. 37
3.º Se buscan pruebas sobre las cuales se asiente inconmoviblemente esta afirmación de Jesucristo, y esas pruebas pueden ser o las profecías antiguas, o los milagros del Salvador, o la transformación que se realizó en el mundo después de la predicación de Jesucristo, u otras consideraciones semejantes. Tal vez vosotros estéis esperando que yo siga este camino, que yo proceda así, y os tengo que decir que ese camino no es a propósito para este lugar ni para el plan que venimos desarrollando. Es el más completo de los métodos, se puede simplificar hasta adaptarlo a las más cortas inteligencias; pero, si lo siguiéramos con la extensión que merece, nos veríamos en esta alternativa: o tocar los asuntos sin profundizar ninguno, o emplear todas las conferencias en el estudio de una sola de las premisas, porque las cuestiones que acabamos de indicar son de una extensión casi infinita. «Que los evangelios son un libro histórico». Calculad la serie de estudios que hace falta para dejar definitivamente resuelta esta cuestión. Primero, un estudio detenido de los testimonios tradicionales que nos aseguren la autenticidad de esos libros que llamamos evangelios. Segundo, una confrontación de los textos evangélicos que han Llegado hasta nosotros, para deducir cuál era el texto primitivo. Tercero, un estudio crítico de esos evangelios, para ver si han tenido o no han tenido interpolaciones. Cuarto, para averiguar el sentido de los evangelios, una serie de conocimientos auxiliares de lenguas, de arqueología, de geografía, de historia, etc., y todo esto nada más que para la primera premisa, para llegar a deducir que los evangelios, tal y como los conserva la Iglesia, son libros eminentemente históricos. Todavía tiene más amplitud la última consideración que os he indicado. Si tuviésemos que presentar las pruebas de la divinidad de Jesucristo, solamente con una de ellas tendríamos de sobra para todas estas preferencias; v.gr., si estudiásemos los milagros. Primero tendríamos que discutir teóricamente la noción del milagro, su posibilidad y los medios de comprobarlo (ya veis si éste es un campo inmenso); en segundo término tendríamos que recoger los milagros históricos de Jesús y discutirlos uno a uno contra los enemigos que los han negado o que han querido sembrar dudas acerca de ellos; y en tercer lugar nos haría falta ver si esos milagros se hicieron o no, para apoyar el testimonio de Jesucristo cuando El decía que era Dios, y, por tanto, tendríamos toda otra serie de cuestiones también casi interminable. 38
Como veis, siguiendo ese camino, se expone uno o a hacerse pesadísimo, o a no hacer sino indicar puntos de la cuestión, sin resolverlos. Nosotros hemos escogido otro camino que es más breve, pero tan decisivo como el anterior, y que además tiene la ventaja de poner más de relieve una de las dificultades de la cuestión, la que se refiere a la propia afirmación de Jesucristo. Dificultad que han exagerado los contrarios particularmente en nuestros días, y que no podríamos pasar por alto. Al simplificar así el asunto, no hacemos más que imitar a San Agustín cuando, en un caso análogo, recomendaba que se probase la divinidad de la Iglesia con un argumento rápido y contundente. Al estudiar modernamente los cuatro evangelios, se ha querido separar el último evangelio, o sea el de San Juan, de los otros tres, que se suelen llamar con el nombre de sinópticos; pretendieron algunos encontrar una oposición radical entre estos tres evangelios que he mencionado y el cuarto evangelio; y la razón de haberlos separado así es ésta: en el cuarto evangelio, la divinidad de Jesucristo está abiertamente confesada y predicada; no hay, pues, más remedio que combatir ese evangelio si se quiere decir que Jesucristo no se llamó Dios a sí mismo. En cambio, en los otros tres evangelios, aunque también está confesada por el mismo Jesucristo la divinidad propia, todavía no es con aquella franqueza, con aquella precisión, con aquella insistencia, según dicen, con que está confesada en el cuarto evangelio. Quedándose, pues, con los tres evangelios sinópticos, parecía que se iba a poder combatir más fácilmente la divinidad de Jesucristo. Con el objeto de apoyar esta división, se hicieron largos y pacientes estudios acerca del evangelio de San Juan, y lo mismo acerca de los evangelios sinópticos. Del evangelio de San Juan se dijo que era simplemente una serie de meditaciones místicas, que era una labor personal realizada sobre unos cuantos datos tradicionales, y se llegó a afirmar (lo afirmó un sacerdote apóstata tristemente célebre) que este evangelio no era más que una serie de símbolos. Cada uno de los milagros y cada uno de los discursos era un símbolo con que se quería presentar a Jesucristo. Estas afirmaciones racionalistas suscitaron múltiples controversias, y, en último término, se puede dar por averiguado lo que vais a oír. Averiguado; digo, para los heterodoxos que los católicos no se han visto forzados a retroceder ni un punto.
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Desde luego, el Cristo del cuarto evangelio no es, aun en el sentir de los racionalistas, más que una manera más amplia de presentar el Cristo de los sinópticos. El cuarto evangelio tiene un fondo evidentemente histórico. El que escribió el cuarto evangelio (por lo menos esto lo confiesan los mismos adversarios) se apoyó en una tradición, siguió una tradición que arrancaba de Palestina; una tradición de los primeros tiempos; y los que combaten ese evangelio aseguran que, a lo sumo, se escribió a principios del segundo siglo, cuando todavía las noticias de la vida de Jesucristo puede decirse que vivían entre los fieles. Esta afirmación la reconocen hasta los adversarios del cuarto evangelio. Respecto a los sinópticos, las concesiones son más amplias. En general, se les considera como substancialmente históricos. Nadie se atreve a decir que no lo son por lo menos en lo substancial, Había una cuestión en que la historicidad era muy debatida: la cuestión de los milagros. Era preciso eliminar los milagros del Evangelio, porque se había aceptado en principio que los milagros eran imposibles. ¿Se contaban milagros en los evangelios? Pues esos milagros no podían ser históricos. Y aun en esa cuestión, en que parecía que habían cerrado su criterio los racionalistas para negar la historicidad de los milagros, van perdiendo terreno, porque hay racionalistas que comienzan a distinguir clases de milagros, y hay un grupo de éstos que los tienen como posibles; y, al tenerlos como posibles, no encuentran razón para negarles que sean históricos. Entre estos racionalistas está el más célebre de todos, Harnack, profesor de Berlín. ¿No os parece que, admitiendo nuestros adversarios, con nosotros, la historicidad substancial de los evangelios sinópticos, admitiendo que hay por lo menos un núcleo, un fondo de historia en el evangelio de San Juan, podemos partir de ese núcleo, reservándonos la discusión amplia de estas cuestiones para otra ocasión; aceptar esa historicidad substancial de los tres sinópticos, y, apoyándonos en las concesiones de los adversarios, probar todavía que Jesucristo ha dicho que El era Dios? Tal vez se considere esto demasiado audaz. No lo es; la Iglesia no retrocede nunca; los teólogos les disputan palmo a palmo el terreno a sus adversarios, y no hay cuestión de pormenor o detalle en la cual no se entable un duelo a muerte entre el racionalismo y la teología; pero a veces, aun admitiendo como una hipótesis quimérica que, en efecto, no hubiera 40
más que lo que los racionalistas quieren concedernos, la teología hace un esfuerzo semejante al de David: recoge las armas que puede, las que encuentra al paso; unas cuantas piedras del arroyo, y demuestra que con ellas puede derribar a! Goliat del racionalismo. «Habéis destruido—les dice—cuanto habéis querido de los evangelios, pero habéis dejado lo substancial de los tres sinópticos y un núcleo del evangelio de San Juan. Pues bien, ésa va a ser la piedra que recoja la honda de David y, clavándola en vuestra frente, os derrote como a Goliat. Este procedimiento vamos a seguir nosotros. Es fácil y seguro. Lo vais a ver pronto», Comencemos por decir que esta confesión de la propia divinidad era para Jesucristo casi imposible. Las circunstancias del medio ambiente casi le sellaban los labios, le impedían revelarse al vulgo, de modo que hacía falta un esfuerzo extraordinario, una prudencia divina, para tal confesión, Luego, si, en último término, la hizo, podéis imaginaros la fuerza que esa confesión tendrá. Y no creáis que estoy exagerando la dificultad; vosotros la vais a palpar ahora mismo. Jesucristo predica en el mundo judío. ¿Qué es el mundo judío? El mundo más complicado, más contradictorio, más difícil, más peligroso que podemos nosotros imaginar. El mundo judío era el mundo conocido entonces, porque había unos judíos encerrados en los límites de Palestina y otros muchos esparcidos por todo el imperio. Esta división no era solamente territorial, era mucho más honda. Los judíos de Palestina, aislándose del mundo que los rodeaba, habían estudiado lo más detenidamente posible la ley; con demasiado detenimiento, porque a veces habían creído encontrar misterios hasta en las letras con que estaban escritas las palabras de la ley, y habían llegado a un cúmulo de absurdos; pero de esa ley no salían. En cambio, ese mundo judío que estaba disperso en el imperio se había abierto a todas las influencias exteriores, había recibido las otras ideas orientales, y lo mismo las ideas de los filósofos griegos. Principalmente se había acentuado esta dirección en Alejandría, que era un foco de donde salían interpretaciones nuevas de la Biblia, en el cual se llegaba a convertir el Antiguo Testamento en una pura alegoría que venía a decir lo mismo que los filósofos paganos. Una profunda división trabajaba al mundo judío que estaba en Palestina o fuera de ella, al palestinense y al disperso; pero, concretando nuestras miradas al primero, la división se hace mayor. Por lo pronto hay una lucha de regiones entre Galilea, Samaría y Judea; la Judea es la aristocracia del pueblo escogido; Galilea es 41
considerada como fanática e ignorante, y en medio de esas regiones estaba Samaría, medio judía y medio pagana. Luchas de regiones eran éstas que procedían de odios fratricidas. A esa división regional añadíase una división política. En Galilea impera un rey, que quiere hacerse pasar por judío, pero que es idumeo de origen: Herodes, que en parte se considera como algo nacional y en parte como romano, porque depende de los romanos. En cambio, en Judea reinan los romanos, que allí envían a un procurador, dependiente del prefecto de Siria; y, por último, Samaría es un país indomable, en el que de nombre reinará quien quiera, pero de hecho nadie, porque esa amalgama recogida en todas las naciones —de judíos, de persas, de asirios— no vive nunca en paz, sino que cifra su alegría en estar en lucha contra todos. Todavía el mundo judío se complica más, porque aun dentro de Jerusalén hay hondas divisiones doctrinales, hay una división de sectas religiosas. Una que estudia la ley con minuciosidad, que no cree encontrarlo todo en ella, que acepta una serie de tradiciones recibidas de los antiguos como interpretaciones auténticas: es la secta de los fariseos; otra que se ríe de la ley, que profesa una especie de materialismo: los saduceos; y, viviendo en la soledad, no lejos del mar Muerto, los esenios, que profesan odio a la vida y a la sociedad. Enseñan doctrinas que se encuentran después traducidas por los herejes cristianos. ¿Pensáis que ha llegado la división a su límite? Pues no; en el seno mismo del partido fariseo hay dos escuelas que luchan entre sí, porque la una quiere ser más tolerante con las almas y no imponerles la ley con tanta fuerza, y la otra quiere oprimirlas bajo su yugo y aumentar el peso que ya soportan los israelitas. Por último, como la política allí es una cuestión complicada, complicado es también el estado del espíritu público, y resulta que hay parte del pueblo amante de sus glorias nacionales, amante de su independencia, algo soñador, que quiere de nuevo recabar su libertad, que lucha por ella, a veces hasta por medio de crímenes: el partido de los celantes o sicarios. En cuanto halla un caudillo, emprende la lucha contra Roma. Y, en cambio, hay hombres tolerantes que quieren el statu quo, porque creen que es imposible vencerla; y cada vez que ven en peligro la paz con los romanos, se espantan y llegan también hasta el crimen. ¿No os acordáis que, cuando quisieron quitar la vida a Jesucristo, dijeron: Vendrán los romanos, y nos quitarán el lugar y la nación? 42
Pues ahora amalgamad estos elementos, estas divisiones sociales, estas divisiones políticas, estas divisiones regionales, este conjunto de doctrinas, estos partidos, estas sectas; revolved todo eso en la masa del pueblo de Israel y decidme: ¿Hay pueblo más confuso y contradictorio en la historia? Y no creáis que esta confusión es ajena a Jesucristo; para Jesucristo era cuestión vital. ¿Por qué? Porque la manera de resolver estas cuestiones querían encontrarla los judíos en una palabra: en el nombre de Mesías. El Mesías tenía que resolverlo todo. ¿Qué deseaba un partido? Que viniera un rey y expulsara a Herodes, a Pilatos, y fuera sucesor de David, y volviera a regir el trono del Señor. ¿Qué soñaba otro partido? Que los paganos se convirtiesen a Dios un día y quedasen sometidos a Israel. Pues el Mesías sería a la vez un nuevo David, y ese rey victorioso, extendiendo sus conquistas por el imperio todo, sometería a los gentiles y éstos vendrían a adorarle. ¿Qué soñaba el pueblo? Que aumentase el cumplimiento de los preceptos legales y esto se tuviese por virtud. Pues el Mesías sería un profeta nuevo, un hombre espiritual que restaurase las tradiciones en Israel. El pueblo hebreo, ¿se lamentaba de sus desdichas y pensaba en sus glorias? El Mesías sería un rey victorioso que en definitiva, después de vencer a todos los adversarios, constituiría un reino feliz donde gozasen los que le siguieron hasta que llegase el último día del mundo, o aún quizá entonces se inauguraría ese reinado nuevo donde gozarían todos los que al Mesías hubiesen amado. Pues si la palabra Mesías era la solución de esas contiendas y luchas, pensad lo que significaba para Jesucristo lanzar en medio de ese pueblo esta exclamación: «Yo soy el Mesías, yo soy Dios»; y, si queréis formaros una idea de esa dificultad, añadid, aunque sea ligerísimamente, esta consideración. Figuraos una nación donde todo el mundo se encuentra descontento del estado de cosas presente, donde cada uno quiere hallar una salida para las dificultades que se multiplican, y el uno sueña con que la salida sea una renovación pacífica y el otro sueña con que sea una renovación violenta; el uno pone la renovación en tal cosa y el otro en tal otra; imaginad que en medio de ese pueblo, cuando están las pasiones más exacerbadas, se lanzara la palabra renovación. ¿Qué efecto produciría? Aumentar la confusión, porque todos aceptarían la palabra, pero a cada uno le sonaría muy distintamente. 43
Igual acontece con la palabra Mesías. Decir «Yo soy el Mesías» era dar ocasión a que se formaran mil Mesías distintos, a que cada uno se forjara la figura de Cristo a su gusto. Por eso nuestro Señor, al mismo tiempo que se revelaba como Mesías y como Hijo de Dios, tenía que enseñar a aquellas gentes lo que era el Mesías, educándolas, formándolas por grados, atrayéndolas, corrigiendo errores, evitando susceptibilidades, aplacando revoluciones; tenía que enseñarles lo que esa palabra significaba, y esto, repito, por una educación lenta, dificilísima; podemos decir que imposible, porque, en efecto, el pueblo judío no se educó. Pues, en medio de ese pueblo y con tantas dificultades, Cristo confiesa paladinamente que es Dios, y hemos dicho que esto es lo sustancial, lo fundamental de los evangelios; y que, aunque los hayan mutilado nuestros adversarios, con tal que quede la sustancia del Evangelio en pie, ahí sabríamos leer nosotros la divinidad de Jesucristo. Yo no puedo aceptar un sistema de apologética como útil para el pueblo cuando el éxito de los argumentos depende de que se sepa profundizar y analizar una palabra determinada de la Escritura. Este procedimiento no es para la generalidad de los cristianos, aunque sean cristianos cultos e ilustrados, como, sin duda, lo sois vosotros. Además, parece que al hablar así tenemos que acogernos a una palabra determinada, porque de esto depende como de un hilo la divinidad de Jesucristo; y no es así, ya lo he dicho antes. ¡Como que es la esencia del Evangelio! Y, para no teneros pendientes de esta premisa, vamos a ver ahora mismo la confirmación de mis palabras. Por lo pronto hay una cuestión vital respecto a Jesucristo de la cual hacen depender nuestros adversarios toda la controversia: si Cristo dijo de sí mismo que era preexistente, afirmó de sí mismo que era Dios; y esta manera de argumentar la admiten nuestros adversarios. Pues, si hay algo evidente en los evangelios, es que dijo de sí mismo que era preexistente. Los testimonios de esta verdad se extienden del uno al otro extremo del Evangelio. Comienzan con la predicación de San Juan Bautista; no olvidéis que el testimonio de San Juan Bautista fue aprobado por Jesucristo, que dio por buenas las afirmaciones de este profeta. El Precursor ve a Jesús que venía hacía él, y dice; «He aquí el cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Este es de quien yo dije: En pos de mí viene un varón el cual fue antepuesto a mí, porque primero que yo era» (Jn 1,29-30). La preexistencia no puede afirmarse de modo más claro. 44
Repitió nuestro Señor esto mismo durante su predicación varias veces. Bastará recordar unas palabras suyas que nos son más conocidas. En una de las disputas sostenidas por el divino Maestro en Jerusalén con los rabinos refutaba la falsa excusa presentada por éstos en aquellas palabras: Nuestro padre es Abraham, y al terminar su disputa dijo: En verdad, en verdad os digo que antes de haber Abraham venido al ser, yo soy (Jn 8,58). Esta afirmación de su preexistencia divina fue comprendida por los judíos de tal suerte, que, tomando piedras, quisieron apedrearle como a blasfemo. Por último, en la noche de la cena, cuando había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, exclamaba: Yo te glorifiqué sobre la tierra, la obra acabé que me encomendaste para que la hiciese. Y ahora tú, ¡oh Padre!, glorifícame a mí en ti mismo con la gloria que tenía antes de que el mundo fuese en ti (Jn 17,4-5). Luego como veis, y no quiero citar más que estas palabras, aunque otras muchas podría citaros, la preexistencia de Cristo es algo que nuestro Señor afirma de un modo evidente. Indicado este punto y dejando a un lado por ahora las discusiones, pasemos a los otros argumentos. ¿Había algo intangible en el pueblo de Dios? La ley; los rabinos la comentaban, manipulaban con ella, la falseaban, pero nadie se atrevía a corregirla ni a derogarla; nadie se atrevía abiertamente a mudarla. La ley la había dado Dios, y sólo Dios podía cambiarla. Pues bien, imaginad vosotros que un día se presentase Jesucristo a los judíos y les dijera: «Yo autoritativamente cambio esa ley que no puede cambiar sino Dios, según vosotros decís». Os parecería que esto era una afirmación bastante clara de la divinidad. Pues así procedió Jesucristo. La palabra evangélica que ha merecido más ditirambos de los enemigos de Jesucristo es, sin duda, el sermón de la Montaña. ¿Quién no lo ha oído alabar a todo género de personas? Nada hay más esencial y trascendental en la vida de Jesús. Algunos han pretendido reducir a ese sermón todo el Evangelio. Pues en ese sermón, después de las bienaventuranzas, se contiene una serie de correcciones de la ley (Mt 5,21-47). Luego Jesucristo aparece en lo que hay de más sustancial en el Evangelio, en lo que todos reconocen y admiten en el sermón de la Montaña: como Dios mismo, que cambia su ley. Quizá piense alguno todavía que este argumento no basta. Vamos a confirmarlo. 45
Hay tres hechos que cronológicamente están juntos en los evangelios, y que son: 1.º, la curación del paralítico en la piscina (Jn c.5); 2.º, la discusión de Cristo con los fariseos o escribas porque sus discípulos cogían espigas para comerlas en día de sábado, y 3.º, cuando curó el Señor la mano seca de un enfermo también en sábado (Mt 1,13; Mc 2,23-3,5; Lc 6,1-11). Como era natural, el sábado, el día del Señor, se consideraba inviolable; faltar al sábado era faltar a un precepto principalísimo de la ley, era violar la ley; y acusaron a nuestro Señor de que violaba la ley. Y ¿cómo pensáis que se defendió? Dio algunos argumentos en los que probaba que aquellas obras no estaban prohibidas. Por ejemplo, si alguien tiene un animal trabajando en el campo y sabe que ha caído en un pozo, ¿no le sacará aunque sea sábado? Pues ¿por qué no iba El a poder curar a un hombre en día de sábado? Recordó el ejemplo de David, que comió los panes de la proposición... Pero no se contentó con esto, y dijo, según atestiguan los tres sinópticos: porque Señor del sábado es el Hijo del hombre. De modo que ese día que llamáis el día de Jehová es mi día. ¿Es posible una confesión más franca de la divinidad de Cristo? Y notad que hablamos de una de las controversias que se repiten más en el Evangelio y que estas palabras están tomadas de los sinópticos; porque San Juan dice más; añade una discusión, en la que Cristo asegura que así como el Padre trabaja (operatur) hasta el sábado (sustentando todos los seres), así El tiene derecho a trabajar en sábado, y añade que su propia operación es la propia operación del Padre y hasta que su propia esencia es la misma esencia del Padre: ego et Pater unum sumus. Los judíos quisieron otra vez apedrearle, porque, siendo hombre, se igualaba con Dios (cf. Jn c.5). La divinidad de Cristo estaba afirmada, pues, según ellos, de un modo evidente. Otro carácter general de Jesucristo. Jesucristo perdona muchas veces los pecados. Un día es la adúltera, otro día es la pecadora pública; en una ocasión es Zaqueo, en otra es Leví; prodiga siempre el perdón. Podía entenderse que perdonaba, como nosotros, ministros de Dios, en su nombre reconciliamos a los pecadores; y que no lo hacía como Dios, en nombre propio. El mismo Señor deshizo el equívoco y aclaró el sentido en que se atribuía el derecho de perdonar los pecados. Por el techo de una casa de Cafarnaúm donde El estaba enseñando descolgaron a un enfermo. Cuando Jesús le tuvo delante de sí, comenzó por decir: «Hijo, perdonados te son tus pecados». Vero estaban allí algunos de los escribas sentados y discurriendo en sus corazones: «¿Por qué éste habla así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados sino Dios sólo?» Si Jesucristo no era Dios, debía haber corregido esta última frase; 46
mas no lo hizo. Por el contrario, quitó a sus adversarios un asombro con otro mayor. Jesús, habiendo en seguida conocido en su espíritu que discurrían así dentro de sí mismos, díceles: «¿Por qué hacéis esos discursos en vuestros corazones? ¿Qué es más hacedero, decir al paralítico: 'Perdonados te son tus pecados’, o decir: ‘Levántate, toma a cuestas tu camilla y anda’? Mas, para que veáis que tiene el Hijo del hombre potestad sobre la tierra de perdonar los pecados, dice al paralítico: ‘A ti te digo: levántate, toma a cuestas tu camilla y vete a tu casa’». Y se levantó al punto, y, tomando sobre sus hombros la camilla, salió delante de todos, hasta el punto de quedarse todos atónitos y glorificar a Dios diciendo: «Nunca jamás tal vimos» (Mc 2,1-12). La prueba de que Cristo no hablaba en vano al ofrecer el perdón de los pecados era que con eficacia real curaba las enfermedades. Los judíos habían deducido de sus palabras que se hacía igual a Dios, y El no retrocede ante la consecuencia, sino que la corrobora con un milagro. El poder de perdonar pecados que Jesucristo se atribuía era un poder divino. Y por eso tiene en El caracteres singulares. En su modo de proceder se ve que dispone de los premios y de los castigos eternos, que es la puerta por donde se entra a la vida eterna y el camino que a la vida conduce; que es el juez eterno escudriñador de las conciencias y el guardador de las propias ovejas (las guarda con tal poder, que nadie puede arrebatárselas); y todos estos atributos serían exorbitantes e inverosímiles si negáramos que quien así perdona era el Unigénito de Dios, Y no es posible eludir esta dificultad sin destruir el Evangelio hasta en sus cimientos, en lo más sustancial y genuino, pues por todo el Evangelio se extiende la confesión de esta prerrogativa que, para bien de nuestras almas, admiramos en Jesucristo. Todavía podemos indicar otra confesión de la divinidad que se extiende también por todo el Evangelio, y que no se puede destruir sin destruir el Evangelio. Siento que os voy a fatigar; pero permitidme que la mencione aunque os fatigue. Encontraban dificultades las almas para acercarse a Jesucristo: la persecución, la calumnia, las excomuniones de la sinagoga, todo llovía sobre ellas. ¿Qué les aconsejó Jesucristo a esas almas? Les dice así: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, torne su cruz y sígame; porque el que quiera salvar su vida, la perderá, y el que la perdiere por mí y el Evangelio, la salvará (Mc 8,34-35; Mt 16,24-25; Le 9,23-24). El que pierde su vida por confesarle a El, gana el reino de los 47
cielos, y el que no le confiese delante de los hombres, no será tampoco confesado por El delante del Padre celestial. Por El hemos de abandonarlo todo: los campos, los bienes, la vida, la honra, la esposa, la madre, el padre, los hermanos, los hijos (todo esto se enumera en los evangelios); y a cambio de estos sacrificios recibiremos aquí, en este mundo, el ciento por uno, y después la vida eterna. Todo esto lo hemos leído cien veces en los santos evangelios (Mt 19,28). Parece que esto no tiene que ver con la divinidad de Cristo; pero, amadísimos hermanos míos, ¿no os parece que, si no era Dios, era una pretensión fantástica, exorbitante, pedir que todo esto —la vida, la honra, los bienes, los padres, los hijos— sea sacrificado por El? ¿Habrá hombre capaz de exigir un sacrificio semejante? Por lo menos parecería excesiva esta condición. Pues bien, Jesucristo la puso como condición general y exigió que, siempre que fuese preciso, se sacrificasen estas cosas por El. Y no sólo lo dijo, sino que comenzó por inducir a los fieles a que la practicaran. ¿Qué hicieron los apóstoles? Abandonarlo todo por seguirle; por eso podían decir: Señor, he aquí: nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué habrá, pues, para nosotros? (Mt 19,27). Cristo se coloca así por encima de los más sagrados amores de los hombres. Su amor vale más que todos. Y para que no quepa duda del fin a que tienden todas estas renuncias que exige, lo mismo que se compara con los más santos lazos de la familia, se compara después con lo que aún quedaba de más santo en Israel para confesarse superior a todo. El templo, los profetas, los reyes más grandes del pueblo de Jacob, todo entra en la comparación, y hasta los mismos ángeles del cielo. De veras os digo: no se ha levantado entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista; sin embargo, el menor en el reino de los cielos es mayor que él (Mt 11,11). De veras os digo que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron (Mt 13,17). Pues os digo que lo que es más que el templo está aquí (Mt 12,6). Los ninivitas se levantarán en el juicio con esta raza y la condenarán, porque ellos hicieron penitencia a la predicación de Jonás; y ved aquí que más que Jonás aquí. La reina del Sur se levantará en el juicio con esta generación y la condenará, porque vino de las extremidades de la tierra a oír la sabiduría de Salomón, y ved más que Salomón aquí (41-42). Los ángeles le sirven después de la tentación (Mc 1,13; Mt 4,11), y con sólo una palabra puede hacer que su Padre le envíe más de doce legiones angélicas (Mt 26,53). El los llama sus ángeles, sus mensajeros (Mt 13,41; 16,27; 24,31; Me 13,27). En el día del juicio serán 48
su escolta de honor, y El los enviará a separar el trigo de la cizaña y a reunir los justos, sus escogidos, de los cuatro ángulos del mundo. No hay criatura con la cual se le pueda comparar. ¿Qué será Jesús? ¡Ah! Su confesión no va a quedar incompleta, nos la va a decir de una vez: El es el Hijo de Dios. Y esta confesión es tan evidentemente auténtica, que, aun tergiversando su sentido, se reconoce por una de las esenciales y repetidas en el Evangelio. Esta palabra, que es, sin duda, la confesión más franca de la propia divinidad, exige un análisis, aunque ligero, y permitidme que lo haga. Yo prometo que en los días siguientes no os cansaré tanto, pero hoy permitidme unos minutos más. ¡El Hijo de Dios! ¿Qué sentido tiene esta palabra en los labios de Cristo? Hijos adoptivos de Dios somos nosotros. Jesucristo nos mandó que llamásemos Padre a Dios. Hijos de Dios son los ángeles. Dice el libro de Job (1,6) que un día se presentaron ante el trono divino los hijos de Dios, y éstos eran los ángeles. Luego hijos de Dios se llaman algunas veces los seres criados. ¿Será éste el sentido en que Jesucristo se llama a sí mismo Hijo de Dios? Vamos a verlo. Hay, desde luego, otro sentido superior, que se expresa en esta forma: Hijo natural de Dios, o sea, Hijo a quien el Padre comunica su propia esencia divina. San Juan expresa lo mismo cuando dice: Hijo unigénito de Dios (Jn 1,18). ¿Fue en este segundo sentido? Repito que vamos a verlo en seguida. Por lo pronto hay un fenómeno curioso en los evangelios. ¿No habéis visto que Jesucristo no dice nunca, hablando con los hombres, nuestro Padre, sino que dice siempre mi Padre y vuestro Padre? Ascendo ad Patrem meum et Patrem vestrum... (Jn 20,17). En el padrenuestro se dice: Padre nuestro, que estás en los cielos; pero notad bien que ese adjetivo nuestro no se refiere a Jesucristo, porque Jesucristo dijo: «Vosotros», pues, oraréis así: Padre nuestro, que estás en los cielos. Esto nos hace pensar que hay alguna diferencia entre la manera de ser hijos de Dios los demás hombres y la manera de ser Hijo de Dios Jesucristo. ¿En qué consiste esta diferencia? Jesucristo lo dice bien claro en varias ocasiones. Hay un texto famoso en los evangelios sinópticos en que se dice así: Nadie conoce cabalmente al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce cabalmente sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelarle (Mt 11,27). 49
Contra este texto es inútil forcejear, porque aquí se dice taxativamente que para conocer al Hijo hace falta la ciencia infinita del Padre y para conocer al Padre no basta la ciencia de todas las criaturas; solamente el Hijo lo puede conocer. La ciencia del Padre es al Hijo lo que la ciencia del Hijo es al Padre. Hay aquí una ecuación perfecta. El Padre y el Hijo se comprenden mutuamente; luego como la ciencia divina es una, la misma ciencia que el Padre tiene del Hijo, tiene el Hijo del Padre, y, por tanto, la ciencia del Hijo es divina, y se puede concluir que el Hijo es Dios. Tanta fuerza tiene esta argumentación, que éste es uno de los testimonios contra el cual se han encarnizado más los enemigos del Evangelio. Yo no puedo seguir toda la discusión; pero, para mostrar cómo se combate el texto del Evangelio, voy a recordar una controversia famosísima. Hubo cierto día en que un racionalista muy nombrado pronunció con desprecio estas palabras: «Ahora voy a dar ocupación por unos cuantos años a los frailes». ¿En qué consistió esa ocupación? Revolviendo documentos y citando textos, los obligaba, si querían refutarle, a hacer idénticas investigaciones. Entre otras cosas, reunió muchos textos de escritores eclesiásticos que citaban estas palabras del Evangelio: Nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo; y encontró, como era natural, que algunos Padres citaban el texto de esta manera: Nadie conoce al Padre sino el Hijo y nadie conoce al Hijo sino el Padre; y otros lo citaban así: Nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo; y encontró, como era natural, que algunos Padres citaban el texto de esta manera: Nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo. Es decir, trastornaban los términos, y en seguida formó toda esta serie de combinaciones. Hay dos tradiciones paralelas; la una que establece el primer texto y la otra que establece el segundo. De esas dos tradiciones, una sólo puede ser la que nos da el texto primitivo. Quiere decir esto que alguna de las partes de este texto no es auténtica. Los Padres en sus citaciones nos hacen ver que la primera forma se leía primitivamente en San Lucas. Luego podemos decir que el miembro nadie conoce al Hijo sino el Padre no es auténtico. Luego la incomprensibilidad del Hijo no está afirmada en estas palabras del Evangelio. Prescindamos nosotros de las diversas soluciones que podría tener esta argumentación y contentémonos con referir el hecho culminante de la controversia. Decía el racionalista, en sentido despectivo, que iba a dar ocupación y trabajo a los frailes por un poco de tiempo, 50
porque claro está que el hablar así de los documentos antiguos era obligar a una investigación más detenida de esos textos. Entre tanto él se gloriaba de su triunfo y se consideraba victorioso, porque había rechazado el texto evangélico por inauténtico; pero, como suele decirse vulgarmente, ese racionalista se encontró con la horma de su zapato. Precisamente hubo frailes desocupados que quisieron atacar los fundamentos mismos de la objeción propuesta e investigaron con más tino los documentos que el adversario había utilizado; y bien pronto esos frailes pudieron hacer ver al mundo entero que no solamente era verdad que un Padre citaba el texto en un sentido y otro en otro sentido diverso, sino que un mismo Padre lo citaba de las dos maneras, y hasta en una misma obra y aun en un mismo párrafo; de donde resultaba que éste no representaba dos tradiciones y que el Padre había tenido los dos textos por auténticos y el racionalista había embrollado inútilmente la cuestión. Inmediatamente se explicó con llaneza toda la dificultad. Con sólo repetir el texto de memoria, se ve que es muy fácil cambiar el orden de los dos miembros que lo integran. Yo mismo, al pronunciarlo ahora, he tenido que pararme un poco, porque es fácil equivocarse. Y ¿qué resultaría de aquí? Que los Padres que repetían el texto lo citaban de memoria, y así lo citaban libremente; y como, en último término, el texto no perdía porque se pusiese el segundo miembro en primer lugar y el primero en el segundo, no supusieron que iba a haber nunca quien se valiese de sus citas para argüir contra el Evangelio. Venían a corroborar este argumento los manuscritos griegos concordantes, roca firme que puede oponerse a las pretendidas fluctuaciones tradicionales. El racionalista quería dar que hacer a los frailes, pero los frailes le han puesto solemnemente en ridículo. Pasemos adelante. ¿Qué os parecería si esta misma discusión que traemos entre manos para averiguar el sentido que daba nuestro divino Maestro a la frase Hijo de Dios hubiera sido aceptada y resuelta por el mismo Jesucristo en el sentido que lo hacemos nosotros? ¿Quedaría duda entonces? Creo que no. Pues bien, Jesucristo tuvo que discutir lo mismo que estamos discutiendo nosotros y defendió lo mismo que nosotros defendemos. Hay un período de la vida de Cristo, desde el domingo de Ramos hasta la pasión, en que el Señor hace el último esfuerzo por salvar a los judíos recalcitrantes; período que se puede calificar con este título: los últimos silbos del pastor. En este tiempo se dedicó a discutir con sus enemigos para ver de convencerlos, a enseñarles parábolas para despertar 51
remordimientos en su corazón; y, cuando vio que esto no daba resultado, comenzó con los anatemas que hay en San Mateo: ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos!, etc. (c.23), pues en esa ocasión se discute el alcance de la frase Hijo de Dios. ¿Cómo? Los rabinos pensaron de esta suerte: Este hombre dice que es Hijo de Dios, luego reconoce dos dioses: Jehová y él. Luego si nosotros le recordamos el primer mandamiento de la ley de Dios, que, según el texto del Pentateuco, dice: No tendréis más dioses que a mí (Ex 20,3), hemos destruido su afirmación y es un blasfemo. En efecto, se acercaron a El, y un escriba le dijo: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento grande en la ley?» El dijo: «Amarás al Señor, Dios tuyo, de todo tu corazón, y de toda tu alma, y de todo tu sentido». Cantaban victoria los adversarios; había admitido el primer mandamiento de la ley, y, según ellos, admitido ese mandamiento, no podía, sin blasfemar, llamarse Dios a sí mismo. Pero todos los cargos se desvanecieron con una palabra del Salvador. Inmediatamente preguntó Cristo: ¿Qué os parece del Mesías? (era resolver la cuestión; ya lo veremos). ¿De quién es hijo? Lo cual equivale a preguntar: «¿Sólo hijo de David, o también de Dios en el sentido que combatís?» Respondieron que hijo de David; y entonces el Señor citó estas palabras del salmo 109 de David: Dijo el Señor a mi Señor, etc. David habla de dos Señores: de Jehová y del Mesías. ¿Por qué David llama su Señor al Mesías? Si es su hijo, del mismo modo que los demás hombres lo son de sus padres, ¿por qué le llama Señor? Luego el mismo David había reconocido que el Mesías era Hijo de Dios en un sentido superior, puesto que era Señor suyo (cf. Mt 22,35-45). La consecuencia tácita se adivina. Otro argumento. Habían sido derrotados los miembros del sanedrín que se acercaban a Jesucristo para interrogarle. Empezó el Señor a hablarles en parábolas. Entre otras, contó la siguiente: Erase un hombre amo de casa, el cual plantó una viña, y la cercó de vallado, y cavó en ella lagar, y edificó torre, y la arrendó a unos labradores, y se ausentó. Pues, cuando se acercó la sazón de los frutos, envió sus criados a los labradores a cobrar los frutos suyos. Y los labradores, echando mano a los criados de él, a quién apalearon, a quién mataron y a quién apedrearon. De nuevo envió otros criados, más en número que los primeros, e hicieron con ellos otro tanto. Mas últimamente envió a ellos al hijo suyo, diciendo: «A mi hijo lo respetarán». Pero los labradores, cuando vieron al hijo, se dijeron entre sí: «Este es el heredero; venid, matémosle y quedémonos con su herencia». Y, trabando de él, le arrojaron fuera de la viña y le mataron. La parábola era transparente. Israel es la viña de Jehová; los enviados 52
divinos eran servidores de Jehová, menos Jesús, que era su Hijo. De una vez declaraba nuestro Señor su divinidad y anunciaba la suerte del pueblo escogido. Para que no quedara duda, añadió el Señor: Por eso os digo que se quitará de vosotros el reino de Dios y se dará a gente que lleve los frutos de él. El evangelista añade que los sacerdotes y fariseos entendieron que hablaba de ellos (Mt 21,33-46). En el momento más solemne de sus controversias con los partidos y autoridades de Jerusalén, declaraba así Jesucristo su naturaleza divina. No hablemos de que Pedro le dijo: Tú eres el Cristo, Hijo de Dios vivo, y El contestó: Bienaventurado eres, Simón Bar-Joná, porque carne ni sangre no te lo reveló, sino el Padre mío, que está en los cielos, donde se ve que hace falta una revelación divina nueva para conocer a Jesucristo como Hijo de Dios; no hablemos de que en esa ocasión obró como Hijo de Dios, colocando a Pedro como piedra fundamental y dándole las llaves del reino de los cielos (Mt 16,16-19). No hablemos de esto, con ser capital; oigamos otro argumento, que es el más decisivo. Hay un momento en que se interroga a Jesucristo por la autoridad religiosa de Israel si es el Hijo de Dios. La interrogación tiene un sentido preciso. No se trata de saber si Jesús se llama Hijo de Dios en el mismo sentido en que se llaman los demás hombres, sino en un sentido superior. Las circunstancias que rodean la pregunta hacen imposible una respuesta equívoca. Darla sería cometer el mayor de los crímenes: sacrificar inútilmente la propia vida, poner al tribunal en ocasión de cometer un asesinato quitando la vida a un inocente, blasfemar, y hasta quedar en ridículo, puesto que la misma experiencia va a comprobar si es o no verdadera la afirmación. Si no queremos destruir, por salir del paso, todo el carácter moral de Jesucristo tal y como lo vimos en la conferencia precedente, hemos de confesar que, en esta ocasión al menos, su respuesta debe entenderse con llaneza, y sus palabras no pueden ser un equívoco insensato. ¿Corrigió Jesús el sentido que podían tener las palabras con que le interrogó el sumo sacerdote? ¿Lo atenuó al menos? Ni una sola insinuación hay en los evangelios de tales atenuantes ni correcciones. Jesús pura y simplemente afirma que, en efecto, El es el Hijo de Dios tal y como se lo preguntan, y añade que verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo, para darles a entender que, si ahora le ven humillado, pronto le verán en gloria y majestad; si ahora es juzgado, pronto vendrá a juzgar al mundo (Mt 26,63-66; Me 14,61-63; Le 22,65-71). Tal afirmación y en tales circunstancias no deja lugar a sombra de duda. Ni sé cómo puede atreverse nadie a negar que Cristo se llamó Hijo 53
natural de Dios después de haber leído estas palabras. Con el método que se emplea para tergiversar el Evangelio, no hay libro que no pueda tergiversarse; pero, leyéndolo con sinceridad y ánimo exento de prejuicios anticristianos, el Evangelio mismo es la refutación más clara de cuantos han querido sostener aquella negación inverosímil. Es demasiado fuerte que los más allegados a Jesús, los que estudian con más afán sus palabras de vida eterna, no hayan titubeado en afirmar que Cristo se llama Hijo natural de Dios, y que ahora pretendan unos críticos trasnochados entender mejor que ellos las palabras de Jesucristo y convencernos de que todos menos ellos han entendido mal las palabras de nuestro Redentor adorable. Honda pena causa tener que examinar puntos tan evidentes de nuestra santa religión sólo porque hombres audaces se atrevan a negarlos. La audacia ha llegado a su límite, porque negar es muy cómodo. Pero esas audacias tienen una respuesta contundente. Léase el Evangelio con el espíritu que se escribió, y no será preciso que perdamos en refutar desvaríos el tiempo que debíamos emplear con las almas de buena voluntad. Ya que hoy lo hemos empleado, recojamos nuestras ideas para que no se pierda todo. Creo que habéis visto bastante claro que, aun quedándonos con lo poco que nos otorgan nuestros adversarios, limitándonos a los evangelios sinópticos y aun a aquello que parece más sustancial en los mismos, tenemos pruebas suficientes para destruir las negaciones racionalistas que hemos querido refutar. La autoridad, trascendencia y superioridad que Jesús se atribuye, la comparación con el Padre celestial, las discusiones sostenidas con sus adversarios, la aprobación de las palabras de San Pedro y, por último, la confesión ante los tribunales judíos son pruebas indestructibles de que Jesús se llamó Dios a sí mismo. Y esto casi sin tocar al evangelio de San Juan. De modo que con lo que dejan los enemigos tenemos bastante para armar nuestra honda, colocar en ella esta pequeña piedra evangélica y estrellarla contra la frente de los que niegan la divinidad de Jesucristo. Y no hay más remedio que terminar, y yo termino; pero es preciso afianzar este argumento. La crítica ha hecho un supremo esfuerzo para salvar sus negaciones a pesar de los apremiantes argumentos católicos. Se ha intentado sustituir el contenido de las afirmaciones evangélicas, que, como se ve, son innegables, por una serie de ideas tomadas de los modernos sistemas 54
filosóficos. Cristo se llamó Hijo de Dios, pero estas palabras las entendió según conviene a los filósofos de nuestros días. Así dicen, y yo tendría sumo placer en poderos citar una por una todas las explicaciones inventadas. Con sólo citarlas quedarían suficientemente refutadas. Pero al menos sufrirme que cite algunas para que se confirme nuestra fe. Echaos a pensar con libertad absoluta cuál sería la idea más absurda que podría atribuirse a Jesucristo cuando se llamaba Hijo de Dios. Indudablemente, no encontraréis otra más absurda que el politeísmo. Pues bien, tan desesperados se han visto los enemigos de la divinidad de Jesucristo, que han tenido que apelar hasta a esa idea, y con muchas atenuantes y vueltas y acumulando fantasías, se han acogido a ella. ¡Jesús politeísta! ¿Pero esto se ha podido decir en serio? Si hay algo indiscutible en todo espíritu judío, alejandrino o palestinense, es la firmeza del monoteísmo más rígido. La misma abominación con que rechazaron de la ciudad santa las insignias idolátricas con que quisieron profanarla los soldados del Imperio es cosa tan sabida, que no deberíamos mencionarla siquiera. El fervor religioso de los galileos, entre los cuales se contaba Jesús, debió bastar para que nadie se atreviese a blasfemar hasta ese punto. Pero sobre todo, ¿dónde hay una sola palabra de Jesús o de sus discípulos que pueda, ni de lejos, aparecer politeísta? ¿Ni cómo podía suponerse que Jesús era inferior en el conocimiento divino a cualquier rabino vulgar (todos eran monoteístas), cuando precisamente nadie se atreve a disputarle la superioridad absoluta, ni aun aquellos que combaten su divinidad? El movimiento monoteísta cristiano que ha conquistado el mundo en el nombre de Jesús, ¿puede tener por punto de partida un politeísta vulgar? ¡Oh!, no, no; estas atrocidades no pueden merecer más que nuestra compasión. Compasión para la ceguera de unos hombres que llegan a semejantes extremos por no arrodillarse delante del Crucificado. La misma moda intelectual de nuestra época lleva a los espíritus heterodoxos fuera de estas afirmaciones. Pero, en cambio, los empuja hacia otras teorías tan peregrinas como la anterior. ¿Recordáis la indicación que hicimos al principio del sistema que quiere explicar la religión mediante la subconsciencia? Pues por seguir ese sistema se busca en él una explicación de las palabras de Jesús. Jesús sentía en sí mismo, dicen, algo inconsciente, grandioso, potentísimo, y llegó a concebir ese algo como un ser distinto que habitaba en El. ¿No parece que se quiere señalar con estas palabras la irrupción de lo divino subconsciente en la conciencia clara de Jesús? Y no sabe uno de qué asombrarse más: si de que se manipule en la conciencia de Jesús con esa arbitrariedad absoluta, o de 55
que haya hombres capaces de insinuar que Cristo era un iluso o un supersticioso. ¡Por cualquier camino que no sea la confesión franca de la divinidad de Jesucristo, se llega a conclusiones tan absurdas de una manera indeclinable! Pero ¿qué puede sorprendernos, si ha habido autores que, como si lo vieran, han llegado a decir que Cristo era pan teísta, y que, cuando habla de Dios, nos habla del universo o del mundo? ¡Ah!, por fortuna, subsisten nuestros santos evangelios y subsiste la Iglesia católica como dos hechos indestructibles, contra los cuales se estrellarán todas las afirmaciones semejantes. No hace falta seguir una a una las variaciones del error... A nosotros lo único que nos interesa es hacer ver a dónde llegan los hombres cuando no quieren reconocer que Jesucristo es Dios... Perdidos en las sombras de nuestra muerte, palpan para buscar una salida a las cuestiones que plantea la historia, y no la encuentran. Y, sin embargo, la salida es fácil. La idea que Cristo tenía de la divinidad se repite mil veces en sus discípulos... Y, según esa idea, Cristo se llama a sí mismo Dios. Con lo cual se plantea este dilema ineludible: o hemos de reconocer a Cristo por Dios, o hemos de tenerle por un loco o un blasfemo... Los dos últimos epítetos no hay quien se atreva a mantenerlos; luego no hay más remedio que confesar la divinidad de Jesucristo. El dilema no tiene otra solución, pues un hombre que se llama Dios a sí mismo sin serlo, padece el mayor de los delirios o pronuncia insensatas blasfemias. Los racionalistas mismos, que confiesan la alteza moral de Jesucristo, ponen el primer principio para su propia refutación. Más aún, negada la divinidad de Jesucristo, el mundo entero se convierte en un inmenso manicomio, porque el mundo ha creído en esa divinidad. Este solo hecho es decisivo. Que se presente un hombre de carne y hueso y diga al mundo que le adore; que ese mundo venga repitiendo durante veinte siglos la generosa confesión del soldado romano: Vere filius Dei erat iste, y no desprecie al hombre que se igualó con el Padre celestial, esos dos hechos prueban, si Cristo no es Dios, que se ha apoderado del mundo entero una locura inverosímil. Y esto es demasiado fuerte para que podamos creerlo por la palabra de unos cuantos críticos demoledores. Puestos en la alternativa de seguir la voz del género humano o la voz de unos cuantos pensadores descarriados, no podemos titubear un punto: la voz de la humanidad es la voz de Dios. Son muchos los sacrificios que la humanidad ha hecho para sostener la fe de Jesucristo, y el sacrificio es la piedra de toque para distinguir si habla la razón serena o la pasión alborotada. El mundo ha tenido momentos de sublime locura, la locura de la cruz, más sabia que toda la sabiduría del mundo. Esa locura que el mun56
do estima necedad es la sabiduría de Dios, como decía incomparablemente San Pablo. Y en esos momentos ha llegado a las cumbres del heroísmo para sellar con sangre pura y generosa la afirmación fundamental del cristianismo. Mil veces repetiría el argumento para consuelo de nuestras almas. Permitidme que lo repita siquiera otra vez. Es indiscutible que Cristo se llamó Dios a sí mismo. Lo acabamos de probar poco antes. Nadie se atreve a sostener que Cristo fuera un loco ni un blasfemo. Luego era Dios. Pues, si no lo fuera, no podría llamarse Dios más que delirando o blasfemando. No hace falta estudiar ahora sus milagros, sus profecías, su obra. No, basta su palabra. Ella es un argumento incontrovertible que nos rinde de una vez. ¡Ah!, no es posible dudar si nos acercamos a El. Al llegar al Calvario, los relámpagos y truenos nos parecen más sublimes que los del Sinaí, porque en medio de ellos se está promulgando la ley eterna del amor; amor sin límites leemos en las incontables heridas con que la crueldad de un pueblo sanguinario ha cubierto el cuerpo adorable de nuestro Redentor, y cada gota de sangre que nos salpica al abrazarnos con la cruz es un argumento que cae sobre nuestra inteligencia para mostrarle la verdad y un ascua del cielo que abrasa nuestro corazón de carne para purificarlo y transformarlo. Si tenéis la desgracia de no creer, acercaos a la cruz, más elocuente que todos los oradores y más sabia que todos los libros; y allí, cerca del corazón de Cristo, sentiréis unas enseñanzas y un amor que no pueden comunicar los hombres. Ese amor y esas enseñanzas serán vuestra salvación. Como Pablo, derribados por la majestad amorosa de este Dios escondido, repetiréis con más fe que nunca aquella frase inmortal: Señor, ¿qué queréis que haga?; os embriagaréis de dicha; la dicha de saber cuánto os ama vuestro Dios, y bendeciréis a aquel Jesús que, muriendo por nosotros, ha trocado la cruz de su suplicio en llave de los cielos.
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Tercera conferencia La doctrina de Jesús Acusan al apóstol San Juan de ser el menos historiador entre todos los evangelistas, y, sin embargo, él es quien cuenta con toda puntualidad una escena que nos va a servir hoy de exordio. Era una tarde de invierno; estaba Juan Bautista en las orillas del río Jordán; en aquel momento no le rodeaban las muchedumbres; le acompañaban únicamente dos discípulos; como poco antes había terminado Jesucristo su ayuno de cuarenta días en el desierto, andaba aún por aquellos parajes, y acertó a pasar a la vista del Precursor y de los dos discípulos que le acompañaban. El Precursor, señalando a Jesucristo, dijo a los discípulos: He aquí el cordero de Dios; y éstos, como si hubieran sentido en su corazón un impulso irresistible, se alzaron, abandonaron a su maestro y se fueron en pos de Jesús. Dos pobres pescadores de Galilea como eran esos discípulos sintieron temor de hablar al que había sido objeto de las alabanzas del Bautista, y comenzaron a seguirle con timidez; no se atrevían a acercarse, y entonces Jesús, conociendo su cortedad, se volvió hacia ellos y les preguntó: «¿Qué buscáis?» Ellos le dijeron: «Rabí (que interpretado dice Maestro), ¿dónde moras?» Les dice Jesús: «Venid y ved». Observa San Juan el evangelista que, cuando esta escena acaeció, eran como las cuatro de la tarde, la hora décima del día según la manera de contar que tenían los judíos, y añade que los dos discípulos pasaron la tarde con Jesús (Jn 1,3339). ¿Qué hicieron? ¿De qué trataron? ¿De qué les habló el nuevo Maestro? El Evangelio no lo dice. Pero, inmediatamente después de aquella conversación, los dos discípulos se sintieron cambiados; ya no eran discípulos, eran verdaderos apóstoles. Porque, en efecto, ya desde entonces fueron verdaderos predicadores de Cristo (Jn 1,40-11). Estaban convencidos que Jesús era el Mesías, y no sabían hablar de otra cosa. Les había hablado Cristo, y en sus palabras habían conocido lo que era: el Mesías, el Hijo de Dios, el Maestro divino. Esta narración, que se contiene en el evangelio de San Juan, nos va a servir de exordio, como dije al comenzar. Hasta aquella otra conferencia 58
que dio Cristo a los apóstoles, y es providencial que, precisamente en esta hora, os vaya o hablar yo de algo muy semejante a lo que hablaron ellos. Hasta ahora hemos ido estudiando la persona de Cristo a grandes rasgos, porque apenas si hemos hecho otra cosa que delinear la figura del hombre y la divinidad de Cristo de una manera incompleta, apenas si hemos hecho otra cosa que indicar los fundamentos de la grandeza de ese hombre y de su divinidad; y desde hoy vamos a comenzar a hablar de la doctrina de Jesús; es decir, yo os voy a repetir, torpemente desde luego, lo mismo que el Señor, con su sabiduría infinita, dijo, sin duda, a aquellos discípulos. Les hablaría del reino de Dios, de su justicia, de la suerte eterna de las almas, de su doctrina. Pues bien, esa doctrina de Jesús vengo yo a repetiros ahora. AI enunciar este asunto, os lo confieso ingenuamente, y no es una fórmula oratoria, el desaliento se apodera de mí. ¿Recordáis una historia que se cuenta en la vida de San Agustín? Cierto día paseaba el santo doctor de Hipona por las orillas del mar; iba pensando en el misterio augusto de la Trinidad beatísima, cuando tropezó con un niño que se afanaba por encerrar las aguas de los mares en un pequeño hueco; intento insensato; y como el Doctor quisiese hacer ver al niño que era imposible encerrar los mares en aquel hueco, oyó esta respuesta sapientísima: «Si yo no puedo encerrar aquí los mares, menos podrás tú encerrar en tu inteligencia limitada el secreto más alto de Dios, el misterio de la Trinidad augusta». Algo semejante me parece oír cuando deseo daros una conferencia sobre la doctrina de Jesucristo. ¿Cómo es posible que encerremos, según yo intento, en un discurso, en una conferencia, todo lo que se refiere a la doctrina del Señor? Recordad que esa doctrina son los evangelios, y solamente en leerlos habíamos de emplear varias horas, y esos evangelios necesitan además de comentarios; recordad que esa doctrina ha sido amplificada en los demás libros del Nuevo Testamento, singularmente en las cartas de San Pablo; recordad que ha tenido explicación ubérrima en los libros de los Padres de la Iglesia, doctores, teólogos y predicadores cristianos; y decidme después si se puede en tan corto espacio hablar dignamente de este mar sin fondo y sin riberas de la sabiduría cristiana... ¿No es verdad que esto es más insensato que encerrar las aguas de los mares en una diminuta concha, como intentaba el niño que vio San Agustín? Sin embargo, lo vamos a intentar, 59
porque es preciso, y, cuando menos, saldremos convencidos de que la sabiduría de Cristo es divina como su adorable persona. Siguiendo el plan que nos propusimos el primer día, es mi intento que saquemos de estas conferencias lo que llamaríamos una impresión de conjunto, y así tenemos que abarcar en ellas la persona, la doctrina, las obras, la gloria de Jesucristo. De la doctrina nos contentaremos también con esa impresión de conjunto, y para conseguirla no es menester más que señalar los rasgos dominantes, las líneas fundamentales. Ciertamente es difícil señalar esas líneas, pero no es imposible, y quiere decirse que, aun dejando en la sombra todo lo demás, con sólo indicar estas líneas fundamentales, tendremos bastante para que desde el primer momento nos sintamos atraídos, como los discípulos del Bautista, a buscar al Maestro y a escuchar sus palabras; tendremos bastante para convertirnos de discípulos en apóstoles y buscar ansiosamente nuevos discípulos que escuchen las palabras de Jesús, la enseñanza de Jesús, la verdad divina de Jesús. Este fruto creo que lo podremos sacar con sólo recordar las líneas fundamentales, y, desde luego, vamos a recordarlas. Yo las voy a reducir a tres, que indico desde el principio, porque quiero que procedamos con orden y claridad: origen de la doctrina de Jesús, forma externa y substancia, materia, objeto de esta doctrina. Con estas tres líneas fundamentales sacaremos, repito, la impresión de conjunto que buscamos. Comencemos ya a explicar la primera. Conviene desde un principio separar dos cuestiones que se parecen algo, pero que en realidad son distintas; en la historia de los dogmas se suele investigar si la filosofía griega o las filosofías orientales, si lo que llaman el sincretismo greco-romano influyó de alguna manera en los dogmas de la Iglesia y los desfiguró. Cuando se estudia la historia de los dogmas con imparcialidad, se ve que la enseñanza eclesiástica algunas veces tomó las formas de las filosofías extrañas, empleo su lenguaje, sus términos, pero nada más; la substancia, el objeto de la enseñanza, quedó independiente, original, único. Esta cuestión no puede confundirse con la que tratamos nosotros ahora. Una cosa es averiguar si la Iglesia ha conservado intacta la doctrina de su Fundador, y otra investigar las fuentes, el origen de la doctrina de Jesucristo. ¿De dónde viene la doctrina de Jesús? ¿Cuál es su origen? No podemos hablar, al buscar el origen de la doctrina o de la enseñanza de 60
nuestro Redentor divino, ni de sincretismo greco-romano, ni de filosofías exclusivamente griegas, ni de religiones orientales que no sea la judía, porque es cosa probada y notoria que Palestina formaba entonces como un círculo cerrado; la única escuela extranjera que tenía afinidades con las escuelas palestinenses era la escuela de Alejandría, y esa misma escuela estaba reputada como cismática, como heterodoxa, como peligrosa, por los fieles de Palestina. La ortodoxia pura permanecía en Jerusalén. Se habían separado de esta ortodoxia los judíos de Alejandría. Prescindiendo de las relaciones que puedan tener las escuelas rabínicas de Palestina con las escuelas alejandrinas, es cierto que todo lo demás para nada pudo influir en el pensamiento de Jesús. En Galilea, de donde Jesús era oriundo, habían entrado los cultos paganos, o, por lo menos, las doctrinas paganas; los profetas la habían llamado Galilea de los gentiles; vivían demasiado cerca de los fenicios y de los sirios; había una ciudad casi pagana, Tiberiades, y esta ciudad, adonde concurrían romanos y griegos, y aquellas regiones de Fenicia y de Siria podían aportar algunos elementos extraños; pero la división había quedado tan marcada, que en los galileos para nada influían aquellas doctrinas. Baste recordar que no hubo manera de obligarles a que entrasen en Tiberiades, por un escrúpulo legal; solamente porque les parecía que allí se faltaba a una prescripción legal, que se iba a cometer una impureza, no querían ni siquiera pasar por Tiberiades, La separación era radical hasta este punto. Y todavía hay más, y es que entre todos los judíos, comparando los de la dispersión y los de Jerusalén con los de Galilea, los de Galilea conservaban la fe más pura; alejados al mismo tiempo de Alejandría y de las escuelas de Jerusalén, no habían dado lugar a que entrasen en ellos las cavilaciones alegoristas de los primeros ni las sutilezas escolásticas de los segundos; estaban aislados de ese mundo, conservaban la doctrina tal como la habían recibido de sus maestros, y así la guardaban en su corazón y la practicaban en su vida. Por todas estas consideraciones, se ve que no podemos hablar de influencias extranjeras cuando buscamos el origen de la doctrina de Jesús. Todas las influencias posibles son éstas; la influencia de los fariseos, la influencia de los saduceos y la influencia de aquella secta obscura perdida en las orillas del mar Muerto, que en nuestros tiempos se puso de moda precisamente por ser extraña y desconocida, la secta de los esenios; y hasta podemos hablar de Juan Bautista para ver si en su escuela había aprendido Jesús lo que enseñaba. Estas son las influencias posibles; si ninguna de ellas puede indicarnos el origen de la doctrina de Jesús, es evidente que ese 61
origen no puede buscarse en la tierra. ¿Habría aprendido el Señor en las escuelas farisea, saducea, esenia, o de Juan Bautista, la doctrina que enseñó? Podemos responder redondamente que no; y los argumentos vamos a ver que son en extremo decisivos. ¿Copiaría Jesús de los esenios lo que enseñó a los hombres? Por lo pronto, comencemos advirtiendo que los esenios formaban una secta bastante desconocida; apenas si se sabe lo que enseñaron y lo que predicaron. Sabemos cosas como éstas: que tenían horror al matrimonio, que entre ellos se mantenía como una ley la continencia, que se mortificaban, que se purificaban con frecuencia y que, por ejemplo, a ciertas horas del día habían de sumergirse en agua frigidísima; sabemos que vivían en común, y, por consiguiente, que de algún modo negaban la propiedad (era una especie de comunismo rudo), y sabemos de alguna que otra máxima suelta que corre por ahí como pronunciada por los esenios, y que siempre es una máxima vulgar, ordinaria, que enuncia una verdad de sentido común. Con indicar estos rasgos, que son los principales, vemos ya las diferencias profundas que hay entre la doctrina esenia y la de Jesús. Se impone en aquélla como obligación la continencia; Jesucristo no la impone. Cuando le decían sus apóstoles que era mejor no casarse, ya que no era lícito romper el vínculo, decía Jesús; No todos pueden entender esta palabra (Mt 19,11), que fue como decirles: «No todos pueden observar este consejo mío; yo no lo impongo a nadie». La comunidad de bienes tampoco se impuso en el Evangelio; se podía practicar de algún modo, de manera limitada. Donde se establecía era de este modo, pues se sabe que todavía se conservaban algunas propiedades, y que, cuando el caso de Ananías y de Safira, el apóstol San Pedro no les reprendió porque conservaran los bienes, sino porque habían mentido al Espíritu Santo, ya que eran libres de quedarse o no con parte de ellos; pero no eran libres de mentir delante de Dios. Por último, aunque se indicara alguna máxima de los esenios que de modo particular coincidiera con el Evangelio, nada probaría, porque entonces habría que preguntar si esa máxima la había tomado el Evangelio de los esenios o los esenios del Evangelio. Es muy fácil encontrarse una máxima de una religión oriental, del budismo o de los esenios, y decir que el Evangelio la tomó de allí, cuando nada hay más tenebroso que esas cronologías de la religión budista o de las sectas esenias, que se dilatan después de Jesucristo hasta que algunas otras heréticas entroncan con ellas, y de allí aprenden el odio al matrimonio y a la propiedad. 62
En último término, admitamos que alguna máxima esenia ha entrado en el Evangelio; esto no quiere decir sino que en medio de aquellas aberraciones habría un poco de verdad, de exactitud; y Jesucristo, que no había tomado la resolución de prescindir de todo lo dicho por los otros para no aceptar lo que El no hubiera dicho por primera vez, aceptó la verdad dondequiera que estuviese, y, recogiéndola en sus manos divinas, la bendijo, la consagró y la puso en el Evangelio. ¿Tendría origen su doctrina en las enseñanzas de los fariseos? Me parece que la primera impresión que nos produce esta pregunta es una impresión como de broma, como de ironía. ¿Es posible preguntar esto? ¡Jesús copiando de los fariseos! Supongamos que no habéis leído jamás los evangelios, y perdonadme la suposición; supongamos que no conocéis la vida de Cristo; pero, aun así, alguna vez habréis entrado en un templo y habréis oído un sermón. ¿No es verdad que en eso poco que habéis escuchado habéis visto un antagonismo perfecto entre Jesús y la secta farisea? Los fariseos andan siempre persiguiendo a Jesús. ¿Por qué, si era de su secta? Sería extraña esta persecución sabiendo como sabéis que fariseos y saduceos se combatían cruelmente y que aprovechaban todas las coyunturas y todas las circunstancias para poder mostrarse superiores. Si el partido fariseo tenía en Jesús un buen discípulo, ¿cómo le perseguía y no lo exhibía ante el mundo para eclipsar la fama de los saduceos? Pero, sin acudir a esas argumentaciones a priori, tomad el Evangelio, y en todas sus páginas veréis la contradicción de los principios fariseos. Un día se sientan los discípulos de Jesús a la mesa sin lavarse las manos, e inmediatamente se acercan los fariseos y le preguntan: ¿Por qué tus discípulos traspasan la tradición de los ancianos? ¿Por qué no se lavan las manos cuandoquiera que comen pan? (Mt 15,2, etc.). Y responde el Señor que no es pecado ponerse a comer sin lavarse las manos, porque lo que mancha no es lo que viene de fuera, sino' lo que sale del corazón. La conciencia del hombre no se mancha por no lavarse las manos, sino que se mancha cuando en el corazón se admiten deseos, pensamientos, afectos, intenciones pecaminosas, algo desagradable a Dios. Lo que sale del corazón, eso es lo que mancha; lo que se come con las manos más o menos limpias, no mancha la conciencia. Y esto desde el principio, pero hasta el fin de la vida siguen esas controversias. 63
¿No os acordáis de aquella predicación que mencioné el día anterior, cuando el Señor llamaba por última vez al pueblo ingrato de los judíos y quería convertirle? Y ¿no os acordáis cómo dije que, en efecto, el Señor con las parábolas trató de llamarles a sí; con discusiones quiso deshacer las dudas y con anatemas les reprendió fuertemente? Pues bien: ¿sabéis contra quienes iban esos antemas? Contra los fariseos y los escribas. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!, que os coméis las casas de las viudas y por pretexto oráis largamente... ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!, que rodeáis el mar y la tierra por hacer un prosélito, y, cuando este hecho, le hacéis hijo del infierno dos veces más que vosotros... ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos!, que diezmáis la menta, y el eneldo, y el comino, y habéis dejado las cosas más pesadas de la ley: el juicio, y la misericordia, y la fe… ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!, porque limpiáis lo de fuera de la taza y del plato, y por dentro estáis llenos de rapiña e intemperancia... ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!, que semejáis a sepulcros blanqueados, los cuales por de fuera son apacibles de ver, mas por de dentro están llenos de huesos de muertos y de toda impureza... ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!, porque edificáis los sepulcros de los profetas y adornáis los monumentos de los justos... (Mt 1,23). Decidme: esta predicación de Jesús, ¿es la de un discípulo de los fariseos? Esta manera de hablar de la doctrina de aquellos hombres formalistas, ritualistas, que con hipocresía refinada andan cobrando el diezmo del anís o del comino y después devoran las casas de las viudas, esta reprensión de Jesús, ¿coincide de algún modo con aquel espíritu falaz, que se preocupaba mucho de la justificación externa, guardando todos los crímenes en el fondo del corazón? Es menester o no haber leído nunca los evangelios o decidirse a pronunciar la más absurda de las paradojas para poderse imaginar siquiera que Jesús ni en el pensamiento pudo ser discípulo de esa secta maldita. ¿Será acaso Jesús (y terminemos esta primera parte, que se va haciendo muy larga), será acaso Jesús un discípulo de los saduceos? ¿Qué enseñan los saduceos? Por lo pronto, niegan valor a aquellas tradiciones y doctrinas de los antiguos, que tanto veneraban los fariseos; se quedan con la Biblia y únicamente con la Biblia. Después niegan la otra vida en redondo; existe Dios, es cierto, pero ni existen para ellos los ángeles ni hay otra vida para el alma humana. Comparaban este alma con una nube: «al morir el cuerpo, esta nube del alma se disipa»; es comparación suya. 64
Negaban la providencia de Dios; de suerte que todas aquellas esperanzas mesiánicas que había en el pueblo hebreo no entraban en sus doctrinas. «Dios, tal vez—decían ellos—, se preocupó en otro tiempo de nosotros, pero no se ocupa ahora, ni se va a ocupar en adelante». ¿Hay algunas de estas teorías en los evangelios? Dentro de poco vamos a ver algunas doctrinas de Jesucristo sobre la Providencia. Yo os recordaré una. Poned los ojos en las aves del cielo, cómo no siembran, ni siegan, ni allegan en graneros, y el Padre vuestro celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas?... Considerad los lirios del campo cómo crecen. No se afanan ni hilan... Pues si la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa en el horno, Dios así la engalana, ¿no mucho más os vestirá a vosotros, hombres de poca fe? (Mt 6,26-30). ¿Os acordáis de estas palabras? Una vez que se oyen, no se olvidan nunca. Dios es un padre que se preocupa de la suerte de sus hijos. ¿Recordáis la parábola del hijo pródigo? También es de aquellas que no se olvidan. Y ¿hay algún parentesco entre estas doctrinas y la negación de la Providencia? Respecto a la otra vida hay un caso en los evangelios que parece contado para refutar la secta saducea. Los saduceos han sido descritos por la mano de Jesús en la historia del rico epulón; aquel que estaba siempre vestido de púrpura y de telas finísimas de Egipto, aquel que comía espléndidamente, aquel que rechazaba al pobre Lázaro, y que, cuando se vio en el infierno, se encontró sorprendido y le decía a Abraham: Te ruego, pues, padre, que le envíes (a Lázaro) a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les dé testimonio, a fin de que no vengan ellos también a este lugar de tormento (Lc 6,19-31). No hubieran podido ser mejor descritos los saduceos. Y ¿qué significa esa parábola? Significa que el saduceo se había equivocado, significa que Jesús refutó la doctrina materialista de la secta saducea. Pero tenemos otro argumento más decisivo aún. Hubo una disputa, quizá la única, entre Cristo y los saduceos, que nos ha conservado el Evangelio. Un día, en aquella larga discusión que tuvo Cristo para ver si disipaba las dudas de los judíos, se le presentó un saduceo consultándole un caso de conciencia: supongamos que una mujer tuvo Santa maridos que eran hermanos; que los Santa mueren; muere también la mujer, y los ocho resucitan; ¿a quién pertenece esa mujer? 65
Era un argumento con el cual querían ellos probar que la otra vida era un absurdo, porque planteaba una serie de problemas que eran irresolubles, Y ¿qué hizo el Señor? Si hubiera sido saduceo, hubiera dicho: «Es que no hay otra vida; habláis de resurrección, y no hay resurrección». Pues no afirmó eso, sino que les dijo: «La otra vida no es como la presente; en aquella otra vida no se contrae matrimonio, neque nubent, neque nubentur, sino que todos viviremos como los ángeles del cielo». Por consiguiente, confesó que había otra vida; pero que ellos, los saduceos, habían entendido mal la otra vida (cf. Mt 22,23-33). Estos puntos, ¿no son bastantes para significar que la doctrina saducea está en los antípodas de la doctrina de Cristo? Y si es absurdo buscar las doctrinas de Jesús en la secta farisea, es más absurdo aún, porque clama el Evangelio desde la primera letra hasta la última contra ese materialismo, decir que Cristo ha copiado ni una sola tilde ni un ápice de las doctrinas saduceas; peor es aún, aunque exteriormente parezcan más honradas, porque tienen más dinero y más poder sus defensores que los fanáticos fariseos. No nos queda más que Juan Bautista. Y ¿aprendería el Señor de Juan Bautista? Rápidamente se responde: No. ¿Razones? Cristo y Juan Bautista no vivieron juntos; cuando se presentó Cristo al bautismo, Juan Bautista no le conocía (Jn 1,33); él mismo lo declaró. Le bautizó, y desde aquel momento no dijo: «Este es mi discípulo predilecto», sino: El es el que viene en pos de mí, el que fue antepuesto a mí, de quien yo no soy digno de desatarle la correa del calzado. Y añade Juan Bautista lo siguiente: Quien de arriba viene, por encima de todos está. El que es de la tierra, de la tierra es y de la tierra habla; quien del cielo viene, por encima de todos está; y lo que vio y oyó, eso testifica... Porque aquel a quien Dios envió, las palabras de Dios habla... (Jn 3,31-34). Por consiguiente, el Bautista se reconoce como inferior; no como maestro, sino como precursor humilde de Cristo; como la voz que clama en el desierto, que no es, entendámoslo bien, lo que solemos decir nosotros cuando pronunciamos estas palabras, queriendo significar una voz que nadie escucha, sino lo que significaban los antiguos: la voz de un heraldo que manda preparar los caminos por donde ha de pasar la majestad real. Cuando hablan los profetas del Mesías, dicen que vendrá delante de El, como delante de los reyes orientales iban los heraldos avisando su paso para que se dispusiesen los caminos; un profeta que avise a las almas para 66
que se dispongan a recibirle. Juan no es más que esa voz, la voz que clama en el desierto; no es el maestro de ese Señor que va a enseñar al mundo. ¿De dónde viene, por tanto, la doctrina de Jesús? No es de Juan Bautista, no es de los saduceos, no es de los fariseos, no es de la filosofía grecorromana ni de la oriental. ¿De dónde viene? ¿Diremos que es una doctrina humana que El inventó? Y ¿cómo no ha sucumbido entonces, como todos los sistemas filosóficos? ¿Cómo no ha pasado de moda, como todos los sistemas pasan rápidamente aun en nuestros días? ¡Ah!, el origen de esa doctrina está más alto. El mismo Señor lo decía: La palabra que oís no es mía, sino del Padre, que me envió (Jn 14,24; 8,26.28.40; 12,49-50; 15,15). En el evangelio de San Juan cien veces protesta de que no hace más que repetir y contar lo que oyó, las palabras de su Padre, que está en los cielos. Es sencillamente una doctrina divina. Y como el testimonio de Jesús cuando dice que es Dios es veraz, porque, si no, sería un malvado o un loco y el mundo sería un manicomio, también, cuando dice que su doctrina es divina, debemos creerlo, porque, si no, tenemos que echarnos en brazos de esos absurdos, que con sólo enunciarlos nos horrorizan. Si nos hemos detenido en romper todas las afinidades que quieren establecerse entre otras doctrinas humanas y la doctrina de Jesús, no ha sido por el deseo de perder el tiempo. Rotas esas pretendidas afinidades, se ve mejor el origen divino del Evangelio. Sobre todo en nuestro tiempo, porque ahora está de moda buscar algunas analogías superficiales entre la religión cristiana y las falsas religiones para sembrar dudas en las almas que no saben precisar mucho las ideas y se dejan turbar y engañar con vaguedades. De todos modos, sentimos que esta labor negativa imprescindible nos impida hacer otra más positiva y agradable. Algo de esta última comenzaremos a ver ahora mismo al tratar de la forma externa que revistió la doctrina de Jesucristo. Cuando mencionábamos los evangelios en la conferencia precedente, dijimos que eran libros históricos por lo menos en lo sustancial, según confesaban hasta los enemigos del Evangelio. Al señalar estos enemigos la fecha en que los evangelios se compusieron, casi coincidían con los católicos; nosotros nos contentábamos con esta afirmación, porque entonces hacía falta otra. Pero tal vez se os haya ocurrido esta dificultad. Es cierto que, cuando nuestro Señor predicaba, no estaba el pueblo tomando notas, no había taquígrafos; es cierto que pasaron algunos años sin que se escribieran los evangelios. Y siendo esto así, ¿cómo sabemos nosotros que lo que se escribió en los evangelios es lo que Jesucristo dijo? 67
Aquí tenemos una dificultad que parece insuperable, y es que es una pura ilusión. Los autores que han estudiado con buen deseo aquellos libros santos, lo confiesan así, y aducen una serie de argumentos clarísimos para garantizarnos la autenticidad de las palabras de Jesús. Con esa serie de argumentos prueban que era cosa sencilla y fácil que la doctrina de Jesucristo se conservara como estereotipada; es decir, que en los evangelios tenemos en ocasiones hasta la misma forma de las frases de Jesucristo y la materialidad de sus palabras. Vais a ver qué concluyente es esa argumentación. Por lo pronto, recojamos esta advertencia de un orador conocidísimo. Cuando el hábito de escribir aumenta, disminuye la memoria, y cuando menos hábito de escribir se tiene, la tenacidad de la memoria es mayor. ¿No habéis conocido alguno de esos rudos que no saben escribir y que tienen una memoria tenaz? Es un caso de este fenómeno que indicaba. Pero este principio general tiene más fuerza tratándose de judíos. ¿Por qué? ¿Es que tenían memoria privilegiada? No; es que en sus costumbres entraba un ejercicio asombroso de la memoria. En las escuelas de los judíos se aprendía la Biblia literalmente, y existían rabinos que en los últimos años de su vida tenían a gala no hablar sino repitiendo literalmente palabras que habían escuchado de sus maestros. En un pueblo que tiene estos hábitos, en un auditorio de judíos, ¿no es verdad que era fácil que la memoria fuese tenaz? Añadid a esto que ese auditorio tenía mucho interés en lo que escuchaba, pues para ellos era una novedad; se había entusiasmado la gente con el nuevo rabino y maestro. ¡Con qué afán le seguían! Y así es fácil que lo que uno no recordaba, lo recordasen otros, y que, dados los pocos años que habían transcurrido entre la enseñanza oral y la composición de los evangelios, en éstos estuviese reconstruida aquélla. Estas son las razones de menos valor, porque las hay más evidentes. La forma de la enseñanza de Jesús tiene tales caracteres, que, una vez escuchada, no se olvida jamás. En la literatura hebrea hay un género de composición que se encuentra casi siempre en ciertos libros sagrados: en los profetas y en los salmos; es lo que llaman el paralelismo hebreo, son dos frases paralelas que se superponen. Unas veces representan una antítesis; otras, una síntesis; otras, una sencilla repetición. Esa manera de construir la frase, ese giro especial, la graba más hondamente en la memoria. Os voy a repetir una ahora, y veréis qué bien se recuerda: Con el juicio que juzgáis — seréis juzgados y con la medida que medís — se medirá para vosotros (Mt 8,2). 68
Una vez que se enuncia la frase así, ¿se puede olvidar? Pues como éstas son muchas sentencias del Evangelio. Imaginaos que se presentase Cristo aquí repitiendo sentencias de esa índole. ¿Nos sería difícil recordarlas? ¡Ah! ¡Si no sabríamos repetirlas de otro modo! Si quisiéramos expresar esos pensamientos, instintivamente usaríamos del paralelismo hebreo. Pero hay además en los evangelios algunos rasgos que prueban que se tomaron literalmente las palabras del Señor. La lengua que el Señor habló es la aramea, una especie de dialecto hebreo. Esa lengua aramea tiene sus construcciones especiales, naturalmente sus palabras propias, y resulta que los evangelios están plagados de restos, de huellas de esa lengua, y, notadlo bien, los evangelios que se escriben en griego conservan caracteres arameos. ¿Por qué? Porque se han recogido las predicaciones cristianas en su forma primitiva, y después no se ha hecho más que traducir, poniendo en griego las frases arameas, pero conservando los giros de esta lengua. No es posible que os cite los aramaísmos de que está lleno el Evangelio; pero hay uno muy popular, que es éste. Dice el Señor a San Pedro: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia. Quien haya oído comentar el Evangelio y oiga esta frase preguntará: «¿Qué piedra es ésa?» Y se le ocurriría pensar: ¿Es que el Señor señaló con el dedo a San Pedro y le dijo: «Tú eres la piedra de que hablo». La duda se resuelve simplemente sabiendo que el nombre piedra en arameo es Képha, y ése es el nombre que impone Jesucristo a Simón. De modo que, traduciendo literalmente, quería decir: Tú eres piedra, y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia, que equivale a decirle: «Tú serás el fundamento de mi Iglesia» (Mt 6,18). Ahí tenéis una frase evangélica que pierde algo de su fuerza y virtud cuando se traduce, porque no nos suena lo mismo Pedro que piedra cuando en la lengua de Jesús no hay más que la repetición de una misma palabra. Estos aramaísmos, que son numerosos, quieren decir que los que escribieron el Evangelio en griego han conservado hasta la forma de la palabra de Jesús. ¿Conservamos los métodos, los procedimientos de Jesucristo para enseñar, y en qué rasgos fundamentales podríamos nosotros determinar lo externo de esa doctrina? Un escriturista famoso nos da hecho este trabajo. Hace notar que en todo el Evangelio la forma externa tiene uno de estos tres caracteres: o es una forma gnómica sentenciosa, proverbial, o es una forma paradójica, o es una forma parabólica. De modo que estos tres 69
rasgos: la sentencia, la paradoja, la parábola, nos darían la forma externa del Evangelio. ¡Con qué gusto me detendría a estudiar cada uno de estos términos! Pero se nos va pasando la hora, y me tengo que limitar a decir pocas palabras para hablar del tercer punto propuesto al principio. Que de ningún modo quiero hacer como en la primera conferencia, dividir en dos la materia, porque entonces el plan general de las conferencias quedará desordenado. Que la forma externa de la palabra de Jesús sea proverbial, sentenciosa, eso lo sabemos todos. ¿No habéis leído el sermón de la Montaña? Allí tenéis sentencias a granel, y, por poco que se conozca el Evangelio, se observa que, entre la forma del Evangelio y la de un discurso moderno, o de Cicerón o Demóstenes, la diferencia es notoria. Cicerón preocúpase de los períodos, de la armonía, del número. Demóstenes deja en su lugar las formas retóricas; no es un hambre que trabaja por la forma externa, sino que tiene una elocuencia más sólida; pero, si leéis un discurso de Demóstenes, aquellos párrafos largos, aquellos períodos, aquellas enumeraciones, no tienen nada de común con el lenguaje cortado, sentencioso, proverbial, de los evangelios. Recordemos el sermón de la Montaña, e inmediatamente veremos que se va desgranando frase a frase, sentencia a sentencia. Hasta aquellos que no han profundizado mucho las formas literarias de la Biblia, cuando quieren imitar el lenguaje bíblico, el del Evangelio, creen que todo está hecho con disgregar las frases, con procurar que las frases queden sueltas, con suprimir esa abundancia de partículas, de ilaciones, de contraposiciones; esos períodos redondos que se encuentran en todas las literaturas. Respecto a la paradoja, algo más habría que decir. Parece que las paradojas no debían tener lugar en los evangelios, porque a nosotros nos suena eso de la paradoja lo mismo que absurdo, y si paradoja es absurdo, en los evangelios no hay paradojas. Pero paradoja puede ser otra cosa; puede suceder que yo anuncie una verdad auténtica y que a los demás les parezca absurdo. Imaginad que ahora encuentro una colección de personas ricas que pasan la vida felizmente, alegremente; que se divierten, que gozan, y les digo estas palabras: «Felices los pobres». ¿Qué dirán de esta palabra mía? Que es un absurdo, y, sin embargo, es una de las paradojas evangélicas, porque Cristo dijo precisamente: «Felices los pobres», que esto significa bienaventurados los pobres. Imaginad que veo una persona 70
que se aflige, que sufre, que llora amargamente sus desgracias, y que me acerco a ella y para consolarla la digo: «Feliz el que llora; feliz tú que estás llorando». Quizá parecerá un sarcasmo el llamar feliz a una persona que sufre, porque ¿no es esto gozarse en su dolor? Y, sin embargo, es una verdad y una paradoja evangélica. Hay paradojas en los evangelios que se llaman así porque para el mundo son absurdos, son un contrasentido; pero para Dios son verdades eternas. Estas mismas que acabáis de oír son verdades divinas, porque el que sufre, el que llora, el que tiene hambre, el perseguido, tiene en sus manos un instrumento omnipotente para conquistar la altura más sublime del cielo. ¿Y no os parece que sacrificar un momento de gusto aquí en la tierra, que derramar unas lágrimas, que carecer de algo, se puede dar muy bien por gozar después eternamente de Dios? Luego el que sufre, el que llora, el que padece, el que tiene hambre, ése es feliz por toda la eternidad, aunque temporalmente tenga unos momentos de tristeza. Las paradojas evangélicas a veces toman otra forma. Hay maneras de inculcar una verdad que son maneras vulgares y corrientes. Se enuncian y no hacen impresión en el auditorio. Por ejemplo: yo os digo a vosotros: «Tened paciencia», y, a pesar de que he llamado vuestra atención sobre esta frase, ¿no es verdad que pasará por una de las infinitas frases vulgares de estas conferencias, vulgares sobre todo siendo mías? Pero imaginad que quiero inculcar esa verdad, y, en vez de deciros: «Tened paciencia», digo así: «Oíd: cuando alguno os abofetee en la mejilla derecha, poned la siniestra». ¿Se olvidaría esto? ¿Quién ha olvidado esta sentencia de Jesús? ¡Si la saben hasta los que no creen en Jesús, si la recuerdan todos! Y, cuando nosotros impacientemente volvemos por la justicia, nos recuerdan esta frase, diciendo: A quien te da una bofetada en la mejilla derecha, vuélvele también la otra; y al que quiere pleitear contigo y tomarte la túnica, déjale también el manto; y a quien por fuerza te llevare una milla, vete con él todavía otras dos (Mt 5,39-41). Pues ésa es la ventaja de la paradoja, que graba más profundamente las sentencias. Sólo que hay que entender estas cosas y no tomarlas demasiado literalmente. En esa sentencia que habéis escuchado, ¿quiere decir el Señor que siempre pongamos la otra mejilla? Si así fuera, se podía decir que Jesucristo no cumplió su propio mandato, porque, cuando le abofeteó el soldado en casa del sumo pontífice, no puso la otra mejilla. ¿Qué significa, pues, su precepto? Quiere decir que, cuando recibimos una injuria, sea la que quiera, y se despiertan en nosotros deseos de venganza o de impaciencia, a veces podrá suceder que, sin necesidad de remedios heroicos, ahoguemos 71
ese grito de impaciencia o de venganza; pero puede suceder también que tengamos que sufrir otra injuria mayor para dominar ese sentimiento hostil de nuestro corazón. Pues bien, cuando sea preciso, para ahogar nuestra impaciencia, o nuestra ira, o nuestro deseo de venganza, poner la otra mejilla, nos dice Jesús que la pongamos, y ésa es nuestra obligación, porque vale más que nos golpeen en la mejilla sana que con ese acto de impaciencia ofender a Dios. Las paradojas a veces vienen de otra parte. No estoy haciendo más que copiar a ese autor a que antes he aludido. En nuestras lenguas modernas es fácil encontrar giros que atenúen las frases; hay lenguas que parecen tener el monopolio de estas atenuaciones, que son esencialmente diplomáticas, como dicen. Por ejemplo, distinguimos muy bien entre odiar a una persona, no quererla bien, quererla menos, mirarla con indiferencia, quererla algo, quererla con entusiasmo, enloquecer de cariño por ella, etc. ¡Ya veis qué gradación! En cambio, los hebreos sólo conocen las palabras odiar y amar. Lo que no se ama, se odia, y lo que se ama en sentido restringido, se odia; la palabra odio toma esos matices. Dice el Señor: Si alguno viene a mí y no odia a su padre y a la madre..., no puede ser mi discípulo (Lc 16,26). Y podríamos decir: ¿Cómo nos recomienda que honremos al padre y a la madre, si nos manda que les odiemos? Yo he oído presentar esta dificultad, que parece insuperable, y sólo lo es para la ignorancia; no la pongáis vosotros, porque, si se la decís a un hombre entendido, dirá que sois unos ignorantes. ¿Por qué? Porque no sabéis que el verbo odiar tiene esos matices en el Evangelio; en la lengua de Cristo significa querer menos, subordinar un cariño a otro. Eso es lo que significa también en la sentencia propuesta: subordinar el amor de los padres al amor de Dios. Y esto es evidente que debe hacerse. No hay para qué seguir enumerando paradojas, pero saquemos esta conclusión: las enseñanzas que se adquieren así no se olvidan jamás. Conservamos las palabras auténticas de Jesús, porque así enseñó El. Por último, existe la parábola, y, aunque no sean más que dos palabras, os quiero decir algo de ella. ¿Qué es la parábola? De algún modo, todos lo sabemos. ¿Quién no las ha oído contar? ¿Quién no recuerda la del hijo pródigo, la de los talentos, la de la siembra, la del tesoro escondido y las demás del Evangelio? Pero con exactitud, con precisión, ¿que es una parábola? Contestar a esta pregunta no es tan fácil. Los auditorios 72
cristianos no lo necesitan saber; pero es que además el erudito casi tampoco lo sabe. Todavía están discutiendo los comentaristas sobre la naturaleza de la parábola evangélica. La ponen en parangón con la fábula, con la alegoría, con la metáfora, con la comparación; quieren como recortarla a los límites de una de esas cosas, encuadrarla allí, y encuentran que la parábola nunca ajusta del todo, no entra en esos moldes. La comparación. Decimos nosotros corrientemente: «Ese hombre es bravo como un león». Ahí tenéis una comparación. Si quitáis el como, la frase está convertida en una metáfora, y entonces dirá: «Ese hombre es un león». ¿Qué relación hay entre la comparación y la parábola? Si el Señor dice: El reino de los cielos es como el grano de mostaza; el reino de los cielos es como la red que se echa al mar; el reino de los cielos es como un mercader de perlas, y estas palabras divinas son parábolas, ¿no serán lo mismo la parábola y la comparación? Mucho habría que decir de esta pregunta. Pero de momento nos hemos de contentar con una respuesta negativa. Sabremos o no señalar la última diferencia de la parábola y la comparación, pero de cierto no son sinónimos estos términos en absoluto. Algunos quisieron señalar como diferencia que las parábolas eran más dilatadas que las comparaciones; pero hay parábolas brevísimas que no son meras comparaciones, y comparaciones dilatadas que no son parábolas. Además hay elementos alegóricos en las parábolas evangélicas que impiden encerrarlas en el marco de las comparaciones. Sea lo que quiera la diferencia, es lo cierto que existe. Lo mismo puede decirse de la alegoría. Esta no es otra cosa que una metáfora dilatada. La parábola no puede identificarse con ellas. Es falsa la afirmación de algún crítico que establece diferencias irreductibles entre la alegoría y la parábola, como si todo elemento alegórico fuese apócrifo o sobreañadido en las parábolas evangélicas; pero, aun rechazando esta afirmación, como se debe rechazar, y admitiendo que en las parábolas pueden encontrarse, como hemos dicho, elementos alegóricos, no pueden tomarse como sinónimos tampoco la parábola y la alegoría. Tampoco este marco retórico sirve para el Evangelio. Otros se han buscado en la retórica de Aristóteles y en los mechalim hebreos; pero no coinciden con las formas y las dimensiones del cuadro. Dos opiniones particularmente podrían mencionarse aún. Han resultado de comparar la parábola con las fábulas. La fábula, tal y como la conocemos nosotros, no es la parábola evangélica. Fuera del predominio que ejerce lo 73
fantástico y lo ficticio en las fábulas, aun descartando estos elementos, no es lo mismo una composición donde sólo se quiere poner de relieve alguna verdad de sentido común que un discurso repleto de principios y vida sobrenaturales. Para encajar de algún modo la parábola en la fábula, se asegura que aquélla sólo se distingue de ésta en que la una es argumentativa, mientras que la otra es ilustrativa. Pero una sola pregunta basta para arruinar todo el sistema: ¿Dónde está el argumento en la parábola del sembrador? Con ella se quiere ilustrar lo que es la palabra divina que Cristo predicó al mundo, y esto es evidente; pero la argumentación, si la hay, sólo podría hallarse retorciendo y alambicando las palabras sencillas del Evangelio. Imaginaos un padre cuyo hijo se ha marchado de la casa paterna para entregarse libremente a los vicios. El padre espera al hijo descarriado, y el hijo, impulsado por la desgracia, vuelve al hogar paterno. Aquel día es de regocijo para todos menos para un hermano del pecador que se deja arrastrar de la envidia. El padre lo perdona y lo olvida todo, abraza tiernamente al hijo arrepentido y celebra fiestas en su obsequio después de cambiar los harapos con que vuelve cubierto por vestiduras ricas y nuevas. Esta sencilla y conmovedora narración se toma como punto de partida para descubrirnos la misericordia del Padre celestial de una manera inolvidable. Aquí se ilustra una verdad divina; pero ¿dónde está la argumentación? Como veis, todos los sistemas que quieren encuadrar las parábolas del Evangelio en moldes retóricos tropiezan con dificultades. Entre tanto, el mundo sigue saboreando la dulzura inconfundible de las parábolas sin que le estorben estas consideraciones científicas; y, sin temor a ser desmentidos, podemos asegurar que las parábolas evangélicas rebosan belleza y espíritu y no pueden sustituirse por otra forma literaria sin arrebatar al Evangelio una de sus joyas más limpias y refulgentes. No sé si atreverme a enunciar un principio que tal vez explique todas estas dificultades de los hombres de ciencia y tal vez sea una clave para la solución. Todo libro inspirado debe leerse con el espíritu con que fue escrito, y lo mismo debe oírse la palabra de Jesucristo que nos han conservado los santos evangelios. Si nos desentendemos de ese espíritu, encontraremos anomalías hasta en las formas literarias. Suponed un hombre perpetuamente preocupado de la retórica. Cicerón por ejemplo. Aunque sea inagotable su ingenio, será fácil clasificar sus trabajos con la retórica al uso en las manos. No la ha olvidado un momento, es su obsesión perenne, su tirana. Pero suponed, por el contrario, un hombre a quien le va en hablar la vida o la fama. Demóstenes, v.gr., que habla para 74
defenderse. Por irreprochable que sea su palabra y su estilo, por culto y exquisito que sea, obsesionado y dominado por el interés supremo que se litiga, irá derecho a salvarlo, y, aunque tenga por auxiliares la corrección y la elocuencia más elevada, será difícil o imposible sujetar su discurso a ese trabajo de taracea que suele hacerse con el análisis. El discurso es algo vivo, y la vida no es un rígido teorema de geometría. Complejo y armónico, se asimila los elementos favorables que haya en el medio ambiente; mas no para exhibirlos, sino para transformarlos. Esto es lo supremo de la elocuencia; pero la retórica queda en su lugar, no prepondera; es decir, los principios supremos que se enuncian a veces en un rincón de los libros de preceptiva, rigen aquella oración, pero el organismo ficticio, artificial, arbitrario, que han descrito los que trataron de la oratoria, queda arrumbado como un artefacto inútil, lo mismo que la estatua cede al cuerpo vivo. Con estas dos suposiciones, oíd a Cristo. Le veréis con la eterna y divina preocupación de la verdad, el bien de las almas, la gloria de Dios. Sin hacerse discípulo de ningún preceptista, sondea todos los secretos de una elocuencia indescriptible y los convierte en fuerza y vida de sus palabras. Utilizando con soberano dominio los resortes que mueven el espíritu humano y lo iluminan, llama a las puertas de los corazones sin fatigarse jamás, y sus palabras, vehículo de esas energías divinas, no podrán ser las palabras que clasificó Aristóteles o Quintiliano, aunque, embebidas en sus discursos, se entren las bellezas todas que se van describiendo en todas las retóricas humanas. Si queremos catalogar esas bellezas como se catalogan las bellezas de Cicerón o de Virgilio, naufragaremos. Si queremos sorprender la fuerza interna que las produce y multiplica con la variedad inmensa de la vida sobrenatural, deberemos colocar la retórica a los pies de nuestro Redentor adorable como una esclava humilde, mirar aquella frente, que se hunde en Dios, y aquel corazón, que va derechamente a las almas. Tenemos que dejar para otro día lo que es más fundamental en el discurso, lo que más nos interesa a nosotros del Evangelio; que no es la forma externa, no es el origen de la doctrina; es lo que contiene esa doctrina. Yo os aseguro que siento decirlo, porque esto me obliga casi a dedicar una conferencia entera a este asunto, y el plan general de las conferencias va a resultar mutilado; pero, como no quiero fatigaros más, corto aquí; y, una vez que hay que cortar el discurso, me vais a permitir que siquiera lo cierre con alguna frase o recuerdo que redondee estas palabras y nos sirva a nosotros de fruto feliz. 75
Cuando empezábamos esta conferencia, declaramos que unos discípulos, viendo a Cristo al atardecer de un día de invierno, pasaron unas horas con El, y salieron convertidos en apóstoles. Hay otras escenas en los evangelios que se refieren a la enseñanza de Jesús, y una de ellas es ésta: en uno de los lugares más poéticos de Palestina, en medio de un campo lleno de verdor, se sentaba una muchedumbre abigarrada, con sus trajes multicolores, con sus posturas diferentes, con sus hábitos y con sus pronunciaciones diversas. Vio el Señor esa muchedumbre y se compadeció de ella; hizo un milagro para saciar el hambre de aquella turba, multiplicando los panes y los peces. La muchedumbre enloqueció de entusiasmo y, después que Cristo repartió el pan y los peces, dijeron: Este es verdaderamente el profeta que ha de venir al mundo, y trataron de hacerle rey. Nuestro Señor se escondió. Y notad bien que en este rasgo hay una de aquellas pruebas que decíamos antes: el dominio absoluto que tenía Jesús de sí mismo. Una tarde de primavera, no ya de invierno, en un campo que invita al esparcimiento, al placer, ante una muchedumbre loca de entusiasmo, rodeado de enemigos que le acechan y espían sin descanso, a las orillas de un lago donde parecen resonar las palabras de los antiguos profetas, le quieren tentar ofreciéndole un reino glorioso (era el reino de David y Salomón), que al mismo pueblo de Dios debía libertar. El Señor, en medio de esa tentación universal, con la indiferencia más absoluta, sin afectación y sin desprecio, con naturalidad plena, huye de aquellas gentes, rechaza la corona. Al día siguiente llega el Señor a Cafarnaúm, a la otra orilla del mar, y en la sinagoga comienza a predicar a las turbas, y les habla con franqueza, porque, como el Señor no iba a conquistar coronas ni de rey ni de retórico, dijo la verdad: Me buscáis no porque visteis señales, sino porque comisteis de los panes y os saciasteis. Trabajad no por el manjar que perece, sino por el manjar que dura para la vida eterna. Inmediatamente empezó a descubrirles ese pan más grande infinitamente que el pan temporal: el pan eucarístico. Es decir, que después de saciar el hambre de las turbas, les brindó con el mejor don de sus dones, porque era El mismo. Oyeron hablar de pan celestial, de pan eucarístico, de que El se iba a dar en alimento, y las gentes encontraron la palabra dura, y, pronunciando esta frase: Durus est hic sermo et quis potest eum audire, comenzaron a marcharse. Quedóse el Señor con unas cuantas almas fieles, y, dirigiéndose a ellas, les dijo: ¿No queréis iros también vosotros? El ardor de San Pedro 76
pronunció esta otra frase: Señor, ¿a quién nos hemos de ir? Palabras de vida eterna tienes (Jn c.6). Pues con esta frase quisiera cerrar esta conferencia. Vosotros habéis oído hablar a los hombres más famosos, a los oradores más populares, filósofos calificados, historiadores conocidos; habéis visto cómo la ciencia humana brota a raudales en nuestro Parlamento, en nuestras academias, en nuestras universidades; y de seguro (a nadie quisiera calumniar) algunas veces esa ciencia humana ha querido apartar vuestro corazón de los senderos por donde lo había impulsado Cristo, o vuestro entendimiento de los misterios cristianos. Habéis visto más: muchedumbres que se alejaban de Cristo impulsadas por esas palabras de sabiduría humana y que olvidaban la palabra eterna de Jesús. Pensad que Cristo, comparando esa humana sabiduría con la sabiduría que brota de sus labios divinos, os dirigiera ahora estas palabras: «El mundo me abandona por seguir esperanzas humanas. ¿También vosotros os queréis marchar?» ¿Qué responderíais a Cristo? ¿Qué le deberíais responder? ¿Deberíamos decirle que estamos dispuestos a hacernos discípulos del mundo engañoso y a sacrificar la verdad divina? Aunque el mundo nos enseñara todo el conjunto de verdades que puede descubrir por sus propias fuerzas la mente del hombre, todavía sería una aberración contentarse con sus doctrinas. Hay una luz superior, bajada del cielo, comunicada por nuestro adorable Redentor, y no podemos extinguir esa luz que nos revela los más sublimes y amorosos misterios. Mutilaríamos en lo más importante y trascendental el reino de la eterna verdad. Pero, cuando vemos cómo se mezclan los más incomprensibles errores con la lumbre de nuestra razón, con qué facilidad pierden el recto sendero de la sabiduría entendimientos clarísimos, se hace de todo punto imposible elegir la ciencia humana como guía, renunciando a Jesucristo. No; todo nuestro ser protesta de una manera irresistible, y no hay más remedio que dirigirse a Jesucristo con la humilde, pero indestructible confianza de Pedro, y repetir las palabras del jefe de los apóstoles: ¿Adónde iremos nosotros, si tú eres el que tienes palabras de vida eterna? Tenemos en ti el río caudaloso, el mar sin orillas de la sabiduría eterna; no queremos otra cosa que acercarnos a ese río, paladear sus aguas, hundirnos en ese mar de ciencia divina, anegarnos aunque el mundo nos llame locos, porque para nosotros eso que el mundo estima locura, es eterna sabiduría: la sabiduría eterna de la cruz.
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Cuarta conferencia Las mutilaciones de la doctrina de Jesús España, si se mira desde el punto de vista de la fe, es al mismo tiempo un país próspero y decadente. Tenemos la fortuna de estar en posesión tranquila de la doctrina católica, porque, aunque esa doctrina sufra algunos ataques, todavía los ataques doctrinales que sufre en otras naciones son desconocidos aquí. Por esto es un país próspero, quizá uno de los más católicos del orbe, tal vez el que más; pero al mismo tiempo es un país decadente. Hay en nosotros una señal inequívoca de decadencia, y es ésta: cuando en otros siglos se suscitaban en el extranjero cuestiones teológicas, los primeros que salían a la palestra eran los grandes teólogos españoles; con sólo recordar un nombre está comprobada esta afirmación. ¿Os acordáis de aquel rey de Inglaterra que rompió con la autoridad de Roma? En aquella gran controversia que llenó la Europa entera, ¿cuál es el teólogo que más brilla, cuál es el nombre que suena de uno a otro confín del orbe cristiano? Indudablemente, el nombre de Suárez, del gran teólogo español, que salió al palenque, adonde retaba a todos los teólogos el rey teólogo de Inglaterra. Pues bien, estamos en unos tiempos en que, si podemos decir que imitamos a los siglos pasados, en cierto sentido, por la posesión tranquila de nuestra fe, no solemos salir, como antes, a la palestra en todos los combates teológicos; esta tradición nuestra se ha interrumpido, y la prueba de que se ha interrumpido la tradición a que aludo la tenéis en lo que va a servir de exordio a esta cuarta conferencia. Al tratar de la doctrina de Cristo, con más o menos erudición, con más o menos abundancia de crítica, fuera de España se ha mutilado esa doctrina por diversos caminos. Todos habéis oído muchas veces palabras como éstas: Un hombre intelectual, un hombre sensitivo, un hombre imaginativo, un hombre práctico. Pues bien, según el sentido que tiene cada una de estas palabras, se ha querido deformar la personalidad de Jesucristo deformando su doctrina; se ha pretendido hacer de El una especie de visionario, algo fantástico, que ordena su vida hacia una orientación completamente falsa e ilusoria. Se ha osado decir que el 78
intelectualismo de Jesús es muy restringido, que el sentimiento abunda, sale a borbotones de su corazón, lo invade todo, es el carácter dominante del Evangelio. Se ha intentado probar que es el hombre más práctico, y que, si tiene supremacía sobre todos los demás en la historia, es porque ha enseñado una moral que, superándolas a todas, se ha impuesto a los siglos, pero no porque sobre esa moral, ese sentimiento o esa imaginación haya flotado un espíritu superior, una inteligencia soberana. Cada una de estas mutilaciones de Cristo (al fin y al cabo, una mutilación de la personalidad significan esas palabras intelectual, sensitivo o práctico; porque tales palabras indican que hay un desequilibrio en la personalidad, en la cual predomina uno de esos aspectos), esas mutilaciones, para el español, son casi ininteligibles. Nosotros estamos acostumbrados a recibir de la cátedra sagrada la doctrina pura, y apenas si por alguna teoría, que penetra o por algún libro o por algún periódico, llega a España la noticia de que hay en el mundo hombres que emplean su vida en mutilar la personalidad augusta de Jesús. De todos modos, no han salido de nosotros, como salían en otro tiempo, las refutaciones clásicas y decisivas de tamaños errores. Por eso, al refutarlos, y esto es necesario, precisa detenerse un poco en aclarar su sentido y medir su alcance. Al trazar hoy los rasgos fundamentales de las enseñanzas de Jesucristo, se ofrece en primera línea, no por su profundidad, pero sí por la doctrina más en boga, el sistema de una escuela que ha invadido diversas naciones, que domina en muchos libros, que podemos decir repercute en todas partes, y que gira en torno de una palabra que para algunos es algo cabalística; la palabra escatología. Se ha intentado defender que toda la doctrina de Jesucristo era puramente escatológica, que ese carácter escatológico era falso, y, por consiguiente, todo lo demás del Evangelio era falso también. Se había apoyado el Señor en un fundamento ruinoso, y toda su doctrina se ha arruinado. Si algo subsiste de la doctrina de Jesús, se debe a causas muy diversas, pero no a que la doctrina sea la verdad. Si llegamos nosotros a entender lo que significa esa palabra casi cabalística escatología, hemos entendido, por lo menos, el principio fundamental de esta escuela. No es difícil interpretar tal palabra, y, por consiguiente, confío en que brevemente vamos a darnos cuenta de lo que esa escuela quiere decir o probar. En la historia del mundo se registran cataclismos asombrosos. Imperios colosales se han derrumbado sin dejar rastro de sí. La fe nos dice que nuestro globo ha de sufrir uno definitivo cuando llegue lo que en 79
lenguaje cristiano se llama el fin del mundo. Nada de lo creado es eterno, y el tiempo, con su rápido curso, nos empuja hacia el último desenlace. Este desenlace ha sido descrito por modo inimitable en el Apocalipsis de San Juan, y de él nos hablan otros libros de la Escritura santa, en especial los evangelios. Estos últimos desenlaces de los pueblos o del mundo dan materia para estudios amplios y profundos, de los cuales se sacan no escasas consecuencias para el presente. Son éstas la orientación necesaria de la vida. Y a tales estudios se les ha llamado con una palabra griega, como casi todas las que sirven de rótulo a los conocimientos humanos, escatología. En la predicación de Jesucristo abundan las enseñanzas escatológicas. Además de las relativas al fin del mundo, se encuentran en dicha predicación otras que cuentan de antemano el final de la sociedad judía como después lo comprobó la historia. Y el error de la escuela que venimos mencionando consiste en suponer que lo principal, lo dominante en el pensamiento de nuestro divino Redentor, son las ideas escatológicas, y que esas ideas escatológicas fueron falsas de un modo comprobado. Sostiene esa escuela que Jesucristo había creído que el día del juicio se aproximaba, estaba muy cerca, lo iba a presenciar la generación que escuchaba sus magníficas enseñanzas, sus parábolas, la institución de la Iglesia. Pensando en ese fin próximo de la vida terrena, ordenó sus evangelios, y dice en ellos que se recomiende la pobreza, la renuncia de los bienes sensibles. ¿Para qué todas estas cosas, si el fin estaba próximo? Si aconsejó la castidad, fue por lo mismo, porque el fin se acercaba, y si pensó que El iba a venir pronto como juez a juzgar al mundo, era por eso, porque el rey mesiánico tenía que asistir a la inauguración de ese nuevo reino escatológico que dentro de breve tiempo, de unos días, de unas semanas o de unos años, se iba a establecer definitivamente para todos los hombres. Han tratado de orientar todo el Evangelio en ese sentido, y al orientarlo así han deducido toda una serie de consecuencias a cuál más absurda. La primera consecuencia podría ser ésta: ¿Qué importancia puede tener una doctrina que toda ella está regulada, que toda ella está gobernada por un principio falso, por una visión falaz, por una esperanza quimérica? Desde el momento en que se coloque en las entrañas del Evangelio ese error, todo el Evangelio resultará un conjunto de errores. Si se admite el sistema escatológico, la divinidad de Cristo se arruina, porque entonces, lejos de ser el Dios eterno que abarca todos los confines de la existencia con su mirada, que escudriña los corazones, que domina el pasado, el 80
presente y el porvenir, será un hombre iluso, fantástico, imaginativo, que por esa imaginación, por esa fantasía, por esa ilusión, se ha dejado gobernar en absoluto. Y entonces no hay más que un problema que resolver, el de compaginar el carácter moral eminentísimo, el equilibrio perfecto de la personalidad de Jesús, con esta especie de ensueño profético que llena por completo su vida. El mismo Evangelio se trastorna, porque así como, colocando, v.gr., el centro de la doctrina evangélica en la divinidad de Cristo, todo el Evangelio se ilumina, en cuanto trastornamos ese centro de equilibrio y gravedad, el Evangelio entero cambia de aspecto; no es ya la doctrina de verdad que hemos aprendido y amamos nosotros, sino una serie de deducciones de un principio falso, una doctrina basada en visiones engañosas que anidaron en el entendimiento de Jesús. Ya veis si tiene trascendencia una doctrina semejante. Si esa doctrina fuera cierta, entonces Jesús no solamente no sería Dios, sino que sería un pobre iluso. Aun aquellas alabanzas que le han tributado todos, desde los amigos más entusiastas hasta los enemigos más encarnizados, no serían más que el fruto de una ilusión; deberían sus autores retractarlas, diciendo que antes no habían conocido a Cristo, y por eso le alababan. ¿Será éste el carácter dominante de la doctrina de Jesús? Si vosotros leéis el Evangelio aunque sea ligeramente, descubriréis al punto la falsedad de estas afirmaciones. Por ejemplo en el Evangelio se dice que los apóstoles debían distribuirse por el orbe y anunciar la verdad al mundo entero; se dice que la palabra evangélica será como una semilla que se esparce en los campos y que se irá desarrollando lentamente lo mismo que se desarrolla la semilla material. El reino de Dios es como el grano de mostaza, insignificante al principio, y que, andando el tiempo, llega a ser un arbusto, casi un árbol, donde vienen a reposar las aves del cielo. El reino de Dios es como la levadura, que también pausadamente va transformando toda la masa. Se dice más: que no vendrá el último día hasta que todas las naciones de la tierra hayan sido suficientemente evangelizadas. Solamente cuando el Evangelio se haya anunciado a toda criatura vendrá la consumación de los siglos. Se dan reglas para la vida ordinaria, y, aunque se recomienda la pobreza, la castidad, el desprendimiento y el heroísmo, todavía se enseñan los mandamientos, que son los que tienen que regular la vida común de los cristianos, y, por último, se establece una Iglesia con toda su jerarquía para que sea en adelante el refugio de las almas. 81
Decidme: quien predica así, quien está preparando así el porvenir, quien está asegurando que su reino se ha de propagar tan lentamente como indican las metáforas que habéis escuchado, quien asegura que hace falta evangelizar el mundo entero para que venga la consumación de los siglos, ¿podrá tener la conciencia de que ese fin se aproxima y está cerca el momento de que El se presente con poder y majestad a juzgar a los hombres? Es preciso no haber leído los evangelios o empeñarse en tergiversarlos de cualquier modo para sostener que en la mente divina de Cristo cupo un error semejante. No creáis que por esto se dan por vencidos nuestros adversarios. Hay una serie de frases en la historia evangélica obscuras, difíciles, arduas de interpretar; frases como ésta: No pasará la generación presente sin que se cumplan todas estas cosas. Cuando viereis la abominación de la desolación que esta en el lugar santo, temed, porque se aproxima el último día. Y estas frases, obscuras no por lo que en sí mismas dicen, sino por el contexto que las acompaña, han servido de punto de partida a los enemigos de la ciencia de Jesús, que han pretendido encontrar en ellas nada menos que la confesión franca de ese error de Jesucristo. Yo quisiera que analizáramos estas frases, pero antes deseo llamar vuestra atención sobre el criterio de los adversarios. Con este criterio nuestro, que teníamos la pretensión de defender como de sentido común, se armonizaban muy bien, sin que en ello se mezclase error ninguno, las frases terminantes en que el Señor dice que nada sabe acerca de la fecha en que tendrá lugar el fin del mundo con aquellas otras en que, según nuestros adversarios, afirma nuestro Redentor la proximidad inminente de ese fin. Pero esos críticos clarividentes lo entendieron de otro modo. Creyeron que era mejor iluminar la luz con las tinieblas, y han tomado como norma para interpretar el Evangelio las frases que eran más obscuras, porque se prestaban mejor a ser tergiversadas. En una frase obscura se puede verter con visos de acierto un falso pensamiento, en una frase clara es imposible, y los racionalistas no tenían otro camino para falsear la doctrina de Jesucristo. Las frases claras y fáciles desbarataban los marcos de la falsa filosofía que llevaban ellos como prejuicio intangible a la interpretación de la Escritura. Recordados el criterio nuestro y el de los contrarios, está hecha la refutación fundamental de la escuela que combatimos; pero para mayor evidencia vamos a discutir el problema en el mismo terreno en que lo plantean los adversarios, porque la fe católica va a todo terreno en el cual 82
se la rete sin temor. Hay un sermón de Jesucristo pronunciado en los días de Semana Santa que llaman el gran sermón escatológico, y en ese sermón se habla de dos cosas a la vez: de la ruina próxima de Jerusalén y del fin del mundo. Se indican los síntomas de la ruina de Jerusalén, y se dice a los cristianos que, cuando presencien esos síntomas, huyan de la ciudad santa. Por esta razón, cuando el cerco de Sión tuvo lugar, muchos cristianos habían huido de Jerusalén y no les sorprendió la gran ruina de la santa ciudad. Además, se indican los síntomas del fin del mundo. Los dos acontecimientos están mezclados en el discurso de que hablamos, y sólo con gran cuidado y atención se pueden separar las frases que se refieren a cada uno de ellos. Para explicarnos esta mezcla será bueno recordar ciertos principios generales que sirven para la interpretación de las profecías. La perspectiva profética, acerca de la cual podrían decirse muchas cosas, no es ni puede ser lo mismo que la perspectiva histórica, como no es lo mismo la perspectiva de una cordillera vista de lejos que la de esa misma cordillera mirada desde uno de sus picos o de sus valles. La diferencia fundamental consiste en que la historia cuenta lo acaecido y se rige por la ciencia humana, mientras que la profecía anuncia lo futuro y sólo puede contemplarse mediante la luz de una ciencia eterna. Para escribir historia basta interrogar con tino los testimonios veraces; para hacer profecías es preciso recibir un destello del conocimiento divino. De este principio fundamental se deduce que en la historia los sucesos se enlazan mediante la cronología, mientras que en la profecía se enlazan principalmente por el plan divino. No quiere esto decir que los profetas no anuncien los acontecimientos futuros para una fecha determinada; quiere decir que, cuando mezclan distintos asuntos en sus profecías, en vez de coordinarlos entre sí por orden cronológico, los coordinan según el lugar que ocupan en el plan de la divina Providencia. En ese plan aparecen unidos, como miembros de un todo, sucesos que en la historia están separados a veces por siglos. Un ejemplo aclarará mejor esta idea. Evidentemente, una de las ideas divinas que rigen el mundo es el reinado de la justicia. Ese reinado se realiza de dos modos: haciendo justos a los hombres y restableciendo el orden quebrantado por las injusticias humanas. Si las injusticias de un pueblo o del mundo se dilatan por siglos enteros, por siglos deben sucederse también los castigos divinos que las reparen. Todos esos castigos son partes de un mismo plan, de ese plan que anunciamos al decir que Dios quiere establecer y conservar en el mundo el reinado de la justicia. Entre esos sucesos puede poner Dios otro enlace más íntimo todavía. Como nosotros hablamos con palabras, haciendo éstas la 83
expresión de nuestras ideas, Dios puede hablar con los hechos de la historia, convirtiendo los anteriores en figura, expresión, símbolo de los que siguen. Y en ese caso, al enlace que tienen esos acontecimientos de una manera general por estar coordinados idealmente en Dios, se añade la relación de figura y figurado, o, como dicen los escrituristas, de tipo y antitipo. Ahora bien, en los dos sucesos que combina nuestro Señor en su gran discurso escatológico antes mencionado, se dan las dos relaciones que acabamos de explicar. La ruina de Jerusalén y el cataclismo final del mundo son las manifestaciones de un mismo plan divino y la primera es una figura de la segunda. Así se explica que, como exige la naturaleza de un discurso profético, no se separen cronológicamente los dos acontecimientos con una delimitación infranqueable y precisa, sino que se agrupen según comunes analogías. No se cambia por esto la verdad de las cosas; se cambia sólo el punto de vista, como no se cambian la configuración o distribución de una cordillera porque se les mire desde lejos o desde una de sus alturas. Explicados así los principios que rigen la perspectiva profética, veamos dónde está la dificultad del discurso escatológico mencionado. En el centro de ese discurso se encuentra esta frase: Non praeteribit generatio haec, donec omnia haec fiant: No pasará esta generación hasta tanto que se verifiquen todas estas cosas (Mt 24,34). Esta frase puede referirse a cualquiera de los dos asuntos de que hablaba Jesucristo: a la ruina de Jerusalén o al fin del mundo. Supongamos, algunos lo niegan, que esta generación es la generación contemporánea de Jesús. Si el texto se refiere a la ruina de Jerusalén, la profecía se cumplió con exactitud, pues no tardó muchos años esa ruina. Tito fue el instrumento de la justicia de Dios que aquí se anuncia. Pero si, tomada la palabra generación en dicho sentido, se trata del fin del mundo, parece que hay error en la palabra del divino Maestro, pues el sentido sería: «Antes de que desaparezca la generación presente vendrá el fin del mundo», y ya van diecinueve siglos desde que se pronunció esa frase. En este último sentido han tomado la frase los adversarios, haciendo tabla rasa de aquellos textos del Evangelio que hacen imposible tal interpretación, si no queremos poner a Cristo en contradicción consigo mismo. Y a esto no hay derecho, aun tratándose de un puro hombre, sin una evidencia plena. El texto del discurso debe decidir. No es idéntico el texto en los evangelios sinópticos. Donde ofrece mayor desarrollo y dificultad es en San Mateo. Dice así añadiéndole el contexto necesario: Os digo de verdad que no se pasará esta generación hasta tanto que todas estas cosas se 84
verifiquen. Pasará el cielo y la tierra, pero las palabras mías no pasarán. Mas cuanto a aquel día y la hora, nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo, sino el Padre sólo (Mt 24,34-39). Hay una oposición marcadísima entre estas cosas que se han de verificar antes que pase la generación presente y aquel día que todos ignoran menos el Padre celestial, y esta oposición nos advierte que cada frase se refiere a uno de los sucesos narrados. Apliquemos, como es de rigor, la segunda al fin del mundo, y esto no merece siquiera discutirse, y nos queda la otra, que es la que veníamos interpretando para referirla a la ruina de Jerusalén. No hay, pues, en las palabras de nuestro Redentor el error que se les imputa. Y digo que es de rigor aplicar la segunda frase al fin del mundo porque en ese mismo sermón de que estamos hablando hay afirmaciones como ésta: Y será pregonado este Evangelio del reino por toda la tierra habitada en testimonio a todas las gentes, y entonces vendrá el fin (Mt 14,14), donde se expone la idea de la duración de la Iglesia de manera que no deja lugar a duda. Cuando, pues, viereis la abominación de la desolación, la dicha por Daniel el profeta, estante en el lugar santo (quien lo lea entienda), entonces los que estén en Judea huyan a los montes, etc. (Mt 24,15-16). Estas son las otras palabras del mismo discurso que sirven de pretexto para una nueva objeción de los contrarios. Por el contexto del Evangelio se puede probar con certeza que la abominación de la desolación establecida en el lugar santo es para Jesús una señal de que llega el último día del mundo. Por otra parte, hay un texto de Daniel donde se dice que, cuando el Mesías haya sido entregado a la muerte, al cumplirse las setenta semanas se establecerá la abominación en el lugar santo. Y de aquí deducen los adversarios que Cristo, aludiendo a Daniel, anunció el fin del mundo como inminente. Todo este artificio de argumentación se destruye con sólo advertir que Daniel habla de la abominación de la desolación tres veces. En la una anuncia la profanación del templo por Antíoco (8,13; 11,31); en la otra, la profanación por Tito (9,27), y la última, en los días del anticristo, del fin del mundo y la resurrección de los muertos (12,11). Los adversarios suponen que el Señor se refiere al segundo oráculo de Daniel, pero sin razón ninguna en que apoyarse. En ese caso, el error sería evidente. Pero es al tercer anuncio al que se refiere el Señor, como lo prueban ciertamente las palabras el que lee entienda, con que se alude al mismo, que el profeta declaraba no entender, y que no debía entenderse sino en los días de su realización. Leed los oráculos citados y veréis comprobado cuanto os digo. Y así veréis también desvanecerse una 85
dificultad que parece decisiva cuando el campo de nuestro estudio se limita a las citas de los adversarios. Únicamente quiero llamar vuestra atención sobre la idea siguiente. En el Evangelio hay exhortaciones constantes a la vigilancia. Se dice a los discípulos que estén vigilando siempre, porque la muerte viene como ladrón. Se cuenta la parábola de las vírgenes necias y de las vírgenes prudentes; de las primeras se asegura que no entraron en el festín de las bodas porque no estaban vigilantes; así en cien pasajes. Dicen nuestros adversarios que esa exhortación indica que el Hijo del hombre va a venir pronto, que se va a realizar su aparición, que llaman, usando un nombre griego, parusía, y es porque no han distinguido lo que cualquier fiel cristiano distingue perfectamente. Que hay varias venidas de Cristo, que ha de venir Cristo a juzgar las almas en el momento de la muerte y al fin de los siglos. En los evangelios hay narraciones de hombres que al morir fueron instantáneamente juzgados y sepultados en los infiernos; v.gr., el rico epulón; y hay otra venida anunciada para el fin de los tiempos, en la cual se presentará también Cristo para juzgar al mundo. No distinguen lo que sabe cualquier fiel: el juicio particular del universal. Pues bien, lo que quiere decir el Evangelio es que, en efecto, hemos de estar siempre vigilantes, no porque el día del juicio esté ya cerca (esto no lo sabemos), sino porque se acerca siempre el día de nuestra muerte, porque no sabemos cuándo va a sorprendernos, porque la muerte vendrá como ladrón, y puede suceder que seamos como aquel rico del Evangelio, que, cuando había recogido sus cosechas en el granero, tranquilamente decía: Alma, tienes muchos bienes repuestos para muchos años: descansa, come, bebe, date buena vida, y aquella noche se le dijo: te piden el alma suya (Lc 12,19-20). Para que no nos sorprenda así la muerte, como un ladrón, Cristo nos mandó estar vigilantes, y esto no es enseñar el error de que El va a venir a juzgar al mundo al día siguiente; es sencillamente anunciarnos una verdad hasta de experiencia; la verdad de que la muerte puede sorprendernos, y que es justo que para aquella hora tengamos dispuestas nuestras pobres conciencias, que han de ser juzgadas por Dios. Aunque sea atropellando un poco los asuntos, os diré que la segunda mutilación de la doctrina de Cristo es la que quiere negarle su carácter dogmático. Hay una secta, si queréis llamarla así, que dice profesar un cristianismo adogmático, sin dogmas, y que de una manera o de otra sostiene que Jesús enseñó una doctrina moral, pero de ninguna manera una doctrina dogmática. 86
«El Evangelio es amor; en modo alguno es filosofía»; ésta es una de sus frases favoritas. ¿De dónde ha nacido esa escuela, esa secta, esa doctrina? Nota un apologista contemporáneo que la palabra dogma, al originarse de un verbo griego que significa parecer en varios sentidos, ha sufrido una transformación; ha significado a veces una opinión que se quiere imponer; a veces, un principio de acción; en ocasiones, un decreto de la autoridad, incluso de la autoridad eclesiástica (en este sentido se halla en el Nuevo Testamento), y, por último, una doctrina que se impone a nuestra fe. Este último sentido es el que prevaleció: un dogma es una verdad que se apoya en la autoridad de Dios, la cual tenemos nosotros la obligación de creer. Entendida así la palabra dogma, se pueden agitar en torno de ella una muchedumbre de cuestiones; v.gr., ¿para qué sirven los dogmas? Y la respuesta sería doble: los dogmas sirven para lo que sirven las revelaciones: para dos cosas; cuando nos enseñan verdades de orden natural que nosotros podemos descubrir con nuestras fuerzas, también naturales, entonces el dogma sirve para que más universalmente, más fácilmente, con más certeza, podamos todos conocer dichas verdades. Cuando el dogma nos enseña una de esas verdades que llamamos misterios, entonces el dogma sirve para enseñarnos algo que no podría alcanzar con su discurso la mente humana. En el segundo caso, la revelación es absolutamente necesaria, y también el dogma; en el primer caso, la revelación no es más que relativamente necesaria, y también el dogma. El dogma, entendido así, sería de origen divino, expresaría una verdad divina, y una verdad divina es una verdad inmutable. Por consiguiente, no sería el dogma una de tantas opiniones humanas que se cambian conforme van cambiando lo s hombres, los temperamentos y los ingenios; no sería algo que fenece. Cabe siempre en la doctrina, aun en la dogmática, cierto género de desarrollos que admiten los buenos teólogos. Por ejemplo, puede suceder que esté implícita en una verdad otra verdad, y que, al sacar nosotros la que está implícita de la verdad explícita, parezca como que desarrollamos el dogma, Además, esas verdades dogmáticas son algo vivo y eficaz, penetran en el corazón y en la inteligencia de los hombres; y, al penetrar allí, se ponen en contacto con una porción de doctrinas, de principios y de verdades de que está llena nuestra mente; y, al ponerse en contacto con ellas, se definen una porción 87
de relaciones del dogma, una interpretación del dogma que, sin cambiarlo sustancialmente, no impide su desarrollo. El dogma, entendido así, es antiguo, porque todos los dogmas fueron revelados antes de que muriese el último apóstol; la revelación cristiana no se aumentó después de la muerte del último apóstol; los que han venido después serán sistemas teológicos, estudios del dogma, historias del dogma, cualquier cosa menos un aumento de las revelaciones. Pero toda esta doctrina que la tradición nos había transmitido, que han estudiado las escuelas católicas, que sabía el pueblo, resultaba, para aquellos a quienes estoy aludiendo, una miserable antigualla. No se avenía con los sistemas filosóficos que profesaban, y era preciso combatirla y cambiarla. ¿Qué era el dogma para ellos? Una cosa para todos los gustos. El que estudiaba el dogma, ¿era partidario de la verdad relativa? ¿No había para él más que un género de verdades? Pues esto había de ser el dogma; el dogma no era más que una serie de enunciados que iban cambiando según cambiaban las escuelas filosóficas. El que estudiaba el dogma, ¿era lo que llamamos ahora un pragmatista, uno de esos que creen que la verdad no importa nada; que, cuando se nos habla de la verdad, podemos encogernos de hombros, como Pilatos, y preguntar qué es la verdad? ¿Uno de esos hombres que no quieren oír hablar sino de la realidad de la vida? Estos hombres pragmáticos no estudiarán el dogma más que desde el punto de vista de su utilidad para la acción: sirve o no sirve para la acción; ése será el criterio definitivo para admitirlo o rechazarlo. El dogma no es más que una expresión del valor que tiene determinado enunciado para la acción humana; es, sencillamente, algo que encaja en la filosofía pragmatista. ¿Era un modernista el que estudiaba el dogma? Para éste no es la religión más que un conjunto de experiencias personales; la revelación nace de esa experiencia, es el contacto experimental—empleemos esta frase—con lo divino. Pues bien, si ésa es la religión, el dogma no será más que la interpretación de ese contacto, de esa experiencia personal; un símbolo arbitrario que se inventa para retratar lo que pasa en el fondo de la conciencia, y, cuando se presente otro símbolo que interprete mejor esa experiencia, deberá aceptarse; el dogma no es más que el resultado precario de un esfuerzo que hacemos para expresar algo indefinible, vago, confuso, que está pasando en el fondo de nuestra conciencia. 88
La historia de los dogmas fue el campo que emplearon todos estos adversarios y otros muchos para sembrar sus errores. Y esa historia fue pragmatista con los pragmatistas, modernista con los modernistas, agnóstica con los agnósticos. Se componía conforme cuadraba al sistema de cada uno. La historia no era más que una rueda en el engranaje de la doctrina que se profesaba. ¿No habrá enseñado Jesucristo dogmas en el sentido católico de la palabra? ¿No habrá enseñado doctrinas verdaderas, inmutables, intangibles, para las cuales se exige a los hombres un asentimiento intelectual? Yo creo que todos habréis respondido ya a estas preguntas. Pero hay un hecho, la misma historia de los dogmas, que es la mejor contestación. Se ha hecho la historia de los dogmas cristianos, y claro es que, entre otras cosas, se ha hecho la historia de la doctrina de Jesús. ¿Cuál pensáis vosotros que ha sido la preocupación de los que sinceramente han querido hacer historia de los dogmas? ¿Ha sido la de buscar en algún rincón del Evangelio algunas palabras que hablasen de dogmas? No; la dificultad ha sido la de catalogarlos, coleccionarlos, sistematizarlos. Se dudaba si, al hacer la historia de los dogmas enseñados inmediatamente por Jesucristo, se debía proceder con un método o con otro. Unos proponen este método: buscar la idea central de las enseñanzas de Jesús y agrupar todas las otras en tomo de esa idea. Por ejemplo, se estudia la enseñanza de Jesús en los sinópticos, y se señala como punto central el reino de Dios, En los evangelios sinópticos se habla con frecuencia del reino de Dios, y, ordenando las demás ideas alrededor del reino de Dios, se explican todos los dogmas de Jesús: adversarios del reino de Dios, Satanás y sus ángeles; rey que dominaba en ese reino, Dios y el Mesías; Cristo era el Mesías; ministros de ese reino, los ángeles buenos; condiciones para entrar en él: la penitencia, la fe y las demás virtudes, particularmente la imitación del Padre celestial y la caridad, que a todas las absorbe y las completa. Se investiga la naturaleza del reino de Dios, y surge la Iglesia con su jerarquía, que debe durar a través de todos los siglos, que será impugnada y que se asentará sobre la piedra inconmovible, sobre Pedro; y así, todos los evangelios sinópticos se ordenan según esa idea central del reino de Dios. Otros buscarán otra idea central. No sabremos quizá quién ha acertado; pero al fin la dificultad no consiste en encontrar dogmas en la palabra de Jesús, sino en ordenar los que contiene. Otro sistema sería el de recoger, unas tras otras, las frases de Jesús que parecen dogmáticas, irlas citando para que se vea que en todo aquel 89
conjunto de frases hay verdades especulativas. Y, por último, cabe un sistema más amplio, que parece el mejor, y es éste: Hay ciertas verdades sobre las cuales no predicó Jesús un sermón, y que, sin embargo, están contenidas en los evangelios; v.gr., ¿predicó Cristo algún sermón sobre que Dios podía hacer milagros, sobre que los milagros eran posibles? Seguramente no encontráis uno sobre este tema en los evangelios, y, sin embargo, ¿no es dogma de Cristo que Dios puede hacer milagros? ¿Qué más predicación que realizarlos El mismo en nombre de su Padre celestial? El hecho del milagro era la predicación de la doctrina. Hay una verdad para nosotros, que no somos ni racionalistas ni incrédulos, sino que somos católicos, españoles y personas piadosas; una verdad consoladora que no podemos mentar sin que se conmueva nuestro corazón: la intercesión de la Virgen. ¿No habéis oído hablar de ella? ¿Dónde está en el Evangelio? ¿Dónde dice éste que la Virgen es la intercesora de los hombres? Y, sin embargo, en los evangelios está esa verdad, poique llega un día en que la Virgen intercede, y por su intercesión se hace un prodigio, un milagro. ¿Qué más prueba que el hecho mismo? Pues, interpretando así el Evangelio, teniendo en cuenta las frases y las acciones de Cristo, se encuentran más completamente los dogmas. Es verdad que se ampliaron después con la predicación apostólica, porque nuestro Señor había dicho: Tengo muchas cosas que deciros, pero no sois ahora capaces de entenderlas...; el Espíritu de la verdad os amaestrará en toda verdad (Jn 16,12-13). Pero hay un conjunto inmenso de dogmas en su doctrina, en la de Jesucristo. Estudiad así el Evangelio, y encontraréis una muchedumbre incalculable de verdades especulativas expresas, claras, terminantes, y otras que resultan de comparar las verdades anteriores o de desentrañar su sentido. Después de estas consideraciones, ¿cabe decir que el cristianismo es una religión adogmática? Parece que nos hemos empeñado en decir las mayores atrocidades y los más grandes absurdos, parece que hemos querido desafiar la credulidad del género humano para ver hasta dónde llegaba. De otro modo, una cosa tan evidente, tan palmaria como esta de los dogmas, no se concibe que haya sido objeto de negación semejante. No puedo hacer un catálogo de las enseñanzas dogmáticas de Jesús; pero permitidme que por lo menos haga algunas consideraciones sobre un punto difícil. Para los que profesan un sistema de filosofía heterodoxa, todas las afirmaciones especulativas de Jesús son discutibles; pero 90
particularmente hay unas que llevan el nombre de misterios, y éstas (dicen ellos) deben rechazarse. ¿Habéis observado vosotros un fenómeno curioso que hay en la historia del pensamiento contemporáneo? Por una parte, se dibuja cierta tendencia que da a la razón humana una capacidad casi infinita: la razón es una especie de tribunal donde se presentan las doctrinas, todas pueden ser juzgadas por la razón; si la razón las alcanza, se admiten; si no, se rechazan. La razón, norma suprema para distinguir las opiniones y las afirmaciones. Al lado de esa corriente se descubre esta otra: la razón humana es tan impotente, que no puede conocer más que los fenómenos sensibles o externos de las cosas. Aun de aquellas cosas que puede analizar, por ejemplo, la materia, el mundo exterior, no sabemos cuál es la esencia. Sabemos que una serie de fenómenos trabados entre sí se deslizan delante de nuestros ojos y de nuestro pensamiento; pero no sabemos más. En cuanto se pronuncian las palabras causa, esencia, principios universales y necesarios, estamos hablando de lo incognoscible. De modo que, por una parte, resulta que la razón es la norma suprema y única de toda verdad, y, por otra parte, que es impotente para ello. ¿Por qué esta doble tendencia? Una frase conocida lo podrá explicar: la iniquidad se miente a sí misma. Pero yo creo que todavía podríamos encontrar otra raíz. Hay ocasiones en que, cuando se enuncian verdades altas, el mejor camino para negarlas es decir: «Nuestra razón no alcanza a tanto»; y hay ocasiones en que, cuando se enuncian esas mismas verdades, lo mejor es decir: «Mi razón lo abarca todo, y como no abarca las afirmaciones cristianas, deben éstas rechazarse»; son expedientes tan fáciles como cualesquiera otros. Cuando hacen falta, se emplean los dos. Y aquí tenéis lo que se ha hecho con los misterios. Unas veces se les ha rechazado porque contienen verdades metafísicas, y otras porque eran contrarios a una metafísica fantástica. De todos modos, se ha convenido en negarlos. No vengo aquí a probar la existencia de los misterios, pero sí quisiera deshacer un equívoco de la manera que ya lo he hecho otras veces. Alguno de los que me escuchan recordará esto que voy a decir ahora. Se habla de los misterios, se rechazan los misterios, se combaten los misterios, y lo primero que había que hacer era preguntar a esos enemigos: «¿Qué es un misterio?» Porque del misterio no suelen tener ellos más idea que ésta: el misterio es algo tenebroso, superior a la razón humana, que no podemos comprender. 91
Esta es la noción que muchos tienen del misterio. Y decidme: con noción tan vaga, ¿se puede combatir al misterio? ¿Cómo se le distinguiría de lo simplemente intrincado y de lo absurdo? Vamos a enterarnos brevísimamente de lo que es un misterio, y después veremos si se pueden rechazar los misterios cristianos en bloque, en conjunto. Nosotros sabemos acerca de las cosas que existen y lo que son. Cuando queremos averiguar la existencia, empleamos estos medios: una investigación personal o preguntar a otros que lo saben; v.gr.: ¿queremos averiguar el resultado que dan determinadas experiencias? En nuestro laboratorio realizamos la experiencia. ¿Queremos averiguar si existe alguna cosa lejos de nosotros? Pues preguntamos a uno que la ha visto. Lo mismo que tenemos dos caminos para conocer la existencia de los seres, tenemos otros dos caminos para averiguar su naturaleza. Averiguamos la naturaleza de unos seres viéndolos, examinándoles en sí mismos, y averiguamos la naturaleza de otros comparándoles con los que conocemos. En lenguaje técnico, se diría que de unos seres tenemos conocimiento propio, y de otros conocimiento analógico o por medio de analogías. Si emprendemos el camino indicado en primer término para conocer la existencia y la naturaleza de un ser, adquirimos un conocimiento científico. Pero, si ese camino es imposible, y tanto la existencia de la cosa que estudiamos como el conocimiento analógico de la misma dependen fundamentalmente del testimonio de otro, nuestro conocimiento se llama fe. Supongamos ahora que quien da ese testimonio es Dios y que por ningún otro testimonio ni por raciocinios de nuestra mente podemos llegar a descubrir la existencia de la verdad de que se trata y en ningún caso tenemos de ella un conocimiento propio, y eso sería lo que llamamos un misterio. Si no queremos destruir toda autoridad, y con ello a la par todo conocimiento analógico, y esto es imposible, hemos de reconocer que los misterios así definidos no tienen nada de arbitrarios ni de irracionales. Explicada así la noción del misterio (así la entienden los católicos, y para combatir los misterios católicos hay que combatir los que enseñamos nosotros, no los misterios que forjan los adversarios), explicada así, repito, la doctrina del misterio, ya veis que no implica abdicación ninguna de la razón. En cambio, lleva en su seno infinitas armonías, un mar de armonías donde se anega la mente humana. Lo podría probar con el análisis de cualquier misterio, la Trinidad por ejemplo. En él se armonizan por modo maravilloso los más arduos 92
conocimientos metafísicos. Yo os invito a que lo estudiéis en los grandes teólogos católicos y comprobéis lo que digo. Cuando se asoma uno así a ese misterio, en vez de sentir el vértigo de la duda, se siente lo que llamaríamos el vértigo de lo sublime, se siente a Dios, porque aquella grandeza de ideas y aquellas armonías infinitas no ha podido inventarlas un hombre. La doctrina católica tiene armonías que son como el sello inconfundible de Dios. Al lado de esta sublimidad tienen los misterios cristianos otro carácter que nos obliga a amarlos. Son un abismo de caridad divina. Cristo no reveló los misterios por el solo placer de proponer a los hombres nociones abstrusas. No; en los misterios no hay sólo alimento para las inteligencias más privilegiadas, para los ingenios metafísicos más sublimes; hay también pábulo para el corazón de todos los cristianos. Cuando Dios descorrió el velo de sus misterios, no se contentó con decirnos que subiéramos a las cumbres de una metafísica nueva; hizo más; al revelarse, se reveló como lo que es, amor infinito. Rápidamente lo vais a ver. Ese mismo misterio de la Trinidad, que es el punto de cita de todos los racionalistas, no sólo es un misterio de amor, en el sentido de que el Espíritu Santo es el amor personal y procede por el amor del Padre y del Hijo, sino que además es un misterio de amor al hombre. Prescindamos de que la Trinidad Beatísima es quien decreta nuestra redención, prescindamos de que el Verbo se hace carne por nosotros, prescindamos del Espíritu Santo, fuente de la gracia y la caridad, y limitémonos a examinar el nombre de Padre que Jesucristo da a la primera persona divina. Este nombre es un manantial perenne de amor. Dios no es sólo Padre del Verbo, lo es de todos los hombres. Nosotros somos hermanos de Cristo. La significación del nombre se dilata. Y es Dios el padre del pródigo que vuelve al hogar después de haber derrochado en vicios su hacienda; el padre que le recibe entre efusiones de amor y transportes inefables de alegría. Pues una u otra senda, por su íntima significación o por sus divinas expansiones, nos revelan que Dios nos ama sin límites..., que es certísima aquella frase de San Juan: Deus caritas est. Recordad, si queréis nueva confirmación, al adorable misterio de la eucaristía, y pasemos a otro punto. Aunque nos extendamos unos diez minutos fuera de la hora, es lo más que nos vamos a extender. ¿Quién no dice unas palabras de la moral del Evangelio? 93
Hemos hablado ya de los pretendidos errores de Jesús, y hemos probado que no existen. Hemos refutado el cristianismo adogmático y hemos hablado de la doctrina dogmática de Jesús. Más que aclarar estos dos puntos, hemos indicado alguna cosa acerca de ello (vosotros habéis podido sentir que el campo es inmenso), y la moral, que ha tenido el privilegio de que amigos y enemigos la veneren, bien merece que se digan dos palabras acerca de ella. ¿No encontraremos por ahí algún filósofo raro, algún ingenio extravagante que quiera combatir la moral del Evangelio? Sería un milagro que no lo hubiese, y en efecto lo hay; y no uno, sino una legión; porque, aunque no se hayan propuesto ex professo combatir aquella moral, han presentado como verdaderas otras que son la antítesis del Evangelio. Me vais a permitir que haga un resumen breve de los sistemas de moral que más se conocen. No con el fin de compararlos con la moral del Evangelio punto por punto, sino con otro fin más útil. En los sistemas heterodoxos de moral hay siempre una parte de verdad y de bien en medio de errores funestos. Y sería consolador ver que todas esas partículas de verdad se reúnen en la moral del Evangelio. Al aceptar ésta no hay que sacrificar ni un punto de la verdad. Esas partículas se mantienen en ella no como en un sincretismo caprichoso, sino como en la verdad total se contienen las verdades parciales. Investigando los principios de la moral, se ve que siempre se ha establecido como regla suprema e indiscutible algo que se llamaba el bien; pero tomando el bien en un sentido lato, lo que de algún modo conviene al hombre. La diferencia de los sistemas consiste en que unas veces se toma como supremo bien el personal de cada uno; otras, el bien de los demás, v.gr., el de la humanidad; y otras, por fin, el bien en sí. Esta es la división lógica de todos ellos; no cabe un cuarto término. Si queremos clasificar esos sistemas por su orden de perfección, podemos decir que en lo más bajo están los que buscan como norma el bien individual o personal; siguen en orden de perfección los que buscan como norma el bien de los demás, y en la cumbre están los sistemas que buscan el bien universal en sí mismo. Es decir, los que reconocen la idea del bien universal en cualquier aspecto y se dejan regir por esa idea. Los sistemas morales podrían reducirse a los siguientes. Hay uno que se contenta con el placer del momento; el hombre va caminando, los placeres le salen al camino, y los aprovecha sin más cálculo, sin más raciocinio y sin más norma. Ese primer sistema de moral es el que se llama hedonismo. Hay otro sistema que busca también el 94
placer individual, pero calculándolo; es decir, hay que combinar de tal modo el goce individual, que el conjunto de los goces que nosotros aprovechemos venga a darnos la felicidad de la vida; felicidad desde luego entendida en el sentido temporal y transitorio. ¿Cómo se calculan los placeres para lograr este fin? Si preguntáis a cierto filósofo griego, os dirá que distingáis los placeres en reposo de los placeres en movimiento; éstos son los del cuerpo, aquéllos los del espíritu. Los últimos deben ser la norma. Si preguntáis a un filósofo que se llama Bentham, os dirá que lo mejor es calcular los placeres como se calculan las cantidades: mirando la extensión, la intensidad, el número y las consecuencias de esos placeres, y luego elegir la mayor cantidad de placer y la menor de dolor; o como él dice, empleando una frase bárbara: maximizar el placer y minimizar el dolor. Otros pensarán que los placeres no se pueden manejar como los números; no basta medirlos, sino que hay que clasificarlos, y que para distinguir los que forman la dicha hay que estudiar su calidad. Así diría Stuart Mili. Y habrá alguien que pensará que es imposible el placer si no tendemos un puente a los demás hombres, si de alguna manera no ponemos en contacto la felicidad nuestra con la de los otros; y si el que piensa esto último es evolucionista, se llamará Spencer, y hará surgir ese sentimiento altruista de una evolución lenta y racional; pero otros querrán construir el mismo puente con diversos materiales. Coinciden, sin embargo, todos en que la razón y el motivo de ese sentimiento altruista es el egoísmo. ¿Qué le falta a este grupo de sistemas? Hay uno, el más bajo, en que para nada interviene la razón; le basta con el instinto, que aprovecha los placeres que salen al camino, guiándose por el instinto y no por la razón. En los sistemas siguientes interviene la razón; pero no con principios buenos y metafísicos, sino con un distingo para separar unos placeres de otros o coordinarlos todos. Este es un progreso, pero insignificante. Todos pecan por la base. Si el placer, como se asegura, es la norma de la moral, podremos decir que no hay nada más contradictorio y fluctuante que esa norma. El placer es algo subjetivo. Variará según los gustos y aficiones y según los estados de conciencia. Y si el placer es la norma, nadie tiene derecho, como no sea en virtud de un principio superior, que en los sistemas descritos no se descubre, a deciros qué placer hemos de recibir y cuál no, ni cómo hemos de calcular y coordinar los placeres. Unos pensarían que, dada la brevedad de la vida, lo mejor es beber de prisa, con ansia y sin tasa, cuantos placeres surjan, dedicándose a la caza de ellos como otros se dedican a la de las fieras, y otros más calculistas y 95
mercantiles pensarían que hay que contar las ganancias finales como se cuentan en los negocios. Estos sistemas no han hecho más que trastrocar los términos, porque el placer debe entrar en la moral; pero no como ellos dicen, sino como fruto o como estímulo de la virtud. Es un aliado o un premio, pero no una norma. No se puede dudar que el placer acompaña a la vida virtuosa. Tiene ésta la virtud de convertir en gozo los mismos sacrificios. No se puede negar tampoco que un placer legítimo puede estimularnos, y de hecho nos estimula a obrar bien. Y esto es lo único que puede sacarse de bueno y útil de todos los sistemas mencionados. Determinado este germen de verdad, que podríamos deducir examinando los sistemas del primer grupo, aunque ellos no lo formulen, vamos al segundo. Supongamos que la norma de la moral consiste en buscar el bien de los demás. Vamos a pasar por eso, sin preguntar las razones que justifican esa norma. Los sistemas a que ahora aludimos no tienen ninguna que sea consistente para imponernos la obligación de sacrificarnos por los demás. No pueden tenerla sin contradecirse, porque esa razón no podría ser otra que uno de los principios absolutos superiores que dichos sistemas rechazan. Pasemos todo esto por alto, repito, y vamos a ver los sistemas. Han buscado tres caminos para impulsarnos a procurar el bien de los demás. Unos dicen que tenemos que hacer bien a los demás porque la naturaleza es social, y al realizar el bien tenemos que realizarlo socialmente. La naturaleza social del hombre le impone el deseo de beneficiar a los otros por puro egoísmo, porque, si la sociedad es infeliz, yo, que soy parte de la sociedad, voy a sentir cómo repercute en mi espíritu la infelicidad. Otros dicen que todos tenemos un sentimiento innato de benevolencia, y que ese sentimiento no se debe mutilar en el alma, hay que desarrollarlo. Y por fin hay alguno que se representa nuestra alma como una especie de diapasón armonizado con otro: sonó el alma de otro, sonó mi alma. Pues esa simpatía que hay en el género humano es la norma de la moral, y simpatía quiere decir aquí lo que etimológicamente significa: padecer juntos y gozar juntos. Evidentemente, estos tres sistemas amplían el horizonte y valen más que los otros. Aprovechan más sentimientos buenos del corazón que los otros sistemas, como son los sentimientos de la sociabilidad y de la benevolencia. Se elevan a más altura, pero todavía tienen un defecto común además del que indicábamos al principio, Los deberes para con los demás están salvados, aunque sea de una manera imperfecta, pero se descuida el propio bien individual, y, sobre todo, se descuidan los deberes 96
para con Dios. Además salvan de una manera inconsistente los deberes para con los demás, pues como la sociabilidad, etc., son puros sentimientos o instintos, mientras no haya un principio de razón firme y estable que los regule y una ley que los haga obligatorios, no se podrá imponer tampoco la moral a los hombres de una manera definitiva. La moral será algo tan mudable como las impresiones que retardan o aceleran el ritmo de los sentimientos o instintos indicados. Los sistemas de que tratamos tienen, sin embargo, de bueno que, al fin y al cabo, aprovechan esas tendencias, aunque las desquicien, lo mismo que los primeros sistemas desquiciaban el placer. Colocando esa tendencia en su sitio, entrarán en la verdadera moral. Enumeremos los sistemas del tercer grupo. Todos ellos coinciden en señalar como norma suprema una idea, un enunciado, un principio racional, aunque variable, según la dirección general de la filosofía correspondiente. La filosofía que rinde culto supremo a la belleza os dirá que lo estético, lo bello, es lo moral; así lo dice Platón. La filosofía de Aristóteles clara como principio la felicidad racional, y la filosofía escéptica de Kant buscará lejos de la metafísica ese primer principio, y se contentará con la forma imperativa categórica, aunque haciendo después un portillo en la crítica de la razón pura para asomarse a la metafísica. Aristóteles no hubiera tenido que hacer otra cosa sino cambiar en su fórmula las palabras felicidad racional sustituyéndolas por estas otras: bien racional absoluto, para ser un filósofo cristiano. Estos sistemas son los que han conservado más elementos sanos. Hacen intervenir a la razón, mantienen más íntegra la idea del deber, sorprenden las bellezas de la virtud, ven como término de la misma la felicidad verdadera. Estos elementos están desnaturalizados en esos sistemas, pero pueden ser restituidos a su verdadero ser; ese ser brota de la misma doctrina que contiene la verdad moral absoluta. Tal es la moral del Evangelio. En su cumbre está, como principio primero de todo bien, el Bien absoluto, Dios, y como regla inmutable y eterna, su ley santísima. Ahí han de poner los ojos los hombres. Han de ser perfectos, como lo es el Padre celestial, y han de mirar siempre a cumplir los mandamientos divinos. Las bellezas que estudió Platón se descubren del todo en este orden que resplandece en el Evangelio. Ya no es la mutua benevolencia una afirmación sin base; es un deber, Somos hijos del mismo Padre y hemos de amarnos como hermanos en Cristo, porque así lo quiso Dios. Sujetas las rebeldías humanas por la ley inflexible del deber, ahogadas, se procura la única felicidad verdadera en este mundo y en el otro, que no necesita otra 97
cosa para expansionarse que ver rotos los diques que la contienen, y esos diques son las pasiones no domadas. Escríbanse en tres series las relaciones que nos ligan con Dios, las que nos unen a nuestros semejantes y las exigencias legítimas de nuestra humana naturaleza; expliquese cada una de estas cosas, inculquese con mandatos, exhortaciones y parábolas, prométanse premios eternos a cambio de respetarlas, trácese el camino para conseguir que a ellas se ajuste plenamente nuestra vida, y se habrá reproducido exactamente la moral divina de Jesucristo. Esa moral no es un sincretismo caprichoso; es un organismo vivificado por la vida divina, que se desarrolla espontáneamente una vez revelado el primer principio de que depende. Y es más aún. La misma filosofía cristiana resulta incompleta al lado de la moral de Evangelio, porque más allá de las verdades que esa filosofía alcanza están las verdades que Jesucristo nos revela, y con estas verdades los términos virtud, deber, fin, mérito, toman un significado sublime, transcendente y sobrenatural. Es que el amor de Dios en esto, como en todo, ha hecho maravillas, que el corazón humano no alcanzaba, para unirlo a sí. Esa moral cristiana tan sublime tiene todavía otras grandezas. Cristo nos ha invitado con su palabra y con su ejemplo a escalar cumbres morales que el mundo era incapaz de conocer. Para los valientes, para los héroes, para las almas generosas, añade lo que solemos llamar consejos evangélicos, y que son la expresión cabal del más alto y amoroso heroísmo. Y para que los hombres no pudieran decir de El lo que dicen de los filósofos paganos, que discurrían bien acerca de la virtud, pero no hacían virtuosos a los hombres, ha derramado raudales, o, por mejor decir, mares de gracia sobrenatural, para fortalecernos, sostenernos y darnos la victoria en las luchas de la virtud contra el vicio, nos ha hecho invencibles siempre que miserablemente no queramos rendirnos al enemigo. El mundo moderno, a pesar de todos los asaltos de la falsa filosofía, no ha querido desposeerse de la moral cristiana. Se impone esa moral con tal evidencia, que hasta los incrédulos cantan himnos en honor de la caridad enseñada por Jesucristo. Pero al mismo tiempo no quiere conocer que la moral cristiana no puede desarticularse ni mutilarse. Sin admitir la gracia de Dios, no poseerán esa moral evangélica, sino un cadáver, una forma inerte e incompleta de la misma. Mas ese mismo apego a algunos puntos de la moral que enseñó nuestro Redentor divino está demostrando que el alma, en esto como en las verdades especulativas, es naturalmente cristiana. 98
Aquí tenéis ya todo lo que quería deciros de la doctrina de Jesús. Hemos estudiado su origen y su forma externa, hemos visto desde lejos su contenido, nada más que desde lejos, pero lo suficiente para que nos aficionemos a ella y para que después procuremos profundizarla; pero, al terminar esta segunda parte de mis conferencias, me vais a permitir que os diga que, aunque yo no quisiera, se apodera de mi alma un presentimiento. Os lo voy a explicar con un ejemplo. Cuando se investiga cuál es el fin por el cual Jesucristo enseñó en parábolas, los comentaristas se dividen, y dicen unos: «Quiso enseñar en parábolas porque el pueblo judío era pueblo indigno, prevaricador, y quería hablar de manera que no lo entendiesen. No eran dignos de entender su verdad». Dicen otros: «El hablar en parábolas es un designio de misericordia, porque habló así para que le entendieran mejor. Las parábolas daban a entender mejor a aquellos entendimientos tardíos la verdad sublime del Evangelio». Ni una ni otra afirmación parecen exactas. Porque ni puede creerse que Cristo hablase para no ser entendido, ni puede desconocerse que las parábolas necesitaban en ocasiones una explicación. Al menos, los apóstoles la pedían, y Cristo se la daba. Dice un gran escriturista que ha estudiado detenidamente el fin de las parábolas lo que vais a oír. Las turbas que rodeaban a Cristo no eran ni unas turbas enormemente pecadoras ni unas turbas perfectas. No eran turbas enormemente pecadoras, porque no eran ellas, sino los fariseos y los rabinos, los que perseguían a Cristo. No eran turbas perfectas, porque hay algo en los evangelios que lo demuestra, y que por cierto sorprende extraordinariamente. Cuando Cristo predicaba y hablaba del reino de Dios, de la penitencia, de la fe, del amor suyo, las turbas le escuchaban con entusiasmo y a veces querían hacerle rey. Pero ¿habéis observado que jamás hacían penitencia? Escuchaban el sermón de la Montaña, v.gr.; se asombraban de aquel sermón, y después de asombrarse, ninguno de ellos se golpeaba el pecho en señal de arrepentimiento. Para un pueblo así, que no es un pueblo completamente de Dios ni completamente alejado de Dios, la parábola era el término medio de la predicación. Aquellos hombres tomaban lo exterior de la doctrina de Cristo, les deslumbraba, la aplaudían, pero no la recibían en el corazón, no llegaban hasta la entraña de esa doctrina. El pueblo no acababa de comprender que los discursos de Jesús no eran una filosofía, ni siquiera una discusión con los rabinos, sino una vida nueva. La doctrina de Jesús es la semilla que se deposita en el corazón, y al germinar en él debe transformar nuestra existencia. Mientras que esa 99
doctrina de Jesús no se reciba así, ¡ah! , se admirará, se aplaudirá; pero, con todo eso, podrá decirse que la semilla ha caído en tierra pedregosa, entre espinas, en terreno inadecuado. Mucho sentiría yo que mi rudeza empequeñeciese y desfigurase las enseñanzas de nuestro divino Maestro hasta el punto de que no provocasen vuestra más entusiasta admiración; pero me dolería mucho más que esa semilla santa sembrada por mi indigna mano no germinara en vuestras almas, fuera recibida como la recibían las turbas de Palestina. Y lo sentiría por vosotros y por mí. ¡Ah!, entonces seríamos tan insensatos como aquellas turbas, que tuvieron el mejor maestro que pudieron soñar, que vieron a Dios junto a ellas indicándoles el camino de la virtud, que oyeron a Jesucristo desbordante de amores, y pusieron un muro granítico delante de aquellos amores para detener su curso, y cerraron sus oídos a la palabra divina, y sus ojos a la luz de los cielos. Mi temor es que podamos ser así. ¡Oh!, no lo seamos. Tomemos en nuestras manos el santo Evangelio con la reverencia con que se toma la custodia donde Dios se guarda; pensemos que es semilla divina de verdad y de bien, y depositándola en el corazón como en un trono, mejor dicho, como en bien labrado surco abierto por la penitencia, no nos detengamos hasta que la veamos germinar y dar frutos de vida eterna. No seremos entonces lo que éramos, sino lo que dice San Pablo: una nueva criatura que ha creado el Dios de los cielos y de la tierra por medio y para gloria de Jesucristo.
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Quinta conferencia El mundo necesita de Jesucristo Comenzábamos estas conferencias con una serie interminable de esperanzas y de propósitos. Os había prometido desde el primer día abarcar en las cinco conferencias que hoy terminan todos estos puntos: la persona de Jesucristo, su doctrina, acción, redención y gloria. Desde luego comprendí que el asunto era muy amplio, pero al primer propósito añadí un segundo, que era éste: limitarme a señalar los rasgos más salientes, los puntos culminantes de estas cuestiones, para que tuviéramos una impresión de conjunto. En ese propósito se fundaba mi esperanza; había soñado yo con que reprodujéramos aquí la escena que tuvo lugar en el camino de Damasco. Se apareció Jesucristo a San Pablo y le trocó; hizo de un pecador un santo; de un fariseo, un cristiano; de un perseguidor, un apóstol, y esperaba yo que, cuando vosotros vierais, aunque fuese presentada por mí, la figura adorable de nuestro divino Redentor, ibais a caer rendidos ante ella, diciendo como San Pablo: Señor, ¿qué quieres que yo haga? Mi falta de previsión y mi poco cálculo han dado lugar a que mutilemos el tema. Entreteniéndonos, quizá más de lo necesario, en algunas cuestiones que, sin duda, no han sido agotadas en estos días, nos encontramos al final de las conferencias sin haber tocado el tercer tema y hasta dejando mutilado el segundo, porque hasta ahora de la doctrina de Cristo hemos dicho muy poco; no hemos hecho otra cosa que ahuyentar a unos cuantos adversarios; a los que le atribuían errores, a los que quieren ver un cristianismo adogmático, a los que rechazan, al menos prácticamente, su moral. De modo que toda aquella amplitud de pensamiento, todo aquel asunto vastísimo, se va a quedar reducido a unas cuantas consideraciones, y éstas mezquinas. Es natural que, al resumir yo hoy la obra que comenzamos con tantos alientos, sienta pena, porque, al fin y al cabo, no hemos hecho más que describir dos detalles de esa figura adorable de nuestro divino Redentor, y, tal vez, al mirarla empequeñecida así por mi rudeza, en algunas almas no haya surgido la fuente de amor que buscábamos. 101
Antes de pasar adelante, os diré que espero y que, a pesar de haber dejado mutilada la materia, todavía confío en que la figura del Señor despierte en vuestras almas ese amor que buscábamos. ¿Sabéis por qué? Porque, cuando en estos días nos hemos internado en el estudio de esos detalles mencionados, cuando hemos querido señalar las líneas generales de la figura moral de Cristo hombre, un solo argumento —y el más fácil— de su divinidad y el aspecto externo de unos cuantos errores relativos a su doctrina, nos hemos intrincado en tal cúmulo de cuestiones y en horizontes tan vastos, el corazón se ha saciado tanto de verdad y de amor, que aun este Cristo mutilado por mí y esas líneas borrosas que se han trazado en el jeroglífico de mis conferencias tienen que ser un asombro para todos y tienen que hacer sentir el amor más fervoroso. Buscando la manera de completar lo que llevamos dicho, he pensado que hoy tratásemos un tema excesivamente general. En vez de discutir doctrinas, en vez de examinar errores, tal vez sería mejor que probásemos esta afirmación general: el mundo necesita de Jesucristo. Pero necesariamente, al desarrollar el asunto, he de ser breve; primero, porque estoy arrepentido de haberos cansado tanto, y segundo, porque ya veis que mi voz no va a hacer más que mortificaros esta tarde, y hasta temo que, antes de llegar al fin que me he propuesto, pueda faltar por completo. Esto me va a obligar, como digo, a ser breve; pero esa misma brevedad nos acicatea para entrar de lleno en el asunto. Vosotros sabéis mejor que yo que en el mundo moderno hay una actividad histórica grande. No es solamente la historia cristiana la que se estudia; se estudian a la par las historias de todos los pueblos. Podemos decir que casi han resucitado los antiguos imperios asiáticos; que ya está casi olvidada, de puro conocida, la historia más remota de Grecia y de Roma. Hasta ciertos pueblos que no habían despertado la atención de Europa anteriormente, como, por ejemplo, el pueblo chino, el pueblo japonés, el pueblo indio, hasta esos pueblos, de los cuales teníamos noticias muy confusas, tienen ahora especialistas que escudriñan los secretos de su pasado. En esta Europa madre de toda la cultura hay quien consagra su vida a sondear los orígenes de todos los pueblos de Asia y quien la consume en descifrar inscripciones cuneiformes y jeroglíficos egipcios. Al resucitar todo ese pasado asombroso, se ha conseguido, en parte, rectificar la historia, se han destruido leyendas, y sobre sus ruinas se han levantado sistemas completos de cronología, que es lo más difícil en medio de tanta fábula. Hasta tal punto es esto cierto, que cuando, al estudiar el Antiguo Testamento, nos encontramos con dificultades cro102
nológicas porque algunos de los textos han sido corrompidos y no sabemos el número que primitivamente contenían, hacemos la rectificación valiéndonos de la cronología asiria. En ese renacimiento hay un fenómeno que a nosotros nos interesa ahora. En los que estudian la historia de semejantes pueblos no es raro encontrar ciertas ideas que se rozan con Jesucristo; algunas que remotamente le tocan, pero otras que le tocan de cerca. Con el afán, con esa especie de frenesí por quitar de todas partes la figura adorable de Jesucristo, se anda buscando entre las inscripciones asirías, entre los libros de la India, de la China o del Japón, en la misma región egipcia, en todas las religiones del mundo griego y del Imperio romano, un Cristo nuevo, y si, por ejemplo, en el budismo hay una frase en que parece repetirse, o, si queréis, en que parece anticiparse, alguna palabra del Evangelio, inmediatamente se concluye que el Evangelio no es más que un reflejo de la religión de Buda. Si se encuentra algo que sepa al número tres, tres dioses agrupados de algún modo en el panteón asirio, inmediatamente se nos habla de que la Trinidad cristiana ha sido defendida o al menos sentida por los asirios, y se nos quiere hacer creer que ésta es una copia de esa Trinidad asirio-babilónica. Si en medio del sincretismo greco-romano de los tiempos de Jesucristo se hallan sacrificios, ceremonias o dioses que de algún modo nos hablan de redención, y dicen que el hombre necesita redimirse, se asegura que el dogma cristiano, que este dogma de la redención no es más que una copia de las religiones que llaman redentoras; de esos rastros de redención humana que hay en los cultos difundidos largamente por el antiguo imperio de Roma. ¡Por estos caminos se nos quiere arrebatar a Cristo! Por-que si fuera cierto, si pudiera probarse que en efecto la religión cristiana no es más que una serie de retazos tomados de otras religiones que se han ido cosiendo de cualquier manera con sus distintos colores y formas, si esto pudiera probarse, ¡ah!, entonces el origen divino de nuestra religión vacilaría, veríamos en ella la obra de los siglos, y hasta pudiera asentarse sobre sus ruinas el sacrílego sistema de la evolución. Cuando se nos habla de esta suerte, es fácil que nos engañemos, porque, mirando las cosas superficialmente —apenas hay una semejanza remota, v.gr., entre Buda y Jesucristo—, los incautos, los espíritus poco analíticos, pueden concluir de allí la identidad. Este engaño es fácil, y precisamente los autores más en boga que han escrito historias de las religiones con el propósito de combatir a la religión cristiana, igualándola a las demás, no han hecho otra cosa que esto: buscar semejanzas y puntos 103
que parecieran de contacto y ponerlos hábilmente de relieve, sorprendiendo de esta manera las imaginaciones y las inteligencias. No penséis que voy a refutar todo ese cúmulo de errores. Aunque sería fácil. Si hablásemos, por ejemplo, de esas pretendidas trinidades asirio-babilónicas, fácilmente llegaríamos a esta conclusión: esos dioses que se agrupan son una tendencia a la unidad; no era posible mantener en estado de continuas luchas a los espíritus y a las ciudades: la religión los dividía; era preciso buscar una aproximación, y este esfuerzo de aproximación de los espíritus, particularmente de aproximación de las ciudades que luchaban entre sí por las ideas religiosas, por ideales diversos, de este esfuerzo, repito, de aproximación nació el que se conglomerasen los dioses. Exteriormente hay una trinidad, pero no hay en ninguna parte, ni siquiera en Platón, a quien alguien quiere presentar como precursor del cristianismo, una naturaleza divina, un Dios único, y en este Dios tres personas. Podrán encontrarse tres atributos divinos mencionados por los filósofos, podrán encontrarse tres dioses agrupados más o menos artificialmente, pero lo esencial de la Trinidad cristiana, la unidad de la esencia divina y la trinidad de las personas, ésa no sólo no se encuentra en las religiones, sino que a aquellos hombres, a aquellos pueblos, les parecería absurdo que se les atribuyese, porque no tenían la revelación para conocer tan alto misterio. Sería fácil probar que las máximas que más se asemejan en la religión búdica a la cristiana son de uno de estos géneros: o son máximas de sentido común, patrimonio de toda la humanidad que el Evangelio incluyó, pero que estaban escritas por el dedo de Dios en el corazón de todos los hombres, o son doctrinas que no tienen más que palabras comunes con la doctrina cristiana. Por ejemplo, si un día Buda observa que sus discípulos no quieren atender a un enfermo, no es extraño les diga que el que no atiende a aquel enfermo le desaíra a él, porque esta manera de hablar está en el fondo común del lenguaje y del pensamiento humano, y cuando Jesucristo nos dice que el que no ama a su hermano no le ama a El, lo que ha hecho ha sido recoger esa frase, poner en ella un espíritu nuevo, rectificando lo que tiene de naturalista o de incompleta, sin romper por eso el punto de contacto que tiene con el lenguaje de todos los hombres. Lo mismo que se dice que la religión cristiana depende de Buda por una frase como ésa, se podía decir que depende de cada uno de nosotros, porque esa frase, sin que nos la enseñara Buda, todos la hemos aprendido a pronunciar muy pronto. Cristo le infundió un espíritu nuevo. ¿Por qué? Porque a esos lazos de origen natural, que son ya una base del amor mutuo 104
entre los hombres, añadió los sobrenaturales: somos todos hijos de un mismo Padre celestial; somos por la gracia hermanos; Cristo es hermano nuestro. Y este espíritu nuevo, entrando en la frase, le da un alcance divino. Sería fácil recoger las frases redentoras que hay, por ejemplo, en el budismo o en el sincretismo greco-romano, y ver que nada tienen de común con la redención cristiana. Imaginad que encontráis en los labios de un budista la palabra redimir y la oís de nuevo pronunciar por un cristiano; sería un absurdo concluir: luego el cristiano y el budista piensan lo mismo. Esto es falso de toda falsedad. Razón terminante: ¿qué es redimir para el budista? Redimir no significa más que esto: o caer en la nada, en la pérdida de la conciencia, en ese aniquilamiento que llamamos el nirvana, o seguir transmigrando de alguna suerte para redimirse del dolor. El dolor es la tortura de nuestro corazón, el dolor es inevitable; hay que buscar un camino para salir de los dolores, y el camino para salir de los dolores no es aceptar el dolor como un escabel para nuestra gloria, no es aceptar el dolor como una llave del cielo; el camino para redimirse es de tal manera aniquilarse, que el dolor no encuentre sujeto a quien atormentar, Solamente esta idea nos da a entender ya cuánto dista la religión de los budistas, en lo que tiene de redentora, de la religión cristiana. ¡Ah!, esas ideas no sacian nuestro corazón; es un pesimismo demasiado amargo, es una desesperación demasiado honda; queremos algo más; redimirnos no es aniquilarnos; ver el dolor y no poder vencerle, eso no es redimirse; es caer derrotado. En cambio, cuando asegura Cristo que nos redime, nos dice así: «En la vida hay dolores amargos; pero esos dolores para ti no son más que un merecimiento y una gloria; al lado de esos dolores está mi amor; el que me ama sufre gozoso; sufre tú, y no tengas miedo ni desesperes, porque hay para ti no el desaliento ni el nirvana; hay una esperanza eterna, infinita; hay una dicha completa; soy yo para ti, y tu corazón de mí se saciará; mi amor es el amor de un redentor, y para que aprendas que mis palabras son veraces, el primero que va a sufrir voy a ser yo; me voy a presentar en el mundo como un leproso para despertar el amor en todas las almas, y, sufriendo y venciendo al dolor en mi cruz, voy a enseñar al mundo a que se redima; no a que se redima como un cobarde desesperado, sino como las almas heroicas: levantando los ojos al cielo en el momento de la tribulación y aspirando a lo alto, donde están sus eternas esperanzas». 105
Ciertas razones generales, por ejemplo, que todavía no conocemos bastante bien la historia de algunos de esos pueblos; segundo, que los argumentos que se alegan para probar que es semejante la religión de Cristo a la religión de otro pueblo cualquiera que no sea el pueblo cristiano no son más que apariencia externa, y que solamente por una crítica literaria vana y superficial se podrán torcer de su camino para combatir a la Iglesia; estas y otras razones generales bastarían para refutar el error; pero, ya que me he extendido en una digresión inútil, os diré que mi ánimo no es ése. Yo quería que viéramos nosotros una verdad en la cual quizá alguno no ha reparado. Se habla del ansia de Cristo que tenía el mundo antiguo; se citan unos cuantos textos, un par de ellos de historiadores romanos, en que se dice que había prevalecido la fama de que de Judea vendría la salud y que un hombre salido de allí daría el reino universal a su pueblo; otro de la Sibila, que había anunciado que ya se acercaba la edad de oro, que se identifica con la edad de la redención. Con esos cuantos textos se quiere probar que una esperanza mesiánica existía generalmente en el mundo antiguo; pero hay algo más hondo; el mundo antiguo con sus aberraciones, con sus fábulas, sin haber escuchado jamás la voz de los profetas, que sólo resonaba en Palestina; sin haber sentido el látigo de Isaías sobre sus espaldas, ni las lamentaciones de Jeremías en sus oídos; sin haber entonado los cantos de David, sentía en su corazón algo que le inquietaba, algo indefinido y vago, porque era cosa que él no podía precisar sin una revelación de lo alto. Sentía que le faltaba un Cristo, que le faltaba un redentor, y, cuando no le encontraba mirando a los puntos todos del horizonte, convertía en redentor a un pobre Buda, a un Marduk, a un dios cualquiera del panteón greco-romano o del sirio-fenicio, y a ese dios le levantaba un altar. Era un redentor que fingían en su imaginación, que forjaban a su gusto. Pero hasta esos mismos ídolos, cuyo nombre nos ha conservado la historia, no eran más que gritos que traducían mal lo que el alma reclamaba; eran como pedir, a su modo, que Dios enviara al que debía redimir al mundo entero con su sangre. Y de estos gritos la historia está llena; gritos inarticulados, como de un balbuciente, pero gritos al fin que piden redención. El mundo antiguo tenía hambre de Cristo. Nos lamentábamos hace algún tiempo de que no se conocía la historia interna de los pueblos. Cuando Jansen publicó el libro titulado Alemania y la Reforma, o historia del pueblo alemán, y vimos en las páginas de este libro que aquél recorría pacientemente las sillas de coro de las antiguas catedrales para estudiar hasta la última caricatura que había en ellas, hasta la última figurilla; que catalogaba las joyas femeninas 106
anteriores a la aparición de la Reforma y minuciosamente las analizaba, que iba haciendo estadística más bien que historia, según entonces podía creerse, se regocijaba el alma, porque se comenzaba a hacer historia. Se iba a reflejar en ella toda la vida de un pueblo. En nuestra misma España, nosotros aprendimos desde la escuela todo el catálogo de nuestros reyes, oímos nombrar alguna que otra obra insigne de legislación o de arte, el autor nombraba una catedral, la que era más de su gusto; decía alguna frase laudatoria del Fuero juzgo, y más adelante de las Partidas, y con esto teníamos hecha la historia del pueblo español. Sucedía que, cuando, por ejemplo, un extranjero se empeñaba en probar que la ciencia española era importada de su patria, la vida interna de las universidades españolas y de la ciencia española no era bastante conocida para hacer una refutación. Se sintieron ansias de escribir la historia así, sorprendiendo lo íntimo, lo secreto de los pueblos, la vida interna de los mismos, el movimiento de las almas; algo más vale ese movimiento que el movimiento de los ejércitos, aunque estos ejércitos sean los de Covadonga. Ha habido ya autores que han querido descubrir el secreto de esa historia interna, coger el hilo interno de la historia no desde una altura apriorística, sino siguiendo paso a paso los hechos, para ver cómo se van colocando a uno y otro lado del camino de los designios providenciales. Al hacer esto hay una verdad que por encima de todas flota y brilla, una verdad indiscutible, de esas que se imponen sin remedio a todas las inteligencias, que no puede ser negada sin que la historia se destroce y se borre: que casi por espacio de veinte siglos, todo lo que ha habido de bueno, todo lo que ha habido de santo, todo lo que ha habido de heroico, todo lo que ha habido de bello, todo lo que ha habido de ideal en la historia de las naciones más civilizadas del mundo, no es más que una flor que ha brotado indefectiblemente del mismo tronco, de Jesucristo. Si no queremos nosotros negar de una vez todas las grandezas humanas, si no queremos decir que somos polvo miserable y que la luz divina no brilla en nuestras frentes, ni el amor divino caldea nuestros corazones; si no queremos decir que hemos perdido la noción de lo moral, de lo bello y de lo verdadero, tenemos que confesar que hay bellezas esparcidas a montones en esos veinte siglos cristianos; y, si miráis aunque no sea más que a las cumbres, os convenceréis de que ese panorama sin igual, que no tiene quien pueda con él competir en las civilizaciones antiguas o en las civilizaciones anticristianas de nuestros días, lleva siempre en lo alto, en todas las cumbres, el lábaro de Cristo, la señal bendita de la cruz. 107
Comencemos por escalar la cumbre más excelsa, la cumbre que todos admiran: el heroísmo. Aun siendo cobardes, nos entusiasma el héroe. Si hasta cuando leíamos aquellos luchas bárbaras que narra Homero y llegábamos al combate singular entre Héctor y Aquiles nos enardecíamos, sin saber siquiera saborear las bellezas de la poesía homérica, porque mirábamos a dos héroes brutales, ¿qué será cuando no miremos luchas bárbaras, crueles, llevadas a cabo por hombres iracundos, sino luchas más nobles y más santas por altísimos ideales? Eso arrobará siempre y pondrá en éxtasis a la admiración humana. Pues bien, las cumbres del heroísmo llevan la señal de la cruz, porque están ocupadas por los mártires cristianos. Nuestro gran Balmes, cuando quiso hablar al corazón de un escéptico, le habló de ese heroísmo. ¡Ah!, su argumento es decisivo. Vengan los heroísmos todos de la historia y compárense con éstos. Entre el heroísmo cristiano del mártir, decía Balmes, y el heroísmo del guerrero, glorioso también este del guerrero, hay un abismo. El mártir es superior. El heroísmo del guerrero tiene por aliadas a las pasiones todas, y con ellas ha de compartir la palma. La ira, el temor del peligro, la exaltación, la misma necesidad de luchar, le empujan al combate. En cambio, el mártir tiene contra sí esos mismos aliados del guerrero; todos le invitan a la apostasía. El heroísmo del guerrero nace de un corazón sediento de gloria humana, aunque legítima, y de amor a una patria tangible y terrena, y sólo mediante esa sed sube hasta el cielo. El heroísmo del mártir no tiene explicación en la gloria humana y va directamente a la gloria divina, que no es de este mundo; a la patria de las almas santas. La diferencia es palpable: sacrificarse por ideales que sólo se ven en los vislumbres de la fe es infinitamente más difícil que sacrificarse por bienes que se tocan. Para sacrificarlo todo por aquéllos hace falta un temple de alma que sólo tiene el mártir. El heroísmo en el guerrero va acompañado de una esperanza. ¡Ah! ¡Quién sabe si saldrá incólume de la lucha! El heroísmo del mártir también tiene su esperanza; pero es la esperanza de morir la que acaricia. Las esperanzas de vivir la vida terrena se han deshojado para él como flores marchitas. El guerrero llamará a quien lo pueda salvar; el mártir detendrá hasta la oración de aquellos que quieren librarle de la muerte, como detuvo a los fieles San Ignacio de Antioquía. Sin necesidad de seguir la comparación, es evidente que la cumbre del heroísmo la ocupa el mártir. Aunque se recuerden todos nuestros legendarios caballeros, aunque éstos se llamen Jaime el Conquistador, el Cid o Pelayo, ninguno de ellos puede compararse con Santa Eulalia, con 108
Justa y Rufina, con aquellos dos niños de Alcalá que tiraban las tablillas en la escuela para ir a entregarse al verdugo por confesar la fe de Jesucristo. No hay manera de comparar aquellos hombres que luchaban como leones en los campos de batalla con aquellos otros que tendían su cuello al verdugo al modo, como decía Isaías de Jesucristo, que una ovejuela conducida al matadero, sin lanzar un balido mientras la degüellan. Pero se nos quiere arrebatar esta gloria de nuestros mártires para arrojar a Jesucristo de las cumbres del heroísmo. Se dice que eso de tener mártires ya no prueba nada. Porque mártires los tienen todas las ideas; los tiene hasta Mahoma, los tiene hasta el anarquismo; y, al escribir la historia de las religiones, con el fin pérfido de entenebrecer la gloria de los mártires cristianos, se le pone esta dedicatoria: «A la memoria de todos los mártires». Pues bien, aunque no podamos detenernos mucho, todavía hemos de probar que no hay más mártires que los mártires cristianos. Los demás que así se llaman son una ridícula caricatura del martirio. ¿Qué tienen que ver los mártires de Mahoma con los mártires cristianos? ¿Pensáis vosotros que es lo mismo presentarse en Arabia, reclutar unos cuantos hombres feroces, semisalvajes; decirles que las ciudades más opulentas van a ser suyas, que allí van a saciar sus apetitos más groseros, que se van a apoderar de las riquezas, que van a saquear los templos y los palacios, que van a poseer grandes heredades y a pasar una vida de grandes goces carnales; pensáis, repito, que es lo mismo coger a esos bárbaros y lanzarlos con todas las pasiones en el alma a que peleen por el Corán que invitar a un pueblo indefenso, humilde, virtuoso, sabio, a que, sin luchar, sin tener siquiera la satisfacción de poder provocar a su adversario, dejándose coger en su propia casa, en las entrañas de las catacumbas; sin desenvainar la espada ni lanzar un grito de desesperación ni de impaciencia, renuncie para siempre a todo eso que se brindaba al árabe infiel en la pelea? ¿Pensáis que hay comparación entre esas turbas de mártires que van cantando salmos a los anfiteatros, esperando con paz y serenidad beatífica a las fieras que les han de devorar, y esas hordas infames que van a Europa a quitar de la civilización cuanto hay de bueno y santo, sin más ideal que el ideal de la más baja concupiscencia? Es preciso haber perdido en absoluto el sentido moral para hablar de los mártires cristianos con esta frase: «También el mahometismo tiene sus mártires». Esos no son mártires; son la bestia humana, que se ha dejado arrastrar por sus instintos; son la bestia humana sin trabas ni barreras, que va a destruir todo lo que hay en el mundo de bello, de santo, de verdadero 109
y de moral. Y comparar con esa bestia a los mártires cristianos es una indigna y sacrílega profanación. Se dice que hay quien va a la muerte sereno por un ideal absurdo: un anarquista. Ante todo, sería preciso hacer un estudio psicológico breve, fácil; ese hombre que va a asesinar y a morir después, ése, ¿es un hombre que va sereno a la muerte (suponiendo que vaya sereno) porque es un hombre virtuoso o porque es un criminal empedernido? Porque no es lo mismo, hermanos míos, no es igual que un hombre con sereno juicio, con el corazón y la conciencia tranquilos, se lance a la muerte que ver lanzarse a esa muerte a un hombre criminal. No es lo mismo que el odio reconcentrado o la amenaza de unos compañeros a los cuales se liga con sacrílegos juramentos le obliguen a exponer la vida arrebatándosela al prójimo y que el amor de la virtud sea más firme que todas las torturas y todas las invenciones de la tiranía cuando un padre anciano, o una esposa, o un tierno hijo piden con lágrimas que se renuncie a ese amor. Un niño entra en la ciudad de Roma llevando en su pecho la sagrada eucaristía; ve unos paganos que quieren arrebatarle su tesoro; lo aprieta más contra su corazón; se deja apedrear; por no entregarlo, sucumbe a los golpes de duras piedras, mientras en torno suyo brilla claridad celeste. Otro niño, un Ignacio japonés, baja espontáneamente la cabeza y desnuda su cuello para que lo hiera el verdugo después de haber visto cortar la cabeza de su madre por la confesión de la fe cristiana. Por otra parte, un hombre se aposta en una esquina, o se sube a los últimos balcones de una casa, o aprovecha el tumulto de una plaza pública para lanzar a mansalva un proyectil asesino. Después huye o se suicida. ¿Podrá haber alma recta en el mundo que quiera identificar ambos cuadros? ¡Oh!, no; los hombres de este último género no pueden llamarse mártires. Los llamarán así sus compañeros de crimen. Pero eso mismo probará que no lo son. La conciencia del género humano estigmatiza la memoria de todos ellos. Para disparar sobre un indefenso y huir después o suicidarse no hace falta heroísmo, ni siquiera valor; no hace falta más que ser un desalmado. Cuando se habla de los mártires, se olvida que los mártires iban con la fe y con el amor en el corazón, con el amor para todos; que no hacían mal a nadie; que, mientras sentían crepitar las piedras, exclamaban como San Esteban: Señor, no les demandes este pecado. Se olvidan estos principios superiores, que son el crisol del heroísmo, para no mirar más que lo truculento, la sangre que se derrama. No se contemplan las almas. De otro modo, ¿sería posible que por un instante un solo corazón de hombre no sintiera admiración infinita hacia esos mártires sublimes que no 110
han hecho más que repetir el sacrificio de la cruz y que no se les proclamara unánimemente únicos en la historia de los hombres? Las cumbres más inaccesibles del heroísmo están, sin duda alguna, coronadas por la cruz. Pero no creáis (y aquí tengo que resumir, porque ya es tarde), no creáis que este supremo heroísmo es la única cumbre que la cruz corona. Jesucristo es la fuente de todo lo bueno y de todo lo santo. Ese mismo valor guerrero, que hemos colocado más bajo que el heroísmo de los mártires, es fruto de su espíritu. San Luis, San Fernando, San Juan de Capistrano, el cardenal Carvajal, Pelayo, el Cid, millares de héroes de esos que han dejado una estela en la historia, que no solamente han sido ellos héroes, sino que aún hoy infunden heroísmo en otras almas, ¿de dónde nacieron? Eran hombres que o habían trazado con sangre sobre su propia coraza la cruz de Jesucristo para pelear en los arenales de Siria, en las rocas escarpadas de Covadonga, o habían enarbolado esa misma cruz en las fortalezas de Belgrado y en los baluartes de Andalucía. Cristo llama a la vida a toda virtud y con su ascética divina la cultiva. Ahí están los áridos desiertos de Egipto, los campos desolados y las soledades tristes de Palestina; ahí están las mismas ciudades de Europa y los bosques vírgenes de América. Apenas hay uno de ellos donde no haya quedado una gruta mezquina, los restos de un antiguo convento, las tapias de una vieja ermita, el tronco de un árbol secular a cuya sombra anidaron la cándida hermosura de la pureza y los ásperos rigores del sacrificio. Como faros encendidos en todos los senderos recorridos por los pueblos todos de la tierra, civilizados y salvajes, creyentes e impíos, parece que están iluminando la vía áspera y estrecha de la virtud con sus ejemplos imperecederos para que tengan que tropezar con ella los hombres y aprenderla, aunque para huir de Dios se sepulten en el arenoso desierto o se escondan en los bosques enmarañados. Y, en nombre de aquel Dios a quien sirven, saldrán al camino de todos los bárbaros cuando éstos se desborden para asaltar los baluartes de la civilización, y salvarán con su debilidad lo que no pudieron salvar con sus armas los legionarios del imperio. La cultura del mundo es cristiana, porque debe su existencia a los siervos de Jesucristo. Cristo es la vida, y de su tronco recibe la savia cuanto hay de santo en la historia. Recorred los museos de Europa: los de Alemania, Francia, España, Italia... Sí; veréis recogidos en ellos fragmentos del Partenón, pedazos de ladrillos de Asiria y Babilonia, obeliscos egipcios; pero al lado de todo eso 111
encontraréis estatuas inimitables, cuadros divinos, donde unas veces se han contado poemas, las hazañas de la virtud; otras se ha hecho que bajen los ángeles para posarse en los lienzos, donde en unas ocasiones parece que un haz de luz ha trazado las imágenes de la Virgen y donde en otras son las tinieblas las que han pintado el Calvario, sobre el que se alza un Cristo como el de nuestro Velázquez, que no es el Cristo sensitivo de los modernos, sino el Rey de los cielos erguido sobre la cruz, y que, aun muerto, parece que dice la sentencia de la Escritura: ¡Reinaré desde la cruz! Recorred los museos, y os convenceréis, sin entrar siquiera en nuestros cementerios, y en nuestras catedrales, y en nuestras abadías, que nunca ha florecido el mundo con tantas bellezas artísticas como cuando lo han regado las aguas fecundas del Evangelio. De Cristo es nuestra ciencia, y enemigas de Cristo, ajenas a El, las aberraciones de la misma; porque de Cristo son San Agustín, Santo Tomás, San Buenaventura, Alberto Magno, Laínez, Soto, Suárez, Copérnico, Newton, el Dante, Raimundo Lulio, Santa Teresa y los infinitos sabios en ciencia divina y humana cuyo nombre repite el mundo con asombro. De Cristo son la poesía, y la elocuencia, y las leyes, y los tronos, y los tribunales, y las asambleas, y las constituciones de los pueblos, y la beneficencia pública, y las universidades, y el derecho internacional, y los gremios, y los conquistadores, y los misioneros, porque al pie de la cruz nacieron y a Dios buscaban en sus ensueños y en sus anhelos. Y ese mundo tan glorioso, todavía con ser el reinado de Jesucristo, tenía sed de Cristo, y no sabemos qué alturas hubiera alcanzado si no hubiera venido a destruirlo la piqueta impía de los falsos reformadores. ¡Preguntad ahora si el mundo durante esos veinte siglos tiene necesidad de Cristo! La tiene, como tiene necesidad de su propia grandeza, de su gloria y de su vida. Quitarle a Cristo es pasar una esponja sobre las páginas incomparables de su historia. Y ahora, antes de pasar adelante, decidme: Cuando Cristo ha dominado así, cuando Cristo ha hecho germinar tantas virtudes, ¿se le puede rechazar? No; la humanidad protesta. Los que se llaman filósofos dicen que nosotros apelamos con facilidad al sentir común del género humano. Eso es invocar la ley de las mayorías, eso es hablar del número, eso no es probar nada. Distingamos. Tomar a los hombres como pura cantidad aritmética, sumarlos, puede ser algo; pero en general no es un argumento decisivo y a veces hasta puede ser argumento en favor de un absurdo. ¿Quién no lo sabe? Establecer una distinción entre sabios e 112
ignorantes y hacer que prevalezca la autoridad de los sabios y quede arruinada la de los ignorantes, también es mal camino, porque, aunque el ignorante no sepa elevarse a la cumbre de la ciencia, tiene su inteligencia y su corazón. A veces (allá va una paradoja), a veces, más saben los más rectos de corazón que el sabio, porque, en ocasiones, el corazón y la inteligencia del sabio están deformados por su misma ciencia, y el corazón del ignorante y del rudo se ha conservado puro, recto y sano. Prescindir de todos los humanos que han hecho profesión de científicos, ¡ah!, esa ley tampoco vale; es mucho prescindir; porque se tenga ciencia no se pierde el derecho a la propia vida, no se pierde el derecho a los propios amores, que valen más que la ciencia. La ley de las mayorías, interpretada como la ley del número, o la ley de los fuertes, o de las democracias, no vale. Convenimos en ello. Nosotros no apelamos a esa ley; apelamos al sentir común del género humano, que no es lo mismo. En el género humano tiene que haber algo sano, algo noble, algo recto, algo sabio, algo aprovechable; y si todo ese fondo común de virtud, de ciencia, de sabiduría, de bien, lo mismo en los pobres que en los ricos, en los ignorantes que en los sabios, en los débiles que en los poderosos, se decide en favor de una afirmación, por ejemplo, en favor de esta afirmación. «Mi redentor es Jesucristo, yo necesito de El». Si converge todo hacia este punto, una de dos: o se da el caso singular de que todo lo más corrompido de la humanidad es quien tiene razón en cuanto tal, o hay que admitir que esa parte sana es la que acierta. Y sobre eso se apoya el argumento. Decimos más; decimos que todos tenemos una tendencia innata a la controversia, a la lucha, a los antagonismos, sobre todo cuando hay en la base antagonismos de raza, de pueblo, de carácter; y, si se da el caso de que todos los pueblos, hasta los más antagónicos, se pongan de acuerdo en una afirmación, es que la afirmación es evidente, porque ¿qué fuerza, si no es la de la evidencia, puede anular los antagonismos? Decimos más aún: que en nosotros la naturaleza es muy compleja, que hay muchas exigencias en ella; exigimos belleza, bien, virtud, afectos, heroísmos; y, si se encuentra algo que de tal modo llene todas esas exigencias que no quede un vacío en el corazón, entonces ese algo es nuestro supremo bien. Apoyándonos en estos enunciados, concluimos que Cristo, que se ha impuesto de un polo al otro polo, que ha penetrado lo mismo en las quietas regiones de la China que en los ardientes arenales de Africa, en la culta Europa que en el país de los hotentotes, en el viejo mundo que en el mundo nuevo salido de los mares para premiar la fe española; que ha en113
trado en todas partes y no se ha encontrado inadaptado en ninguna a pesar de las diferencias de clima, de condiciones y de carácter; dándose el caso singular de que los mandamientos cristianos, los dogmas cristianos, las enseñanzas cristianas, puedan atravesar los trópicos y el ecuador y llegar hasta los polos, y en todas partes se encuentren en su sitio, ese Cristo que no es extranjero en ninguna parte y es amado en todas y en El encuentran su inspiración los artistas, y virtud los santos, y misericordia el pecador, y amor los niños, y sostén el anciano, y defensa la mujer, y luz los sabios, y acierto los legisladores, y valor los ejércitos, y felicidad todos los pueblos de la tierra, ese Cristo es algo más, mucho más que una criatura; es algo eterno, inmenso, infinito; es nuestro Dios. Todos nos sumamos en el amor a Cristo, todos nos sentimos felices al acercarnos a El en todas las latitudes, y en todos los tiempos, y en todos los climas. ¡Ah!, un redentor que llena de tal modo los corazones, es su Dios, y por eso nosotros hemos exclamado cien veces con San Agustín: «¡Señor, mi corazón te busca, mi corazón está inquieto, se revuelve cuando quieren llenarle de las cosas de la tierra, y únicamente es feliz cuando te aposentas en él, cuando lo llenas tú! » Yo bien sé que estáis deseando ponerme esta objeción: «Todo eso es verdad si limitamos la historia a los siglos medios; pero el mundo actual, ¿está hambriento de Cristo?» Vamos a verlo, Un poco difícil parece probarlo. Pasemos revista a la ciencia, y encontraremos infinitos ataques contra Cristo; pasemos revista a la literatura, y tropezaremos con una abundancia de literatura anticristiana que espanta; pasemos revista a la prensa, y en todos sus matices hallaremos que, unas veces franca, otras arteramente, un sinnúmero de periódicos combaten a Cristo’ o prescinden de Cristo. Nuestras diversiones ni siquiera tienen el cristianismo que tenían en los siglos precedentes, porque ya no es posible introducir el teatro en las iglesias, ni convertir en piadosas maestranzas las diversiones de los caballeros, ni representar autos sacramentales; del derecho público se ha eliminado al Redentor... Luego si el mundo está descristianizado, ¿será posible probar que el mundo está hambriento de Cristo? Tal vez alguno piense que voy a dar yo este argumento: Es que en el mundo hay muchos creyentes, y esos creyentes son la parte sana de la humanidad. Podría darlo, porque lo mismo que decía Tertuliano en sus apologías que los mejores soldados, los mejores ciudadanos, los mejores artesanos, los mejores hombres de negocios de su tiempo eran los cristianos, y que no le convenía al emperador prescindir de ellos, porque iba a prescindir de lo único útil que había en el imperio, podría decir yo 114
ahora; pero no voy a dar ese argumento. Tampoco voy a repetir, aunque pudiera probarlo con evidencia, que todo lo bueno que hay en la civilización moderna son joyas que robaron de la Iglesia sus propios hijos, y que se llevaron consigo al huir de ella. Ni siquiera voy a repetir que nadie, aunque lo diga, se atreve a renunciar por entero al cristianismo. Vamos a dar un argumento más palpitante, Ahora hay un fenómeno universal del cual yo no quiero hablar nunca, porque temo que parezca que a los predicadores nos entra manía de hablar de estas cosas; pero hoy lo voy a nombrar. Hay un fenómeno universal que es la guerra. ¿Quién puede dudar de ese fenómeno? ¿Quién puede dudar de que es casi universal? En la guerra se dice que están luchando intereses contrarios; y es natural, en todas las guerras luchan intereses contrarios. ¿Qué intereses son ésos? Hay para todos los gustos; unas veces son ambiciones; otras veces, codicias de predominio comercial o industrial; otras, por fin, imperialismos...; cuarenta mil palabras. Para probar cada una de las afirmaciones se sacan textos de todos los discursos y de todas las notas diplomáticas. Pues bien, la guerra es algo más que eso, y vosotros lo vais a veten seguida. En los grandes acontecimientos históricos hay dos planos; uno es el plano en que se mueven los mortales, de miras limitadas, de aspiraciones mezquinas, y otro es el plano de la Providencia divina, de horizontes eternos e infinitos. El acierto está en mirar desde ese plano de la providencia del Señor, no en mirar desde el plano de las mezquinas ambiciones o pasioncillas humanas, porque, mirando a estas, nos engañamos. Vemos un elemento, el más ruin, el más pequeño y el más despreciable; pero no vemos el elemento esencial que lo rige todo, la verdadera trama interna de los acontecimientos. ¿Qué plan providencial hay en la guerra? Entendedlo bien; esta pregunta no equivale a decir cuál será el desenlace de la guerra. De eso no me toca hablar a mí. Ni yo puedo descorrer el velo de lo futuro ni es ésta ocasión para cavilar o conjeturar. Ya sé que hay cavilaciones. ¿Quién no ha cavilado alguna vez sobre estas cosas? Y sé que hay hasta profecías para todos los gustos, desde las que han anunciado que de esta vez no queda ni un jirón de sotana en el mundo, hasta las que han vaticinado que de esta vez todo va a venir a parar a manos de los frailes. Pero es vano meterse a profeta cuando Dios no nos llama. El porvenir es de Dios; dejémoslo a El confiados, como buenos hijos. 115
Mi pregunta se refiere al presente, y en lo presente descubro yo que hay un segundo plano, que me parece que es el plano donde mejor puede verse la intervención de Dios. Vosotros habéis oído como yo estas palabras: militarismo y antimilitarismo, socialismo y catolicismo, imperialismo y pequeñas nacionalidades... Se invoca el principio de las nacionalidades, aunque sea un principio laberíntico (los que saben derecho en mi auditorio subrayarán bien esta frase), y hasta con una facilidad asombrosa todos hablamos de algo más trascendental: de la gran comunidad de naciones, de la gran sociedad internacional, y suenan en todos los campos, en el campo católico y en el impío, palabras de fraternidad, de amor, de tolerancia, de justicia, de libertad y de derecho. Se habla de patria y se habla de destruir las fronteras, se habla de libertades y se habla de tiranías... Y decidme: todo esto, que son gritos del combate, a los cuales no hay que darles más valor que el valor que tienen los gritos de combate (en los combates, ya lo sabéis, habla la pasión), todos estos gritos de combate que a millares están resonando en nuestros oídos, ¿qué significan? ¿No os parece que no es exagerado afirmar que hay en el fondo de esa lucha gigantesca algo más hondo, intereses más vitales? ¿Que al mismo tiempo que truenan los cañones en el campo de batalla, y lanzan sus ayes los moribundos, y se oye el crujir de las armas, están luchando también, están fermentando en los corazones, en las conciencias? ¿Que hay pugna de ideas que chocan, y al chocar se exhalan esos gritos inarticulados, que son programas, porque cada palabra es un programa para organizar el mundo, y aceptarla con todas sus consecuencias es transformar la faz de la tierra? Luego hay algo más interno, algo más grande, moral y espiritual, que está en litigio en el mundo. En esa lucha es donde más claramente intervienen el Espíritu de Dios y el espíritu del mal. Todo lo demás es episódico, aun las batallas más enormes. ¿Qué es lo que está en litigio? Precisamente esos intereses acerca de los cuales se enuncian doctrinas tan contradictorias. Es evidente que se quiere sembrar el mundo de ruinas; y no hablo yo ahora de ruinas de ciudades, de ruinas de monumentos, de ruinas de pueblos, no; se quiere llenar el mundo de ruinas morales. La patria, el valor militar, la libertad legítima de las naciones, la autoridad, todo eso se quiere arruinar de una u otra manera. La patria, cuando se proclama que no hay fronteras, que en nombre de la fraternidad deben destruirse. ¿No es esto combatir directamente la idea de la patria? Se dice de la patria que no tenemos lazo ninguno con ella, y más cínicamente: «No me importa la patria; tuve la suerte de nacer aquí como pude haberla tenido de nacer en otra parte; ¿qué 116
me importa a mí?»; el valor militar, cuando se combate su existencia y su significación disimulándola con la palabra militarismo. El alcance de los ataques, su espíritu, su forma, dan a entender, hacen sentir, que lo que se está combatiendo allí es el heroísmo. La condición de los antimilitaristas dice con harta evidencia que se quiere acabar con los ejércitos, porque son el eje del orden y la justicia. Se habla de la libertad de los pueblos, y a primera vista parece que quienes hablan son pueblos oprimidos o pueblos redentores; pero luego, con un análisis más profundo, parece descubrirse el deseo de una sustitución de predominio, la lucha por la hegemonía. Hay tales indicios de insinceridad en estas discusiones, tales brotes de odio y de egoísmo, que hacen sospechar con razón. Como consecuencia de todo esto, se pone en litigio la autoridad. Los golpes que se descargan contra las autoridades concretas repercuten en el mismo concepto de autoridad. Antes no era así, porque la Iglesia había consagrado esa autoridad y había arraigado la necesidad de la misma en las entrañas de los pueblos; pero ahora soplan vientos de anárquica rebeldía, y el aliado natural de ese espíritu anárquico es la crítica demoledora de los poderes públicos. Sin llevar más adelante este análisis y conservando la imparcial neutralidad que cumple a un sacerdote, es evidente que se están revisando valores morales intangibles y se están descubriendo, para arruinarlos o consolidarlos, los cimientos de las sociedades contemporáneas. No es ajena esta gran batalla espiritual a los hijos fieles de la Iglesia católica, ni siquiera a los hombres que han conservado, aunque sea inconscientemente, una reliquia de cristianismo. Al ponerse a discusión la patria, los católicos, el mundo, se ve en este dilema: o prescindir del corazón como de un artefacto inútil, de un explosivo desatentado y peligroso, o mentir villanamente. Si nos colocamos entre los enemigos de la patria, al prescindir de ella prescindimos del corazón. ¡La patria es toda la vida del corazón! La bandera de la patria no es un trapo que el viento caprichosamente desgarra; guarda recogidos en sus pliegues los besos de millares de héroes caídos en los campos de batalla, donde se escribieron las grandes epopeyas de la historia; el viento que la mueve son los dolores, las esperanzas, las virtudes, los ideales, la gloria de nuestros padres. El asta que la sostiene son las raíces más hondas de nuestro pueblo, de nuestra existencia, de lo que hay de más bueno y de más ideal en la vida. Tienen la osadía de decirnos que es anticristiana la idea de patria. ¡Falso de toda falsedad! El cristianismo, es cierto, dice que los hombres son hermanos, que todos nos tenemos que amar; pero para esto es menester que existamos, y Dios quiere que existamos como somos cada uno, 117
agradecidos a la tierra en que nacimos; porque aquella tierra está empapada con los amores de nuestro corazón; porque allí está el campo donde cogíamos flores para la Virgen o donde jugábamos cuando niños; porque allí está el camposanto donde descansan los restos de nuestros padres; allí está la iglesia donde aprendimos a amar a Dios, y el hogar y la escuela donde crecimos; allí está nuestra vida diluida en los aires que respiramos. No hay amor más universal, no hay fraternidad más verdadera que la que enseña con su ejemplo y con su palabra Jesucristo, y Jesucristo es el eterno modelo del patriota. La patria y la fe se enlazan de tal suerte, que no puede el amor de la patria sucumbir sin que se desportille y desmorone el Evangelio; si no se defiende ese amor santo, hay que parar el ritmo del corazón o hay que mentirle al corazón negando a sabiendas sus sentimientos más sublimes. Parece que nos vamos perdiendo. No, nos vamos a encontrar pronto. Ya estáis viendo el primer punto donde yo me había dado cita, que es éste: se va a sembrar el mundo de ruinas morales. Y probado esto, ¿se puede negar que el mundo tiene necesidad de Jesucristo? ¡Ah!, pues ahí está en litigio Cristo, porque Cristo es la defensa de todo lo grande, de todo lo moral, de todo lo santo. Tienen que entrar los cristianos en esas trincheras; pero además no hay otro nombre en los cielos y en la tierra que pueda salvarnos en la hora presente si no es el santo nombre de Jesús. Primero, porque Dios ha puesto como único salvador a su Hijo, y sin El no hay salvación; segundo, porque la salvación supone rectitud en las almas, y esa rectitud la da la gracia de Cristo; tercero, porque así lo demuestra la historia entera; cuarto, porque, sí se analiza cualquiera de estas cuestiones planteadas, se ve que Cristo es el único que puede resolverla. Fijémonos en una sola. Se habla de la sociedad, comunidad o liga de naciones. Ahora se presenta como un invento redentor lo que hace varios siglos enseñaron dos escolásticos españoles (los escolásticos no perdían el tiempo en sofísticas argumentaciones), Vitoria y Suárez, con una clarividencia y precisión que asombran. Analizad el proceso racional de esa idea, y veréis que desemboca y culmina en el Evangelio. La teoría verdadera de la sociedad procede de esta suerte: los hombres no podemos vivir como átomos que giran aisladamente; el lenguaje, las necesidades de la vida, el corazón, nos agrupan; primero, la necesidad más perentoria, nuestra propia debilidad, nos pone en el seno de la familia; la familia, a su vez, necesita estar en contacto con otras. La familia no se basta a sí misma ni aun materialmente; y, aunque se bastara, hay un sentimiento de fraternidad humana que le impulsaría a buscar el 118
contacto con otras familias para formar la tribu, la ciudad, la nación. La nación necesita un orden, y el orden una autoridad. Así brotan las sociedades civiles, en el sentido filosófico de esta palabra. Los grandes tratadistas cristianos, particularmente esos dos españoles insignes antes citados, de los cuales el uno insinúa esta idea y el otro la completa, vieron que había también relaciones, conexiones que exigían una reunión más vasta de pueblos, y hablaron de la gran comunidad internacional. Esto que decían ellos entonces parecía un sueño, porque no eran tan íntimas y palmarias las relaciones entre los pueblos; pero ahora el comercio, las vías de comunicación, el intercambio entre todos los países, ha dado una realidad más ostensible a lo que vieron aquéllos en su análisis. Los pueblos se necesitan; vibra un pueblo, y vibra el orbe entero. Esa relación exige un orden entre los pueblos; sea cualquiera el orden que se elija, sea cualquiera la fórmula que se adopte para constituir la comunidad internacional, es evidente que se necesita un poder, llámese como quiera y tenga la extensión y atributos que parezca, encargado de velar por la vida de esa gran comunidad. Esta cuestión que se plantea ella sola tiene que resolverse, Pues bien, la solución de este problema está en Cristo, aunque contribuyan a ello y cooperen otros medios puramente naturales y humanos. En la cumbre de esa sociedad o comunidad internacional tiene que haber un poder que tenga el sentido más cabal de la justicia, y eso no de una manera transitoria, por las condiciones de la persona que lo ejercita, sino por su misma naturaleza y su misión especial; un poder que tenga cierta autoridad e influjo positivo' en todas las naciones de la tierra, que goce de una independencia y una entereza suficientes para sentenciar sin acepción de personas. Sin estas condiciones, la comunidad internacional será un nuevo instrumento de opresión. Esas condiciones las reúne por manera cabal el Pontificado. Dios lo ha puesto en el mundo para que enseñe a todas las gentes la verdad y la virtud, y ha garantizado sus enseñanzas con privilegios y prerrogativas que no tiene otro poder de la tierra; se extiende a todas las naciones cristianas, porque todos los fieles son hijos suyos y de él dependen, sea la que quiera la posición que ocupen, los cargos que ejerciten hasta en lo más secreto de la conciencia. Las mismas sociedades políticas están unidas a él con tales lazos, que no se pueden romper ni quebrantar sin quebrantar y romper las leyes divinas; las naciones no-cristianas, además de tener en su seno cierto número de creyentes, se benefician de sus enseñanzas, como se benefician del sol todos los hombres, y tienen el deber de respetar su expansión y su 119
apostolado; ese mismo poder, aunque de hecho se haya visto combatido por los tiranos y a veces los papas hayan muerto en los calabozos y en manos del verdugo, ha dado tales pruebas de independencia en todos los siglos de su historia, que, si algo no puede discutirse en el mundo, es esta independencia. Y para que su influencia no sea forzada ha hecho que ningún pueblo de la tierra pueda extinguir la inmensa deuda de gratitud que con él tienen todos contraída... ¡Y decir que el mundo necesita del papa, es decir que el mundo necesita de Jesucristo! Permitidme todavía otro ejemplo. Todo el mundo, convirtiendo en profecía el deseo, dice que se van a acabar las guerras. No lo creo así. Aquí está en litigio el Evangelio, porque dice el Señor que, cuando llegue el día del juicio, una de las señales precursoras serán las guerras; de modo que, si se acaban definitivamente y el día del juicio tarda, el Evangelio se ha equivocado. Se dice que la guerra es mala en sí misma, y, en cambio, se tiene por una obra moral defender su propia honra, su propia vida, incluso acabando con la del adversario, y se tiene a gloria defender la honra de su madre. La guerra es ilícita; es decir, entendámonos, la guerra parece suponer siempre una violación del derecho; pero no todos los que luchan lo violan; algunos de los que luchan lo reivindican. ¿Quién lo reivindica? Este es el problema. Si siempre se pudiera averiguar, ¡ah!, entonces claramente veríamos en cada lucha dos bandos bien diferentes: héroes y criminales. Pero se da el caso de que luchen dos, y ambos sean inculpables en la guerra, lo cual sucede porque de buena fe creen los dos que tienen derecho. La guerra internamente, intrínsecamente, no es ilícita; podrá serlo en ocasiones, a veces debe ejercitarse. De todos modos, aun estos deseos de que se acabe la guerra son una expresión de la sed de amor mutuo que tienen los hombres. Más hondo que los odios encendidos que separan a los pueblos está el deseo de reconciliación y de caridad. De aquí tiene que nacer la paz. El mundo la quiere; la paz que el mundo necesita no es la paz que imponían los pueblos antiguos—asirios, babilonios, persas, romanos —, sino la paz verdadera, la paz cristiana, que no es la paz de que se habla por ahí, y que es el fruto de la fuerza y la violencia. Esa no es la paz. La paz cristiana es la tranquilidad del orden; es decir, que se establezca el orden y que éste persevere; pero claro que, cuando se perturba, no es cosa de cruzarse de brazos y que siga perturbado, porque ésa es la paz de los escépticos, de los hombres que no tienen sentido moral; pero no es la paz cristiana. Y el orden cristiano supone que cada cosa ocupe el lugar que le pertenece. 120
¿Cómo se arreglará esto de la guerra y la paz que se está ventilando en los campos de Europa más o menos conscientemente? ¡Dios lo sabe! Pero, en medio de esa balumba de discusiones, en medio de ese fragor de luchas, en medio de ese tumulto, lo más íntimo y secreto nos indica otra vez que el mundo tiene necesidad de Jesucristo. El enseñó a los hombres que debían amarse como hermanos, y El infunde secretamente su caridad en las almas. Un mundo sin Cristo sería un mundo sin amor y sin paz. Un indicio puede servirnos ahora de prueba. En ese hervidero de odios que se llama el mundo de los beligerantes, ¿quién es el que ha podido sustraerse a los rencores y repartir por igual entre todos los pueblos raudales de verdadero amor? ¿Quién ha recorrido con su solicitud todos los campos devastados por la metralla y ha recogido las escasas flores respetadas por los proyectiles para coronar con ellas la frente de los héroes sin distinguir razas ni bandos? ¿Quién ha visitado las prisiones y los campos de concentración para llorar con todos los cautivos y desterrados con la ternura de una madre? ¿Quién ha convertido en instrumento de su caridad la riqueza, la simpatía, la influencia, el poder, como si, según lo dicho por el Apóstol, enfermara con los enfermos, padeciera con los sacrificados y se hiciera todo a todos para salvarlos? ¿Quién ha predicado la caridad de Jesucristo? Yo oigo que suenan dos nombres en el templo: el nombre de nuestro augusto rey y el nombre del pontífice. Miradlos a los dos; los dos son representantes de la caridad cristiana; el uno, en la cumbre del Estado; el otro, en la cumbre de la Iglesia. Preguntadles con toda reverencia qué ideales les han llevado allí, cuál es la fuerza secreta que ha movido su corazón y ha hecho que se abran sus manos para repartir gracias, y oiremos decir que es una lección que no han aprendido de los hombres, ni de la política, ni de la gloria terrena; no la aprendieron ni en el trono, ni en los campos de batalla, ni en la ciencia de los hombres; es lección que aprendieron a los pies del santo crucifijo. Ellos se han acordado de que Cristo nos mandaba amar a todos los hombres, y en nombre de Cristo han predicado con las obras su caridad al mundo. No os puedo yo predecir lo que va a pasar, lo repetiré mil veces, pero puedo hacer que fijéis detenidamente vuestra atención en la lucha que aqueja al mundo, para que veáis en los acontecimientos actuales las letras misteriosas que se combinan para probar nuestra tesis; el mundo actual, lo mismo que el antiguo, tiene hambre, tiene necesidad imperiosa de Jesucristo. No os engañéis sobre el porvenir. Podrá ser el porvenir de la anarquía o de la autoridad, el porvenir de la injusticia o de la justicia, del odio o del 121
amor; pero lo que no puede ponerse en duda es que la única esperanza de los hombres, que pueden ciegamente rechazarla, está puesta en nuestro divino Redentor. La libertad, que es uno de los ídolos actuales, no nos salvará, porque la libertad está condicionada por el deber, y la libertad absoluta es la absoluta anarquía. No nos salvarán las democracias, porque la democracia sin temor de Dios es demagogia y tiranía invertida. No nos salvará la ciencia política, porque hay un factor, un elemento que no está en manos de la ciencia política: lo imprevisto y la incoercible fuerza de la voluble voluntad humana. No nos salvará la fuerza pública, porque debajo del uniforme puede germinar la rebelión. No nos salvarán los discursos catonianos, capaces de seducir a la plebe superficial, pero no de transformar la vida... Nada nos salvará sin Cristo, garantía y freno de la libertad, y la democracia, y la fuerza, y la rectitud humana. Aunque esas ideas pudiesen ser exactas e imponerse a todos, todavía queda un elemento vital, la voluntad del hombre, y es imposible encauzar sus movimientos de una manera permanente por las sendas del bien sin la gracia de Jesucristo. Los corazones sencillos y leales lo saben, y el mismo mundo de la impiedad, inquieto, febril, al ver derrumbarse uno a uno sus proyectos de construir una sociedad perfecta sin Evangelio, lo está confesando con sus derrotas. Y terminemos. Creo que, sin necesidad de más pormenores, podéis vosotros completar este interesantísimo estudio. Hay que buscar a Cristo, y no es necesario decir cómo hay que buscarlo. Primero, en El mismo; le tenemos en la comunión; ahí está la fuente de la vida; hay que buscarle en su enseñanza, y la tenemos en la Escritura, que no es un libro sellado para los cristianos; tenemos que buscarle en el templo, porque aquí es donde más se revela a las almas; tenemos que buscarle en el hogar y hasta en la calle, en todas partes Cristo. Decía San Pablo que hasta cuando estamos tomando el alimento debíamos estar acordándonos de Cristo. Si estamos convencidos de estas cosas, si la figura de Cristo ha despertado una centella de amor en nuestro corazón, busquemos y encontraremos. ¿Os acordáis de aquella tarde trágica en que soplaban sobre una colina vientos que parecían lamentos lúgubres, en que flotaban en los espacios nubes que parecían crespones, en que el cielo se había enlutado como de espanto y en que la tierra temblaba de dolores? ¿Os acordáis de aquella tarde en que, en un monte pelado, a la vista de una ciudad se alzaba una cruz entre el cielo y la tierra, y un hombre enclavado en ella había exhalado el último suspiro, y las ráfagas de viento esparcían por el mundo su sangre redentora? ¿Os acordáis que en aquella hora había junto a la cruz una mujer muda, en pie, 122
dolorida, la Reina de los mártires; un hombre cuya vida parecía un aliento de amor a Jesucristo; otra mujer que, abrazada a los pies de su Señor, lavaba con sangre divina y con raudales de lágrimas sus pecados, y más allá un soldado en cuyo corazón germinaba secreta e invisiblemente la fe? Nosotros podemos aprender en todos ellos las virtudes por donde se llega al trono de ese Rey eterno para redimirnos. Y hasta todo lo que hemos de hacer para transfundir en nuestra alma y en el mundo la vida divina del Salvador. En aquella hora llegó un hombre e hirió un costado de Jesús, y de aquel costado dice un evangelista que brotó sangre y agua. Esa es la fuente de la vida eterna. Cristo es la peña inconmovible, de la que, herida por la mano de Dios como la otra en el desierto por la vara de Moisés, brota el raudal de vida que corre a través del mundo y de la historia, como la peña mística del desierto hace correr sus aguas por el desierto para abrevar al pueblo de Israel. Nos está brindando a saciar la sed, y no es éste el caso de Gedeón. Cuando Gedeón llevaba a los soldados al combate, tenía aviso de que el que bebiese el agua con el hueco de la mano y siguiera peleando, era valiente guerrero; pero quien, parándose en el camino, se echase de bruces a bebería, era un cobarde. Aquí es al revés. El que bebe como de paso el agua de esa fuente mística, quien bebe en el hueco de la mano, es el cobarde; el que se arroja a ella para hartarse, es el valiente, el invencible. Amados hermanos míos: ésta es mi última palabra: está abierto el corazón de Jesús para nosotros, está abierto para el mundo. De ese corazón brota agua que lleva a la vida eterna. Acerquémonos a ese torrente sin demora y sin dudar, porque es el torrente de la vida; sin miedo, porque brota del corazón de nuestro Redentor; no nos acerquemos a él de prisa, anhelantes, como el que antes de combatir bebe en un intervalo brevísimo, porque aquí beber es combatir; arrojémonos sobre esas aguas hasta que nos sacien, nos embriaguen, nos inunden. Si aprende el mundo a beber en la fuente de la salud, en esas aguas del corazón de Cristo, no tendrá más sed, porque es agua que salta, como decía el mismo Señor, hasta la vida eterna.
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NOVENAS Y SERMONES Novena al Sagrado Corazón de Jesús, 1927 predicada en el Cerro de los Angeles el año 1927 1 DIA TERCERO «Sacaréis agua con alegría de las fuentes del Salvador» (Is 12,3) Una de las tres grandes fiestas judías era la llamada de los Tabernáculos. Entre las ceremonias, había una que consistía en llevar en procesión al templo agua de las fuentes de Siloé y derramarla sobre el altar. Durante esta ceremonia se cantaba el himno al que pertenecían las palabras citadas, evocador de varios recuerdos gratos para los judíos. Entre ellos, el primero, el agua milagrosa que Moisés hiciera brotar de la roca un día en el desierto, y segundo, la historia misma de los judíos, humillados y gloriosos, pues el pueblo judío sucumbía cuando, en vez de en Dios, confiaba en los otros pueblos. Entonces bebía las aguas del Gran Río y aborrecía las aguas calladas de Siloé. En vez de confiar en Jehová, confiaba en el poder y las alianzas con los asirios y egipcios, a pesar de que los profetas y los hechos le predicaban que los hombres no tienen consistencia, pues son como la flor del heno, que pronto se marchita. Enumerando Isaías los bienes del reino mesiánico, acaba por condensarlos todos en la paz que traerá el Mesías, y presenta ésta en la alegoría conocidísima en que dice que vivirán juntos el lobo y el cordero. Y cuando lo ha anunciado, como para preparar al pueblo y anunciar de antemano las misericordias del Señor, entona el himno al cual venimos aludiendo, y al que pertenecen las palabras citadas al principio. Pero observemos que antes de estas palabras exclama el profeta: Mi fortaleza y mi salud es el Señor (12,2). Anima, al pueblo con palabras de fortaleza y confianza. Ya no serán almas débiles, flacas, abatidas, tímidas, sino almas esforzadas, porque esta fortaleza la recibirán de Dios: Mi fortaleza es Jehová. Ya no pasarán derramando lágrimas y con un corazón 1
No hemos logrado conseguir ningún apunte sobre la explanación de los temas elegidos por el P. Torres para los dos primeros sermones. En los apuntes logrados de los sermones restantes hace alusión frecuentemente al tema de estos dos primeros.
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entristecido, sino entonando un cántico de gloria: Mi gloria es el Señor. Dios será mi fortaleza en la lucha, en los combates, en las dificultades; y en las horas de triunfo, con un corazón henchido de confianza, cantarán un himno al Señor, pues su gloria es Jehová. El alcance, pues, del texto que hemos puesto al principio es éste: Iréis a buscar refrigerio, alegría y consolación en las fuentes del Salvador. El alma que sabe poner sólo en Dios su confianza, lo encuentra todo en El, se le desvanecen sus temores, se le disipa su timidez; para emprender el camino de la virtud sacará las aguas y beberá de las fuentes del Salvador. En Dios cantará victoria, y su Dios, como recompensa de esa confianza, la colmará de beneficios sin cuento. De estas hermosas palabras de Isaías se sirve la Iglesia para el oficio del Corazón divino. Dice el profeta: Sacaréis aguas con alegría. Parecen palabras misteriosas y en ellas se encierran grandes provechos para nosotros. Hemos meditado el primer día cómo el Señor ha asaltado el castillo de nuestro corazón con el ímpetu de su amor misericordioso. Ayer vimos cómo El, por nuestro amor, plantó la cruz en su corazón divino y cómo así también debemos nosotros plantarla en el nuestro con todo lo que esa cruz supone de desprecios, humillaciones, renuncias, sacrificios y dolores. Y como para llevar esa cruz necesitamos fuerzas, hoy vemos que sólo podremos encontrarlas, encontrar esas fuerzas, en las aguas de las fuentes del Salvador. En esas aguas encontraremos la fortaleza del Señor, y, aunque todas las criaturas arremetiesen contra un alma, no podrían rendirla, porque su fuerza está en su Dios. Ya está cerca de la alegría, a punto de cantar victoria, de recibir la corona del triunfo, pues ninguna confianza tiene en las criaturas, pero sí toda en el corazón de Jesús sin reparos ni vacilaciones. Para alimentar nuestra confianza recordemos las larguezas de ese corazón divino, que en estos tiempos ha querido manifestarse con una mayor efusión de su misericordia para inflamar al mundo en una segunda redención de amor. Pongamos, pues, nuestra esperanza en El. Busquemos todo en El con una confianza que no tenga límites. No caben temores delante del corazón divino de Jesús. Arrojemos de nuestros corazones los temores que nos asalten. ¡Es tan hermosa esta confianza ciega en el corazón de nuestro Dios! Nuestro pobre corazón humano aspira a muchas cosas; quiere resolverlo todo con un criterio humano, quiere y busca consuelos humanos, y a 125
la vez aspira a los consuelos de Dios; ansia las caricias de las criaturas y quisiera a un mismo tiempo las gracias del Señor. Este corazón no se sacia con nada, aspira a todo; quisiera hermanar las honras, gustos y consuelos de la tierra con los consuelos, gracias y goces divinos. Y eso no puede ser. Nuestra confianza, si es así, es necia; es pretender que la Providencia se amolde a nuestros planes en vez de someternos nosotros a los suyos amorosísimos. Es confianza falsa querer que se realice nuestra carrera a nuestro gusto. Nos equivocamos. Dios no nos ha prometido ser árbitros de nuestra propia vida, nos ha prometido bienes, nos exhorta a seguir el camino de la perfección; a todos nos invita a ser santos y nos promete no faltarnos nunca su gracia. Tendremos cruz, que sin ella no hay santidad posible; pero El estará ahí, y será nuestra fortaleza. Tendremos que recorrer senda estrecha y sembrada de espinas, pero El no nos faltará nunca. ¡Confianza sin límites! El inundará nuestras almas, y, aunque no tengamos consuelos, aunque tengamos sequedades, ignorancias y tinieblas, todo eso nos ayudará a ser santos. Cuando nuestra pobre alma ve estas cosas y las humillaciones y trabajos por que tiene que pasar, se asusta, se abate, los mira con ojos de niño. Se ve pobre, pequeña, y desconfía; no se atreve a seguir ese camino, porque no tiene alas para volar. Y ése, ése es precisamente el gran peligro del alma calculadora, que no sabe levantar la cabeza para mirar por encima de sus miserias, que no sabe de abandono. ¿Me llama Dios por un camino? ¿Me siento impulsada a seguirlo? Pues me lanzo a pesar de la cruz, de las tinieblas, de las humillaciones, de los dolores que en ella me esperan; Jesús no me abandonará. Viviré en la hora presente abandonada totalmente entre sus brazos amorosos; esto le robará el corazón a Dios, y entonces es cuando El derrochará sus gracias sobre el alma que así se sabe entregar, entonces el Salvador le da a beber las aguas de que habla el profeta y El es su fortaleza y su gloria. El pretexto de nuestra miseria y de nuestra pequeñez no nos debe apartar jamás de El. Hay que ser atrevidos. Nuestro amor tiene que ser confiado, audaz, y así le obligaremos a darnos gracias. Así, repito, se roba el corazón a Jesús. Así, amándole a El solo, plantando la cruz con amor en nuestro corazón, levantándonos sobre nuestras miserias, con los ojos puestos en la luz de Dios, no habrá en nosotros tristezas, porque nuestra alegría está en Dios. Ya no quiere el alma sino lo que Dios quiere, y su incesante aspiración es la de corresponder a las finezas que con ella tiene el Señor amándole como El quiere que le amen. Ha clavado en su corazón 126
la cruz, y, como su Señor, quiere sufrir todas sus consecuencias, pero sin temores ni debilidades; su confianza está puesta en Dios. Es una gracia de Dios esta confianza, que por nuestras fuerzas no podemos conseguir; pero pidamos a Jesús, como la Samaritana, que nos dé a beber esa agua de la confianza para que no tengamos más sed. Podrán quitárnoslo todo, despojarnos de todo, pero nunca podrán arrebatarnos la gracia para ser santos; y, si sabemos ponerlo todo en El, si es verdad que le amamos, con gozo lo perderemos todo por El. El tomará posesión del castillo de nuestras almas, y, entonando el himno de la victoria, y levantándonos sobre nuestras propias ruinas, y cantando las glorias de Jesús, llegaremos, por los senderos trazados por El, a la patria celestial. DIA CUARTO «Duermo, pero mi corazón vela» (Cant 5,2) Estas palabras del Cantar de los Cantares se prestan a dos interpretaciones. En el capítulo 5 del libro del Cantar de los Cantares, según el texto, estas palabras las pronuncia el alma, refiriéndose a sí misma, y dice que, aunque ella duerme, su corazón vela. Son estas palabras, en la primera interpretación, el recuerdo de una infidelidad dolorosa; es el alma, que se entregó a los ensueños vanos ríe la vida, al olvido de Dios; que se alejó de El, que le abandonó, y en el sueño siente como una voz que la llama, que no la deja sosegar, que trata de despertarla. En la otra interpretación suelen aplicarse estas palabras a nuestro Salvador, y se prestan muy bien para expresar en este otro sentido algo del corazón de nuestro Redentor, que es un misterio de los más regalados. No se trata aquí ya de infidelidades, sombras, desvíos, paréntesis en el amor; no. El sueño de Jesús no es nuestro sueño. A nosotros nos adormece el amor del mundo y de nosotros mismos, pero a Jesús no. Cuando se dice que el corazón de Jesús vela, no puede esta frase significar un llamamiento a la antigua fidelidad, puesto que, desde que ese corazón divino empezó a latir, jamás hubo infidelidad en El. Ese velar de Jesús no es el del alma que escucha la voz del remordimiento, del desasosiego, de la intranquilidad; no. Ese velar de Jesús es otro más tierno, más amoroso, más delicado. Ese sueño de Jesús es nuestra gloria y nuestra esperanza; y pues que tanto se aplican a Jesús estas palabras: Duermo, pero mi corazón vela, vamos esta tarde a hablar de ellas, y veremos lo que es ese sueño de 127
Jesús. Encontrará nuestra alma luz, consuelo y paz; se dilatará el corazón y correremos por la senda del amor y del servicio divino. Solemos decir que Jesús duerme cuando, según las apariencias, no conversa con nosotros, no se preocupa, al parecer, de nuestras cosas, no trata aparentemente a nuestras almas como las trataba otras veces. El fundamento de hablar así del sueño de Jesús está en el Evangelio. La escena de la barca, cuando estaba con sus apóstoles y se quedó dormido en aquella terrible tempestad. Cuando el alma, más o menos atormentada, no ve a Jesús, no oye su palabra, no escucha ni un rumor de esperanza que venga a aplacar esa tormenta, entonces es cuando decimos que Jesús duerme. Se retira, nos abandona, enmudece, no se deja sentir a nuestra alma angustiada. Duerme. ¿Por qué duerme? Distintas son las causas que provocan el sueño del corazón divino. A veces duerme contra su voluntad; otras veces duerme Jesús, pero es voluntariamente, sin que nada le obligue a dormir. Le hacen dormir a la fuerza las almas infieles, endurecidas en sus propias faltas, que rechazan abiertamente su gracia divina. Le obligan también a dormir esas almas pagadas de sí mismas, que sólo a sí mismas miran; indóciles, entregadas a la falsa libertad del corazón, sordas a los avisos del Señor. Jesús duerme en esas almas; pero duerme forzado, duerme de una manera violenta, y ese sueño, lejos de ser un descanso, es un tormento para su corazón. Le obligan a dormir esas almas asentadas sobre una falsa seguridad, que han logrado creer que es libertad de espíritu lo que es sólo soberbia, audacia, relajación. Estas almas viven vida ficticia, se engañan a sí mismas, no pueden comunicarse con Jesús, y le obligan a dormir. A veces hasta tienen un lenguaje elevado, fervoroso, espiritual; pero se mira a sus manos, y no están llenas de buenas obras; se observa que su vida no concuerda con sus palabras; hablan de caridad, pero diariamente hacen derramar lágrimas a su alrededor; tratan de mortificación, pero no viven sino de regalos, gustos, comodidades, Se engañan a sí mismas, como hemos dicho; sus palabras no concuerdan, siguen un camino, y siguen sus obras otro; cegadas por sus buenas palabras, no ven los falsos derroteros de su vida. Estas almas pagadas de su propia seguridad obligan a dormir a Jesús, le atan las manos, le hacen enmudecer. No sienten, no pueden sentir esas almas los latidos del corazón de Jesús. 128
En otras ocasiones, Jesús duerme porque le es agradable, y descansa en ese sueño. Este sueño me lo imagino yo de la manera que os lo voy a exponer. Nosotros, después que nos resolvemos a servir a Dios, vemos el abismo de nuestras infidelidades y miserias, las lamentamos sin cesar, y teme nuestra alma presentarse así delante de Dios. En las obras de Santa Margarita María vemos que en los momentos de mayor intimidad con el Señor se veía con luz divina y con luz vivísima, a pesar de ser tan santa, en un estado lamentable. Y habla con el terror de la divina santidad de justicia. A sus ojos, su alma era como un abismo de miserias e infidelidades, y en sus coloquios con Jesús le sale a los labios lo que tiene clavado en su corazón. Y nuestro Señor no corrige sus palabras, pero sí le ofrece los tesoros sin fin de su amantísimo corazón, que quiere sacarnos de ese abismo; quiere sacarnos de nosotros mismos, que somos ese abismo de miseria; arrancar al alma de ella, purificarla de sus infidelidades, y que, muriendo a sí misma, viva sólo para El. No es el alma como la paloma del arca, que vuelve, después de haber cogido la rama de olivo, sin anegarse en el agua del diluvio y sin mancharse en el fango, pues lleva en sí muchas impurezas, y hay que limpiarle las alas para que pueda volver a volar. Es labor lenta, dolorosa; hacen falta desvelos, esfuerzos amorosos, para salir con ella; hace falta la labor de un Dios; es necesario que no nos encontremos en nada, y, cuando en algo nos encontremos, Jesús va mutilando pasiones, arrancando y destruyendo todo lo que estorba en ese alma, que, cuando gusta lo amargo del acíbar con que Dios quiere despegarla de lo que le estorba y se siente vaciar de sí misma, le parece que ha perdido a Dios. Se ve en la soledad, y no encuentra nada creado en qué apoyarse. ¡Jesús duerme! Pero es por un exceso de su amor, que, en vez de apartarse con horror de ese abismo de miseria, quiere convertirlo en lugar de su descanso. Es obligarnos a buscarle a El, sólo a El, en esas tinieblas, obscuridades y dolor, que cuanto más ciegan los ojos, más matan todos los estorbos para encontrar a Jesús... Este dormir es la gran misericordia del Señor, es su esfuerzo para que la paloma encuentre al fin la rama de oliva. Y de este sueño cuentan los santos maravillas. Basta lo dicho para saber la diferencia entre los dos sueños de Jesús; el primer sueño es fuente de remordimiento, desasosiego e inquietud amarga; el segundo sueño tiene también amarguras, tristezas, penas, pero con profunda paz y unión con Dios. El primero aparta de Jesús y enfría el 129
alma; el segundo lleva a Jesús y enciende en el alma llamas de amor, que a veces no se ven, pero que son verdaderas. Ambos sueños se distinguen por sus frutos. Cuando se va cargando el alma de buenos deseos, cuando se van ensanchando los cauces de la mortificación, cuando se ahonda la humildad y se estrecha la observancia, es que Jesús duerme amorosamente y se complace en su sueño. Cuando los frutos son falsa libertad, tibieza, inmortificación, alucinaciones de vanidad, descuidos en la observancia, el sueño es de los que atormentan a Jesús. En uno y otro sueño, el corazón de Jesús vela con todo amor. Vela el corazón de Jesús hasta cuando duerme a la fuerza. El es quien pone acíbar e inquietud en el corazón, desolaciones y soledad en el espíritu, y hace andar al alma como crispada y violenta, de suerte que sienta que no está en el camino que Dios quiere que siga. Jesús la inquieta para que vuelva a El, y El es quien quita regalos, da dolor, siembra de espinas su camino extraviado para que el dolor haga gritar al alma, y, al punzarse con esas espinas, se despierte El. Todas las almas donde Jesús duerme sienten que el divino corazón vela. ¿No es ésta la mayor de las misericordias de Jesús, que, a pesar de las tormentas, vendavales y naufragios, a pesar del diluvio, quiere salvar la paloma y volverla al arca, al arca del corazón santísimo, para que haga allí su nido y no encuentre reposo fuera de allí? ¡Ah si pudiésemos rasgar el velo y descubrir ese misterio del sueño y vela de Jesús! En vez de gemir y lamentarnos, cantaríamos un himno de victoria, como le cantaron los israelitas después de ver sumergido en el mar Rojo al ejército de Faraón. Veríamos en todo ello a nuestro Dios derramando sobre nosotros los tesoros de su corazón; a nuestro Dios, que debía maldecirnos y nos bendice; al corazón de Jesús, que busca nuestro pobre corazón para dormir y reposar en él. ¡Almas poco generosas que miráis con pena que Jesús duerma!, cuando sintáis la prueba y el dolor y no halléis nada que os consuele, pensad que no es todo ello sino una gran misericordia del Señor. ¡Qué dicha si podemos ofrecer a Jesús nuestro pobre corazón como el tesoro de nuestra vida! Si por desgracia le hiciéramos dormir a la fuerza en nosotros, ¡cuántas gracias perderíamos! Pero ¡qué consuelo pensar que, a pesar de nuestras miserias, Jesús vela por nosotros, y nos llama, y nos busca! A un Dios así, ¿se le puede 130
servir con tibieza, con frialdad? Nuestro corazón durmió por algún tiempo sumergido en nuestras pasiones, perdido en el amor de las criaturas; pero ya no dormirá más. Pasará la vida vigilante; amando, velará con Jesús hasta llegar al cielo, donde no hay sueños dolorosos, donde se despierta a la dicha de vivir sólo para Jesús. DIA QUINTO «Porque yo llevo las señales de Jesús impresas en mi cuerpo» (Gál 6,17) El apóstol San Pablo en la carta a los Gálatas, que escribió otra persona, añade de su puño y letra algunas frases, y entre ellas estas significativas palabras: Yo llevo en mi cuerpo los estigmas del Salvador. Casi no habla de otra cosa en esas frases escritas de su mano sino de la cruz de Cristo. Alude el Apóstol a ciertos malos cristianos que, para evitar los menosprecios, burlas y befas de los judaizantes, mutilaban la cruz, atenuaban la virtud y desconocían, en cierto grado, los misterios de la cruz, pareciendo avergonzarse de ella. Contra esos malos cristianos hace el Apóstol una confesión valerosa, diciéndoles que para él no hay más gloria que la cruz del Redentor. Y pensando que los enemigos de la cruz podían replicar a sus palabras, como quien no quiere seguir polémicas ni entablar discusiones, les dice enérgicamente que a él le basta saber que está en buen camino, que es siervo de Cristo y que lleva en su cuerpo las señales de la servidumbre de Cristo. Pensando en lo que iba a deciros hoy, se me ofrecían con insistencia los tres atributos con que se suele representar al divino corazón: la cruz, la corona de espinas y la herida. Y, aunque ya hemos hablado de la cruz, dejándome llevar de mi deseo, me ha parecido que debía insistir en algo que forma parte de la cruz; en algo que va unido, muy unido, a la cruz; en algo que es muy capital en nuestra vida espiritual y en nuestra unión con el Señor. Se me ha ofrecido, pues, hablaros de las citadas palabras de San Pablo: Yo llevo en mi cuerpo los estigmas del Señor. Alude San Pablo en estas palabras a una antigua costumbre que había de señalar el cuerpo de los esclavos con la marca de su señor. En esta carta a los Gálatas, en esas frases que el Apóstol añade de su propia mano, en las palabras que me han servido de texto, el Apóstol dice que él se considera esclavo de Jesucristo, que se complace en ser siervo y 131
esclavo del Señor y que lleva en su carne la marca de su amorosa esclavitud. En la fuerza y energía de esa expresión nos muestra el santo Apóstol la vehemencia y fuerza de su amor. ¿Y qué marca es ésta? Esta marca no es otra que las huellas que han dejado en él las grandes persecuciones que tuvo que pasar por el nombre de Jesucristo. No solamente lo que sufrió interiormente, que le hizo exclamar que sentía tedio de la vida, sino también sus sufrimientos corporales, que fueron innumerables; tantos que se pregunta uno cómo un cuerpo débil y enfermizo como el de San Pablo pudo sufrir tanto. Cuando él mismo enumera los tormentos y persecuciones que pasó durante su vida, nos parece que estamos en presencia de un gigante. Y no se explica cómo, siendo tan delicado, pudo sufrir tantos y tan variados suplicios, porque, como él dice, en fatiga y trabajo, en hambre y sed, en muchas vigilias, en frío y desnudez; tres veces fui azotado con varas; de los judíos recibí cinco veces cuarenta azotes menos uno; tres veces naufragué; una fui apedreado; una noche y un día pasé en el fondo del mar; en viajes penosos muchas veces; en peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi nación, peligros de gentiles, peligros en poblado, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; en ayunos, sin tener qué comer muchas veces; en frío y desnudez, sin contar otros asuntos externos, como son mis cuidados cotidianos y la solicitud por toda la Iglesia (2 Cor 11,23). Todo ello dejó huella visible en su cuerpo, y por eso dice él mismo que lleva en su cuerpo la señal de su Señor, que es esclavo de Cristo, y sus persecuciones y sufrimientos han grabado su marca como un hierro candente la grababa sobre la carne de los esclavos. En todo esto encontramos una semejanza entre el Apóstol y el corazón de Jesús. En el corazón de Jesús hallamos la marca de su servidumbre, y no nos espante esta palabra, pues que se hizo esclavo, como dice San Pablo en su carta a los Filipenscs, y siervo de Dios le llaman los profetas. Pues bien, estas señales de servidumbre que San Pablo lleva en su cuerpo a imitación de Jesús es algo que debemos llevar todos los cristianos, pero sobre todo que no puede faltar a los verdaderos amantes del corazón de Jesús, a los que quieran asemejarse a El, a los que aspiren a compartir su vida. Y no hablo aquí de las penas y padecimientos interiores, de los que tratamos 132
ayer cuando Jesús duerme en nuestro corazón; no. Quiero hablar de la mortificación, de las penitencias corporales. ¿Estamos nosotros obligados a llevar esa marca? Una respuesta sola: Mi obligación es seguir la senda que Jesucristo y los santos han seguido, y esa senda es la de la cruz. ¿Cómo voy a seguir a Jesucristo con un cuerpo inmortificado? Pero, prescindiendo de esa razón, que es capital; rebuscando uno mismo otras razones, nos convencemos pronto de la necesidad que tenemos de llevar esta marca de servidumbre. Nosotros no tenemos un cuerpo, como Adán antes de la caída, sometido al espíritu y al dócil instrumento de la virtud. Nuestro cuerpo es semillero de malas pasiones o, como decía San Pablo, cuerpo de pecado, cuerpo de muerte. Me diréis que el fervor del espíritu puede arrastrar al cuerpo en algunas personas. Sí, es cierto. Pero para que el cuerpo deje de ser cuerpo de pecado y de muerte hay que imprimirle con mano firme la marca de la pasión de Cristo, y, cuando el cuerpo no sea malo en sí, siempre es algo que se arrastra con dificultad, algo débil, algo que nos inclina a la tibieza, a la relajación, al abandono de las cosas del servicio de Dios. Es, como hemos dicho, semillero de infidelidades. Para hacerle ágil, para que ande ligero, para darle fuerza, para imprimirle fervor; en una palabra, para que vuelva a ser fiel y dócil instrumento de la virtud, hemos de imprimir en él las huellas del Salvador. No se somete a1 cuerpo más que con la mortificación. Todavía más: puede el cuerpo, en vez de ir contra el espíritu, ayudarle, colaborar con el alma; es decir, se puede llegar a que el cuerpo y el alma sean dos alas que nos lleven a Dios; pero esto sólo se adquiere, a esto sólo se llega cuando se lleva en la carne la huella de la cruz. ¿Qué significa esto? ¿Que se apodere de nosotros una especie de locura-por atormentar nuestro cuerpo? ¿Entregarnos desaforadamente a toda clase de maceraciones y penitencias sin tasa ni medida? Ciertamente que los santos han tratado a sus cuerpos sin compasión y muchos se excedieron contra toda prudencia humana; algunos de ellos llegaron a temer que habían sido crueles con su propio cuerpo. Hubo, sin embargo, penitencias terribles, como la de San Pedro de Alcántara, que vinieron a quedar canonizadas o como canonizadas. Recuerden la 133
aparición de Santa Teresa después de su muerte y cómo exclamaba al verse con tanta gloria: «¡Feliz penitencia!» Pero, sin ir tan lejos y sin creer que a todos lleva Dios por los mismos caminos, es evidente que con la mortificación asidua tenemos que conseguir que este cuerpo no nos sirva de estorbo, no nos detenga ni impida ir de buena gana o de mala gana donde Dios quiere que vayamos. Tenemos que conseguir el que podamos decir con verdad que nuestro cuerpo no nos esclaviza, sino que, esclavo nuestro, nos ayuda a ir a Dios. Hablando de la penitencia, la santa Madre, con su generosidad y conocida grandeza de alma, nos enseña que no haremos nada si no comenzamos por tragar la muerte. «¿Qué va en que muramos? De cuantos modos y cuantas veces nos ha burlado el cuerpo, ¿no burlaríamos alguna vez de él?» Todo lo que en este terreno sea cobardía y timidez es claudicar. Y por conservar la salud perdemos las gracias del cielo y la semejanza con Jesús crucificado. Un alma que vive solamente de delicadezas, dulzuras, gustos y consuelos, ¿cómo podrá decir delante de un crucifijo: «Llevo tus huellas en mí cuerpo»? Un cristiano debe llevar en su cuerpo no las huellas del mundo, sino las huellas de su Señor. ¡Felices aquellas almas generosas para quienes no cuenta el cuerpo para nada, que se ríen de la salud y desprecian la vida, que saben vivir crucificadas siempre; es decir, que están siempre unidas a Jesús crucificado! Cuando se ama, se olvida todo, se desprecia todo, se puede todo, porque por encima de debilidades, enfermedades y resistencia corporal está el poder de Dios, que da fuerza para arrollarlo todo y poder decir con San Pablo: Llevo en mi cuervo las huellas de mi Salvador, A nosotros nos toca, en cierto sentido, ser imprudentes con nuestro cuerpo. Dejemos la prudencia para los que nos gobiernan y sometámonos a la obediencia. Las palabras del Apóstol tienen dos atractivos: Son de aquellas que pueden llamarse más confidenciales e íntimas entre todas las suyas, en las que escribe algo de lo más regalado que llevaba en su corazón. Y nos recuerdan los rasgos más hermosos de la vida de nuestro Señor, sobre todo en su pasión y en las manifestaciones de su divino corazón. 134
Si cuando se aparece a sus almas predilectas les habla y se lamenta Jesús de la soledad y abandono de su corazón, y su deseo más hondo es la reparación por medio de los trabajos y penitencias, esto debería bastarnos, si supiéramos de amor, para sin cobardías, ni miedos, ni temores tener en grande aprecio el consumirnos por Jesús en todas las formas. No hemos de amar nuestra salud como si el mundo hubiera de desaparecer con nuestra vida. No puede negarse que la penitencia corporal en la vida espiritual es cosa secundaria; la principal es la penitencia interior, la del espíritu; pero la penitencia del cuerpo es la que nos llevará a la interior, y es cierto que no hay santidad sin penitencia. El camino del Evangelio es camino estrecho, sembrado de espinas. Lo principal para llegar al término es amar; quien ama, lo sabe todo, lo posee todo. Pero la penitencia enseña a amar. O hemos de vencer al cuerpo o el cuerpo nos vencerá. Quiera el Señor que podamos decir con verdad como el gran Apóstol: Llevo en mi cuerpo los estigmas del Salvador. Que estas consideraciones enardezcan nuestras almas y las enciendan en deseos de padecer por Cristo domando esta carne e inmolando este cuerpo; así no se cerrarán aquí para nosotros las puertas del amor de nuestro Dios, ni más allá en la eternidad se nos cerrarán las del cielo. Así sea. DIA SEXTO «Ya no vivo yo, sino que vive Cristo en mí» (Gál 11,20) En los autores espirituales y en las vidas de los santos encontramos con frecuencia expresiones que indican el vivo deseo de vivir en las llagas de Cristo. Cuando en la Edad Moderna se empezó a conocer la devoción al corazón de Jesús, a la frase de «deseo de vivir en las llagas de Cristo» vino a sustituirla la de «vivir en el corazón de Jesús». Se utilizaron palabras del Cantar de los Cantares, como aquellas en que el Señor invita al alma a morar en el hueco de la peña para mostrar este deseo de los devotos del corazón divino. Más adelante, en los libros de los santos encontramos expresiones de más fuerza, de mayor vehemencia; verdaderos transportes e ímpetus de amor divino, idénticos deseos con imágenes más atrevidas. Hay, por ejemplo, un santo que en la vehemencia de su amor llega a 135
apostrofar a la lanza de Longinos, y tiene envidia de que ella haya sido la primera de entrar en el corazón de Jesús, y dice que, si él hubiese sido esa lanza, se hubiese quedado en el corazón divino sin salir jamás de allí. También emplean imágenes del paraíso, pues que, al fin y al cabo, paraíso es morar en el corazón de Jesús. Si estas frases fueran expresiones más o menos tiernas, más o menos bonitas, tendrían, sin duda, importancia como manifestación de los afectos del alma; pero hay más; hay algo muy real y muy divino en todo esto, y ya vale la pena que nos detengamos un poco en estudiarlo: los santos han hallado su cielo viviendo dentro del corazón de Cristo. Santa Margarita María sentía su corazón transformado en el de Jesús. Meditemos, pues, unos momentos para ver si encontramos la manera de vivir en el corazón de Jesús. La frase que mejor nos da a entender y conocer esa vida es la que he citado de San Pablo. Estas palabras son las que mejor muestran la vida de los santos en el corazón divino. No haré más que apuntar algunas ideas, porque, al llegar a estas alturas, temería profanar esos misterios tan hondos. Vivo yo; mas no yo, sino que es Cristo quien vive en mí. En estas palabras de San Pablo se habla con claridad de dos vidas. Una, que es la vida propia suya. Otra, que no es suya, que es de Cristo Jesús. Dice el Apóstol que él ha perdido su vida y que ha adquirido otra nueva; antes vivía su vida, ahora vive la vida de Cristo. El pensamiento se va a otros escritos del Apóstol en los cuales también se refiere a dos vidas; por ejemplo, cuando dice cómo por el bautismo el cristiano muere, es sepultado y resucita con Cristo, y en otra ocasión habla del hombre viejo y del hombre nuevo, del hombre carnal y del hombre espiritual; aquél sometido al pecado, a la concupiscencia, a la muerte, y éste creado de nuevo por la gracia de Jesucristo. Y parece que quiere decir San Pablo que él ha pasado por dos vidas. Todas estas maneras de hablar, tan propias del Apóstol, nos dan una vaga idea de lo que puede significar la frase que comentamos. La nueva vida que se adquiere es la vida espiritual, la vida sobrenatural que Jesucristo trajo al mundo. Solamente el pensar que podemos participar de esa vida que Jesucristo nos adquirió con su sangre, es ya el mayor consuelo que el hombre puede tener en la tierra. No cabe duda que el participar de su vida es el deseo más vehemente de nuestra alma; pero 136
decir eso sólo es decir algo muy frío y algo que pertenece a todas las almas, algo que es de todos los cristianos. Este misterio de amor del Apóstol quiere decir algo más; algo muy grande, algo muy particular y muy íntimo, algo, en fin, muy estrechamente unido con Jesucristo. La palabra vida la podemos tomar en dos sentidos. Primero, como manifestación vital. Sentir, entender, hablar, amar, todo esto son manifestaciones de la vida; los muertos no sienten, ni hablan, ni entienden; no aman. Segundo: la palabra vida equivale a decir fuente de vida, principio de vida. Así llamamos vida a nuestra alma. Podemos hablar de la vida sobrenatural en esas dos maneras. Poseemos una fuente de vida sobrenatural, y a veces de esa fuente brota agua de virtudes. Pero ¿cuándo podemos decir en verdad que ha muerto en nosotros el hombre antiguo y que no hay más que el nuevo? ¿Cómo puede llegar a ser una realidad que nuestra vida no sea más nuestra, porque vivimos de la vida de Cristo? Ya saben que formamos con Jesucristo un cuerpo místico. Nosotros somos los sarmientos. Jesús, la vid. La vida sobrenatural es la vida de la gracia, la vida de las virtudes, la vida de las buenas inspiraciones, de los buenos deseos, de los grandes heroísmos. En una palabra, la vida de Jesús que se difunde en nosotros. El es el verdadero y único principio de nuestra vida, Jesús es como un alma nueva que Dios nos da. Cristo es el principio de nuestra vida espiritual, algo que se mueve, que se agita en nuestro corazón. En nuestra vida tenemos realmente que reflejar la vida de Cristo. Estamos injertados en Cristo, y así como el sarmiento unido a la vid recibe de ésta la savia y la fuerza, así nosotros recibimos de Cristo la fuerza milagrosa, las influencias, la verdadera vida. Este es un modo de decir y de entender, no de una manera poética, sino verdadera, que no vivimos nuestra vida, sino la de Cristo. Y con ser esto tan hermoso y un misterio tan hondo de misericordia y de amor capaz de levantar nuestro corazón, todavía cabe un poco más. Esta vida se puede poseer por medio de la gracia, y cabe, sin embargo, que, a pesar de ella, sigamos viviendo nosotros y que vivamos como alternando las dos vidas: la de Jesús y la nuestra, la del hombre nuevo y la del hombre viejo, pues, aunque vivamos vida sobrenatural, 137
quedan en nuestra alma gérmenes de la antigua vida, y, cuando menos se piensa, brotan en nuestro corazón sus influencias y germinan sus semillas secretas de vida vieja, Pero en un momento puede de tal manera triunfar el hombre nuevo sobre el viejo, la vida espiritual sobre la carnal, que podamos decir con verdad: No vivo yo, sino que Cristo vive en mí. ¿Cuál es la clave, el secreto de esta transformación? La fuerza milagrosa y divina que está en nuestra mano, porque Cristo nos la dio para llegar a decir con verdad estas palabras, es el puro amor. Para llegar a esta transformación completa hemos de ser purificados por el fuego del amor hasta que se pueda decir que nuestro amor es puro, que no ama, ni quiere amar, ni sabe amar otra cosa que a Cristo; pero Cristo solo, que no caben amores de criaturas en un corazón abrasado en el amor de Jesús. Así lo hicieron los santos. Y lo que los santos hicieron, lo podemos también hacer nosotros, puesto que Jesús lucha constantemente en nuestro corazón para rendir el castillo; y, si queremos, llegaremos a tener ese amor puro, único; seremos llama viva, fuego de amor. Entonces, sólo entonces es cuando se vive la vida de Cristo Jesús. Nuestras ideas, nuestros sentimientos, nuestras aspiraciones, todo cuanto hay en nosotros, se hace a impulsos del amor, y cuanto más fino es ese amor, más estrecha y más íntima será la vida de Cristo en nosotros. El amor es el quicio de nuestra vida. Dar el corazón todo entero a Jesús es poder decir con cabal sentido: Ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí. Jesús entonces no vive como semilla que quedó oculta, que no ha germinado; no. Esa semilla ha germinado ya, ha producido flores y frutos, y esto sólo puede hacerse en un corazón puro, ancho campo donde no se le ponen obstáculos. Cuando esa semilla se ha desarrollado y lo cubre todo es cuando podemos decir que en nuestra alma, y en nuestro corazón, y en nuestra vida toda se refleja la vida de Jesús. Entonces podemos repetir con el Apóstol: Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Por dos caminos se puede llegar a ese puro amor. Dios puede purificar un corazón sin caminos extraordinarios. Otras veces se vale Dios para esta purificación de caminos extraordinarios. El toma entonces de la mano al alma, y ésta se encuentra transformada en Cristo. Que esa vida en el corazón de Jesús sea la única de nuestra alma, nuestra mayor riqueza, nuestra corona de gloria, ya esto es muy bastante para que se quede el alma anonadada. Cuando estamos como espantados 138
de nuestras miserias, cuando no nos atrevemos a levantar los ojos, Dios nos saca del cieno y nos da su vida misma, que es un tesoro tan grande como el cielo, como Dios; y esa misma vida se infunde cada vez más en nuestra alma, se hace como más honda, más íntima, y aquí el entendimiento se pierde, pues hay un amor infinito en esa transformación en Dios. ¿Y se tendrá el valor de hablar de penitencias, cruces y dolores? ¿Qué es eso? Todo ello, nada; pajas que se consumen en el incendio del amor divino. ¿Qué es todo esto, repito; qué es todo esto? Darle la salud, y la vida, y la honra, y que todo quede hecho jirones, todo esto, ¿qué significa al lado de la entrega de Dios al hombre? ¡Aunque pereciéramos en la demanda y perdiéramos todo por salir a campo abierto y entrar en las mansiones de Dios! ... Dénos el Señor a entender qué es vivir en el hueco de la peña, en el corazón de Jesús. No hay nada que aumente nuestra esperanza, nuestra paz, nuestra felicidad, como pensar que en estos lances conquistamos la vida de Jesucristo. Nosotros decimos que vivimos de esa vida cuando vivimos inundados de consuelos y dulzuras celestiales. Pero en esto cabe buscarse a sí mismo. Todo esto nada importa. Hay que vivir esa vida en todos los casos; vida de cielo y de cruz, de consuelos y pruebas, es la vida de Cristo cuando el amor es puro. Si llevamos nuestro corazón atravesado por el dolor, participaremos de la vida de Jesús en sus sufrimientos y en su cruz. Si pasamos la vida entre goces y dulzuras, participaremos de las alegrías de su resurrección. La vida en el corazón de Jesús es vida de amor, y el amor es todo esto. El amor es libre y generoso, puro, humilde, arrollador de obstáculos que se oponen a esa vida; unión; vida de fe hoy, y luego posesión y vida de cielo. DIA SEPTIMO «Será para muchos una señal de contradicción» (Lc 2,34) Hemos ido aludiendo en pláticas anteriores a ciertos aspectos de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús que aparecen en los escritos antiguos y recientes, en Santa Gertrudis y en Santa Margarita María, Pero esto no quiere decir que con recordar estos aspectos se agote la riqueza de esta devoción. Dicen que se encuentra en ella en tal medida la esencia del 139
Evangelio, que no hay ninguna otra que se la pueda comparar. Y si las riquezas del Evangelio no se agotan en unas cuantas pláticas, tampoco se pueden agotar los asuntos de la devoción al corazón divino de Jesús. He ido escogiendo los que me han parecido más oportunos y eficaces, los más capaces de aumentar en nosotros el amor a ese divino corazón. Pero hay uno como con carácter más especial, más saliente, de esa devoción. Podrá parecer inoportuno tratar de él aquí, que es lugar de recogimiento, de silencio; donde no hay nada de actividad y sí mucho de contemplación; pero confío que nos será muy provechoso. En el templo, el anciano Simeón dijo del Salvador que sería una señal de contradicción para muchos, y no hay una sola frase de la vida de Jesucristo a la cual no se le pueda aplicar estas palabras. En cada uno de los pormenores de la vida de Jesús ha habido como una batalla espiritual, se han suscitado contradicciones, se han levantado polémicas. Esto que acontece con la vida de nuestro Señor, sucede con la devoción al corazón de Jesús; tiene un carácter singular, y en esa lucha debemos considerarnos envueltos todos, lo mismo los que trabajan en medio del mundo que los contemplativos desde el claustro; todos en el campo de batalla debemos tomar parte en la lucha que despierta en nosotros el celo para que seamos los defensores de la gloria del corazón de Jesús. Conviene empezar fijándonos en la paradoja que ofrece el carácter militante que tiene actualmente esta devoción con sus orígenes históricos. Durante siglos, la devoción al corazón de Jesús se oculta, es devoción propia de almas escondidas y contemplativas. Si habéis leído una historia metódica de la devoción al Sagrado Corazón, habréis observado que nace a impulsos de un espíritu contemplativo. Los primeros rasgos de ella se encuentran en los contemplativos de la Edad Media. Apenas se ha formado el primer núcleo, se va desarrollando y se hace universal; pero siempre, repito, en ambientes de vida contemplativa; por ejemplo, en la benedictina, en la cartuja escondida, solitaria. Los focos de esta devoción son, pues, los centros de la vida de contemplación, y ahí tenéis la paradoja de que os hablaba: que siendo, como es la devoción al corazón de Jesús, una devoción militante, empieza por desarrollarse en ambientes contemplativos, alejados de toda acción, y cuando Dios quiso que llegasen los tiempos de difundir la devoción, como había anunciado a Santa Gertrudis, quiso servirse para ello de un alma de vida contemplativa, no de vida activa. 140
Es curioso el ver cómo, cuando esta devoción se revela al mundo y cuando sale de su retiro de las catacumbas, inmediatamente arden en torno de esa devoción la lucha y la polémica. No hablemos de las contradicciones que Santa Margarita encontró en su propio convento, sino de las que encontró en el mundo. Tres adversarios pueden señalarse en este período. Esta devoción se opone al espíritu mundano corrompido, no sólo de la gente del mundo, sino aun del estado eclesiástico, donde la relajación era pública y la inmoralidad reinaba con desenfreno. Esta devoción es como una segunda redención, como una levadura santa para renovar el espíritu corrompido; esta devoción va a destruir esa inmoralidad y a caldear en el amor divino al mundo frío, y penetrará su influencia hasta en la corte de. Versalles, centro de las mayores inmoralidades y tipo del desenfreno de la época. Para los mundanos es incomprensible esta devoción, no hay en ella nada que halague los sentidos; sólo se habla de cruz, de sacrificio, de abandono, de negaciones. No la entienden. La encuentran ridícula. Y por eso ni la entienden ni la pueden entender. Al lado del espíritu mundano hay un segundo enemigo. Contra esa espantosa relajación de costumbres se levantó el jansenismo. Da pena leer la historia de personas buenas y fervorosas, y hasta con arranques de heroísmo, que arrastró tras sí esta secta con sus crueles doctrinas, espantosas penitencias, y que todavía, dos siglos más tarde, dejaba sentir su rastro en el mundo. Esta herejía tiene un carácter especial propio: entiende un Evangelio sin condescendencia, sin dulzura, sin misericordia. Sólo comprende la justicia; pero no la justicia de Dios, sino la justicia de los hombres, y no es otra cosa que una satisfacción del orgullo humano, de la soberbia humana enfrente de la relajación. Reparación estrepitosa, halago de la vanidad con el olvido de la misericordia divina. No entendió que Jesús se había entregado al sufrimiento y h muerte por salvar a los hombres. El jansenismo quiere regenerar el mundo, pero sin sacrificarse él. Lleva una vida austerísima de grandes penitencias, peor que la de los Padres del desierto, pero sin amor, sin esperanza, sin consuelos; guiado por el temor de una justicia divina inexorable y cruel. Es la soberbia convertida en espíritu reparador contra el espíritu del mundo. La devoción al corazón de Jesús se muestra toda misericordia, toda amor; es la devoción del Dios perdonador, del Buen Pastor. El jansenismo no entiende de esto, y en libros y revistas, escritos y conciliábulos, siempre luchó contra la devoción al corazón de Cristo; y tales horrores dijo y tales blasfemias escribió, que no pueden repetirse desde el pulpito. Todo fue 141
sacrílegamente atropellado, todo; nada respetaba. Las palabras y los escritos de Santa Margarita María, los Padres que con esta devoción tuvieron que ver. Hasta llegó a decir que todo ello no era más que una artimaña jesuítica. Y surge en la lucha el tercer enemigo. Esta devoción al corazón sacratísimo de Jesús es puramente sobrenatural, completamente divina; hay manifestaciones en ella en que parece que no entra nada humano, sólo la fe, su vida es la fe. Aquí no es la ciencia, que se levanta como estandarte y lucha y se defiende, no; esta devoción es humilde, escondida, para que se vea que es sobrenatural. Todo esto tenía que parecer un absurdo en pleno siglo xviii, en que todo era filosofía y en que todas las cuestiones se arreglaban con polémicas y discusiones. Tuvieron, pues, dado el carácter del siglo, que ser perseguidos los que seguían esta devoción por los falsos filósofos que la odiaron. Como hemos dicho ya, esta devoción nace y se propaga entre almas contemplativas. Es una segunda redención y es devoción militante. ¿Qué hará, pues, para luchar? Las almas devotas del Sagrado Corazón creen que con sólo amarle, venerarle, hacerle amar y venerar, esconderse dentro de ese amorosísimo corazón e invitar a otras almas a que lo veneren y se encierren en El, creen que han hecho bastante por la gloria de Dios. Es cierto que salieron legiones de hombres que lucharon contra el jansenismo predicando la dulzura y misericordia del Evangelio; pero, aunque estos hombres tuvieron devoción al Sagrado Corazón, las almas que vencieron no fueron las que batallaron al exterior, novenas y sermonessino las que se habían convertido en íntimas de ese corazón divino. Almas escondidas, encerradas y ocultas, ésas son las que han salvado esta devoción. Para infundir un espíritu nuevo al mundo no bastan las predicaciones ni las ciencias humanas; hace falta el fuego del cenáculo, es menester que Dios se comunique a las almas. Se necesita trato íntimo con Dios por medio de la oración, vida de sacrificio, de abnegación. Cuando se ha establecido ese abismo entre el mundo y nosotros, entonces es cuando se puede restaurar ese mundo. Con falta de espíritu interior y de sacrificio es imposible. Es necesario el espíritu de Cristo, la humildad, el recogimiento. Luchando así, con esas armas, desde la trinchera del corazón de Jesús, triunfaremos de todos sus enemigos. Las almas contemplativas son las que están imponiendo esta devoción al mundo desde su desierto. 142
Dos consecuencias debemos sacar. El verdadero espíritu de la devoción al corazón de Jesús está en lo interior; no es una devoción de novela, popular, cosa vana. Exige prácticas exteriores, pero lo verdadero esta' en lo interior. Su espíritu consiste en esconderse en el corazón de Cristo, y entiéndase que los más escondidos, los que no son conocidos, los que se alejan del mundo, son los que luchan en la vanguardia. Los que han querido sólo a Dios, los que lo han dejado todo por El. Como es señal de contradicción, unos están por Dios y otros están contra Dios. Nosotros tenemos que tomar una decisión: estar con El. Los hay que están por El, pero son almas tibias, indiferentes. Hay otros que lo dan todo, que lo dejan todo, que llegan a enloquecer por la devoción al corazón de Cristo. ¡Ahí, ahí está nuestro puesto! Hagamos el último esfuerzo por caridad con nuestro Rey abandonado, sepamos dejarlo todo, darlo todo con generosidad; entregar salud, honra y vida por El, como El lo pide, como El lo quiere. No le abandonemos, no rechacemos la cruz. Para hacer esto no aguardemos a que se nos ofrezca una de esas ocasiones singulares de hacer hazañas estrepitosas, extraordinarias; la vida se puede dar de una vez o entregarla gota a gota. Ese entregarse a cada momento en lo continuo, en lo trivial, es hermosísimo. No hay aquí nada que halague nuestro amor propio ni nuestra vanidad; pero así, envueltos en el velo de la humildad, será nuestra entrega más amable y consoladora para un Dios que nos quiere humildes. Quiera el Señor que, al resonar en nuestros oídos la señal de contradicción, nos veamos en la vanguardia al lado de nuestro Rey y Capitán, y que ya que aquí participamos de sus ignominias y de su cruz, participemos también de su gloria en la eternidad. Así sea. DIA OCTAVO «Levántate, aquilón; ven, austro; soplad sobre mi huerto y exhálense en él los más suaves aromas» (Cant 4,16) Todos sabemos que el Cantar de los Cantares es como una suerte de drama. En este drama hay abundantes diálogos de los personajes que intervienen en él, pero sobre todo de los personajes principales. Una de las maneras de interpretar este libro consiste en ver representados en esos dos 143
personajes a Jesús y el alma fiel. Y entre esos diálogos hay uno en el capítulo 4, del que he tomado las palabras del principio. Nuestro Señor prorrumpe en ese capítulo, como en otras ocasiones, en alabanzas al alma fiel. La llama huerto florido, y describe las bellezas de ese huerto; allí enumera fuentes, flores, frutos, arbustos, todo cuanto puede hermosearlo. Luego habla el alma, y, apropiándose esas alabanzas, desea que se levanten los vientos sobre su huerto. Este deseo del alma que acepta las alabanzas de Jesús y anhela que su huerto exhale sus perfumes, es lo que se contiene en las palabras citadas. En apariencia es sólo una expresión poética, una de tantas como hay en las Sagradas Escrituras; pero, a través de esa expresión poética, contiene esta frase una verdad profunda y a la vez trivial, cotidiana, que conviene recordar y que es indispensable en la vida espiritual, que también desde esas alturas poéticas se puede bajar a algo que es lo más práctico que ose alma puede anhelar. Levántate, aquilón; ven, austro; soplad sobre mi huerto y exhálense en él los más suaves perfumes. Al leer estas palabras, asombra la audacia del alma que las pronuncia. El alma da a entender con estas palabras que recibe por buenas las alabanzas que le han dirigido, y reconoce que ella es ese huerto cuyas alabanzas canta el Señor con todas sus bellezas y con todos sus encantos; el aceptar como propias todas esas alabanzas sin una protesta humilde, con esa sencillez, parece excesivamente audaz. ¿De dónde nace esta audacia del alma fiel? Nace de que esa alma fiel sabe que todas esas bellezas y todos esos encantos son de Dios, no suyos, y ella no hace más que reconocer con sencillez que los ha recibido con humildad, sin amor propio. Esto es propio de las almas santas, y así procedió San Francisco de Asís, al que vemos en su vida cantar y reconocer todas las gracias que de Dios ha recibido. Pero esta respuesta no basta aquí, pues es otra la razón que el alma fiel tiene para hablar de esta manera. El alma ha descubierto que Dios se recrea en ella, porque ve en el huerto de su alma las fuentes, las flores, los frutos que lo hermosean, y el alma entonces, fuera de sí, como quien ha descubierto el modo de aprisionar a su Señor, anhela que Jesús venga a ella atraído por los aromas y perfumes de sus flores y frutos. El deseo, el gran deseo que esa alma tiene de unirse a Jesús es el que la hace creer todas esas alabanzas. Hay aquí algo de santa locura. El corazón sale de sí. Nosotros somos pequeños, tímidos, y cuando nuestro corazón no se mira a sí, sino que pone 144
sus ojos en Dios; cuando se olvida de sí mismo para no pensar más que en Dios, entonces, olvidándose hasta de sus propias miserias, se lanza con tal ímpetu en busca de su felicidad, que de aquí nace esa audacia que señalábamos en sus palabras. Prescindiendo de todas esas expresiones poéticas, prescindiendo de ese desatinar del alma, de esa santa locura, fijémonos en esta verdad universal, y es que el alma en gracia es huerto de Dios, entre sus flores mora Dios. Esto es así siempre, aunque en ese alma faltan los desatinos de la caridad. El alma de que habla el Cantar de los Cantares no se contenta con eso, no le basta saber y oír que es huerto cerrado, en el que las flores y los frutos esparcen sus aromas; no. Pide algo extraño, invoca al aquilón y al austro, y les pide que soplen sobre su huerto para que se exhalen de él los más suaves perfumes... Si aquí sólo se ve el deseo de que a Jesús no le quede nada oculto en el alma, esto es infantil; aquí parece más bien que de lo que se trata es del ardiente deseo de obligar al Señor a que venga a morar en el huerto. Pero ¿por qué lo dice de una manera tan extraña, invocando al aquilón y al austro, al helador del Norte y al abrasador del Mediodía? Parece que debía el alma suplicar al Señor que El cuidase de su huerto, lo cultivase y morase allí entre las flores cultivadas por su amor; pero invocar a los vientos para que vengan y lo destrocen, y así atraer al Señor, es algo extraño. Mas no lo es en la realidad. Aquí se encierra una lección importantísima para la vida espiritual. Hay una gran diferencia entre el alma fervorosa, que se ha entregado de veras a Dios y que ve y busca a Dios en todo, y las almas tibias, amigas de sí mismas. Las almas fervorosas tienen un instinto sobrenatural, una habilidad divina para encontrar a Dios en todo: en lo próspero y en lo adverso, en el amor y en el desamor de las criaturas, del que sacan el fruto de despegarse de ellas; en las alegrías, que miran como migajas que les caen de la mesa del Padre celestial, y en las lágrimas, porque saben unirlas con las de Jesús; en sus fervores, que son como un vuelo que las acerca a Dios, y en sus sequedades y desolaciones, que las unen con Jesús en el huerto de la agonía. Siempre encuentran a Dios, nada hay que las estorbe para unirse con El; diríase que desafían a todas las criaturas, seguras de vencerlas. Así son las almas santas. Todo lo contrario es la condición de las tibias. Hasta en las cosas santas encuentran tropiezos; donde hay la menor cosa, ellas sacan más, van mendigando el amor de las criaturas; su desamor las desilusiona y las llena 145
de amargura, porque no buscan a Dios, sino que se buscan a sí mismas. Si tratan con Dios, no le buscan a El, sino sus consuelos, y así por todas las sendas espirituales o temporales de la vida convierten en daño lo que debía serles provechoso. Al alma santa no le preocupa nada de lo que en torno suyo acontece: ni persecuciones ni alabanzas, ni día claro ni tempestuoso. Sólo le preocupa a ese alma que Dios sea glorificado. Y como Dios puede ser siempre glorificado, de ahí que nada le turbe. Las flores crecen lo mismo en la bonanza que en la tempestad. Quizá cuando es más recia ésta y más la agitan los vientos es cuando más y mejor esparcen sus perfumes y son más penetrantes sus aromas. Desea que Jesús se sienta atraído, venga a morar en su huerto y que en él se encuentre bien. De ahí que el alma se atreva a aceptar esas alabanzas por el deseo que siente de que entre en su huerto, de unirse con El. Es el deseo de Jesús el que la hace set audaz. Todo aquello que las ejercita lo reciben estas almas con alegría, y, cuando nada las ejercita, lo sienten, temen que sus flores no den olor. La manera más corta para santificarnos es hacer que cada cosa que encontramos en nuestro camino nos ejercite en la virtud, y nos sirva así para unirnos a Dios. Es ver a Dios en todo y que todo nos lleve a Dios. No hay que esperar el milagro de Pentecostés para santificarse. Ha de ser éste como el crecer insensible de las flores; poco a poco, día por día, en las cosas pequeñas y prosaicas de la vida; en ese crecer que apenas se nota está la santidad del corazón. No pensemos que hacemos nada, no. Estamos cuidando el huerto para Jesús. Así se dilata el corazón. Así hay perfume de amor, que le roba el corazón y hace encantadora la labor cotidiana. Así cultivaremos nuestro huerto, y sus flores atraerán a Jesús, que se embriagará con sus perfumes. Quiera el Señor que nuestra vida se pase en cultivar nuestro huerto. Pidámosle que transplante al nuestro las flores que crecen en el de su corazón divino, que hermosee nuestras almas para que more y descanse y se recree en ellas Jesús, que así tendremos en la tierra el gozo que preludiará el que tendremos con El en el jardín eterno de la gloria. DIA NOVENO «¿Quién nos apartará de la caridad de Cristo?» (Rom 3,35) Estas palabras del Apóstol forman parte de un verdadero himno que el Apóstol intercaló en su carta famosa a los romanos. En uno de esos momentos en que se sentía dominado de una manera efusiva y 146
extraordinaria por la caridad que siempre ardía en su pecho, habló de esta virtud con tal vehemencia, con tal entusiasmo y con tal seguridad, que más se asemeja esta epístola a un canto de victoria que a una carta. Seguramente todos conocen aquel párrafo en que el santo Apóstol hace una enumeración de los peligros por los cuales él había pasado: el frío, el hambre, la sed, la desnudez, los naufragios, etc. Y, como si aludiera a esa lucha, responde ahora que nada visible ni invisible ni criatura alguna podrá ser capaz de apartarle de la caridad de Cristo. Estas efusiones, que son, indudablemente, las más llenas del corazón del Apóstol, pueden tener dos interpretaciones. Al leerlas, se han preguntado los teólogos si esta frase: ¿Quién me separará de la caridad de Cristo?, la dice el Apóstol refiriéndose al amor que Jesucristo le tiene a él o al amor que él tiene a Jesucristo. Se dividen los pareceres. Unos dicen que estas palabras se refieren al amor de San Pablo a Jesucristo. Los otros opinan que el Apóstol alude al amor que Jesucristo le tiene a él. Unos dicen que el Santo habla así por la seguridad que tiene de que nada ni nadie le separará a él de Jesús. Otros dicen que San Pablo está tan seguro de que Jesucristo le ama, que se pregunta quién sería capaz de separarle de ese amor que Jesucristo le tiene. No cabe duda que esta frase puede tomarse en los dos sentidos. Pero parece que, cuando el Apóstol habla de Dios, y más aún cuando habla de Jesucristo, no puede hablar sino de la caridad en que ese corazón divino se abrasa y del amor inmenso e infinito que nos tiene. En este sentido lo tomaremos nosotros. Principiábamos esta novena diciendo que el Señor había lanzado las huestes de su amor misericordioso para conquistar el castillo de nuestro corazón, y la terminamos con las citadas palabras del Apóstol, con la seguridad de que Jesús nos ama. Quiera el Señor que este sentimiento quede tan profundamente grabado en nuestras almas, que sea nuestro consuelo, aliento y esperanza hasta la hora de la muerte. Esta epístola de San Pablo es muy difícil de interpretar. Quizá sea la más ardua de todas. Los comentadores la dividen de diversas maneras. Al hacer la síntesis de ella, ordenan las ideas del Apóstol de maneras distintas, buscan una idea dominante, y en torno de ella agrupan las demás. Entre estos pareceres diversos hay uno que nos servirá ahora. Alguien cree ver en la primera parte un canto triunfal, como si quisiera el Apóstol mostrar todos los enemigos que el hombre tiene y mostrarnos que todos ellos han 147
sido vencidos por Jesucristo. Al enumerarlos, recuerda los tres enemigos principales que todos tenemos: la concupiscencia, el pecado y la muerte. San Pablo anda a vueltas con estas tres ideas, y no está de más que en efecto quiera demostrar cómo Jesús triunfa de sus tres enemigos. Es indudable que esas tres ideas flotan y que Jesús aparece como triunfador. Pero no sabemos con certeza si es esto sólo lo que San Pablo propone. Apliquemos estas ideas a las palabras citadas al principio y hagámoslas penetrar en nuestras almas. Esos tres enemigos, ¿serán vencidos en mí por Jesús? ¿Me sigue Jesús amando de manera que venza en mí esos enemigos y pueda yo decir con San Pablo: ¿Quién me separará de la caridad de Cristo? Nosotros, cuando pensamos en el amor del corazón de Jesús, solemos emplear metáforas; por ejemplo, llamarle, como Santa Margarita María, «hoguera de amor», «horno encendido», etc. Esta devoción es un supremo esfuerzo de su amor. Consideremos, pues, los beneficios que el Señor nos ha hecho; y más aún que esos beneficios, consideremos el amor con que nos los ha hecho. Y como sabemos que brotaron de su corazón a impulsos de su amor y que nos ha entregado su mismo corazón, fuente de todo amor, estas ideas y máximas tienen para nuestra alma una luz nueva, nos confortan el corazón. Podemos decir que son algo que pudiéramos llamar un cielo, la suprema consolación de la vida, Pero en este cielo se atraviesan nubecillas, y exclamamos: «Ese amor de Jesús es verdad; ¿pero es a mí? ¿No le he inutilizado yo muchas veces? ¿No le he atado yo las manos a Jesús? ¿No impedí yo su amor?» Y estas nubecillas nos hacen temer y nos impiden decir con San Pablo: ¿Quién me separará del amor de Cristo? Los tres enemigos que pueden estorbar en nuestras almas el amor de Dios son nuestro natural, la muchedumbre de nuestros pecados y las penas que merecemos por esos pecados. Ante un natural tan mal inclinado, tan voluble, tan inconstante, tan difícil para las cosas de Dios, tan pedregoso para que en él crezcan las flores de las virtudes; un alma que ha multiplicado sus pecados, que es tan miserable y que por ellos no merece más que castigo y que Dios se aparte de ella, suele ante estas dificultades exclamar: «¡Es imposible! » No podemos decir con el Apóstol: ¿Quién nos separará de la caridad de Cristo? 148
Hay almas de un natural suave, fácil, dulce; otras, de un natural vehemente, tempestuoso, agitado, que hasta les parece que nunca podrán vencerle; y, al verse con tantos pecados y tan miserables, se desaniman, se desalientan, se les tronchan las alas. Si el alma que peca se separa del amor de Dios y no merece sino que Dios la castigue, ¿cómo podrá decir las palabras de San Pablo? Y, aunque hemos pedido perdón, no acertamos a creer que Jesús nos ha perdonado... ¿Qué derecho, pues, tenemos para esperar las efusiones de su amor? Tenemos derecho a esperar de su justicia el castigo; pero ¿cómo podremos esperar sus misericordias? Todo esto son nubes que a veces se hacen tan densas, que se convence uno de que Dios no puede, no, amar cosa tan miserable. Con esto desaparece la fe de nuestro espíritu, perdemos la fortaleza, el corazón nos parece un campo estéril. Todo esto es falso. No es el camino de verdad, de vida, de humildad, porque no nos lleva a Dios, y perdemos la esperanza. ¿Cuál es el camino? A pesar de nuestro natural mal inclinado, a pesar de la muchedumbre de nuestros pecados, a pesar de los castigos que en justicia merecemos, a pesar de nuestras miserias, podemos y debemos levantar la cabeza, creer en Dios y confiar en Dios. Con un natural como el nuestro, ¿queréis que Dios no nos mire con compasión? Si fuésemos como los ángeles, nuestra responsabilidad sería absoluta; pero, presentando a Jesús esa inconstancia de nuestro propio corazón, El se compadece de nosotros. ¡Si Jesús despliega el caudal de sus misericordias para sacarnos de la servidumbre del pecado! ¡Si aumentan sus misericordias a medida que crecen nuestras miserias! ¿Para quién su corazón de padre tendrá ternura y amor sino para el hijo enfermo? Jesús nos mira, nos ama. No, nuestros pecados no pueden impedir el amor de Jesús a nuestras almas. Hay dos clases de amores. Se ama a una persona por lo que es o por lo que se quiere que sea. Dios no puede amarnos cuando estamos en pecado por lo que somos, pero despliega las alas de su amor, y, ya que no puede amar el pecado, ama la reconciliación, que nos hace hijos suyos. Nos ama para que seamos suyos. 149
Nos ama para sacarnos de nuestros pecados y miserias. Para purificar nuestro corazón y hacerlo capaz de recibir sus gracias. Para resucitarnos a una nueva vida. Y así, aun en medio de nuestros pecados, podemos decir con el Apóstol: ¿Quién me separará de la caridad de Cristo? Las penas que merecemos por nuestros pecados no son sino designios ingeniosos del amor de Dios. Dios es justo. El hombre tiene que pagar la pena que debe por sus pecados. Imponer penas, más parece justicia que amor. Cuando el amor es verdadero, se manifiesta en el modo de luchar. Si entre amigos ha habido ofensas, el ofensor tiende a pedir castigos; el ofendido, a atenuar la falta, a perdonar. Dios agudiza su amor. Nosotros debemos buscar la justicia que merecemos. Si sabemos de amor, querremos ser rigurosos con nosotros mismos. Ahí está la mayor manifestación de amor: que el alma parece que quiere borrar hasta el recuerdo de la falta que cometió. Y es un consuelo pensar que podemos sufrir por nuestras culpas. Pero Jesús quiere olvidar, es compasivo, quiere disimular, y nos dice, como a Santa Margarita María, que en su corazón encontraremos el tesoro para pagar lo que debemos; su cruz, su sacrificio divino, son para nosotros. El ha querido pagar la deuda que no hubiéramos podido pagar nosotros. En medio de las penas, de las pruebas, de los sufrimientos, de la cruz, interviene el amor de Dios. Aun, pues, mirando esas penas que hemos merecido, no podemos dejar de decir: ¿Quién me separará de la caridad de Cristo? Tenemos la seguridad del triunfo. Esta es la confianza de nuestro corazón: el amor de Jesús está en nosotros, y no hay más que un modo de perder ese amor. Y es cuando el alma se obstina y le rechaza. ¿Qué digo? Ni aun así, que entonces el amor de Jesús asalta el castillo de nuestra alma y se obstina El también en ganarnos el corazón. Nosotros, cuando tememos, nos ofuscamos; no sabemos leer debajo de las cosas y ver que allí está palpitando el corazón de Jesús, que, a pesar de todo, nos sigue amando con amor perdonador, con amor infinito, incansable, misericordioso. Cuando miramos, por un lado, lo que somos, y, por otro, vemos el espectáculo del amor de Dios, sus excesos por nosotros, ¿es posible que no amemos a ese Dios? ¿Es posible no darse a Jesús, no abandonarlo todo, no entregarse del todo, no amar con locura a ese Jesús que tanto nos ama y 150
exclamar con San Pablo: Nada será capaz de separarme de la caridad de Cristo? Nada ni nadie me arrebatará ese tesoro, porque yo entregaré mi libertad a Jesús para no poder nunca perderlo. Si supiéramos cómo nos ama Dios, no podríamos temer que nos deje de amar. Viviríamos de su amor. Tendríamos fuerzas para cumplir su ley santa. El amor lo puede todo. Sería más fuerte que la muerte y más tenaz que el sepulcro. Conozcamos ese amor de Dios, Dejemos entrar en nuestro corazón el fuego del amor divino. Y, confundiendo nuestro corazón con el corazón de Jesús, podremos decir ahora y a la hora de la muerte: ¡Nadie podrá apartarnos de la caridad de Cristo!
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Novena al Sagrado Corazón de Jesús, 1938 predicada en Sevilla (PP. Jesuitas), junio 1938 DIA PRIMERO «Es menester que yo evangelice el reino de Dios, porque a eso he sido enviado» (Lc 4,43) El reino del divino corazón es la preocupación que tenemos todos los españoles en el momento presente. Los que están combatiendo en el frente de batalla y los que permanecemos en la retaguardia, vemos la guerra actual como una cruzada por el reinado del Sagrado Corazón, y todos andamos inquietos y anhelosos preguntando al Señor, como los apóstoles el día de la ascensión, aunque con más luz sobrenatural: ¿Vas a restablecer el reino de Israel? (Act 1,6). De este anhelo que nos domina y acapara quisiera hablaros durante la novena que hoy empieza. No para encenderos en deseos de ese reinado, puesto que no es necesario, sino más bien para ayudaros, en cuanto yo pueda, a que tengáis una idea cada vez más clara y profunda del reinado de Cristo y del modo más eficaz de cooperar a su triunfo. Mil veces habéis oído hablar de esta materia. Tiempos hubo, y todos los hemos conocido, en que la realeza de Cristo vino a ser como un tópico ineludible de sermones y conferencias. En las mismas novenas del Sagrado Corazón os habrán recordado muchas veces cómo Santa Margarita María, la evangelista y apóstol de la devoción al Sagrado Corazón, pidió al rey de Francia que pusiera la imagen de este corazón divino en las banderas francesas y a El se consagrara con su pueblo. Las luchas que tuvo que sostener la devoción al Sagrado Corazón contra jansenistas e incrédulos y las mismas luchas de la Iglesia en el siglo XVIII, de las cuales fue un episodio el calvario de la Compañía de Jesús, parecen desarrollarse en torno al reinado de Jesucristo. Todo esto ha llevado con frecuencia a los oradores a hablar del reinado del divino corazón dentro del marco de la historia contemporánea, con la finalidad de hacer sentir el trágico derrumbamiento de la Europa cristiana y trazar las rutas por donde se ha de caminar para restaurarla. A veces se ha 152
concentrado el pensamiento en las causas y fenómenos políticos para ver a la luz de ellos el derrumbamiento y la restauración. No es eso lo que yo desearía hacer en estos días. Yo desearía más bien que miráramos al reinado del divino corazón a la luz del Evangelio para que alcanzáramos una visión más clara, más elevada y profunda de ese divino reinado, de los enemigos que lo combaten y de lo que podemos hacer nosotros para defenderlo con victoriosa eficacia. Por iluminadas que sean las palabras de Santa Margarita —y lo mismo podemos decir de todos sus cooperadores—, no son más que una centellica del Evangelio, y por transcendentales que sean las causas políticas en el desarrollo de la historia, hay otras mucho' más profundas y decisivas, ocultas en las entrañas mismas de la vida de las naciones, que sólo se descubren a la luz del Evangelio. Por eso, en el Evangelio quisiera buscar lo que habéis de oír estos días. El Evangelio es como una región serena de límpida verdad y de paz profunda. Y, si acertamos a vivir en esa región, encontraremos las verdades purificadoras que tanto necesita el mundo y que tanto necesitamos cada uno de nosotros para no confundir el reino de Dios con visiones falaces y no luchar por él como azotando vanamente el aire. Acordémonos de que somos cristianos, y como tales tenemos que movernos en las alturas sobrenaturales de la fe. Transpongamos los estrechos horizontes donde nos encierran nuestras preocupaciones temporales y la cortedad de nuestra razón, y así mereceremos contemplar la gloria del reino de Dios y veremos delinearse con figura inconfundible las sendas por donde hemos de llegar hasta El. Para empezar a levantarnos a esas alturas consideremos hoy los anhelos del reino que había en el corazón divino de Jesús mientras vivió en la tierra, y que los evangelios dejan transparentarse en todas sus páginas. Así avivaremos en nosotros los deseos de ese reino y al mismo tiempo los perfeccionaremos, aprendiendo en Cristo Jesús cómo han de ser. Sentir deseos perfectos del reino de Dios es como un primer vuelo del alma hacia El. El evangelista San Lucas, después de haber contado las tentaciones de Jesús en el desierto, dice, abreviando lo que los otros evangelistas nos dicen con más pormenores, que Jesús regresó a Galilea en la virtud del Espíritu Santo, y le difundió por toda la comarca la fama de El. Y El enseña en las sinagogas de ellos, siendo glorificado de todos. Recuerda en seguida cómo entró el divino Maestro en la sinagoga de Nazaret y cómo le 153
arrojaron fuera de la ciudad y quisieron despeñarle por un precipicio próximo. Y luego añade que bajó a Cafarnaúm, a orillas del lago de Genesaret, y allí predicó e hizo milagros. De acuerdo con San Marcos, San Lucas cuenta cómo empleó allí Jesús todo un día de sábado y cómo al día siguiente se encaminó a un lugar desierto. Las turbas de Cafarnaúm, enardecidas por lo que habían visto, le buscaron hasta encontrarle, y le retenían para que no se marchase de ellos. Fue entonces cuando Jesús pronunció las palabras que hemos puesto al frente de este sermón: También —dijo— a las otras ciudades es menester que evangelice yo el reino de Dios, porque a eso he sido enviado. La misión que había de cumplir mientras anduviera predicando a los hombres era ésta: evangelizar el reino de Dios. Y de tal manera la cumplió, que, cuando quieren los comentadores del Evangelio resumirlo todo en una verdad que sea como el centro de las predicaciones del Redentor, eligen invariablemente la del reino de Dios o reino de los cielos, que repiten sin cesar los evangelistas, sobre todo los tres primeros, y agrupan en torno de ella las demás con la facilidad de las síntesis más acertadas y completas. Por aquí podemos ver que el designio fundamental de Cristo Jesús en sus divinas predicaciones, y, por consiguiente, el deseo de su corazón que dominaba todos los deseos, era éste: evangelizar el reino de Dios. Pero no nos contentemos con repetir y comprobar de una manera genérica esta afirmación, que, aunque en realidad lo dice todo, no se hace sentir con toda su fuerza hasta que se desarrolla y analiza en algunos de sus aspectos. Intentemos analizarla, o, mejor, verla realizada en concreto por nuestro divino Redentor. Cuando apareció Jesús públicamente en Palestina palpitaban en el pueblo de Dios múltiples problemas de esos que apasionan con la mayor vehemencia a los hombres. El problema de la unidad nacional se presentaba de un modo agudo y amargo. San Lucas nos describe la desmembración política de Palestina y de las regiones adyacentes cuando empezó a predicar el Bautista con estas palabras: El año decimoquinto del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Piloto procurador de Judea, y tetrarca de Galilea, Herodes, y Filipo, su hermano, tetrarca de Iturea y de la región de Traconilide, y Lisanias tetrarca de Abilinia... (3,1). Al problema de la unidad nacional se unía el de la independencia, pues si una parte de la tierra estaba dominada por la dinastía usurpadora de 154
los Herodes, es porque había caído en las garras de Roma, todavía más odiosas. Estos problemas, con ser tan apasionantes, no eran, sin embargo, los más profundos, pues había una desmembración espiritual en el pueblo mucho más íntima que la desmembración política. La división profunda en partidos, que tenían a la vez significación religiosa y política y que fue tan desastrosa en tiempo de los asmoneos, subsistía estereotipada en una rigidez inflexible y hasta aumentada por extremistas como los celantes y los esenios. En el ambiente continuaba vivo otro problema que en nuestros días llamaríamos cultural, y que principalmente estaba constituido por las relaciones entre el mundo greco-romano y el mundo judío, y que se agudizaba por la extensión que había tomado la diáspora. Y así nos sería fácil ir señalando otros problemas que complicaban la vida del pueblo de Dios. Recordad, aunque sólo sea en conjunto y de un modo superficial, estos problemas, y mirad luego la posición de Cristo nuestro Señor frente a ellos. Veréis que, en general, prescinde de ellos. Jamás entró en aquellas contiendas políticas. Jamás abrió una discusión acerca de la cultura grecoromana. Jamás bajó a la arena caldeada de la lucha de los partidos. Siempre vivió en las alturas divinas del reino de Dios, consagrándose a darlo a conocer a todos, sin acepción de personas. Parece como si de tal manera estuviera absorto en la predicación del reino, que las demás cuestiones casi no existieran para El. Y no es que no llegaran a su corazón divino los trabajos y vicisitudes de su pueblo, del pueblo de su predilección. Es que El sabía que, si establecía en aquel pueblo el reino de Dios, quedaban resueltos todos los problemas de un modo mucho más verdadero y más profundo que los que excogitaban los hombres atormentándose y combatiéndose. Es que El sabía que en todos los ambientes culturales y políticos se puede depositar la levadura del reino que acabe transformándolos. Es que la soberanía de su Padre celestial sobre los hombres merecía sus trabajos y afanes infinitamente más que las rastreras preocupaciones de los hombres carnales y mundanos, y El sabía muy bien que para establecerla no eran prenotandos indispensables las revoluciones políticas o culturales. Lo que necesitara ser destruido saltaría, corno los odres viejos que se llenan de vino nuevo, cuando germinara la semilla del reino de los cielos. 155
Por eso, el amor y el deseo del reino era en su corazón, en cierto modo, exclusivo y absolutamente preponderante y avasallador. En la trama de sus afanes apostólicos vivía como entrañada aquella verdad divina que un día formularía El diciendo: Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura (Mt 6,33). En Jesús, el amor del reino no era una fórmula artificial para encubrir con verdades gloriosas otros designios del corazón. Era algo infinitamente más profundo y verdadero y, sí me permitís la frase, más apasionado. No sé decirlo de otro modo y además me parece exacta la palabra. Hay una pasión de amor que es muy divina, y que no podía faltar en Cristo Jesús. Esa pasión de amor la puso íntegra en su reino. Los que viven amorosamente apasionados, ven siempre y en todo lo que aman, o mejor, en lo que aman ven todas las cosas. Así, Jesús en todo veía su reino y en orden a su reino lo veía todo, como si en cierto modo le dominara una divina obsesión del reino. Permitidme esta manera de hablar. Con ella quiero recoger en una frase algo que los santos evangelios nos ponen con evidencia delante de los ojos y que nos hace sentir cómo amaba su reino Jesús. Vosotros conocéis muchas parábolas del Evangelio, Sabéis que Jesús convertía en parábolas cuanto le rodeaba, como para dejar en todo huellas indelebles de su predicación que los hombres se vieran precisados a recordar siempre. Las labores del campo sirvieron de imágenes a las parábolas del sembrador, del grano de mostaza, del trigo y la cizaña, de los trabajadores de la viña, de la viña misma y de otras varias; las labores domésticas, las parábolas del remiendo, de la mujer que barre la casa para buscar la dracma, de la levadura, de los criados; la vida social, a las que tienen por base los banquetes, las invitaciones a ellos, los diversos puestos del festín, las bodas, los negocios y el gobierno de la hacienda o de los reinos; el lago le sugirió la parábola de la red; el comercio, la de la perla preciosa, y, por este mismo estilo, diversas circunstancias de la vida otras parábolas. Todo quería Jesús que fuera vehículo de sus divinas enseñanzas. Si recorréis con el pensamiento la serie de parábolas, veréis que todas se refieren, más o menos, al reino de Dios y que muchas hablan directamente de él. El grupo más conocido, el que ha conservado San Mateo en el capítulo 13 de su evangelio, y que suele llamarse con el nombre de «parábolas del lago», porque lo predicó el Señor desde una barca a gentes que estaban en la orilla del mar de Tiberiades, no es otra cosa que una descripción maravillosa del reino de Dios en sus aspectos más fundamentales. 156
¿Y no nos dice este hecho a que aludimos, este pensar siempre en el reino y verlo en todas las cosas, que Jesús lo amaba con un amor divinamente apasionado, con un amor parecido a aquel que solemos sentir nosotros hacia lo que es el sueño de toda nuestra vida? ¡Oh! ¡Qué hermoso es ver a Jesús así enamorado del reino de los cielos, que es su reino! ¡Cómo nos descubre la divina pasión con que deberíamos amarlo nosotros! ¡Dichosas las almas que viven así enamoradas! Tienen un corazón como el corazón de Cristo. Sobre todo si saben llevar ese amor hasta el supremo sacrificio, como lo llevó Jesús. El Calvario fue mirado por los enemigos de Jesucristo como el fracaso de su reino. ¿Qué otra cosa significa aquella amarga ironía: Si es Rey de Israel, baje ahora de la cruz y le creeremos? (Mt 27,42). En cambio, las almas iluminadas por la fe veían en el Calvario la conquista del reino. Así lo veía el buen ladrón cuando exclamaba: ¡Acuérdate de mí, Señor, cuando vengas en el reino tuyo! (Lc 23,42). Mirado superficialmente, el Calvario es un fracaso decisivo; pero, mirado con ojos de fe, es el decisivo triunfo del reino, como canta la iglesia: Regnavit a ligno Deus. La clave del misterio del Calvario está en las enseñanzas y símbolos del Antiguo Testamento, como, por ejemplo, en las páginas que dedica Isaías al Siervo de Yahvé; pero mucho más en los escritos del Nuevo Testamento. Mirado el Calvario a la luz de la revelación, es, como acabamos de decir, la conquista del reino. Recordemos aquellas sublimes páginas del Apocalipsis en que se nos muestra el Cordero de Dios tanquam occisus, como inmolado, y los animales simbólicos y los veinticuatro ancianos cantando un cántico nuevo que dice: Digno eres de lomar el libro y de abrir sus sellos, porque fuiste inmolado, y con tu sangre nos compraste para Dios, de toda tribu, y lengua, y gente, y los hiciste para el Dios de nosotros reino y sacerdocio, y reinarán sobre la tierra (5,9). Jesús, porque fue inmolado, con su sangre conquistó el reino de Dios para los hombres. Fue ésta obra de su amor al reino, como taxativamente lo dice San Pablo a los efesios: Amó a la Iglesia, que es su reino, y se entregó a sí mismo por ella a fin de santificarla, limpiándola en el baño del agua con la palabra para presentarse a El sin mancha, ni arruga, ni cosa alguna tal, sino que sea santa y sin mancilla (5,25). Amor de sacrificio y de completa inmolación fue aquel con que Jesucristo amó al reino de Dios; y ese sacrificio, esa inmolación, se consumó sobre el Calvario. Por eso veían los Santos Padres a la Iglesia brotando del corazón de Cristo abierto por la lanza como fruto de su amor y de su holocausto. 157
Todo lo dio por el reino, como el mercader de la parábola evangélica por la perla preciosa. Tuvo para el reino el supremo amor que El mismo describió en el sermón de la Cena, diciendo: Ninguno tiene mayor amor que éste, que uno ponga su vida por sus amigos. Recoged en una breve síntesis cuanto llevamos dicho, y veréis que Jesús amó su reino como la gran misión que traía a la tierra, con una solicitud amorosa que le hacía oír siempre y en todas las cosas la palabra del reino; y con un amor tan sin límites, que le condujo a la cumbre más excelsa del sacrificio. Por aquí veréis cuál ha de ser nuestro amor al reino de Dios. Ese amor debe ser el centro y la meta de toda nuestra vida. Para eso nos ha dado el ser de naturaleza y gracia Dios nuestro Señor. Aquí, en la tierra, somos peregrinos y conquistadores del reino de los cielos. Los que no son cristianos podrán forjarse otros ideales para desgracia suya. Nosotros los cristianos, que por gracia de Dios vivimos en la verdad y no corremos en pos de sombras vanas y engañosas, confesamos con alegría y gratitud que toda nuestra vida debe ir ordenada a la posesión de ese reino, y a esta posesión debe subordinarse todo lo demás. Más aún, sabemos que Dios nos ha elegido para ser sal de la tierra y luz del mundo; es decir, para propagar y defender el reino de Dios cada uno según su propia vocación; ésa es nuestra misión y nuestra gloria. El buen Jesús ha querido asociarnos a su misión divina. Pero, si queremos que haya en nosotros los sentimientos que había en el corazón de Cristo, es menester que nuestro amor al reino de Dios sea apasionado como el suyo; es decir, que todo lo que forma nuestra vida y el ambiente de nuestra vida sea vehículo de ese amor, unas veces porque nos encienda en él y otras veces porque nos sirva de medio u ocasión para encender a los demás. Que en todo veamos el aspecto que al reino se refiere y todo nos lleve a él. Dios en su adorable providencia ha hecho que cuanto somos y tenemos pueda convertirse en medio para conquistar el reino de los cielos, sea mediante renuncias generosas, sea mediante un uso santo, y nosotros, como dominados por un solo amor, verdadero ideal y norte de nuestra vida, todo lo hemos de subordinar al reino, todo lo hemos de convertir en incentivo del reino y en lucha por el reino. De tal manera ha de ser apasionado nuestro amor al reino, que ni retrocedamos ni titubeemos ante ningún sacrificio por grande y doloroso que parezca. Por lograr que el reino de Dios se establezca en nosotros o en los demás, hemos de estar dispuestos a afrontar dolores y persecuciones; a 158
emprender lo que más cuesta a nuestra naturaleza corrompida, a la negación más generosa de lo nuestro y de nosotros mismos. Y esto no sólo cuando se trata de defender la existencia misma del reino, sino también cuando sólo se trata de su mayor gloria y hermosura. No se trata aquí de un amor apasionado y de sacrificio, como los que ponemos en nuestros empeños terrenos, sino como los de Cristo, es decir, sobrenaturales en todos sentidos, que para nosotros significa fundados en la fe y vivificados por la gracia del Señor. Terminemos estas reflexiones dando gracias a Dios Padre, para emplear una frase de San Pablo, que nos capacitó para tener parte en la herencia de los santos en la luz; el cual nos sacó de la potestad de las tinieblas y nos traspuso al reino del Hijo de su amor (Col 1,12), y pidiéndole que no permita nunca que por nuestras infidelidades perdamos ese reino. Que el divino corazón nos abrase en su amor al reino para que de él vivamos en el tiempo y en la eternidad. DIA SEGUNDO «El reino de Dios está dentro de vosotros» (Lc 17,21) Para expresar los deseos del reino que tiene el divino corazón de Jesús empleaba ayer la palabra sueño. Empleaba esta palabra, primero que todo, para subrayar, diríamos, el apasionamiento divino con que el Señor se deja arrebatar por este deseo. La empleábamos también porque, cuando de veras deseamos una cosa, la idealizamos como un sueño. Y así veía el Señor su reino como una imagen arrobadora, y El lo iba perfilando, matizando, para que correspondiera al ideal de su divina sabiduría. ¿Cuál es, pues, la imagen divina que el Señor perfila y matiza de esta forma? Para comprender la visión espléndida de Jesucristo sería preciso sentirnos arrebatados y que nuestros deseos fueran más ardientes y más arrolladores, y quizá entonces entenderíamos un poco el sentido de esta palabra reino; y así, cuando la repitieran nuestros labios, no sería del todo una quimera, y entonces sería el reino auténtico, real y verdadero de Cristo. Conviene, pues, hablar hoy de lo que el Señor entiende por este reino. 159
Vamos a intentar describir la visión del reino de Cristo. El la describe con estas palabras en su Evangelio: El reino de Dios está dentro de vosotros. Intentemos, pues, bosquejar los misterios de este reino. La idea del reino que nos proponemos explanar en este novenario está expuesta en los libros del Antiguo Testamento, principalmente en los profetas, y también en algunos salmos, como, por ejemplo, en el segundo, en el que se describe la lucha de las potencias desatadas contra el reino de Cristo. En las visiones del profeta Daniel, la de las cuatro bestias, aparecen alegorías de este reino. El lo cuenta así en el capítulo séptimo: Los cuatro vientos del cielo combatían o chocaban entre sí en el mar grande. Y cuatro grandes bestias diversas entre sí salían del mar. La primera era como una leona y tenía alas de águila. Mientras yo la miraba, he aquí que le fueron arrancadas las alas, y se alzó de la tierra, y se tuvo sobre sus pies como un hombre, y se le dio un corazón de hombre; y vi otra bestia semejante a un oso, que se puso a su lado, la cual tenía tres órdenes de dientes, y le decían así: «Levántate, come carne en abundancia». Después de esto estaba yo observando, y he aquí otra bestia como un leopardo; y tenía en la parte superior cuatro alas como de ave; y tenía esta bestia cuatro cabezas, y le fue dado a ella el poder. Sigue así el profeta describiendo la visión nocturna de los cuatro monstruos, y al fin llega a describir al anciano, que él llama de muchos días, con vestiduras blancas como la nieve; su trono, como llamas de fuego; eran millares de millares los que le servían, y mil millones o innumerables los que asistían a su presencia. Sentóse para juzgar, y fueron abiertos los libros o procesos. Va describiendo después cómo a las cuatro bestias se les quita el poder y una es echada al fuego. Y entonces aparece entre las nubes del cielo un personaje, que él llama el Hijo del hombre, al cual se le daba el honor, el poder, el reino, el cual decía sería indestructible, eterno. Aquí, pues, en este libro del profeta, está esbozado el reino; pero la visión clara de este reino sería cuando Cristo la descubriese; entonces las oscuridades se iluminarán. El panorama de este reino visto por Cristo tenía, primero, términos definidos y concretos; segundo, perspectivas luminosas y oscuras; tercero, lejanías misteriosas, Los términos de este panorama pueden dar a nuestra vida espiritual un fundamento como base. Estos términos han de ser visibles. El reino de Cristo había de ser, según habían dicho los profetas, visible. Por eso la Iglesia es un reino visible que contemplamos con nuestros ojos y la perciben nuestros sentidos; la estructura jurídica del reino se había de 160
presentar, pues, como una sociedad perfecta, como una autoridad encarnada en la persona que había de regir aquella sociedad; en una palabra, en una forma visible. Y así, cuando vemos a San Pedro, vemos las llaves, y con ellas el poder de perdonar los pecados. En aquella escena deliciosa en la que el apóstol da muestras de su arrepentimiento y amor, y el Señor en recompensa le entrega su rebaño, y cuando le llama piedra angular, vemos igualmente figurado a San Pedro. Y después en aquellas promesas regaladas en las que promete a su reino el Espíritu, que le enseñará, guiará e iluminará. La estructura, pues, del reino es la Iglesia. En vano los herejes querrán desligar a la Iglesia, soñando en un reino misterioso o con el que empezará en la eternidad. Contra esto se levanta toda la autoridad del Evangelio y la tradición. Este reino no vive para las cosas, y, aunque visible, tiene más del cielo que de la tierra. Pasemos adelante y contemplemos las perspectivas llenas de luz divina. Regnum Dei intra vos est. Tomando estas palabras en el sentido de algunos comentaristas y lo que trae la tradición, hemos de ver y encontrar este reino en algo misterioso e inefable que hallaremos en nuestras propias almas, Cuando hablamos de vida espiritual, hablamos de vida interior. Y ya sabéis en qué consiste esta vida de gracia, vida sobrenatural y divina con sus virtudes y dones. La eleva, la infunde el Espíritu divino con su obra misteriosa, a veces callada y ordinaria, y otras con sus prodigios y maravillas, como vemos en muchos santos. En este panorama contemplamos de lleno este reino, esta vida interior, misteriosa, celestial y divina, llena de luz, que ilumina con sus divinos resplandores. Vida de amor, del mismo amor que llena el corazón de Cristo, y que la difunde el Espíritu Santo, como Santa Teresa la describe en su Castillo interior. ¡Toda esta alteza de vida sobrenatural, divina, es lo que quieren decir los misterios del reino: luz, verdad, amor, santidad! Este es el gran misterio de este reino, ante el cual se iban los ojos y el corazón de Jesús. Y para descubrir este reino es donde se derrochan los discursos del Evangelio enseñando e iluminando. Estas perspectivas se mostraban al Señor a veces halagadoras y risueñas; otras, nebulosas y sombrías. Cuando El mora en un alma, y establece su reinado en ella, y va el alma correspondiendo a la gracia, que la lleva de ascensión en ascensión, cada vez conociendo con más profundidad los maravillosos misterios del reino, entonces el corazón de Jesús se sonríe, se complace; pero vienen también nubes densas, oscuridades, que nublan su corazón... Son las almas que El quisiera que brillasen como astros de primera magnitud; pero que, no habiendo 161
correspondido a la gracia, a las finezas de su amor, han quedado como lucecitas pequeñas, mortecinas. Contemplemos, pues, este divino corazón mirando su reino, que unas veces le proporciona complacencia, reposo, regocijo, y otras acicate, dolor, deseo doloroso... El reino de Dios, como vemos, no es una ley, sino una vida que todos los cristianos debemos vivir en nuestros corazones. La visión de este reino comprende, finalmente, una lejanía misteriosa: la eternidad. La visión del Apocalipsis. Allí los ancianos y los santos todos glorifican a Cristo. Las visiones del libro sagrado son como atisbos, destellos, imágenes pálidas del reino, que es la felicidad eterna del cielo. El reino, pues, que deseaba el corazón de Cristo, el reino con el cual soñaba, no es una visión poética, no es un reino caduco; el que entreveía era su Iglesia, y, en medio de ella, las almas dando frutos de santidad. Cuando nosotros digamos: «Corazón de Jesús, venga a nos tu reino», deseemos, anhelemos la vida sobrenatural, la vida divina, la vida de santidad. Ahí es donde debemos poner los ojos y el corazón. Esta es la gloria de la Iglesia de Dios: que sus hijos estén rebosando santidad. Llenar la Iglesia con nuestra santidad, con el buen olor de Cristo, así es como debemos desear el reino de Dios. No seamos como aquellos que describe San Pablo que azotan al viento, sino de aquellos que dejan todo por llegar a la meta y conseguir el reino de felicidad eterno que a todos os deseo. DIA TERCERO «El reino de Dios no viene con observaciones» (Lc 17,20) El profeta Isaías recibió una doble misión de Dios, La primera consistía en anunciar al pueblo de Israel tiempos duros de lucha y combate. Y, entre otros grandes males, le anunciaba la ruina de Jerusalén y la cautividad de Babilonia. La segunda parte de esta misión era más consoladora. Predice días de luz y gloria para este mismo pueblo. Como introducción de esta segunda misión, Isaías anuncia la restauración de Israel y de la teocracia con unas figuras que todos conocemos. Se figura el profeta que por todos los caminos y senderos vendrían profetas que clamarían y exhortarían a preparar los caminos para volver a Jerusalén cubierta de gloria. Valiéndose de metáforas, el profeta va viendo cómo se allanan los caminos, se enderezan 162
las tortuosidades y se suavizan los senderos. En una palabra, cómo se preparaban los caminos del Señor. Podemos ver en esto un recuerdo evangélico. Cuando San Juan Bautista sale a evangelizar y a preparar los caminos que Jesucristo sembraría más tarde con su divina palabra, no hace más que repetir las palabras del profeta, y por boca de Isaías dice: Preparad el camino del Señor, enderezad sus senderos; todo valle será terraplenado, y todo monte o collado será rebajado, y lo torcido enderezado, y los caminos fragosos, allanados (Lc 3,4). ¡Los caminos del reino! He aquí una idea que todos creemos conocer, y que, sin embargo, esconde más cosas desconocidas de lo que suponemos. Existe un punto misterioso y oscuro que no entró en el corazón de los judíos, y que difícilmente entra en las muchedumbres cristianas. Pues bien, de este punto misterioso y oscuro quiero hablaros esta tarde. Pidámosle el Señor por intercesión de su santísima Madre que la palabra divina sea para nosotros torrente de luz y fuente de verdadera vida. Ave María... El reino de Dios no viene con observaciones. Palabras que se leen en el evangelio de San Lucas antes citado, Vamos a apuntar gradualmente la idea a que he aludido acerca de los caminos del reino de Dios, primero dando idea general, y para esto recordaremos también un episodio del profeta Isaías. En tiempo del profeta, Jerusalén se encontraba en circunstancias muy difíciles. Amenazaban su independencia dos reinos: Samaría y Siria. Reyes impíos la gobernaban, y buscaban un punto de apoyo en el imperio asirio, el más poderoso de aquel tiempo, creyendo que de este modo vencerían a sus enemigos y recuperarían su gloria. Con esto se planteaba una cuestión que fue el tormento de los profetas, principalmente de Isaías y Jeremías. Dios había prometido a su pueblo que, si le permanecía fiel en el cumplimiento de su divina ley, lo protegería, lo defendería y, en fin, le salvaría de todas las asechanzas de sus enemigos. Pero hubo una serie de reyes impíos sin fe, llenos de vicios, que, no teniendo luz sobrenatural, querían que las promesas de salvación vinculadas al pueblo de Israel se cumpliesen por medios humanos, y, sin preocuparse del fiel cumplimiento de los preceptos divinos, recurrían a medios políticos para conseguir la salvación, ya fuera buscándola en la poderosa Asiría o en el vecino Egipto. Isaías clamó contra esto, y decía: Vosotros no queréis contentaros con las aguas tranquilas de Siloé, sino que queréis las aguas impetuosas y abundantes del Gran Río. ¿Qué quería decir el profeta con estas palabras? 163
¿A qué aguas aludía? Las aguas del Gran Río eran las riquezas, la fuerza y el poder, y Siloé figuraba el trabajo callado y fecundo de las almas. ¡Qué tristeza le producía al profeta ver que las almas corrían tras las aguas del Gran Río! Pero se negaban a beber las sosegadas, silenciosas y fecundas de la fuente de Siloé. He aquí una idea de los caminos del reino. No son las riquezas ni las grandezas, sino las pequeñeces, que se asemejan a las aguas tranquilas y silenciosas de la fuente de Siloé, las que nos conducen a él. ¿Cuáles son estos caminos? Contando desde luego que hay un contraste con los caminos que conducen a los grandes imperios y los que conducen a los caminos del Señor, trataré de desentrañar este pensamiento. Y, para darle más luz, traigamos un episodio evangélico. San Lucas cuenta que, en cierta ocasión, los fariseos se acercaron a nuestro Señor y le preguntaron cuándo vendría este reino. Vivían los judíos obsesionados por esta idea, y la pregunta fue hecha con intención torcida y aviesa. El Señor, en vez de contestarles directamente a la pregunta, explicó algo de los caminos como había de venir este reino, y dijo: El reino de Dios no ha de venir con muestras de aparato ni de grandeza. El reino de Dios no ha de venir con observaciones; ni se dirá: «Vele aquí»; o: «Vele allá». Con estas palabras un poco misteriosas, el Señor quería decir que el reino de Dios no ha de venir con muestras de aparato ni de grandeza ni de la pompa con que suelen implantarse los reinos mundanos. Imaginaos las fiestas, los honores, las riquezas, la gloria, el poder que brilla al implantarse cualquier reino de la tierra. Pues al instaurar el reino de Dios no ha de haber ninguna de estas señales, y por eso decía el Señor que su reino no había de venir como un golpe teatral, rodeado de la gloria humana; su reino vendría de diversa forma. Pero al mismo tiempo vendría de manera tan clara y manifiesta, de un modo tan patente, que ya cesarían las preguntas inquietas, las ambiciones y los sueños equivocados de reino temporal. Esto es algo de la idea del profeta, y que todavía algunos cristianos contemplan con desilusión, se deshojan sus flores, se desvanece su sueño. ¡Qué fácil es pensar en un reino de Cristo con clarín y tambores, deslumbrante de poder y majestad! ... Pero el reino de Cristo no es esto y sus caminos no los hemos de preparar por ahí. ¿Cuáles son, pues, los caminos de este reino? Recordemos una parábola poco conocida. En el segundo año de su vida pública, el Señor iba recorriendo ciudades, predicando y anunciando 164
el reino de Dios, y un día, saliendo de su morada de Cafarnaúm, se dirigió hacia el lago de Genesaret, y, habiendo entrado en la barca, les habló desde allí con una serie de parábolas que nos ha dejado San Mateo. Pero una que San Mateo no menciona y que la conserva San Marcos nos va a ilustrar ahora. El evangelio dice así: El reino de Dios es semejante a un hombre que siembra su heredad: Ora duerma, ora vele noche y día, el grano va brotando y creciendo sin que él lo eche de ver. Porque la tierra produce de suyo primero el tallo y las hojas; luego, las espigas, y, por último, en la espiga el grano lleno. Y, cuando el fruto está sazonado, luego se le echa la hoz, porque llegó ya el tiempo de la siega (4,26). Parábola sencillísima y al mismo tiempo un poco misteriosa. El Señor quiere mostrarnos lo que ha de ser su reino con una idea que aclara lo que queremos exponer. El reino de Dios germina, crece sepultándose en el surco calladamente; no por la actividad de los hombres, sino por una acción misteriosa de la gracia de Dios, y así, dejado este grano olvidado, con la influencia del cielo, la lluvia, la actividad de la tierra, crece, se desarrolla y produce fruto. Así, pues, vemos que es algo que ha de recogerse lentamente, calladamente, en el surco de los corazones, en lo más profundo de las almas. De este modo será como se cargará de fruto y la mies será abundante. Completad este pensamiento con otra parábola: El reino de Dios es semejante a la levadura que tomó una mujer y la mezcló con tres celemines de harina hasta que la masa quedó fermentada (Mt 13,33). Quiere decir que para establecer el reino de Dios en los hombres hay que depositar primero la levadura santa de la semilla divina, que, transformando los corazones, hará aparecer una sociedad que ofrecerá el pan blanco del sacrificio. Caminos secretos, íntimos, profundos y misteriosos son los que llevan al reino de Dios; ya sabemos dónde volver los ojos cuando queramos establecer el reinado del divino corazón. No en la gloria, no en el poder, sino en las aguas mansas, silenciosas y tranquilas de la fuente de Siloé. Pongamos nuestro corazón en esa levadura, en ese grano, en esas aguas. Deshagamos ilusiones; no miremos, como los judíos, las aguas del Gran Río, sino las aguas cristalinas llenas de vida y fecundidad, que transformarán nuestros corazones en pan blanco de sacrificio para que después gocemos de los esplendores grandes e infinitos de su reino en el cielo. 165
DIA CUARTO «Las armas de nuestra milicia no son carnales» (2 Cor 10,4) Al terminar el sermón llamado de la Montaña, nuestro Señor se vale de una parábola para exhortar al cumplimiento de lo que en dicho sermón había enseñado. Serán —dice— como un hombre cuerdo que edifica en la roca, y cayeron las lluvias, y soplaron los vientos, y dieron con ímpetu en aquella casa; mas no fue destruida, porque estaba fundada en la roca. En cambio, los que no cumplen lo que en dicho sermón se recomienda, serán semejantes a los que edifican en tierra movediza; soplaron los vientos y dieron con ímpetu contra aquella casa, la cual se desplomó y quedó convertida en un montón de ruinas (Mt 7,24). Supone el Señor que hay dos maneras de edificar; la primera, sólida, indestructible; la otra, movediza y caduca. En cumplimiento de esto dice San Pablo: Yo planté, Apolo regó, pero es Dios el que da el crecimiento (1 Cor 3,6). Yo planté, puse el fundamento, puedo edificar con oro, plata, piedras preciosas, y también con heno y paja, y, como estoy considerando los caminos del reino, importa mucho edificar en k roca viva. Cuando ayer comentábamos las aguas de la fuente de Siloé y las del Gran Río, señalaba el camino; pero hace falta concretar estos caminos para no correr el riesgo de engañarnos. Hoy vamos a precisar esa doctrina, y vamos a pedirle al Señor que no seamos meros espectadores de esos caminos, sino que, puestos en ellos, los sigamos y no los abandonemos jamás. Ave María... Las armas de nuestra milicia no son carnales. Palabras que se leen en la carta segunda de San Pablo a los Corintios, capítulo y versículo antes citados. Desde el principio de este novenario he procurado evitar una cosa que es lícita y buena en la predicación. Esto es, valerme de pensamientos y raciocinios que no estén basados en el santo Evangelio. Lo hice con esta intención: si se quiere acabar con todos los equívocos sobre el reinado del corazón de Jesús, si se quiere lo seguro, lo estable, lo que no cambia ni cambiará, como el Señor lo ha descrito en su Evangelio, allí estará todo lo que la divina Sabiduría nos ha enseñado, que es la suprema verdad que se impone a las almas, Si esto lo he hecho desde el principio, creo que hoy es aún más necesario. Os dije ayer que era un punto difícil; los judíos, a pesar de todas 166
las explicaciones de los profetas, no lo entendieron, y muchas almas ahora no entienden tampoco la sabiduría de Dios, que es necedad para los del mundo. Abrid el Evangelio y preguntadle cuál es el primer paso que han de dar las almas para entrar en el reino de Dios, y veremos en seguida que el primer paso es creer. Cuando el Señor después de su resurrección les dio la orden de predicar por el mundo, les dijo estas palabras: Id, recorred el mundo, predicad el Evangelio a toda criatura, instruid a todas las naciones; el que crea será salvo, pero el que no crea será condenado. El primer paso, como vemos, es creer. Pero esta palabra creer tiene dos dificultades, ante las cuales se estrellan a veces las almas buenas. Para un cristiano es relativamente fácil creer en los grandes misterios de nuestra religión: el misterio de la Trinidad, el de la encarnación, el de la eucaristía; no hay dificultad; podrá haber tentación, pero de tentación no pasará. En cambio, es difícil creer, ¡y cómo le cuesta a veces a las almas!, en todo lo demás que contiene el Evangelio; como, por ejemplo, creer que es una bienaventuranza las lágrimas, la pobreza, la persecución, los caminos de la humillación; sin embargo, nuestro Señor lo dijo claramente y sin ningún rodeo en su sermón de la Montaña. Bienaventurados los pobres, bienaventurados los que lloran, bienaventurados los que padecen persecución por la justicia. Esto no lo creemos, o por lo menos nos conducimos como si no lo creyéramos; y no es porque sintamos tentación en creer en esta bienaventuranza prometida, sino porque escamoteamos todo lo que sea cruz, sacrificio; todo lo que punza lo interpretamos y lo perfilamos más en conformidad con nuestros gustos carnales. Creer en las enseñanzas morales que contiene el Evangelio sin desnudarlo de su santa austeridad, a pesar de nuestra flaca y mezquina naturaleza... Otra causa de no creer con la fe debida en estas enseñanzas evangélicas es la que practican algunos herejes. Cuanto más crezca en nosotros el juicio privado, menos dóciles seremos a las enseñanzas del Evangelio. Los herejes defienden, como ya sabéis, este juicio privado, pues lo contrario, dicen ellos, priva al hombre de su libertad; de aquí el protestantismo con todos sus errores. No debemos ser presuntuosos para creer, creyendo tener bastante luz del Espíritu Santo para rechazar o aceptar las verdades evangélicas a capricho. La fe es sencilla; por eso el Señor decía: El que a vosotros escucha, a mí me escucha; y el que a vosotros desprecia, a mí me desprecia. Y el que me desprecia a mí, desprecia a Aquel que me envió (Lc 10,16). Para vivir vida de fe es necesario la completa sumisión a todas las enseñanzas del Evangelio y a las personas encargadas de interpretarlas. Y, en la medida que 167
desfiguremos las verdades punzantes queriéndolas redondear a nuestros gustos, vamos arruinando nuestra vida de fe. Esto lo tenemos infiltrado en nuestra sociedad hasta la medula del hueso. Y, si no, mirad con qué afán se escucha al hombre de talento, al orador, al poeta; en seguida que surge, allí se van nuestros ojos y nuestro corazón, creyendo haber encontrado ya al salvador; creemos haber encontrado al que va a transformar todo apoyándonos en las dotes que vemos relucir en él. Pues contra toda esta vana ciencia del mundo, cuando se habla del reino, de verdades de fe, nada de esto sirve... Sólo hay un Guía, un Caudillo, un Jefe, que es Jesucristo, Maestro supremo de las almas. Miremos otro aspecto concreto de los caminos del reino de Dios; saquémosle del Evangelio. En nuestros días se habla mucho de la alegoría de la vid, porque parece que está de moda entre las gentes espirituales hablar del Cuerpo místico de Cristo. Pues bien, ¿qué hay de fundamental en este pensamiento? Pues que hemos de ser con Jesucristo como el sarmiento. Este no puede de suyo producir fruto si no está adherido a la vid. Tampoco nosotros si no estamos unidos con Jesucristo. Significa todo esto que, si queremos de veras andar por los caminos del reino y extender en las almas este reinado, necesitamos vivir la vida de Jesucristo, la vida sobrenatural, la vida de la gracia. Así, pues, no nos deslumbremos con las falsas apariencias y creamos que vamos a extender este reinado con las grandes cosas del mundo; con grandes oradores, talentos, fama, gloria; instrumentos todos, decimos, para la gloria de Dios. Ahí nos apoyamos, y nos buscamos a nosotros mismos. Dios no se ha valido de estos medios para extender su reinado, y siempre han sido las almas pequeñas a los ojos del mundo, las ignorantes, las rudas y pobres, las que han conseguido extender en las almas el reinado del corazón de Cristo. Sin embargo, este criterio lo rechaza el mundo, pero León XIII lo ha condenado, dando a lo sobrenatural toda la eficacia. ¿Es acaso que en el siglo xx no basta, para convertir al mundo, un San Francisco, como le bastó al siglo XIII? Y es penoso decirlo, pero es verdad: este error lo llevan ahora metido los cristianos hasta las entrañas. Y, por mucho que queramos darle otra interpretación, hay que convencerse que sólo lo sobrenatural vale, y, si esto falta, será, como San Agustín decía, que se corre con una carrera veloz, pero sin llegar al fin. Cuando nuestro Señor habló a los que querían seguirle, les dijo: El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. 168
Sólo me queda por hacer una observación. En tiempo de León XIII surgió en América un error que se denominó «americanismo». El rasgo principal consistía que decían que el tiempo de las virtudes escondidas y pasivas ya había pasado; lo que ahora hace falta son virtudes activas de celo y apostolado. León XIII condenó tamaño error, y puso como fundamento principal para vivir la verdadera vida de santidad estas virtudes pasivas que ellos despreciaban. En primer término, la obediencia; en segundo, la humildad, y en tercero, el sacrificio. Que dichas virtudes están en la sociedad actual arrinconadas y entre sombras, no hay que dudarlo. No tenemos más que mirar la forma de acción que toma todo y cómo estas almas que trabajan se rebelan cuando llega una sombra de humillación. Pues bien, no queramos vivir vida de engaño. Los caminos del reino son los de las virtudes pasivas, como nuestro Señor lo mostró en su vida y en el Calvario. Sin humildad y sacrificio están vacías las virtudes activas. Almas que, cuando la humildad y el sacrificio llaman a sus puertas, hacen de ello una tragedia sin humildad ni paciencia, no son almas que siguen los caminos del reino. Estos no son los que inventan la superficialidad y la locura mundana. Los caminos del reino de Dios son caminos de sacrificios, caminos de virtudes pasivas y de vida sobrenatural. Si así lo vemos, estamos de lleno en los verdaderos caminos; pero, si no es así, por muchos sofismas e inquietudes que nos agiten, no hacemos más que ir a las aguas del Gran Río, agitadas por pasiones humanas. Estas palabras severas son también consoladoras, porque así todos podemos trabajar por el reinado de Dios; los enfermos llenos de dolores, los ignorantes, los de fe sencilla, pueden hacer grandes conquistas para este reino. Corramos, pues, por estos caminos de luz y de verdad, apresurémonos a reproducir en nosotros la vida de Jesucristo en su sacrificio y en su pasión a fin de que, habiendo corrido con El los caminos del reino, lleguemos a gozarle por toda la eternidad en el cielo. DIA QUINTO «Nadie puede servir a dos señores» (Mt 6,24) La historia de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús comienza con un largo período de paz, durante el cual lentamente se fue difundiendo en los monasterios más espirituales de la Edad Media. Después de esta era de paz, esta devoción hubo de ser revelada al mundo, y entonces comenzó una era de combate. Esta lucha y combate la sintió la misma Santa 169
Margarita en su propio convento. Y después en el mundo, a medida que se iba propagando esta devoción, va experimentando dicho combate. Este combate tomó dos formas: una mundana y otra teológica. El mundano quedó concretado en Versalles. El corazón de Jesús quería reinar en aquella corte, y ofrece los tesoros de misericordia y sabiduría que encierra; pero la corte de Versalles plantea el combate y es rechazado de allí. El teológico lo plantean los jansenistas con sus argucias, y, aunque al fin los jansenistas son derrotados y confundidos y hoy yacen sepultados, la lucha fue encarnizada, como la historia de la Iglesia a través de los tiempos. Esta historia de lucha no es más que un eco de otra historia de lucha y combate que encontró nuestro Señor cuando salió a sembrar la divina semilla del reino, y que se nos describe en el santo Evangelio y termina en el Calvario. Esta lucha tomó los mismos caracteres que después tomó la devoción al Sagrado Corazón con sus dos bandos, uno mundano y otro teológico. Ambos lucharon tan tenazmente, que creyeron habían hecho desaparecer su reinado. Estos dos aspectos nos llevan como de la mano a tratar de los combates de Dios Ya hemos visto el reino y sus caminos, y ahora me parece oportuno hablar de los enemigos de su reino. Vamos, pues, a hablar de esos enemigos. Los dividiremos en dos bandos, como ya he dicho: el mundano y el teológico. Ambos lucharon tan tenazmente, que creyeron habían hecho desaparecer su reinado. Estos dos aspectos nos llevan como de la mano a tratar de los combates de Dios. Ya hemos visto el reino y sus caminos, y ahora me parece oportuno hablar de los enemigos de su reino. Vamos, pues, a hablar de esos enemigos. Los dividiremos en dos bandos, como ya he dicho: el mundano y el teológico. Esta tarde hablaremos del mundano, pero manteniéndonos dentro del santo Evangelio; descubriendo los de aquel tiempo, descubriremos los de hoy. Pidámosle al Señor que estas palabras enardezcan nuestros corazones a fin de que sean fuente de luz y vida. Ave María... Nadie puede servir a dos señores. Palabras que se leen en el evangelio de San Mateo, capítulo y versículo antes citados. En el santo Evangelio aparecen unos hombres que llevan el nombre de saduceos. Se habla mucho de ellos en esos libros sagrados, y se 170
comprueba que, si los fariseos trabajaron directamente en la muerte de Cristo, la intervención de los saduceos en el proceso de la muerte de nuestro divino Redentor no fue menos eficaz. De esto quiero hablaros hoy, porque son el prototipo de los enemigos mundanos del reino. Sin describir su historia y su modo de pensar, diré que hay tres parábolas en el Evangelio que aluden a ellos, una de un modo directo y otra indirecto; son como dardos del Señor contra ellos. Estas tres parábolas son la del rico insensato, la del epulón y la del festín. En la del rico insensato aparece un personaje que cree, porque ya es rico, haber resuelto los problemas de la vida. En la otra aparece otro personaje que todas las preocupaciones de la vida las reduce a vestir lino finísimo y a banquetear diariamente. Y en la del festín aparecen unos hombres que rechazan el festín del reino, uno porque necesita comprar una granja, otro porque también tiene que hacer negocios, y el último porque tiene que contraer matrimonio. El espíritu que en esas parábolas se observa coincide con el espíritu saduceo; éste yace sumergido en los bienes, placeres y prosperidades de este mundo; cuando éstos marchan bien, todo va para ellos viento en popa. ¿Acaso no encontramos en nuestros tiempos muchas almas que se dicen devotas y que, sin embargo, están infiltradas del espíritu saduceo? Para estas almas, los deseos de virtud son palabras vacías, los bienes eternos no tienen sentido; para ellas, todo lo que sea abstenerse de los bienes de acá abajo para conseguir los eternos no encuentra comprensión ni eco en su corazón. El Señor los encontró en su camino y los sigue encontrando siempre; hombres que teóricamente dicen que creen, pero que viven sumergidos en los bienes y placeres de este mundo, éstos son enemigos de Cristo. Nadie puede servir a dos señores, y estos cristianos son piedras de escándalo a los que sirven al Señor con fidelidad, porque, al ver la vida cómoda, fácil y agradable de ellos, sienten ellos tedio de la suya, sienten tentación al contemplar que a los otros todo les prospera y ellos viven en la oscuridad y en la mortificación, y, en fin, sienten lo que el salmista dice: Sienten tentación de seguir sus torcidas sendas (139,6). Y, por último, sirven también para debilitar la fe de los fieles servidores de Dios. Vayamos a otro grupo. Antes de la pasión, el Señor sostuvo una conversación con los saduceos. Le presentaron esta cuestión: seis hermanos que, al morir uno de ellos, van sucesivamente casándose con la viuda del hermano, y le preguntan que en el día de la resurrección a quién pertenecería la mujer. Nuestro Señor les contestó que no existía cuestión, 171
puesto que en la eternidad no habría cuestión de matrimonio, porque allí todos vivirían como los ángeles. Encierra esto muchos caracteres saduceos y gran espíritu de mundo. Los saduceos trataban con esto de poner en ridículo la doctrina de la resurrección con una mezcla de volterianismo propio de nuestros días. Así son los enemigos de Cristo; las mismas personas que se llaman devotas, pero que viven sumidas en los bienes de este mundo, para escapar de las dificultades de la virtud se defienden con astucias volterianas. Cuando se les exhorta a virtudes heroicas, hacen una caricatura de los santos, y lo que parecen chanzas y pasatiempos inofensivos, son dardos llenos de veneno; siembran la frialdad en los corazones, y un rayo de escepticismo atraviesa lo más profundo del alma. ¿No habéis sentido, cuando habláis con una persona fervorosa, cómo se despiertan los deseos de virtud y la inquietud por la otra vida? Pues, en cambio, las otras personas son polillas para nuestra fe, tanto más temibles cuanto más inadvertidas. A estas personas religiosas creo yo aludía San Bernardo cuando decía que las chanzas en boca de personas religiosas son como blasfemias. Dos rasgos, pues, de los saduceos y del espíritu de este siglo: sumergirse en los bienes de este mundo y aire mordaz y volteriano. Pero hay otro aún peor. Antes permitidme dos minutos para explicaros en qué tiempo aparecen los saduceos. Aparecieron en tiempos críticos para la historia santa. Los reyes de Siria y Egipto sucesores de Alejandro quisieron fomentar la civilización griega en la Tierra Santa, y hubo un momento que la Siria dominaba a los monarcas del pueblo de Israel y pretendieron transformarle en la civilización helenista. Hubo entonces muchas almas generosas que se resistieron, pero otras que se confundieron con ellos; y la confusión llegó a tal extremo, que hasta los sacerdotes del templo fueron los más fieles aliados de los reyes para formar a la juventud en las costumbres griegas, hasta tal punto que se marchaban al estadio en vez de ir al templo. Y entonces, en este momento oportuno, es cuando aparecen los saduceos, y primero con los reyes de Siria, después con Herodes y más tarde con el imperio romano aparecen ellos siempre cobijados bajo estos mantos del poder, y así mantienen su poder y su influencia de una u otra forma, Esto tiene mucha importancia. En nuestros días existen muchas cosas que van en contra del Evangelio y son seductoras. £1 pasarse a ellas sería traición. En los tiempos presentes, la palabra moderno tiene una sugestión especial. Con que la cosa se presente en un «figurín» o se diga «es moderno», todo se acepta, aunque sea anticristiano. Esto es propio del espíritu saduceo. Si realmente se vive esclavo del mundo, se comprende se pasen por alto las santas normas del 172
Evangelio. Son, pues, el tipo perenne, que, en una u otra forma, se reproduce. Causa verdadero espanto ver a personas que dicen quieren el reino de Cristo y que para conseguirlo llegan a hacer hasta verdaderos sacrificios, y, sin embargo, viven sumergidas en las preocupaciones de este mundo, proceden teniendo por pauta lo que el mundo estima y aplaude. Para promover el reino de Cristo hay que combatir a estos enemigos mundanos, y, si no tenéis valor para ello, estáis fomentando el espíritu mundano y no el reino de Cristo. Tomad esto como una llamada del divino corazón, y, con toda la gravedad que atraviesa España en las actuales circunstancias y con toda la profundidad de las cosas hondas de la conciencia, pensad en luchar contra estos enemigos. Ahora más que nunca se necesitan almas heroicas que amen la pobreza y la humillación, que, viviendo ellas sólo para el reino de los cielos, salvarán al mundo. DIA SEXTO «También Satanás se transfigura en ángel de luz» (2 Cor 11,14) Los profetas del Antiguo Testamento no eran solamente unos hombres que anunciaban el porvenir; eran también lo que llamaríamos ahora unos predicadores enviados por Dios; hombres, en fin, iluminados con luz de lo alto. Y así vemos que una de las lamentaciones de los profetas de Dios es hacia los falsos profetas, que venían a seducir al pueblo de Dios con apariencias de bien y de verdad, ya fuera desvirtuando la verdad que predicaban los verdaderos profetas, ya aquietando la conciencia con sofismas, ya infundiendo vanas esperanzas. Este temor tan constante que sintió el pueblo de Israel hacia los falsos profetas, lo sintió también nuestro Señor hacia los mismos, ya que vendrían también a estorbar el camino de su reino; por eso, al terminar nuestro divino Redentor de delinear los contornos de su reino, habló de los falsos profetas con estas palabras: Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros disfrazados con piel de oveja, siendo por dentro lobos rapaces; por sus frutos los conoceréis (Mt 7,15). Los apóstoles, y principalmente San Pablo, sintieron todo el daño de esos falsos profetas. El Apóstol habla de ellos con frecuencia, y una de las veces pronunció las palabras con que he encabezado este discurso: También Satanás se transfigura en ángel de luz. Para llegar al reino hay que defenderse contra estos peligros, y como ayer os hablé del grupo donde encontramos los enemigos mundanos del reino de Dios, esta tarde hablaré del grupo de los enemigos teológicos; 173
aquí es donde encontramos los falsos profetas. Este es el de los fariseos, y, aunque ya no existen entre los cristianos, su espíritu farisaico sí lo podemos encontrar con bastante frecuencia y ocasionar grandes daños. También Satanás se transfigura en ángel de luz. Ave María. También Satanás se transfigura en ángel de luz. Epístola segunda de San Pablo a los Corintios, capítulo y versículo antes citados. El fariseísmo de que hablan los santos evangelios procede de una coincidencia entre dos hechos y dos tendencias que se observaron en el pueblo de Dios. Durante la cautividad de Babilonia, con el deseo de guardar la revelación y la tradición en toda su pureza, se formaron grupos de hombres encargados de esta tarca, que al principio se llamaron escribas, y rabinos más tarde. En el tiempo de los Macabeos, durante la lucha heroica que sostienen contra los extranjeros que querían arruinar las tradiciones, hubo un grupo de hombres selectos que defendieron las santas tradiciones del pueblo de Dios. De estos hombres hubo un grupo consagrado únicamente al estudio y a guardar con todo rigor la ley, y a este grupo escogido es al que se le llamó fariseo. Este nombre, dado irónicamente al principio, fue luego aceptado. Quería decir apartados, segregados de las corrientes del mundo y extranjeros a toda influencia extraña. El origen, como vemos, fue glorioso; ciencia por un lado, y, por otro, heroísmo. En los tiempos de nuestro Señor esta casta había decaído mucho, y la causa fue la soberbia. En vez de atribuir a Dios la ciencia, se llenaron de sí mismos, despreciando a los demás, y hasta, tenían una palabra despectiva para señalar a todos los que no fueran como ellos. Esta soberbia produjo dos frutos: la ambición (pugnaban siempre por el primer puesto) y la envidia. Y estos dos frutos, la ambición y la envidia, fueron la causa de la hostilidad contra nuestro Señor. Nadie hubiera sospechado estos enemigos, y, sin embargo, allí aparecen en contra del divino Redentor, llenos de envidia al ver los torrentes de luz divina que salían de su palabra. Así ese vicio fue de clase, colectivo. Pero ¿qué duda cabe que esto, en forma individual, puede entrar en las almas, puede hacerlas llenarse de sí mismas y proceder por ambiciones y envidias? Es preciso prestar atención cuando se trata del reino de Dios, porque ya sabemos que el Señor rechaza a los soberbios y ensalza a los humildes, porque así como se complace en levantar a los pequeñitos y débiles a sus propios ojos, así le gusta confundir a los soberbios, que se enaltecen queriendo para ellos la gloria. 174
Tiene tantos vicios el corazón del soberbio, que no hay paz donde están ellos; no la tienen en sus corazones ni la dejan tener a otros, van sembrando por doquier que pasan el espíritu de la discordia. Donde está el soberbio, allí no hay otra cosa que desolación. Y, sin embargo, no es éste el rasgo más característico de los fariseos. Tuvo otra forma más conocida. Los fariseos, llevados de su tendencia de estudiarlo todo y precisarlo en los más mínimos detalles, se convirtieron en unos formalistas, y así hicieron que el pueblo judío no viviera la vida religiosa con espíritu, todo lo habían convertido en leyes. Los fariseos medían con precisión matemática el cumplimiento de la ley; de aquí tantas ridiculeces, que les hacían medir las fimbrias o borlas de los mantos que se ponían para orar para que no excediera un centímetro más de lo señalado, y así tantas otras costumbres que les hacían esclavos del formulismo y que sería interminable enumerar. Con este alarde de manifestaciones externas descuidan, en cambio, la vida interior y admiten la soberbia y vanidad; es decir, guardan las formas de la piedad y tienen el corazón vacío de virtud. Por eso, el Señor les llama hipócritas, que ni entran en el reino de los cielos ni dejan entrar. Por eso, el Señor les llama sepulcros blanqueados, que por fuera parecen hermosos y por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda clase de podredumbre. Este tipo de enemigos del reino de Dios no es del todo imposible ni es raro encontrarlo entre los cristianos de hoy. ¡Cuántas veces, entre prácticas y costumbres piadosas, se descuidan las virtudes fundamentales del cristianismo! La insinceridad, la falta de profundidad y sentido de la verdadera vida, ¿no se encuentra a cada paso? ¿Cómo se compagina templos llenos de almas ausentes de todo lo que es gravedad y austeridad de Evangelio? ¡Es fácil encontrar un sofisma con que revestir nuestros gustos carnales y mundanos! La maldita prudencia de la carne se filtra en todos los actos. No puedo poner ejemplos, que encontraría a granel, porque parecerían alusiones, y esto no está permitido en el pulpito. Gente que con apariencia cristiana impide todo lo que sea austeridad de vida y heroísmo santo, son los mayores obstáculos que podemos encontrar para propagar el reinado de Cristo. El mayor obstáculo que las almas santas encuentran son estas almas farisaicas, que, llenas de soberbia y vanidad, no quieren que en nada se les aventaje, ni tampoco en virtud, y atacan a los que de veras quieren seguir los caminos del reino de Dios; y esto a veces toma la forma 175
de murmuración, y van en contra de lo que es heroísmo en la santidad; y así vemos que este espíritu farisaico es su mayor enemigo. Cuando vivamos el reino de Dios en su santa verdad, seremos necedad para los del mundo. Vemos, pues, que es una perspectiva de combate para todos los que quieran seguir los caminos del reino trazados en la santa austeridad evangélica. No se pueden unir las santas enseñanzas del Evangelio con todo lo que hay de corruptor en la vida moderna. Voy a terminar la descripción de este grupo con un rasgo final. Dice el Evangelio que, después de la resurrección de Lázaro, se reunieron los fariseos para ver qué convenía hacer en vista del triunfo del Señor. En esa reunión, verdadero conciliábulo de impíos, se raciocinó de este modo: si dejamos a éste, vendrán los reyes y nos arrebatarán el reino; y el sumo pontífice, con acuerdo de los demás, decidió dar muerte al Señor. Este conciliábulo no fue más que la contestación a un reproche que nuestro Señor les hizo en el pórtico del templo. Se saca como consecuencia que los fariseos no podían soportar a nadie que exhortase a lo heroico, a lo santo. Si eran profetas, los mataban, y a nuestro Señor lo crucificaron. Además de apagar el fervor, el espíritu farisaico no sufre que las almas se lancen por los caminos heroicos de desprecio del mundo, de la santidad. De aquí que los santos hayan sufrido siempre lo que Santa Teresa llamaba «persecución de buenos», y una vez será en una comunidad relajada que se opone a la Reforma, otras cuando se murmura contra la verdadera pureza de vida, y en tantas y tantas formas que ponen obstáculos para el reino de Cristo, cuya corona alcanzan no las almas que vegetan, sino las que se lanzan a todo lo que es sacrificio, heroísmo y santidad. DIA SEPTIMO «No he venido a traer paz, sino espada» (Mt 10,34) La historia del reino de Dios se puede decir que está escrita por anticipado en los profetas de Cristo nuestro Señor que nos han conservado los evangelios. Hablando de su reinado, nuestro Señor describió su suerte futura. Hay una serie de parábolas con esta descripción y otra serie de sentencias que la completan. Hay un rasgo que es el dominante de la misma historia. El Señor habla con frecuencia, a veces insinuante y otras ampliándola, de las futuras persecuciones de su reino. Hasta el último momento de su vida estuvo nuestro Señor inculcando esta idea, es decir, que su reino estaría siempre perseguido. En el sermón de la Cena, cuando 176
los apóstoles estaban tristes y acongojados, el Señor les predice lo mismo: No es el siervo mayor que su amo. Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán (Jn 15,20). Os echarán de las sinagogas y hasta vendrá tiempo en que quien os mate pensará hacer un obsequio a Dios (Jn 16,2), De este carácter tan marcado con que el Señor insiste con tanta frecuencia, quisiera hablaros hoy, no para hablar de las persecuciones de la historia del divino corazón, ni de las persecuciones que ha sufrido la Iglesia a través de los tiempos, sino más bien para inculcar ciertos puntos de doctrina y criterio cuando se quiere vivir la verdad del reino de Dios. Cierto que hablar de persecución es hablar de algo duro y heroico que hace estremecer los corazones, pero así es el reino que el Señor entrevió en sus profecías. Pidámosle al Señor fortaleza para que la severidad de su Evangelio no acobarde nuestros corazones, antes bien su divina palabra sea escudo y armadura que nos esfuercen y ayuden a librar las batallas por alcanzar el reino. Ave María... No he venido a traer paz, sino espada. Palabras que se leen en el evangelio de San Mateo, capítulo y versículo antes citados. En los primeros siglos de la Iglesia apareció una doctrina con el nombre de milenarismo. Según esa doctrina, los servidores de Dios habían de vivir aquí, en la tierra, mil años gozando de la felicidad del paraíso. Esta doctrina apareció en dos formas; una herética; y, según ésta, los mil años de esta felicidad consistían en orgías y placeres de acá abajo. La otra forma tomó el matiz de católica, y los mil años serían de una felicidad buena, laudable y santa. Esta doctrina nació de ciertos pasajes del Apocalipsis; en este libro hay una página misteriosa que habla de una felicidad de mil años; según esto, unos pensaron en esta felicidad, y otros, en la otra forma. Pero, buscando la raíz de esta doctrina y las causas que la producen, se llega a esta conclusión: que los hombres no se resignan a sacrificar las cosas de acá abajo si no es soñando con un reino milenario. Por eso aparecen en todos los tiempos, y hasta ahora, estos caracteres. Claro que tales doctrinas fueron condenadas: la primera, radicalmente por la Iglesia, y la segunda forma, también por los teólogos y la tradición. El reino de Cristo no es de placeres, sino de sacrificios; no de paz, sino de guerra. Claro que esta lucha continua se hace muy dura, como 177
decía Job. Pero el hecho es éste: que, cuando habla de su reino, habla de combate, de espada, de lucha. Y la verdad escueta es ésta, que el Señor exhorta a la persecución, no prometiendo ventajas en este mundo. Y en el sermón de la Montaña dice: Bienaventurados cuando os persigan. Y quiere que consideremos como una felicidad la lucha, el combate, la pelea, pensando en la felicidad del cielo. Esta doctrina debe quedar bien clara para que no vivamos como ilusos, pensando que no ha de haber persecución. Pero en lo que deseo más que os fijéis es en otro punto. En el santo Evangelio hay dos clases de textos que parecen contradictorios. El Señor pide que vivan unidos y pide por todos los que han de creer en El. Pero no ruego solamente por éstos, sino también por aquellos que mediante su predicación han de creer en mí (Jn 17,20), y prosigue pidiendo unión y caridad: Sean todos una misma cosa; y así como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, así sean ellos una misma cosa en nosotros (17,21). Y en ese mismo discurso, que fue el de despedida, habló también de lucha y combate, y a este evangelio se le llama el de la paz. La paz os dejo, la paz os doy. No os la doy como la da el mundo (Jn 14,27). Al nacer, los ángeles cantaban Paz, y al morir, en su discurso final, vuelve a hablar de paz y unión; y, junto a esto, la lucha, la espada, el combate. ¿De qué paz habla el Señor? No, ciertamente, como la da el mundo; el Señor habla de una paz más profunda; la que las almas han conseguido cuando han triunfado de sus pasiones, la paz que han encontrado consigo mismos y con su Dios. Y en colectividades quiere decir lo mismo: la paz en el bien basado en la virtud. Cuando habla de espada, quiere decir que el Evangelio, siendo verdad, está en continua pugna con el error. El Evangelio es el bien, y mantendrá perenne lucha con el mal mediante la unión de unos con otros. Nosotros entendemos por esto un complicado heterogéneo; para nuestro Señor se simplifica de otro modo. Dirigiéndose a su Padre celestial, pide que sean uno en la virtud, uno en la verdad, uno en el Evangelio y santidad. Quiere decir que quedarán unidos todos los que hayan vivido en esa virtud, en esa verdad, en ese Evangelio y santidad. Y como el reino es este conjunto de vida sobrenatural, se comprende muy bien que haya almas que abracen esta verdad y esta vida. Pero lo que no habrá será medias tintas, porque el Evangelio del reino es la luz, y el contrario es tinieblas; y por esto, o se está dentro o fuera.
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Los caminos del reino son rectos, claros, luminosos, llenos de verdades precisas; y, al salirse de ellos, se pasa a otra frontera. Por eso el confusionismo está fuera del reino de Dios. Para completar estas ideas os voy a recordar lo que habéis oído millones de veces. Disputaba el Señor con sus enemigos después de haber curado a un endemoniado ciego y mudo. Los fariseos decían que echaba a los demonios por arte de Belcebú, y nuestro Señor, viendo la incertidumbre de los que le rodeaban, dijo: El que no está conmigo, está contra mí (Mt 12,30). De aquí que no puede haber medias tintas, y, por el mero hecho de ponerse así, se está contra el reino. El que se queda neutral no está con Cristo. El Evangelio es la verdad, el bien, y no sirve para trampear ni para soslayar. En tiempos de prueba hay que dar la cara por Cristo. Por eso el Señor termina con estas palabras: El que no se encuentra en disposición de dar la vida por mí, no es digno de mí. Confesar a Cristo a costa de todo riesgo para que El nos confiese delante de su Padre. Por tanto, los sofismas no sirven para los que le siguen. San Pablo tenía constantemente estas ideas del reino de Dios y sufrió este combate en toda su carrera; en la epístola segunda a los Corintios, que es un volcarse el corazón y la mente del Apóstol, los exhorta a este combate, a revestirse de la armadura de Cristo para luchar contra los enemigos del reino. El cristianismo es ser soldado de Cristo, y soldado que sabe luchar. Cierto que la prudencia humana encontrará rígidas estas verdades. Cierto que los que están bienhadados con los bienes de este mundo se asustan. Cierto que las almas engolfadas en los placeres y sin amor a los bienes eternos se escandalizan. Pero ésta es la santa verdad del santo Evangelio. No queráis oír las sirenas, no queráis mezclar estas medias tintas. El merece ser servido con todas las armas de combate, dando, si es preciso, hasta la propia vida para que después gocemos con El en el reino de los cielos por eternidad de eternidades. DIA OCTAVO «Beatus populus cuius Dominus Deus eius»; Bienaventurado el pueblo de quien el Señor es Dios (Sal 143,15) En las profecías de Isaías se habla de un tiempo en el cual el monte del Señor se elevará sobre todos los montes de todos los tiempos y reinos, y en este monte romperán las cadenas que tenían aprisionados a todos los pueblos, y allí se holgarán y regocijarán, porque reposará la mano del Señor sobre este monte santo de Sión. Son unas revelaciones que el profeta 179
hace sobre el futuro reino de Dios, en concreto de su Iglesia, figurada en aquel monte del Señor. La presentará después nuestro divino Redentor cuando dice: La ciudad edificada en un monte no puede ser escondida (Mt 5,14). Sirve para designar el monte santo de Sión, donde está edificada Israel; y más adelante dice el mismo profeta que el Señor ofrecerá un festín en su santo monte, donde se servirá un convite de manjares mantecosos y vinos exquisitos y finísimos. Todo esto son figuras con que Isaías quería resaltar la felicidad y abundancia que había en el reino de Dios; y las mismas alegorías, aludiendo también al mismo reino de Dios, las encontramos asimismo en muchos salmos. Y todo esto forma un contraste muy vivo con lo que venimos diciendo de este reino. Sólo he hablado de renuncias y sacrificios, y ayer mismo he llegado a decir que debíamos estar dispuestos a sacrificarlo todo, hasta la propia vida si preciso fuera, por alcanzar este reino. ¿Cómo se compaginan, pues, estas predicaciones con las descripciones que hacen los profetas de este reino, pintándolo como un reino de gozo, de felicidad y triunfo? Todo se podría resumir en las palabras del Evangelio mencionadas el otro día: Buscad el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura (Mt 6,33). O, si queréis, todo se reduce a las palabras que he puesto al frente de este sermón: Beatus populus cuius Dominus Deus eius: «Bienaventurado el pueblo de quien el Señor es su Dios». Bueno es mirar estas perspectivas luminosas. Pidámosle al Señor que, al contemplarlas, se conforten nuestros espíritus y se esclarezcan nuestros corazones. Ave María... Bienaventurado el pueblo de quien el Señor es su Dios. Palabras del salmo antes citado. En el primer sermón de este novenario recordé un hecho que está patente en todo el santo Evangelio. Decíamos que en tiempo de nuestro Señor había planteados en Palestina una serie de palpitantes problemas políticos. Una parte de la nación gemía bajo el poder de los romanos, y otra bajo el poder de reyes extranjeros, como eran los Herodes. El Señor aludía poco a estos problemas; algunas veces roza con ellos, como, por ejemplo, cuando dijo: Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. Pero nunca de un modo directo. De forma que nos atreveríamos a decir que estos deseos fueron exclusivos. Lo mismo se observa en el libro de los Hechos de los Apóstoles, y principalmente en las cartas del apóstol 180
de los gentiles. El Apóstol jamás se ve entrometido en estos problemas, y San Pablo fue testigo de muchos que palpitaban en aquel tiempo. Palestina, el Asia Menor, Grecia, Roma, las Islas, España inclusive, fueron el campo de su apostolado. Recuerdo que un autor dijo que la zona del apostolado de San Pablo era la zona de expansión del olivo, símbolo de la paz. Se tenía que haber dado cuenta del espíritu filosófico que agitaba a Grecia, de la situación social de los romanos y, en fin, de la corrupción de costumbres de los pueblos de aquel tiempo, y, sin embargo, jamás el Apóstol aludió a estos problemas ni se le ocurrió escribir un tratado de filosofía, ni sobre sociología, ni contra los poderosos que oprimían al pobre. Es lo mismo que observamos en el Evangelio; nuestro Señor, a pesar de conocer los gravísimos problemas que agitaban en Palestina, siempre se mantuvo fuera de ellos. En cierta ocasión le preguntaron al Apóstol si sería mejor que el esclavo tratara de recobrar su libertad, para con ella servir mejor al Señor, o si era preferible, por vía de humildad y obediencia, que todos se hiciesen esclavos; y el Apóstol contesta: Cada uno permanezca en su vocación (Ef 6,lss). El esclavo, pensando que es esclavo de Cristo, y el libre, dándole gracias a Dios por haberle concedido la libertad. Es ésta una idea fundamental, honda, que entra con dificultad en las mentes de los cristianos. Recuerdo que, cuando empecé mi carrera sacerdotal, corría un viento de sociología que lo absorbía todo, y, cuando se preguntaba, contestaban: «Hay que preparar los caminos de la predicación; sin esta preparación, la palabra divina será estéril». Y pude darme cuenta que nunca llegaba el tiempo del apostolado, y, entre tanto, la cizaña crecía y crecía. Con el tiempo, leyendo el Evangelio y las epístolas de San Pablo, vi lo que parecía una paradoja, Teniendo presente el fin de la vida sobrenatural, que es dar la buena semilla a las almas, y atendiendo a esta predicación, vi que se iban resolviendo los demás problemas. La cuestión social se solucionaba con la transformación de los corazones. Se cumplía lo que San Juan de la Cruz dice: «Déjalo todo y lo hallarás todo». Los hombres creen que hay que empezar por lo temporal y después sembrar la buena semilla. El Señor cree lo contrario; ya hemos visto cómo El se encerró en la predicación exclusiva del reino de Dios, y lo mismo se encerraron en dicha predicación los apóstoles y San Pablo, creyendo que, 181
si esto hacían, ya vendrían los bienes temporales, la dicha que es posible encontrar en este mundo. Si nos aplicáramos a la transformación de las almas, veríamos cómo, a medida que nos transformamos espiritualmente, se transforman las ciencias, las artes, el trabajo humano, el orden y la paz; en fin, que, estableciendo dentro de nosotros el reino de Dios, viene lo que no se buscaba, cumpliéndose lo que dijo el Señor: Buscad el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura (Mt 6,33). ¿No habéis visto cómo todos los días se inventan recetas y fórmulas nuevas para el bien de los hombres? ¡Fórmulas sociales, fórmulas políticas! Y ¿acaso no hemos visto fracasar todas estas recetas? Buscando las teorías que produjeron ese fracaso (no las teorías más o menos fantásticas), veremos que siempre fracasaron por una ambición, por una vanidad, por una inmoralidad, ahí donde faltó el Evangelio. Suponed por un momento que arrancáramos de la sociedad las ambiciones, la vanidad, la soberbia. ¿No nacería espontáneamente un reinado próspero, feliz, establecido en la paz? Renacería nuestro gran siglo de oro. Y pasa que, cuando menos codicia se tiene, con más liberalidad da Dios. Es que la mayor dificultad consiste en vencer las pasiones. Hay quien no se espanta de los cañones y tiembla y se amilana ante una concupiscencia que brota de su corazón. Pues, mientras no se haga esta transformación, no se puede esperar que llegue el reinado de Cristo, Por eso, los santos, despreciándolo todo, lo dieron todo; en ese Evangelio practicado dieron la semilla de todos los bienes temporales. Por eso los pueblos que rechazaron a Jesucristo fueron destruidos y los que abrazaron su doctrina fueron de claridad en claridad, como le sucedió a España en el siglo xvi. Si hay un modo de atenuar la tragedia humana, es enseñando el reino de Dios, que es sacrificio, renuncia y dolor; pero por ese camino se cogen los laureles para la patria. Busquemos, pues, el bien de la patria por los verdaderos caminos con toda su grandeza, su hermosura y su santidad. DIA NOVENO «El Señor se propuso restaurar todas las cosas en Cristo» (Ef 1,19) Más de una vez he aludido a las epístolas de San Pablo. La alusión de hoy a la de los Efesios es del todo natural por dos razones. La primera, porque la santa Iglesia ha tomado de esta epístola la que leemos en la festividad del Sagrado Corazón. Y la segunda razón es porque en esa 182
epístola, aunque sin repetir las palabras, todo lo llena la idea del reino de Jesucristo. Hay epístolas de San Pablo que parecen ser polémicas, las hay que parecen tesis de teología, como es la epístola de) Apóstol a los Romanos; otras que son como un desahogo del corazón, como es la que dirige a los Filipenses, y las hay también donde no abre ninguna polémica, ni justifica ninguna tesis, ni desahoga sus penas y cariños, sino que cuenta las grandes visiones de su alma, los anhelos de su corazón; canta lo más hermoso que el Apóstol llevaba en su mente y en su corazón. Y cuanto escribió en esta epístola se podía recapitular con estas palabras: Restaurar todas las cosas en Cristo. Como si el Apóstol, haciendo la síntesis de los reinos de la naturaleza y gracia, los viere reunidos en Cristo Jesús, Allí vertió, con todo el fuego de su corazón y toda la luz de su mente, todo lo que él sentía hacia la divina persona de Cristo Jesús, y por eso hemos aludido a esa carta, queriendo, al terminar este novenario, recapitular o compendiar todas las verdades que hemos visto en Cristo Jesús. Es decir, ver todas las enseñanzas acerca del reinado del divino corazón de Jesús en ese mismo corazón, a fin de que ese mismo divino corazón sea como el ramillete de la novena. Os voy a hablar, pues, de este divino corazón como compendio de todas las enseñanzas que hemos visto. Pidámosle que estas palabras sean como nueva vida, a fin de que nos encontremos viviendo en ese corazón. Ave María... Dios estableció que todas las cosas se recapitularan en Cristo. Epístola de San Pablo a los Efesios, capítulo y versículo antes citados. Todos los devotos del Sagrado Corazón están acostumbrados a oír que el objeto de esta devoción es el corazón, como símbolo del amor. Y hasta se conoce la época en que ésta empezó a manifestarse. Existieron de siempre en la tradición cristiana los dos símbolos; por un lado, el corazón atravesado, y, por otro, el amor que todos conocemos. Y estos dos elementos disgregados hubo un momento que se unieron; es decir, las almas se dieron cuenta que esas dos cosas debían estar enlazadas como símbolo del amor, y en el momento que estos dos elementos se unieron surgió la devoción al Sagrado Corazón, y así vino a nosotros desde la Edad Media. Pero deberíamos traducirla de esta forma: el corazón de Jesús es el símbolo de su vida interior. Y por eso la Iglesia no se contenta con ponerle como símbolo del amor solamente, sino también como la fuente de donde brotan los tesoros de su vida interior; y por eso dice: «Corazón de Jesús, donde están escondidos todos los tesoros de sabiduría, ciencia y santidad». 183
Ya sabemos que el amor es el que domina al hombre, la mente se ilumina según el amor; si se eleva el amor, la vida interior se eleva también, y, sí baja, la vida interior decae. Al oír las palabras de vida interior, parece que se está uno dirigiendo a las grandes almas contemplativas: a una Santa Teresa, a un San Juan de la Cruz, a un San Francisco de Borja... Pero no es así. Es verdad que estas almas son las manifestaciones más sublimes de dicha vida divina, pero la vida interior es para todos los cristianos. ¿Qué es la vida interior sino un mirar hacia dentro, un recogerse y buscar nuestro Dios en nosotros mismos, es decir, establecer su reinado en lo más íntimo de nuestro corazón? Es un llamamiento a la verdadera vida recordando las palabras que os dije el otro día: El reino de Dios está dentro de nosotros. Hay que concebir el reino de Dios como un reino de santidad en cada corazón y en cada alma. Que el corazón de Jesús sea el símbolo de la vida interior, como lo concebía San Pablo al decir: Esto debéis procurar: poner en vuestros corazones los sentimientos de Cristo (Flp 2,5). Mostremos rápidamente otro símbolo de la devoción al Sagrado Corazón. La devoción al corazón de Jesús aparece formalmente en la Edad Media; entonces estaba recogida, escondida, en los monasterios más fervorosos. Aparece con los caracteres que vio Santa Margarita; es decir, que esta devoción era como un último esfuerzo que hace nuestro Señor para salvar al mundo. Santa Gertrudis es la reveladora de esta devoción en toda su sublimidad. Santa Margarita ve este culto como reparador, y Santa Gertrudis contempla con luz de lo alto todos los demás aspectos. Y ella cuenta en una de sus revelaciones cómo, viendo a San Juan Evangelista reclinado en el corazón de su Maestro, bebiendo allí todos los tesoros de ciencia y santidad que encierra, le preguntó si no había recibido la misión de revelar al mundo los secretos de esta devoción, y la respuesta fue que el Señor se había reservado esta devoción para los últimos tiempos, cuando el mundo estuviese resfriado en su caridad. Como vemos, revelar la devoción a su divino corazón era como un designio amoroso para volver los hombres a Dios, como completar la redención. Santa Margarita también lo vio en este aspecto, y por eso la llega a concretar en fórmulas que a veces llegan a asustar a los mismos teólogos. Dice que es «la segunda redención de amor». La frase no puede ser más expresiva. 184
Mirando esta devoción en todos los tiempos, vemos que siempre aparece el mismo designio. Que quiere verter de nuevo sobre el mundo los raudales de su amor, echar las redes para pescar las almas. Por eso la devoción al Sagrado Corazón es devoción de celo, de apostolado. Por eso, a medida que las almas se unen al divino corazón, se sienten más apostólicas y trabajan por su salvación, ya sea en el sublime ministerio sacerdotal, ya sea inmolándose con oración y sacrificios. Estos días hablábamos de propagar este reino luchando con sus enemigos, propagando esta levadura santa para salvar al mundo. Unid esto con el celo que debe abrasar toda alma devota del Sagrado Corazón, y veréis cómo se completan estas ideas, cómo se combate y se lucha para llevar las almas a este Rey. Bien sabéis que la devoción al Sagrado Corazón no ha nacido sin dificultades ni combates. Unas veces era el materialismo practicado en Versalles, y otras las argucias de teólogos y enciclopedistas volterianos, y con esa lucha y ese combate se cumplió lo que se dijo de Cristo, que sería puesto como señal de contradicción. Y así su corazón ha sido como un signo de bandera. Un pontífice dijo que así como el lábaro ha sido en otros tiempos la insignia de Jesucristo, ahora era su divino corazón ese lábaro, y por eso anhelamos todos los españoles que aparezca en nuestra bendita bandera, convencidos que ahora la bandera de Dios es la del divino corazón. Pero no se trata que aparezca en ese glorioso pendón, que eso es accidental; lo que importa es que sepamos derrochar heroísmo para combatir a los enemigos de su reinado, que llevemos la bandera de la fe viva; de tal confianza en el poder de Cristo, que se convierta en fortaleza; de tal caridad hacia este divino corazón, que llevemos este amor a todos los confines del mundo. En fin, que llevemos en nuestros corazones los sentimientos de este reino, donde el amor se llama renuncia; los bienes, sacrificios; que nos hace mirar la vida presente como un destierro y suspirar por los bienes eternos. Esto es vivir en los pliegues de esta bandera y morir en ella. Reino de pureza, de vida interior, de santidad: esto es lo primero que contemplamos al estudiar la devoción al Sagrado Corazón. Segundo, redención de amor, que ha de salvar al mundo y que nos llama a un generoso apostolado, y tercero, lábaro de los tiempos modernos. La bandera que queremos que nos cobije es el divino corazón. Figurarse almas llenas de vida interior, de celo apostólico, de amor al divino corazón, y veréis una nación llena de gloria. Hagamos ahora una ferviente oración por nuestra Patria, que tanto lo necesita. 185
Sermón de las Siete Palabras, 1925 predicado en la capilla del Palacio Real de Madrid. Año 1925 2 Tres aspectos pueden presentar las Santa palabras: apologético, histórico y místico. El primero nos lleva a la célebre frase: «Si la vida y la muerte de Sócrates son las de un filósofo, la vida y la muerte de Cristo son las de un Dios». El segundo nos lleva a reconstruir la escena del Calvario con todos sus pormenores y su ambiente. El tercero nos lleva a profundizar en el misterio sobrenatural de la cruz. El primero es indispensable para juzgar acertadamente la historia y para dar consistencia a nuestras relaciones íntimas con el Crucificado. La historia es el supuesto necesario de esas relaciones, y, a su vez, la luz mística nos hace penetrar toda la realidad histórica. Vamos a espigar en ese triple campo para formar el místico hacecillo de mirra que guardemos en nuestro pecho para recuerdo, estímulo y fortaleza. Espigaremos con sencillez y confiando en la gracia divina. «Pater, ignosce illis, non enim sciunt quid faciunt» (Lc 23,34)
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Son los apuntes autógrafos del P. Torres para este sermón en la capilla real. Es el guion sobre el que construiría las tres horas de predicación, según la costumbre de la corte. Esto que publicamos es lo que el P. Torres iba a decir. No sabemos qué dijo o cómo lo dijo. Ordena ideas. Espiga textos de las Sagradas Escrituras. No son textos completos. Son frases o palabras que le recuerdan las citas que oportunamente utilizará durante su ministerio. Amplifica las ideas en la brevedad de un esquema. A veces solamente las inicia. Con esto le basta. Una frase escueta o una palabra única le orienta en la memoria la argumentación amplificada. Es curioso ver cómo las primeras «palabras» van más ampliamente desarrolladas. Las últimas, lo indispensable. ¡Cuántas veces le sucedió esto! Empezar a escribir y tener que abandonar la pluma, incapaz e insuficiente para recibir el torrente oratorio que iba surgiendo en su espíritu conforme iba redactando lo que pensaba escribir... La pluma, cansada e inútil, quedó vencida en muchas ocasiones junto a la cuartilla incompleta...
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La luz de la historia puede hacernos entender toda esta verdad. Observemos. I. Que no es una palabra que suena un momento, como expresión de una idea o un sentimiento fugitivo, sino la oración que hace Jesucristo mientras le crucifican y levantan en alto la cruz. Una palabra fugitiva se pronuncia con facilidad; pero olvidarse de sí cuando se sufre y no pensar más que en el bien de los que nos atormentan, es suprema caridad; ésta es la de Jesucristo. II. Que no es el perdón de una palabra punzante o de una injuria aislada, sino de todas las injurias y tormentos, como se ve por dos razones: que se perdonan burlas crueles, blasfemias sacrílegas, odios diabólicos, todo aquel hervidero de mal que hay en el Calvario, y que además la mirada del Señor se dirige a todas las ofensas del género humano. Nunca como ahora se debe repetir: Aquae multae non potuerunt extinguere caritatem. III. Que es un Dios el que clama. Lo que equivale a decir que renuncia, por amor, a su derecho santísimo de castigar a los culpables y que su palabra es eficaz y hace llover gracias sin cuento sobre el Calvario y sobre el mundo. Para nosotros, esta palabra es: Una esperanza: ¿quién puede desesperar cuando la oye? Una lección de amor a Jesucristo: al verlo perdonar de esa manera, ¿quién puede no amarlo? Una fuente de generosidad: nuestra gloria es perdonar, como perdona nuestro divino Redentor. «Hodie mecum eris in paradiso» (Lc 23,43) Jesucristo, Dios escondido en el Calvario. Hay un alma que lo descubre y lo confiesa: el buen ladrón. Le ignoran sus discípulos, los que habían recibido beneficios de El y las gentes piadosas de su tiempo. Es un caso de ceguera que nos debe hacer temblar. En medio de esa ignorancia pavorosa hay un rayo de luz que sale de donde menos se esperaba. Un hombre empedernido en el crimen es el que abre los ojos y le conoce y le confiesa. Como nadie ha de tenerse por seguro, nadie ha de desesperar. La confesión de Cristo en aquellas circunstancias es heroica, basta para transformar una vida. Es heroica por187
que lo pospone todo y lo desafía todo; transforma una vida, porque es prueba de amor, y éste es transformante por su propia naturaleza. Se concibe que se hagan locuras de amor en aquella hora. Las pruebas de amor que Dios nos da, aceptadas, nos santifican; despreciadas, nos hunden en nuestra maldad. Al lado del buen ladrón vemos la figura del ladrón impenitente. Da escalofríos. En presencia de Jesucristo, cuando ora por él la Virgen, en la hora de la salud del mundo, al borde de la eternidad; y muere blasfemando fríamente. ¡Qué contraste entre sus palabras de impenitente y la oración de Jesucristo! Debió de ser una herida hondísima para el Señor. Hoy estarás conmigo en el paraíso. El Señor da el ciento por uno; no en bienes deleznables, sino verdaderos, eternos. ¿Qué clase de crucificado es este que dispone de la vida eterna cuando parece triunfar de él la muerte? ¿Qué perspectivas las de los sacrificios ofrecidos a Dios? Cuando más pavorosa es la tormenta, allá, en el horizonte, el cielo toma tintes de aurora que va a transformarse en pleno día. La historia externa dice poco. Penetremos en el alma de esta escena: abismo de tinieblas, estallido de fe y de amor, efusión de misericordia. «Ecce Mater tua» (Jn 19,27) Las palabras de Cristo son rayos de luz. Esta alumbra y esclarece tres misterios muy hondos: el de las renuncias de Cristo Jesús, el de nuestra devoción a la Virgen y el de las glorias de María. I. Jesús ha llegado a la absoluta pobreza. Nunca la pobreza ha acariciado a un hombre como a Jesucristo en el Calvario. Honra, vida, bienes. El momento culminante de esa renuncia es la presente palabra. ¡También a su Madre! Mucho es abandonarla en Nazaret, pero más abandonarla en la cruz. Él abandono no consiste en no verla, sino en llevarla al Calvario y que ahí diga esta palabra. La abandona cuando le falta todo. ¡Todo abrasado en holocausto por la salud del mundo, hasta la víctima pura del corazón de su Madre! II. Pero ¿qué significa esa palabra? Desde los tiempos de Orígenes viene interpretándola la tradición cristiana, con su instinto certero, como la promulgación de la maternidad de la Virgen. Y significa que la Virgen nos da la gracia, como Medianera universal, y que tiene para nosotros un 188
corazón de madre. Las palabras sustanciales de los místicos son como ésta. El torrente que brotaba de esa peña herida iba derecho al corazón de Jesús, y Jesús lo desvía cuando va desbordado para que desemboque en el nuestro. ¿Entendéis por qué y cómo ha de ser nuestra devoción a la Virgen? Nos hemos de anegar en ese torrente. III. Hay una palabra misteriosa: mulier. La mejor interpretación la da Suárez: la mujer providencial del Protoevangelio, la madre del Mesías. Jesucristo insinúa delicadamente que es su madre, y, si cabe decirlo, más que nunca. El misterio de su maternidad se consuma en el Calvario cuando ofrece a su hijo y cuando nos acepta. Y de ahí arranca toda la gloria de la Virgen. Gloria ensangrentada, y por eso, mejor. No pueden olvidarse esas palabras a nuestra Señora. El Espíritu Santo nos enseña a clamar con gemidos inenarrables: ¡Madre, Madre! «Deus meus, Deus meus, ut quid dereliquisti me?» (Mc 15,34) Esta palabra presenta una faz envuelta en sagradas tinieblas que nadie ha sabido descifrar. ¿Cómo el Padre ha abandonado al Hijo? Sabemos que lo abandonó; pero ignoramos cómo. Se han espesado las tinieblas del huerto de las Olivas, hasta hacerse indescifrables. Pero presenta otra faz mucho más luminosa de lo que dice la resumida narración evangélica. El Señor recitó en la cruz todo el salmo 21, y, mediante la lectura de ese salmo, completamente lírico, descubrimos como nunca los sentimientos del corazón de Jesús. Acojámonos a esa luz. Lo primero que en el salmo encontramos es una palabra de ternura, mejor dicho, toda una serie de palabras de ternura. Queja humilde: Ut quid ... peccatorum meorum; estima del recurso continuo a Dios: et non ad insipientiam mihi; idea clara de la santidad paternal de Dios: tu autem in sancto habitas, laus Israel; memoria de los beneficios divinos: in te speraverunt patres nostri — de ventre matris meae Deus meus es tu! ¡Cosa prodigiosa y divina, que en medio del abandono sólo se digan palabras filiales! Hay una descripción plástica de la pasión. Humillaciones: ego autem sum vermis et non homo, oprobrium hominum et abiectio plebis; crueldad humana: omnes videntes te deriserunt me et moverunt capita sua; tormentos corporales: foderunt manus... dinumeraverunt ossa; despojo: 189
diviserunt sibi vestimenta... sortem; todo con tal furia, que son canis multi, tauri pingui, cornu unicornii; y con un dolor tan intenso y vivo, que el corazón se liquida como cera y su vigor se seca como frágil arcilla. ¿De qué nos podremos quejar? ¿Hasta dónde le ha llevado el amor? ¿Cómo no hay amargura desmedrada? Antes al contrario. Hay un canto de triunfo... Invitación a la alabanza: qui timetis Dominum, laudate eum; promesa de alabarle: apud te laus mea in ecclesia magna, vota mea reddam; esperanza en el fruto divino, fruto de la pasión: reminiscentur et convertentur ad Dominum, universi finis terrae et adorabunt in conspectu eius universae familiae gentium... quoniam sui est regnum, anuntiabunt caeli iustitiam eius, etc. Decíamos que era una palabra luminosa, y ya veis que lo es: luz de ternura, luz de dolor y luz de esperanza. Se cumple aquello de que quiso padecer para saber compadecerse. «Sitio» (Jn 19,23) En el salmo 21 se describe: Lingua mea adhesit faucibus meis, y de ese tormento se habla en la quinta palabra. Tiene tres sentidos: literal, alegórico, anagónico. Literal.—El tormento de la sed. Tiene aquí, un fin apologético. En la agonía de un crucificado aparece por fuerza la sed. Demostró Cristo que realmente padeció esa agonía: Ut consunmaretur Scriptura dixit. Además, un fin doctrinal: Crux Christi morientis facta est cathedra magistri docentis. Nos quiso hablar de sus tormentos para que fuéramos mortificados. La sensualidad en todas las formas es crucificada por Cristo. Por último, trata de despertar el amor. Divino sediento que quiere dar el cielo... Alegórico.—La sed es con frecuencia alegórica en el lenguaje de Jesucristo. El día de los Tabernáculos: Si quis sitit veniat ad me. A la Samaritana: Non sitiet iterum. En el sermón del Monte: Beati qui esuriunt et sitiunt... Aquí podemos tomarla así. Convierte en símbolo la sed real que padece. ¿De qué tiene sed? De que le amen los hombres. ¡Pordiosero de amor, de padecer por ellos!: Quomodo coarctor usque dum perficiatur. Anagónico.—Desea el reino. Ha venido a establecer el reino de Dios, y desea verlo establecido. Se le presenta en toda su hermosa perspectiva: reino de Dios en las almas, Iglesia, cielo. ¡Espectáculo incomparable! Dan al Señor un refrescante vulgar en una esponja. No confundir con la hiel y el vino. Refrigerio vulgar es compadecer tibiamente esa sed. El 190
gran refrigerio es vivir con una sed viva de amarle más y más. Pidamos esa sed. «Consummatum est» (Jn 19,30) Han sido consumadas tres cosas: las profecías, los tormentos, el sacrificio redentor. Las profecías se han cumplido hasta el ápice: la sed. Fidelidad es no apartarse un punto de la voluntad de Dios, Los tormentos se han agotado: Veni in altitudinem maris et tempestas demersit me... possui faciem meam tamquam petram durissimam. El sacrificio con la inmolación. Imagen eterna de una vida cristiana. «Pater, in manus tuas commendo spiritum meum» (Lc 23,46) Dogma.—La muerte, puerta de la eternidad. Dos cosas refutadas. La libertad de morir. Intimo.—Sentimiento del Hijo desterrado que vuelve al hogar. Se acaba la peregrinación sobre la tierra. Piedad filial: Pater. En labios de Cristo significa la realidad de la entrega a Dios. Resumen Los cánticos nos han dicho aquellas palabras: Et inclinato capite emisit spiritum. Embebámonos en esa realidad divina. El Calvario está casi solo. Han huido las muchedumbres, Se cansaron de ver sufrir, el Calvario era remordimiento, la mayor obra de amor la reciben los hombres así. Hay ambiente de tempestad. Ráfagas de vientos siembran por la tierra la sangre divina. Se ha oscurecido el cielo, vistiéndose de luto. Se ha estremecido la tierra con terremoto aterrador y misterioso (dinteles del templo que se cuartean). He dicho casi solo porque no lo está del todo. Allí está la Virgen, allí además comienza a germinar una primavera de fe: Vere filius Dei erat iste. Percutiebant pectora sua. Sumémonos a ese grupo; si no como María, al menos como soldados. Tenemos que llevar la vida austera de quien cree en el Crucificado: Percutiebant pectora sua. Tenemos que adorar al Señor: Vere filius Dei erat iste. Tenemos que amar en una palabra. 191
El costado abierto de Cristo nos dice que hemos de estar llagados de amor en el corazón. Neque mors neque vita... potuit nos separari a caritate Christi. Reina, Señor, en nuestro pecho.
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Sermón sobre las Siete Palabras, 1930 predicado en la iglesia de lay Carmelitas Descalzas del Cerro de los Angeles. Abril 1930 Fervorosa comunidad y amados hermanos míos en nuestro Señor Jesucristo. Cada año procuramos meditar las Santa palabras pronunciadas por Cristo Jesús en la cruz desde un punto de vista diverso. Tenemos la confianza de que esas Santa palabras son inagotables, como lo son siempre los misterios divinos. Este año, el punto de vista desde el cual vamos a contemplar esas palabras divinas es el que ofrecen otras de San Pablo en la epístola a los Filipenses que ya muchas veces han sido objeto de nuestra meditación. En la epístola a los Filipenses hay un testimonio que se reputa como de los más claros y profundos que acerca de Jesucristo nuestro Señor puede encontrarse en todo el Nuevo Testamento. Tiene ya un nombre; se le suele llamar el texto cristológico por antonomasia. En este testimonio de San Pablo se resume toda la pasión en una sola virtud, como si la pasión no significara más que el desarrollo y la expansión de esa misma virtud. Esa virtud es la santa virtud de la humildad. Y, al explicar el Apóstol en qué consiste esa santa virtud de la humildad, se vale de algunas expresiones que en la vida espiritual son expresiones fundamentales. Dice, por ejemplo, entre otras cosas: Exinanivit semetipsum: «Se anonadó a sí mismo», Y esta frase con que él resume toda la historia de la sagrada pasión y hasta toda la vida de Cristo nuestro Señor, al mismo tiempo que nos presenta esa pasión y esa vida desde un punto de vista profundísimo, alude a las virtudes que hemos llamado fundamentales en la vida espiritual. A poco que conozcáis esa vida sobrenatural, sabéis muy bien que el quicio de esa vida está en la negación de nosotros mismos. Es lo primero que pidió Jesucristo nuestro Señor a las almas que se resolvieran a seguirle, y sabéis además que esa frase, negarse a s' mismo, ha sido comentada de una manera profunda, bellísima, divina, por San Juan de la Cruz; hasta el punto de que, siendo muchos los méritos que él tiene como maestro espiritual, quizá el más famoso sea este comentario a que estoy aludiendo. El Santo aspira a que el 193
alma que desea buscar a Dios se despoje tan completamente de sí misma, que se anonade, o, para decirlo de otro modo, se aniquile; y esto es lo que precisamente significan esas palabras de San Pablo a que yo acabo de aludir, en que él resume toda esa vida: Se anonadó; o si queréis: Se aniquiló a sí mismo (Flp 2,7). Si estas palabras resumen toda la vida y toda la pasión de Cristo nuestro Señor, particularmente resumen, explican y profundizan el misterio del Calvario, que es la coronación de esa vida y el término de esa pasión dolorosísima. Pues desde el punto de vista que ofrecen esas palabras: Se anonadó a sí mismo, quisiera yo que contempláramos hoy las que el Señor pronunció en la cruz. Para todos puede haber grandes provechos en semejante contemplación: para los que empiezan, para los que progresan en el camino espiritual y para los que van muy adelante y han alcanzado la cima de ese camino espiritual; porque ese trabajo de recorrer el camino espiritual es un trabajo que comienza con la negación de nosotros mismos, que continúa con esa negación de nosotros mismos y que termina en la completa negación de nosotros mismos. Podría explicarse la vida espiritual diciendo que es como una suerte de despojo. Cuando comienza uno a despojarse, comienza ya la vida espiritual; cuando adelanta en este despojarse, adelanta en la vida espiritual, y cuando se ha despojado de todo para quedarse únicamente en Dios y en la propia nada, entonces es cuando ha llegado a la cima de la misma vida espiritual; por eso digo que para todos puede ser provechosa esta contemplación. Además, como no toca a uno de esos puntos accidentales que encontraremos en nuestro camino espiritual, sino que toca a la misma entraña de esa vida, a los secretos de esa vida y a los misterios de esa vida, quizá no haya ninguna otra contemplación que tan eficazmente pueda ayudarnos a acercarnos al Señor. Si sacamos de la consideración que estamos proponiendo el deseo de llegar a despojarnos de nosotros mismos hasta que podamos decir imitando al apóstol San Pablo: Y a me he anonadado a mí mismo y estoy enclavado con Cristo en la cruz (Gál 2,19), entonces bien podemos decir que estas mismas consideraciones han sido para nosotros como encontrar el tesoro del alma, como encontrar el verdadero camino que lleva a Dios; más aún, han sido para nosotros como encontrar a Dios. Antes de comenzar a explicar las Santa palabras desde este punto de vista, recojámonos un momento en la presencia del Señor y pidámosle que 194
nos ilumine a todos; a mí, para que sepa presentarlas con eficacia, y a vosotros, para que las conozcáis íntegramente y os aprovechéis de ellas. «¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!» (Lc 23,34) Esta es la primera palabra que pronunció Cristo nuestro Señor en la cruz. La comenzó a pronunciar cuando comenzaron sus enemigos a crucificarle, y, a juzgar por los términos que emplean los sagrados evangelistas, podemos asegurar que la estuvo pronunciando y repitiendo durante toda la crucifixión. Seguramente la pronunció cuando por primera vez contempló a la muchedumbre congregada en torno suyo desde lo alto de la cruz. Esta palabra se presenta claramente como una palabra de amor y como una palabra de perdón. Si en ella quisiéramos buscar el perdón y el amor, no tendríamos que hacer otra cosa más que repetirla, no necesitaría comentario; pero ¿es verdad que esta palabra nos enseña a negarnos a nosotros mismos, significa una negación que Cristo hace de sí y de alguna manera se relaciona con el texto de San Pablo que hemos citado al principio, en que el Apóstol asegura que el Señor se anonadó a sí mismo? Vamos a ver de cuántas maneras se relaciona la primera palabra del Señor con la frase del apóstol San Pablo, y, por todas esas maneras, vosotros mismos vais a deducir que, en efecto, Cristo nuestro Señor comenzó a anonadarse con el anonadamiento supremo de la pasión. ¿Qué cosas podemos poner nosotros como nuestras, de nuestra parte, cuando nos vemos probados, perseguidos, injuriados por nuestros enemigos; cuando otros son nuestra mortificación y nuestro ejercicio? Evidentemente, entre otras cosas, ponemos todas éstas: pensamos mucho en ello, revolvemos mucho en nuestro corazón las injurias que se nos hacen, las pruebas a que se nos somete y la mortificación con que se nos ejercita. En ese como revolver dentro del corazón lo que se hace con nosotros, nos buscamos y nos encontramos a nosotros mismos. Eso es lo nuestro, ése es el aspecto que tienen semejantes persecuciones y pruebas en relación con nosotros mismos; y mientras las estamos revolviendo así en el corazón, estamos pensando en nosotros. Además de esto, se despierta en el alma un deseo que llamamos de justicia, y que muchas veces no es más que un deseo de venganza; que llamamos de justicia, porque, juzgando como persecuciones inicuas las que sufrimos, deseamos que tengan el castigo correspondiente, que Dios nuestro Señor levante su mano y castigue a los que así nos atormentan, nos mortifican y nos persiguen; algo parecido a aquello que decían los Hijos 195
del Trueno cuando pedían al Señor que lloviera fuego del cielo para aquellos que no habían escuchado su palabra. Muchas veces ese sentimiento de justicia no se formula de una manera clara, pero es como una protesta interior y una inquietud interior que está clamando por que Dios ejercite su justicia contra aquellos que de alguna manera nos sirven de tormento. Cuando nos vemos así probados y atormentados, nos retraemos y parece como que nos incapacitamos para hacer el bien, para pensar en los demás, para promover su dicha, para procurarles bendición; nos retraemos de tal manera, que hasta nos incapacitamos para todo lo que sea caridad y para todo lo que sea apostolado. Es éste un efecto del egoísmo. Y como del egoísmo brotan esos malos pensamientos de venganza y de rencor y aquellos otros sentimientos que nos llevan a revolver siempre en nuestro corazón lo que sufrimos, ese egoísmo acaba por reconcentrarnos en nosotros, y todo lo que está en torno nuestro deja de interesarnos, todo lo que es en bien de los demás desaparece ante nuestros ojos; se nos han cortado las alas con las cuales habíamos de volar en auxilio de nuestros hermanos. Todo esto acontece con frecuencia cuando de alguna manera padecemos injurias o cuando creemos padecerlas. Y ¿cuál es la negación de nosotros mismos? La negación de nosotros mismos sería verlo todo no en relación con nosotros, sino en relación con el prójimo y con su bien, en relación con Dios y con su gloria. Entonces esos pensamientos tan nuestros con que andamos revolviendo nuestro padecer se desvanecerían como humo, para dar lugar a otros pensamientos de misericordia y de perdón. Entonces, en vez de encogernos para reconcentrarnos en nosotros y no procurar el bien de los demás, trabajaríamos con nuevo ahínco por este bien; entonces, en vez de este sentimiento que llamamos justicia, y con frecuencia es un sentimiento de venganza, habría en nuestro corazón un sentimiento generoso de misericordia y de mortificación. Esto sería el olvido de nosotros y la negación de nosotros mismos en las injurias, y esto es precisamente lo que hace Cristo nuestro Señor. Mirad: se acordó de los pecados que están haciendo los que le rodean; pero se acordó de ellos ¡de qué manera! Para interceder, para atraer sobre los que le injurian y persiguen las bendiciones del Padre celestial, para trabajar por el bien de aquellas almas con la oración, para verlo todo con una benevolencia infinita, para disimular como disimulan las almas que están inflamadas en divina caridad. Todo se transforma a 196
través del amor de su corazón, y desaparece todo lo que es una sombra de egoísmo, no quedando otra cosa que el olvido propio, la generosidad, la negación propia, el desprendimiento, la misericordia y el perdón; y todo esto queda de una manera admirable y divina, porque aquellas injurias y aquellas afrentas que El está saboreando desde lo alto de la cruz no tienen para El esa amargura propia de las almas que no aceptan el sufrimiento de la humillación; tienen únicamente la amargura propia de las almas que, avivadas por el amor de Dios, ven a Dios ofendido y ven a las almas en caminos por los cuales se apartan del Señor. Pero, por otra parte, en cuanto ese sentimiento significa propia humillación y propio menosprecio, Jesús la ama, Jesús la busca, Jesús la desea, y podría decirse que era como el manjar predilecto de su alma, que era como el deseo más vivo de su corazón, lo que El ansiaba con ese afán con que los mundanos andan buscando las honras y alabanzas de los hombres, lo que El buscaba como el camino más seguro para glorificar al Padre celestial. Sabía muy bien que para glorificar al Padre celestial tenía que llegar a la completa negación de sí mismo; y, al recibir esa como lluvia de injurias sobre su frente, el Señor quiere como esconderse y como sepultarse bajo esa muchedumbre de afrentas. Desaparece ahí para que, desapareciendo El, el Padre celestial fuera inmensamente glorificado. ¿No es esto negarse? ¿No es esto olvidarse de sí mismo? ¿No es esto renunciar a sí mismo? ¿No es esto practicar esa sentencia en que resumió San Pablo la vida de su Redentor: Se anonadó a sí mismo? Y notad bien que éste es uno de los puntos en que más resplandece nuestra debilidad y más resplandece la grandeza de Jesucristo. Más resplandece nuestra debilidad, porque es donde con más frecuencia las almas se extravían, donde con más frecuencia suele quedar derrotado el corazón humano; y más resplandece la gloria de Jesucristo nuestro Señor, porque en la magnanimidad con que perdona y con que intercede se descubre toda la grandeza de su amor y toda la gloria de su redención divina. Recojámonos otros instantes para pensar en esta primera lección que el Señor nos da con sus palabras y con su ejemplo; porque, al mismo tiempo que pide perdón con sus palabras, se entrega al sacrificio para conseguir ese perdón, y veamos si nuestro corazón ha dado ya ese paso en el camino espiritual de anonadarse a sí mismo por lo que toca a los odios, a las malquerencias, a las persecuciones de los demás, a las injurias y a las humillaciones. Si el Señor nos ha concedido esta gracia, estimémosla 197
como una de las gracias predilectas de su corazón; si todavía no la hemos alcanzado, pidámosla humildemente al Señor que nos la conceda, porque esa gracia es indispensable para acercarnos a la cruz y para conseguir la verdadera vida espiritual. «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43) Sigamos en la explicación de esta segunda palabra un camino parecido al que hemos seguido en la explicación de la primera. En esta segunda palabra es fácil descubrir la fortaleza del buen ladrón para confesar a Jesucristo, la eficacia de la gracia divina, que trocó el corazón de este hombre; la generosidad de nuestro Redentor divino, que instantáneamente perdona y ofrece el premio eterno a quien públicamente le confiesa, y la confianza que todo esto debe inspirar a nuestro corazón; aun en medio de los pecados más abominables, siempre tenemos esperanza de salvación. Pero ¿tiene algo que ver esta segunda palabra con el niégate a ti mismo y con aquello otro: Se anonadó a sí mismo, que tantas veces venimos repitiendo? Si quisiéramos fijar nuestra mirada en el buen ladrón apartándola de Cristo nuestro Señor, entonces fácilmente podríamos encontrar una relación semejante, porque la conversión del buen ladrón, ¿a qué se reduce sino a una negación de sí mismo? Hay un momento en que, al abrir los ojos a la luz, se despide de todo lo que hasta entonces había amado su corazón y acepta lo que antes su corazón no amaba, sino que más bien lo aborrecía. Hay un cambio en aquel corazón, algo que desaparece y algo que nace. Al hablar de ese algo que desaparece, podríamos emplear esas frases de negación de sí mismo, de anonadamiento propio. En verdad es el hombre viejo que muere para que resucite, para que nazca el hombre nuevo. Pero ¿hay la misma relación o hay alguna relación entre las palabras de Jesucristo nuestro Señor: Hoy estarás conmigo en el paraíso, y el texto de San Pablo en el que nos dice que el mismo Señor se anonadó a sí mismo? Algo sutil os va a parecer esa relación, pero por sutil que sea, no es menos real. En la palabra anterior hemos dicho que, cuando nos encerramos dentro de nosotros mismos por las persecuciones o por las humillaciones 198
que sufrimos, perdemos los ánimos y las fuerzas para trabajar por el bien de los demás. Recojamos ahora esa misma idea, desarrollémosla y completémosla, y veréis cómo en esa idea encontramos la relación que vamos buscando. Cuando sufrimos, sea cualquiera el género de sufrimiento que nos acompaña o que nos acontece, ¿no es verdad que nos encogemos de esa manera, que nos encerramos dentro de nosotros y que nos inutilizamos para hacer bien a los demás? ¿Quién es el que trabaja con el corazón Heno de amargura? ¿Quién es el que, sintiéndose abrumado de males, piensa, se afana por el bien de los otros? ¿Quién es el que, estando dolorido, se goza de ver gozarse a los demás y se entretiene en tejer coronas de gloria y de alegría para sus propios hermanos? Aun cuando no se tengan en el corazón claros sentimientos de odio y aun cuando no se sienta uno corroído por el veneno de la envidia, que esas dos cosas ciertamente nos inutilizarían en absoluto para hacer el bien a los demás y hasta nos darían una maldita eficacia y un maldito poder para hacerles el mal, por el simple dolor, por el simple padecer, nosotros nos inutilizamos a veces para todo lo que sea trabajo, celo, conmiseración, bondad. Así sucede; parece que con la pena el corazón queda como seco, se convierte en un campo árido. En vano han de buscar nuestros hermanos una flor en este campo de nuestro corazón que pueda recrearles, en vano un fruto sabroso que pueda ser agradable a su paladar; así es la verdad. Y ¿sabéis cuál es el secreto de esto que acontece en nosotros cuando sufrimos? Que no sabemos negarnos, vivimos para nuestro dolor, vivimos para nuestros sufrimientos; y de tal manera vivimos para ese dolor y ese sufrimiento, que estamos como absorbidos por él, y todas las fuerzas de nuestro corazón y de nuestra alma están puestas ahí y ya no nos queda nada que emplear en el bien de los otros. Pero suponed un alma que llega a olvidarse de sí, que no vive para ese su dolor y para esa su amargura, que piensa que por encima de su dolor y por encima de su amargura está Dios y que es para Dios para quien hay que vivir y no para estas pequeñeces que forman la trama de nuestra vida interior; suponed un alma que levanta su cabeza sobre ese oleaje que está elevando el corazón sobre esas hieles que inundan lo más íntimo de la misma alma, y entonces, como es Dios el que la atrae, el que la ilumina, como es Dios el que la enamora, seguirá buscando a Dios a través de esas persecuciones, y, cuando vea que puede llevar a Dios nuestro Señor un alma o que puede hacer que El more en esa alma, cuando vea que las almas encuentran a Dios, que es encontrar su propia dicha y su propio 199
bien, aun en medio de sus amarguras, sabrá regocijarse con regocijo de veras espiritual; aun en medio de sus amarguras sabrá trabajar con la alegría, con el denuedo, con la resolución de un alma que tiene puestos sus amores en la vida de sus hermanos, y sabrá ejercitar la caridad con toda su amplitud y con todas sus riquezas. Porque se ha olvidado de eso que es suyo y de su amargura, porque se ha olvidado de su dolor, persecuciones, sufrimientos, porque no vive para sí, porque se ha negado, porque ha llegado a anonadarse a sí mismo en algo que es muy difícil; porque es relativamente fácil negarnos a nosotros mismos en lo que cae hacia fuera; pero en lo que cae hacia dentro —en eso que forma la vida íntima nuestra, en eso que forma la vida de nuestro corazón y de nuestro espíritu, en esos sentimientos tan hondos que parece que llegan a regiones misteriosas de la propia alma—es mucho más difícil. Esta última negación es la que realiza más plenamente la frase de San Pablo: Se anonadó a sí mismo. Y esto es lo que precisamente acontece con Jesús y lo que se aprecia en esta segunda palabra que El pronunció en la cruz. Vedlo cómo está atento a todo lo que pasa en torno suyo. No pensemos que la conversión del buen ladrón es casual. Está preparada. Está trabajada por la gracia divina. Jesucristo la hace brotar del propio corazón sobre el corazón de los que mueren con El. De modo que Jesús está trabajando en el silencio por la conversión de aquellas almas, por sacarlas del pecado, por salvarlas, por conseguir esa conversión. Todo esto es obra del celo de nuestro Redentor divino, que, apenas ha escuchado una palabra de deseo, que quizá no sea una palabra de perfecta fe, porque este hombre quizá no sabe toda la hondura que encierran las palabras que él mismo pronuncia, y que no son como propias de un alma que no piensa más que en los intereses de su Dios, porque pide lo suyo, su propia salvación, aunque claro está que con recta intención y con recto fin; apenas lo pronuncia, ya está el Señor prometiendo el premio, y hasta se nos representa a nosotros el alma de Jesucristo mientras está en la cruz como buscando ocasión de pronunciar una palabra semejante. Esas palabras suyos: Hoy estarás conmigo en el paraíso, son como un pensamiento de gloria, como un río de luz, como un consuelo divino. Se recrea aquel divino corazón en poder repartir recompensas y premios y poder abrir las puertas del cielo a un alma cuando a El parece que se le cierran las puertas de todos los consuelos humanos y hasta de los consuelos divinos. Ahí pone el goce de su corazón. En este sentido, también se anonadó Jesús en esta palabra; y digo que esta relación es muy sutil, pero es muy real, porque 200
esto que os estoy diciendo yo a vosotros quizá os parezca rebuscado si es que alguna vez no lo habéis experimentado. ¡Cuánto trabajo cuesta olvidarse de esas tempestades, de esas situaciones de espíritu que uno pasa para afanarse, para trabajar en el bien de los otros! ¡Sabéis qué esfuerzo se necesita, cuántos auxilios de la gracia de Dios habernos menester para en un momento cerrar los ojos a todo eso que llevamos en el fondo del alma y no pensar más que en el bien de nuestros hermanos! Muchas negaciones de nosotros mismos hay en la vida, pero no sé si hay alguna negación que sea de tanto trabajo, de tanto esfuerzo, como esa negación a que estoy aludiendo. Y de esta negación nos da ejemplo nuestro Señor, mostrándonos que, aunque nos encontremos en lo más hondo de las tribulaciones, todavía podemos desplegar nuestro celo y nuestra caridad a nuestros hermanos, todavía podemos vivir para ellos en vez de vivir siempre para nosotros, todavía podemos promover la gloria del Señor; y esto que es un camino arduo y difícil, es además un camino de consuelo. Y ya que nosotros personalmente no glorificamos a Dios, al menos hagamos que le glorifiquen los otros, y tengamos ese consuelo de la gloria divina y que al menos sea glorificado nuestro Redentor. Esta es la segunda etapa de ese anonadamiento de Cristo nuestro Señor a que alude San Pablo en la epístola de los Filipenses. Adoremos ese misterio de un Dios que así se olvida de sí para acordarse de pecadores despreciables, para trabajar por su conversión, para reinar en el alma de los mismos, para abrirles el cielo, y, al mismo tiempo que adoramos este misterio de amor y de misericordia, pidámosle al Señor que reproduzca algo de ese misterio en nuestro corazón y que, sean las que quieran las circunstancias de nuestra alma, haya siempre en nosotros ese anhelo de hacer bien a los demás y derramar a manos llenas los tesoros de la divina caridad y abrir a todos las puertas del cielo. «He ahí a tu Madre» (Jn 19,27) La tercera palabra de Cristo nuestro Señor en la cruz es aquella en que nos da por Madre a la Virgen Santísima. Esta palabra, en cierto sentido, es y no es a la vez una negación de sí mismo. Hay algo en ese misterio que no es materia de propia negación, y, en ese sentido, Jesús no se niega; pero hay también algo en que el mismo misterio es materia de propia negación, y en ese sentido, ciertamente, se niega Jesús, y vais a ver con qué negación tan completa y tan heroica. 201
Expliquemos estas frases que parecen un tanto enigmáticas. Ha puesto Dios en nuestro corazón un sentimiento de amor hacia los demás; ese sentimiento de amor va tomando matices diversos según las personas a quienes se refiere o a quienes se dirige. A veces es un amor tenue, a veces es un amor intenso y a veces es un amor inquebrantable; tal es el amor a los amigos, el amor de la familia y tantos otros amores como tiene nuestra vida. Esos amores los quiere Dios y no los quiere Dios. Los quiere Dios en un sentido y no los quiere Dios en otro sentido. Ya entendéis todos vosotros lo que significan estas palabras, pero yo quisiera aclararlas una vez más aunque fuera rápidamente. Esos amores de nuestro corazón, como todas las cosas de nuestra vida, caen bajo el amor de Dios, viven en la esfera del amor de Dios, están como sujetas y como subordinadas al amor de Dios. Esto quiere decir que hay ocasiones en que nosotros amamos a lo que nos rodea a través del amor de Dios y hay ocasiones en que nosotros amamos a lo que nos rodea prescindiendo del amor de Dios; no digo yo solamente contra el amor de Dios y contra la voluntad de Dios, sino prescindiendo del amor de Dios. Esos amores tienen algo que cautiva al corazón, y nos dejamos llevar de ese algo; pero hay momentos en que ese amor de lo que nos rodea, de las personas que pertenecen a la esfera de nuestra vida, que de alguna manera pueden llamarse nuestras, en que se transforma y se purifica nuestro corazón, y nosotros no podemos amar esas cosas si no es en Dios y para Dios; entonces las amamos a través del amor de Dios. Cuando se aman las persona; a través del amor de Dios, ese amor ya es un amor de abnegación, ya el alma se ha negado a sí misma, porque en esos amores no se busca a sí, sino que busca a Dios; pero, cuando no se aman así, sino porque nos reportan utilidades, provecho, gozo, alegría, entonces nosotros nos buscamos ahí, entonces somos nosotros los que nos amamos en todas esas cosas y no es a Dios a quien amamos. Por eso, estos amores son materia de propia abnegación en un sentido y no lo son en otro sentido. Amarnos solamente en Dios no es materia de abnegación, es más bien el cumplimiento de un deber; amarnos independientemente fuera del amor de Dios, sí es esto materia de abnegación; amarnos a nosotros en esas criaturas, sí es materia de abnegación en la que podemos y aun debemos negarnos. De tal manera debemos y podemos negarnos, que, sin que el corazón se desprenda de ese aspecto de egoísmo de buscarnos a nosotros mismos que hay en semejantes amores, nunca se podrá recorrer este camino con pie firme; es estar el corazón preso, estar el corazón cautivo, 202
no tener libertad; vivir, si no esclavizado, impedido, porque lo tiene entretenido en las criaturas. Estas palabras, entretenido en las criaturas, tienen un sentido inmenso, trascendental, porque ¡cuántas cosas que son entretenimientos con las criaturas, porque no son pecados, se aceptan y se convierten en rémora del alma, y por ese camino luego anda el alma angustiada viendo que Dios nuestro Señor no se le comunica y anda buscando a su Dios por otros caminos; pero no descubre, o no quiere descubrir, o no tiene fuerzas para seguir descubriendo lo que hay en estos lazos secretos que es este entretenerse con las criaturas! Entendiendo así esta doctrina, que creo que aclara bastante aquella frase enigmática que pronunciamos al principio, apliquémosla toda ella a Cristo nuestro Señor. La Virgen Santísima era para Jesús lo que es una madre, pero lo que es una madre sin lo que el amor de madre pueda tener de desorden y distracción en el camino del corazón, de cautiverio del corazón; todo eso en esa Madre no se puede encontrar; sería blasfemia el pretender encontrarlo. Era un amor purísimo; Jesús amaba a su Madre en Dios; su Madre le amaba a El lo mismo, en Dios; pero, indudablemente, dentro de ese amor a la Virgen en Dios, en el amor de la Virgen encontraba Jesús, porque el Padre celestial así lo quería, infinitos consuelos; hay un consuelo del cual El no se puede desprender, y es que el único corazón que había en el mundo, el único en los cielos y en la tierra, fuera de su propio corazón, donde Dios pudiera descansar y complacerse siempre sin que nunca percibiera una espina y sin que nunca encontrara una nubecilla de imperfección moral, el único, era el corazón de la Virgen Santísima; y el bello corazón que así se le ofrecía, donde El podía morar así, y que, por consecuencia de esto, es un corazón abrasado en puro amor suyo; el único corazón entre todos los corazones de las criaturas que sabía amarle en absoluto sin medida, el corazón que más se acerca al suyo bendito. Repetir todo esto era para Jesús una fuente de consuelo; aunque tenía ahí, junto a la cruz, el corazón de su Madre lleno de amargura y de sufrimiento, ese corazón le producía un sentimiento indecible; era prueba de ese amor en que El encontraba una de las grandes consolaciones de su alma divina; y hay un momento en que el Señor, permitidme que exprese esto de una manera tan gráfica, hay un momento en que ese torrente de consolaciones, de amor que hay en el corazón de la Virgen, Jesús lo aparta de sí y lo desvía hacia los corazones de los hombres, quiere que se derrame sobre nuestras almas, quiere que aquello que El sentía teniendo a la Virgen por Madre, lo sintamos nosotros; que la que era Madre suya comience a 203
ser nuestra Madre, y en este sentido sí se desvía hacia nosotros ese torrente de consolaciones y amor que hay en el corazón de María en su trato, en sus relaciones maternales, en su amor de Jesucristo. ¿Es esto una abnegación en aquellas circunstancias? Cierto que Jesús había querido siempre que su Madre nos amara a todos; para eso le había dado un corazón encendido en caridad; cierto que siempre la Virgen Santísima había amado al género humano y había subido al Calvario en alas de ese amor; esto es certísimo; pero en esta hora del sacrificio supremo, en que Jesús parece que se está despojando de todo, al decir estas palabras: He ahí a tu Madre, parece que, en algún sentido, en este despojarse a sí mismo se está despojando del amor de su Madre, del corazón de su Madre, hasta del consuelo dc su Madre; y todo esto de que El se despoja lo está convirtiendo en tesoro nuestro, lo está derramando El a nosotros, que éste es el sentido que tienen semejantes palabras. Sabía el Señor lo que cuesta a nuestro corazón, lo que sanara este corazón nuestro cuando tenemos que romper los lazos de un amor que es sincero y que es leal, cuando tenemos que purificar un amor, cuando tenemos que abandonarlo porque así lo redama la gloria del corazón o la perfección de nuestra vida, cuando así lo reclama la gloria del Señor; y para animarnos a que también nos despojemos de estos amores, que nos quedemos con lo que Dios quiera darnos de ellos amando a todos puramente en Dios y solamente para Dios; y para esto quiso Id pronunciar esta palabra adorable, que será siempre nuestro consuelo y nuestra esperanza: He ahí a tu Madre. Para eso quiso El, en algún sentido, despojarse de su Madre, para hacerle dar un paso más en este trabajo de negación propia y anonadamiento propio que está realizando Cristo en la cruz, diciendo a todos en la persona de San Juan que desde aquel momento tenía una Madre en María. Al ver nuestro corazón tan enredado en amores de criaturas, ¿cómo no hemos de avergonzarnos nosotros al vernos tan cautivos de esos amores, al ver a Jesucristo nuestro Señor que no quiere estar cautivo, en este sentido, ni siquiera del amor de su Madre? Está cautivo de ese amor, mas en otro sentido, porque lo quiere el Padre celestial, porque ésa es la mayor gloria divina; pero no está cautivo porque ahí encuentra su consuelo, su gusto; porque encuentra su propio provecho; no se busca Jesús a sí mismo; nos busca a nosotros y busca al Padre celestial aun en el purísimo amor de su Madre. La prueba de esta renuncia está en que voluntariamente hace estar a su Madre en el Calvario y la inmola porque ésa es la voluntad de Dios. 204
No insistamos más en estas ideas, aunque había mucho que aprender aquí, pues creo que con lo que hemos dicho quedan suficientemente claras; únicamente se necesita que nosotros las miremos; mejor dicho, que nos miremos a nosotros ahí, y que veamos, de un lado, la generosidad que tenía Jesucristo nuestro Señor con nosotros en el momento de pronunciar semejantes palabras, y, de otro lado, el propio egoísmo para con Cristo nuestro Señor. Meditemos, pues, en esa palabra de Jesucristo y aprendamos a romper todas las ligaduras de nuestro corazón y dejarlo libre de todo lo que sea cautividad de criaturas, a procurar que viva únicamente para Dios y que lo haga todo en Dios y para Dios. «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34) La negación de nosotros mismos es muy clara en la mayor parte de los casos. No suele estar el obstáculo de esa negación en la oscuridad de la misma, en que no sabemos cuándo y en qué nos hemos de negar; y, si alguna vez, nos vemos envueltos por esa oscuridad o no sabemos si nos hemos de negar o no en alguna cosa, creo que la duda no será tan difícil de resolver como en lo que toca en la negación nuestra en las cosas espirituales. Ese es un punto en que hasta hombres muy llenos del espíritu del Señor y muy doctos en la ciencia sagrada erraron el camino. Negarnos a nosotros mismos en lo que toca a la honra, en lo que toca al egoísmo, en lo que toca a los amores de nuestro corazón, será más o menos difícil, podremos o no podremos realizarlo, pero es algo muy claro, muy diáfano; pero negarnos a nosotros mismos en las cosas espirituales, ¿no es algo muy confuso y muy oscuro? Y es cierto que, aun en esas cosas, nos hemos de negar. Voy a ver si acierto a apuntaros dos o tres ideas acerca de esa negación. Comencemos por la más clara y vayamos penetrando hasta la más oscura. Es muy claro que debemos negarnos a nosotros mismos en lo que toca a las divinas consolaciones. Desear buscar gozo en las divinas consolaciones puede traernos algún bien; pero con frecuencia quiere Dios nuestro Señor que nos neguemos en ello, que carezcamos de esas consolaciones, que vivamos en desolación, y entonces nuestra obligación es negarnos a nosotros mismos, aceptar ese deseo de Dios, pacificando nuestra alma en esa voluntad divina. Esto es clarísimo. Pero en las riquezas y bienes espirituales del alma, ¿cabe abnegación? Parece que no, y, por 205
otra parte, parece que sí. Parece que no porque el Señor nos dice que hemos de tener hambre y sed de justicia, de santidad; luego yo, en vez de negarme a mí mismo en estas cosas, lo que tengo que hacer es avivar el deseo y el anhelo de poseerlas y enriquecerme con ellas; y, por otra parte, parece que sí, porque sabemos que uno de los obstáculos que hay en el camino espiritual es éste: la solicitud por el adelantamiento espiritual, la solicitud por las riquezas espirituales. Hay almas que no quieren ir al paso de la gracia de Dios y al paso de Dios, sino al paso de los deseos de su corazón, que no siempre son de Dios; y, cuando no quieren acomodarse al paso que lleva la gracia de Dios y al paso de Dios en el alma, sino al paso de los propios deseos sin más examinar y sin más discernir, con ese afán y con esa inquietud estorba el propio aprovechamiento. Hay una codicia espiritual en esas almas; y como la codicia material daña al alma, así la codicia espiritual la daña también. Por eso digo que hay algún sentido en el cual también en las cosas espirituales podemos negarnos. Decimos, por un lado, que anhelamos las cosas espirituales sin medida y sin tasa, y, por otro lado, decimos que nos negamos en las cosas espirituales. ¿No es esto una contradicción? El secreto de esta contradicción aparente está en nosotros, en la naturaleza de nuestros deseos, en la naturaleza de nuestros anhelos. Los anhelos pueden ser según Dios y no según Dios. Cuando seguimos los anhelos según Dios, entonces no hay codicia espiritual; cuando seguimos los anhelos que no son según Dios, entonces hay codicia espiritual, y ahí está el secreto: en la codicia de esos anhelos, en la naturaleza de esos deseos. No es esto materia para discernirla ligeramente, para someterla a una comprobación superficial, sino que es materia en la que se debe ejercitar toda la discreción de los más grandes Padres espirituales; es, quizá, la materia delicada en la dirección de las almas. Ahora bien, estos anhelos y estos deseos de propio adelantamiento y de propio bien espiritual desordenado, codiciosos, no agradables a Dios, llenos de egoísmo o llenos de soberbia, brotan muy frecuentemente en las almas que han comenzado a seguir el camino de Dios. Es tan fácil buscarnos a nosotros mismos aun en este camino, es tan fácil que nos guíe nuestro yo en esa senda en que no debería guiarnos más que el amor de Dios, y como es tan fácil que broten todos estos sentimientos y anhelos, es necesario ese cuchillo de la abnegación, del anonadamiento propio, para que corte ese lazo que nos impide ir a Dios nuestro Señor. Aun en las 206
cosas espirituales, nosotros mismos hemos de contentarnos con la voluntad de Dios y hemos de descansar en la voluntad de Dios, y hemos de aplicar aquella doctrina que el Señor enseña cuando habla de las cosas temporales: que no andemos solícitos acerca de los remedios, y que, necesitados de estas cosas, andemos como las aves del cielo y como los lirios del campo; entregarnos a la providencia amorosísima de nuestro Padre y de nuestro Dios. Lo que esto significa lo saben pocas almas y es muy difícil de declarar; porque, cuando se declara y explica, las almas no lo entienden como no se lo dé a entender Dios nuestro Señor por una luz divina; pero esto es lo que significa propiamente la negación de nosotros mismos en las cosas espirituales. Cuando se llega a esa negación y cuando el alma se despoja aun de eso, ¡qué profundamente ha penetrado el cuchillo de esa negación propia, qué despojo tan completo hemos hecho de todas nuestras cosas y cómo hemos dado en la nada; en aquella nada de San Juan de la Cruz, que prácticamente equivale a quedarnos en Dios! Pues bien, cuando nosotros contemplamos la cuarta palabra de Cristo nuestro Señor en la cruz, que dice: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado?, ¿no vemos en esa palabra, en cuanto esto es posible en el Hijo de Dios, el anonadamiento de sí mismo aun en ese orden espiritual? No se trata aquí de virtudes y de santidad; el alma de Cristo ya estaba llena desde el principio de la suprema santidad y de la suprema virtud; estaba, como dice San Juan, llena de gracia y de verdad, y de la plenitud que había en El recibimos todos nosotros. Se trata aquí de esas comunicaciones divinas, de esa luz que refrigera el alma y que baja del cielo que percibía el alma santísima de Cristo mientras no lo impidió su omnipotencia y mientras el Padre celestial no le abandonó en el sentido que podía tener este abandono. Y es cierto que el Señor se ve en ese abandono, en esa negación, aun dentro del orden espiritual, claro está que en cuanto esto es posible en el Hijo de Dios, y ahí descansa su corazón, porque no salen esas palabras de El como unas palabras de protesta o como unas palabras de queja; salen como un suspiro amoroso, como un testimonio de fidelidad, como un aliento para continuar por el camino de la voluntad divina; salen como algo que le une a Dios en aquellas tinieblas; porque, cuando Dios deja al alma en tinieblas y el alma no le ve, no es porque Dios esté ausente; es que se le quiere comunicar, en medio de aquella oscuridad, sin nada de consuelo y sin ningún refrigerio; y a la misma alma pura, ciertamente, Dios se le comunica, y esa comunicación secreta de Dios que se le hace aun en 207
medio de las tinieblas, ciertamente se la hacía al alma de Jesucristo, el cual, por un misterio hondísimo que había realizado en ella, mientras vive en esa oscuridad, vive en la eterna luz y mientras estaba gozando las consolaciones eternas del cielo. Pero sabía El que uno de los trances más amargos por que pasan las almas son los trances de pobreza espiritual y desamparo espiritual, de abandono espiritual, de oscuridad y sequedad del corazón y desaliento del alma; sabía El que éste es uno de los trances más amargos de la vida; y para que entendiéramos que El estaba con nosotros nos repite aquellas palabras hermosísimas del salmo 90: Con El estoy en la tribulación. Para consolarnos, para confortarnos, para sostener nuestra fe, quiso pasar por ese mismo trance; y, con ese paso suyo por semejantes trances, al mismo tiempo nos enseñaba el camino de nuestra vida espiritual y nos alentaba y sostenía para recorrerlo. Este es el otro ejemplo de abnegación que nos da Cristo en la cuarta palabra: la abnegación en cuanto puede aplicarse en las cosas espirituales, la negación de nosotros mismos aun en esas cosas espirituales, el quedarnos en la nada aun en esas cosas espirituales. Cada vez parece como que estas palabras del Señor van entrando más adentro, cada vez parece que nos van revelando un despojo más completo y, aun por lo mismo, cada vez parece que nos van hablando con más amor nuestro de este desasimiento de Cristo. Este desprendimiento es un nuevo testimonio que nos da el Señor del amor que nos tiene, así nos ha amado el Señor, nuestro Dios: se despoja de lo que es suyo porque nos ama y para enriquecernos a nosotros. «Tengo sed» (Jn 19,28) Dicen los evangelistas que el Señor pronunció esta palabra para que se cumplieran las Escrituras. Estaba profetizado de El que tendría sed, y El quiso dar testimonio de que esa profecía se había cumplido. Nos recreamos nosotros transportando esa palabra a un orden espiritual: interpretando esa sed de Jesucristo como sed de almas y sed de amor. En realidad, esas palabras expresan la sed material. Es cierto que al lado de esa sed material había en Cristo nuestro Señor esa otra sed de que hablamos. Es cierto además que esa sed material pueda tomarse como símbolo de la otra sed espiritual; pero no es menos cierto que, cuando el Señor pronuncia estas palabras: Tengo sed, en primer 208
término se refiere a la sed material. Si queréis, demos nosotros a esas palabras divinas toda la amplitud que solemos darles en nuestras consideraciones piadosas, que, si tal vez no nos atenemos tanto a la materialidad de las palabras evangélicas, es evidente que no nos salimos del camino de la verdad. ¿Qué nos descubren esas palabras? Interpretadas de una manera material, nos hablan de la pobreza y de los sufrimientos corporales del Salvador; si queréis, podremos decir: nos habla de cómo sentía el Señor los efectos de su extremada y santa pobreza, Interpretadas en el sentido espiritual, nos hacen ver que el alma de Cristo era también pobre en amor, no porque El amara pobremente, sino porque era pobremente amado. La pobreza de Cristo sería, indudablemente, la explicación cabal de estas palabras suyas. Entendidas en un sentido material y hasta entendidas en un sentido espiritual, nos descubren una vida así: vivir sin arrimo de corazones humanos, vivir en soledad de corazón, vivir sin que nuestro amor y nuestra generosidad sean correspondidos; y al mismo tiempo significarían vivir en tal pobreza material, que nos faltara hasta lo más indispensable, hasta una gota de agua para apagar la sed de nuestros labios; esto sería, en último término, el significado de estas palabras, Sin pasar adelante, sin buscar otras interpretaciones, sin ahondar más, ciertamente ya se nos presentan estas palabras de Cristo nuestro Señor como unas palabras de perfecta negación de sí mismo, Carece el Señor tic todo: del amor, que tanto ha buscado en las almas, y de las cosas materiales más indispensables; y carece de ambas cosas El, que, por un lado, lo ama todo con amor infinito, y, por otro lado, es el criador de los cielos y la tierra. ¡Mirad a dónde ha llegado el Salvador y hasta qué extremo ha querido verse privado de todo; de todo lo que ansía su alma y de todo lo que necesita para su alivio corporal! ¡Mirad hasta qué extremo de pobreza, de negación de sí mismo, ha llegado Jesús, sin más que abrir los ojos y contemplarlo desnudo en la cruz, sin más que verle allí entre el cielo y la tierra solo, abandonado; abandonado, en cierto sentido, de Dios y abandonado de los hombres, sin una gota de agua para apagar su sed!... Entendamos un comentario hermosísimo y profundo de esas palabras adorables del apóstol San Pablo que tantas veces hemos repetido ya: Se anonadó a sí mismo. Jesús se ha puesto en la nada para enseñarnos a nosotros que en esa nada es donde todo lo hemos de encontrar, es donde hemos de encontrar a nuestro Dios. Estas palabras tienen aplicaciones prácticas infinitas. Todo eso que llamamos nosotros nuestros gustos, nuestras comodidades, nuestro regalo; todo eso que llamamos nosotros 209
nuestro consuelo, nuestro alivio, nuestro arrimo entre las cosas temporales, todo eso es materia de abnegación y todo eso entra ahí. Dejadle a Dios las manos libres para que en ese campo espigue y arranque cuanto quiera y corte hasta las plantas que parece que son más gratas para nuestro corazón y que además son más consuelo de nuestra alma; dejadle a Dios las manos libres con alegría de corazón y que extirpe hasta las cosas que están prendidas en la tierra más fértil de este corazón y quitarnos tocias las cosas que están más arraigadas en él; dejadle a Dios las manos libres y bendecidle cuando nos quite todo y cuando nos deje en soledad y pobreza para que le busquemos a El y no sepamos vivir más que en El. ¡Ah! ¡Qué secreto más grande para llegar a Dios!, pues ésta es la justa correspondencia que debe nuestra alma a Jesucristo, ésta la justa correspondencia que debe nuestro corazón al Señor cuando el Señor demuestra ese despojarse de sí propio y ese anonadarse que encierra como un signo divino y como un símbolo esa quinta palabra que pronunció Cristo en la cruz: Tengo sed. Dejemos que nuestra alma viva sedienta de tantas cosas como debería haber renunciado, suframos pacíficamente esa sed sin querer que nada la refrigere, en memoria de la sed que padeció Cristo por nuestro amor; y, cuando esa sed sea para nosotros demasiado amarga, consolémonos pensando que en esa sed nos acompaña Cristo con otra sed más amarga, infinitamente más amarga y dolorosa. «¡Todo está consumado!» (Jn 19,30) Tal es la sexta palabra pronunciada por Cristo nuestro Señor. Ya sabéis lo que esta palabra significa. Se suele interpretar en el sentido de que ya están cumplidas todas las profecías, de que ya están agotados todos los padecimientos y de que ha llegado la hora de consumar el sacrificio inclinando la frente a la muerte, entregando la propia alma al Padre celestial. Estas son las interpretaciones que hemos oído mil veces dar a esta palabra; y ¿qué hay en el fondo de cada una de estas interpretaciones? Miradlo, aunque sea con mucha rapidez. En la primera interpretación parece que no hay más que esto: se ha cumplido la voluntad de Dios manifestada en las antiguas profecías; ésta es la significación de semejante palabra cuando se interpreta en el primer sentido: se ha cumplido la voluntad de Dios. Pero notad que estas palabras: «Se ha cumplido la voluntad de Dios», equivalen a estas otras: «Nos hemos negado por completo, me he negado por completo». 210
Y ¿cómo equivalen a esas otras palabras las palabras «se ha cumplido del todo la voluntad de Dios»? Mirad: eso que llamamos nosotros abnegación es algo que tiene dos aspectos: el uno negativo y el otro positivo. Nosotros insistimos en el aspecto negativo, y ése es propiamente el que expresa la palabra abnegación. Negarnos a nosotros mismos, anonadarnos a nosotros mismos, este aspecto negativo tiene como una significación de ruina, de destrucción. Negarse a sí mismo es destruir muchas cosas; pero ese aspecto no es el único; no es la abnegación un destruir por destruir y un negarse por negarse; es un edificar y es un afirmar. Cuan- do nosotros ejercitamos la abnegación, no hacemos más que acomodarnos a la voluntad de Dios, acomodarnos a la propia gloria de Dios saliendo de nuestra propia voluntad, acomodarnos a los designios de Dios saliendo de nuestra propia veleidad. Cada paso que damos para alejarnos de nosotros es un paso que damos para acercarnos a Dios y cada cosa que se derrumba en nosotros es algo que se edifica en Dios. Ese negarse a sí mismo equivale a aceptar, a cumplir en todo la voluntad del Señor. No hay alma abnegada si no ha cumplido la voluntad de Dios. No hay alma que cumpla la voluntad de Dios si no es abnegada. Por eso, en el fondo de esas palabras: Consummatum est!: «¡Todo está consumado! », entendidas en el primer sentido, se ha cumplido la voluntad de Dios tal y como estaba en las antiguas profecías. No hay más que esto: se ha llegado hasta el fondo, hasta el abismo de la propia negación y del propio anonadamiento. En el otro sentido que a esa palabra damos, se han agotado todos los géneros de padecimientos sentidos, cuyo comentario mejor es la vista del Calvario, porque con ver el Calvario se percibe toda la verdad de esa afirmación: «se han agotado todos los sufrimientos», «yo he pasado por todas las amarguras»; en ese otro sentido, también vuelve a significar la propia abnegación. No es buscar gozo, ni alivio, ni consuelo. No es ir al dolor correr hacia ese dolor y hacia la abnegación. Es salir de nosotros y hasta negarnos a nosotros para acercarnos a Dios; y así como podemos decir que negarnos a nosotros es acercarnos al dolor, a la humillación, buscar el dolor es salir de nosotros mismos; y éste es el camino obligado y único, El que no quiere correr en pos del dolor y de la humillación, que no hable nunca de que se ha negado a sí mismo. 211
Si estas palabras se toman en aquel otro sentido de acercarse a la muerte, llega ya el momento decisivo de esta obra de la redención, viene a significar lo mismo: se va a poner el sello a esta obra de negación propia, se va a poner el sello a esta obra de anonadamiento, se va a poner el sello a esta obra de destrucción que es al mismo tiempo una obra de edificación divina. De modo que, por cualquier camino que se persiga el sentido de esta palabra, se viene siempre a encontrar en el fondo este sentido: en la abnegación, en el olvido de sí mismo, en el anonadamiento propio, ha llegado hasta el límite, es completo, es total. Nunca se podrá emplear la palabra anonadar para explicar la negación de un alma como cuando se escuchan estas palabras adorables de nuestro Señor Jesucristo, que dice: ¡Todo está consumado! El mejor comentario de esas palabras, que tanto emplea San Juan de la Cruz, son estas palabras: «Niégalo todo y hallaráslo todo». Asomémonos a ese abismo profundo, a esa abnegación que de sí hace Cristo nuestro Señor y a ese su aniquilarse y anonadarse; acerquémonos ahí para que veamos la grandeza del sacrificio del Señor, para que percibamos la fuerza incontrastable de su amor, para que al mismo tiempo enmendemos nuestras pequeñeces y nuestra falta de generosidad al lado de un Dios tan generoso y tan amante, para que nuestros pensamientos se hagan mucho más levantados, nuestro corazón sea mucho más decisivo y para que sintamos el afán de no detenernos en el camino de la negación de nosotros mismos hasta que con Cristo nuestro Señor podamos decir: «Ya está todo consumado». «¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!» (Lc 23,46) Vamos a terminar estas breves reflexiones que estamos haciendo acerca de las palabras pronunciadas por Cristo nuestro Señor en la cruz con el comentario de la séptima palabra. No sé si decir que en esta palabra se habla del anonadamiento de Cristo o si dice hasta todo lo contrario. Es verdad que ésta es la palabra que da término a la vida santísima de nuestro Redentor y, en algún sentido, es el cuchillo que consuma el sacrificio. Cuando el Señor dice: ¡Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu!, esas palabras suyas no son unas palabras ineficaces, son unas palabras que hacen lo que significan; con esas palabras se desatan los lazos sagrados que unían el alma santísima de Jesús a su cuerpo adorable y el Señor consuma su sacrificio para la 212
salvación del mundo. En este sentido ciertamente, esas palabras nos hablan de abnegación. ¿Qué significan, en efecto, si no es el último sello de la abnegación? Todo, hasta la vida, lo entrega Jesús. Pero al lado de este sentido, que indudablemente habla de abnegación, habla de anonadamiento propio, habla de someterse a la pena a que están sometidos todos los hombres, muriendo a esta vida temporal para comenzar a vivir la vida eterna, estas palabras del Señor parece que expresan algo más. Dice nuestro divino Redentor: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! Y ¿qué significa esto sino sacar a su alma de todas las humillaciones y de todos los sacrificios en que está sumida y ponerla en la paz, ponerla en brazos de Dios, darle la posesión de los tesoros eternos? Más que abnegarse, parece más bien adquirir; más que sacrificarse, parece comenzar a vivir; más que verse abatido, parece comenzar a verse coronado de gloria. ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! Pone el Señor unos acentos de ternura, de confianza firme, de abandono en el Padre celestial, de amor encendido, en esas palabras que aquí pronuncia; en ellas parece que no podemos hablar ni de desolaciones, ni de humillaciones interiores, ni de nuevos sacrificios, ni de nuevos sufrimientos; aquí no se puede hablar sino de gozo eterno; es como aquellas palabras que, según el mismo Señor había dicho, oirán los siervos fieles cuando vayan a entrar en el gozo de su Señor. Jesús aquí parece que dice: «Entra en el gozo de mi Padre celestial». ¿Serán estas palabras una excepción en todas las palabras del Calvario? Al menos en un sentido, no lo es; en el sentido de que con esas palabras, como con un cuchillo, se sacrifica definitivamente Jesús por la salvación del mundo; pero en el otro sentido tampoco. Mirad: nuestro lenguaje humano es tan pobre, que muchas veces nos engañamos hasta cuando expresamos la verdad. Es verdad todo lo que yo os he venido diciendo en este comentario de las Santa palabras del Señor; Jesús se niega, Jesús se anonada, Jesús baja hasta lo más hondo de este abismo de la abnegación propia, del propio anonadamiento; todo eso es verdad; pero esa palabra abnegación y esa palabra anonadamiento, permitidme que os lo diga, al tomar esas palabras en el sentido que os las voy a explicar después, son palabras engañosas; así, palabras engañosas. Lo mismo que decíamos hace un momento que la palabra abnegación parece palabra de destrucción, cuando en realidad es palabra de edificación y es palabra de nueva vida, así podemos decir en todo lo demás que las palabras abnegación y negación propia son unas palabras engañosas, porque parece que significan cortar lazos del corazón, apartar de nosotros 213
lo que amamos, arrancar lo que llevamos muy arraigado en el alma, quitar los amores que son nuestro consuelo y que son nuestra vida. Parece que no significan más que eso, y, sin embargo, en el fondo lo que significan es esto otro: ponernos en las manos de Dios, abandonarnos en Dios nuestro Señor, vivir en Dios. Lo que dejamos es lo que nos tiene alejados de Dios, y, si todo eso que se destruye con la abnegación y con el sacrificio de nosotros mismos es lo que nos aleja, en cuanto todo esto se destruye, no solamente estamos cerca de Dios, sino que estamos en Dios; cuando parece que llegamos a lo más bajo de las ruinas y destrucción, llegamos a lo más alto de la vida y a lo más alto de la felicidad; llegamos a la única verdad, porque llegamos a Dios, entramos en el gozo de nuestro Señor. Este es el aspecto que tiene la abnegación, y que no suele manifestarse cuando de abnegación se trata, y por eso os he dicho que es una palabra engañosa; produce en nosotros simplemente la impresión de sacrificio, la impresión de destrucción y otras cosas parecidas, cuando en realidad es ir a Dios, acércanos a Dios, vivir en Dios; ésta es la impresión que debe producir, y por eso, el alma que ya se ha negado a sí misma del todo y ya ha podido decir consummatum est, todo está consumado, después de esas palabras no tiene que decir más que estas otras: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu, en ti me abandono, a ti me entrego por lo que dure esta vida terrena y durante toda la eternidad. Estas palabras de Jesucristo son para nosotros como unas palabras de aliento al final de este camino de sacrificios y de trabajos, es el amor que ya se ha purificado y que ya descansa en el Padre celestial. Si hemos oído todas las otras palabras con reverencia y con amor, redoblemos ese amor y esa reverencia al oír en esta séptima palabra que, cuando huimos de nosotros mismos, vivimos en Dios; cuando nos despojamos de las cosas criadas, poseemos a Dios; cuando nos apartamos de las cosas de la tierra, nos acercamos a los cielos. Estas enseñanzas de Cristo sanan nuestros egoísmos, confortan nuestras debilidades, consolidan nuestra esperanza, encienden nuestro amor, inflaman nuestro celo, para que, si siempre hemos trabajado por morir a nosotros y por negarnos como Cristo nuestro Señor nos manda y como nos enseña con su ejemplo, ahora mucho más nos apresuremos en este camino espiritual que, por la misericordia de Dios, creo que todos los que estamos aquí hemos emprendido, hasta que de nosotros se pueda decir esas palabras hermosas del apóstol San Pablo: Se anonadó a sí mismo; 214
hasta que sintamos que esas palabras en que se condensan la vida y pasión de Jesús son también las palabras en que se condensa toda nuestra vida, para que, muertos a nosotros mismos, vivamos a Dios despojados de todo lo que lleva en sí la vida terrena, vivamos una vida eterna, vivamos la vida de la eternidad.
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Sermon de las Siete Palabras, 1931 predicado en la iglesia de las Carmelitas Descalzas del Cerro de los Angeles. Abril de 1931 Fervorosa comunidad, amados hermanos míos en nuestro Señor Jesucristo: Cada año procuramos agrupar las Santa palabras pronunciadas por Cristo nuestro Señor en la cruz en torno de una idea, pretendiendo que esa idea nos descubra algún aspecto de los muchos que las Santa palabras encierran y al mismo tiempo iluminar esa idea con las palabras del Señor. Este año vamos a seguir el mismo método, y vamos a agrupar las Santa palabras de Jesucristo en torno de una idea muy sencilla. Entre todas las ideas que lucen en nuestra alma cuando miramos al Calvario, quizá no hay ninguna tan sencilla como la idea de la cruz. Así como la cruz recogía las miradas de toda la muchedumbre congregada en las laderas del Calvario, así recoge también todas nuestras ideas cuando queremos contemplar a Cristo crucificado. Pues esta idea tan sencilla, mirar a Jesús crucificado, contemplar el misterio de la cruz, sondear, en cuanto nos sea posible, ese misterio, es lo que hemos elegido este año para agrupar, como ya he dicho repetidas veces, las Santa palabras del Señor en torno de ellas. Esas Santa palabras nos descubren muchos misterios, y entre todos esos misterios está el misterio de la cruz. Parece que, adaptando esta idea como centro de todas las consideraciones que hoy vamos a hacer, nos acomodamos a las condiciones de todos los misterios cuyo recuerdo llena en estos días nuestros corazones; todos giran en torno de la cruz. ¿Por qué no han de girar también en torno de la cruz nuestros pensamientos cuando queremos hablar de las Santa palabras del Redentor? Además, seguimos en éstos una norma de predicación que es norma divina y eterna; es la norma que se impuso a sí mismo el apóstol San Pablo; él mismo decía que no quería saber otra cosa entre sus hijos que a Cristo crucificado; o lo que es igual, el misterio de la cruz. Recogiendo todos nuestros pensamientos en torno de ese misterio, parece que adoptamos la norma de predicación cristiana que siguió el Apóstol, y que, como hemos dicho, es norma eterna y divina. Vamos, 216
pues, teniendo estas ideas ante los ojos, a ir recorriendo una a una las palabras del Señor, vamos a irlas contemplando como diversas manifestaciones o como diversas enseñanzas relacionadas con la cruz de Cristo, con los misterios de la cruz. Sin detenernos un momento más y después de exhortaros a que os recojáis en la presencia del Señor, vamos a empezar el comentario repitiendo la primera palabra: «¡Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen!» (Lc 23,34) Hay en esta palabra, como ya hemos podido ver en los años anteriores, una muchedumbre de misterios. Es el perdón de Jesucristo, es su misericordia, es su intercesión por los pecadores, es una muchedumbre de sentimientos eternos que hay en aquel divino corazón. Pero hay una palabra ahí, en esa frase pronunciada por Jesús, que parece más bien como una sombra en medio de esa llama viva de la misericordia de Jesús y del perdón de Jesús. Y son estas palabras: porque no saben lo que hacen. Aun interpretando esas palabras del Señor de la manera más estricta, hay que reconocer que con ellas alude Jesucristo a que los judíos, y particularmente los verdugos que le clavaban en la cruz, ignoraban el misterio divino que se estaba realizando, no conocían el misterio de la cruz. En parte, esto era un atenuante de la falta que cometió el pueblo deicida. Decía después el Apóstol: Si hubieran conocido al Señor de la gloria, no le hubieran crucificado (1 Cor 2,8). Y esto disminuye su culpa, su ignorancia. Eran culpables, pero no puede dudarse de que la ignorancia, por lo mismo que disminuye nuestro conocimiento o quizá lo destruye del todo, atenúa también la responsabilidad de la parte de voluntad que ponemos en nuestros actos; ignoraban que quien moría en la cruz era Hijo de Dios, y por ignorarlo se atrevían a crucificarle. Este aspecto de la ignorancia de los judíos servía de algún modo para excusarles, y la misericordia del Redentor la utilizaba para interceder por ellos; pero además cabe otro sentido en esas mismas palabras del Señor que no es menos verdadero que el primero: no saben lo que hacen; no saben ellos que están obrando contradictoriamente, en contra de sus propios designios. Si ellos lo supieran, verían que están destruyendo su propia obra de iniquidad, están sirviendo de instrumento para que se realicen los designios de Dios, según los cuales su Hijo, hecho hombre, debía morir por la salvación del mundo; y porque no lo saben, cuando creen que están logrando una victoria, están consiguiendo su propia derrota, ellos mismos 217
son el instrumento de su propia destrucción; la ignorancia de aquellos hombres en torno de los misterios de la cruz nos explica toda su conducta. Agrupad como en un cuadro, con vuestro pensamiento, con vuestra imaginación, todas las iniquidades de aquellas gentes, todos los pecados de aquel pueblo, y luego pensad que toda esa muchedumbre de pecados y toda esa muchedumbre de iniquidades brotan de una sola cosa, de una sola ignorancia, de que no conocen el misterio de la cruz. ¡Ah!, si lo conocieran, si supieran que el sello del Mesías es precisamente la muerte de cruz, comenzarían a creer. ¡Ah!, si conocieran ese misterio, en vez de mirar a Jesús como su enemigo, al cual tratan de destruir, pondrían en él todas sus esperanzas, Aquellas esperanzas que ellos cifraban en un Mesías soñado, las podrían colocar con toda seguridad en el Mesías que tenían delante de sus ojos. ¡Ah!, si lo conocieran, en vez de aquellas iniquidades que brotaron en sus corazones, se rendirían de amor del Señor. Porque ¿qué corazón puede resistir esta luz vivísima del conocimiento de Jesucristo? ¿Qué corazón puede resistir a esa luz sin inflamarse en amor puro? Ignorar el misterio de la cruz es arruinar fundamentalmente la vida del alma, es encontrar absurda la fe y llamar necia a la sabiduría de Dios; como ignorar el misterio de la cruz es quedarse sin esperanza, sin confianza, puesto que toda nuestra confianza y toda nuestra esperanza está cifrada en la cruz; como ignorar el misterio de la cruz es quedarse sin amor, porque sólo en ella es posible que germine el puro amor en este mundo, tan lleno de iniquidades, de egoísmos, de pecados, de todo género de pasiones; y porque ignorar el misterio de la cruz es, fundamentalmente, arruinar en nosotros la vida espiritual. Conocer a Cristo crucificado es alcanzar sabiduría divina, es conocer la sabiduría de Dios, es sondear sus misterios; ignorar la cruz es perder el amor, destruir la esperanza, entenebrecer la fe, acabar con las luces que deben guiarnos en nuestra vida; y por eso aquellos hombres sobre los cuales invocaba Jesús la misericordia del Padre celestial clamando: ¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!; aquellos hombres que ignoraban el misterio de la cruz eran los más miserables, eran los más desgraciados de todas las criaturas. ¡Misterio bendito de la cruz, a cuyo conocimiento llegan tan tardía y tan oscuramente las almas! ¡Qué necesaria es tu verdad a los corazones! Mientras no te conozcamos, merecemos que Jesús interceda por nosotros, porque entonces seremos extremadamente miserables; mientras no te 218
conozcamos, aun mereciendo esa intercesión de Cristo, seremos las más desgraciadas de las criaturas. ¿Qué luz tiene el que no conoce la cruz? ¿Qué esperanza hay en un corazón al cual nada le dice la palabra cruz? ¿Qué amor puede brotar en un pecho que no ha sabido conocer el misterio de Cristo crucificado? ¿Cómo sabrá de ese amor de Cristo el que no ha visto con los ojos de la fe esta misericordia del amor divino? ¿Este es el camino para conocer el adorable misterio de la cruz? Veamos, pues, en esta primera palabra de Jesucristo, en la que otras veces hemos visto nuestro propio perdón, la misericordia sobreabundante del Redentor y otros muchos misterios dulcísimos para el alma. Veamos en esta primera palabra lo que es ignorar el misterio de la cruz: quedarse en esas tinieblas en que estaba el pueblo congregado en las laderas del Calvario, y, lamentando la desgracia de las almas que no conocen la cruz de Cristo, recojámonos un momento a pedir al Señor que no permita que caigamos nunca en una ignorancia semejante. «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43) En medio de esa ignorancia universal que rodeaba en el Calvario a Cristo crucificado, y acerca de la cual hemos hecho algunas reflexiones al explicar la primera palabra, hay un rayo de luz, hay un hombre, quizá aquel de quien menos se hubiera sospechado cosa semejante, que conoció el misterio de la cruz. Ese hombre es el buen ladrón. Prueba de que él conoció el misterio de la cruz es la súplica que dirigió a Jesús: Acuérdate de mí cuando estuvieres en tu reino. Si no hubiera conocido el misterio de la cruz, no hubiera podido emplear un lenguaje semejante. ¿Cómo hubiera podido ver en aquel crucificado a su propio Señor, que le podía dar participación en el verdadero reino que es el reino de los cielos? ¿Cómo hubiera podido ver el poder de aquel hombre que moría a su lado, el cual llegaba a tanto, que podía repartir el cielo a las almas, y cómo se hubiera abandonado de la manera que se abandonó a su propia misericordia?
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Sacó fortaleza aquel hombre para confesar a Jesús en el Calvario porque le conoció, y conocer a Cristo entonces, ¿qué podía significar sino conocer el misterio de la cruz? Había muchas almas en mejores condiciones que ésta para conocer ese misterio adorable; los que pasaban la vida escuchando las Escrituras debían estar en mejores condiciones para conocer el misterio de la cruz que quien pasaba su vida entre delitos y crímenes, y, sin embargo, a este hombre se le reveló el misterio de la cruz en medio de aquella ignorancia y de aquella ceguera universal, en la misma cima del Calvario. Observad un momento cómo se transformó aquel alma en cuanto conoció el misterio de la cruz; era un alma ennegrecida por las culpas, y ahora es un alma hermoseada por la gracia; era un hombre infeliz, moría deshonrado por delitos ciertos y comprobados, y ahora es un hombre feliz, porque todos esos delitos se han borrado en virtud de un amor nuevo que ha brotado en su corazón, el amor de Cristo crucificado; era un hombre que antes se gloriaba de sus malas acciones, y ahora es un hombre que se gloría de despreciar el mundo que le rodea y confesar públicamente por Dios al que muere con él. Se ha transformado aquel corazón de tal manera, que de un bandido se ha formado un santo, de un alma vil se ha formado una de las almas más hermosas que conservamos en los anales de la Iglesia; que así se transforman las almas en cuanto llegan a conocer el misterio de la cruz; hasta sus mismos pecados, hasta sus mismos padecimientos, hasta sus mismas humillaciones se convierten en fuente de amor divino, que eso es lo que aconteció con el buen ladrón en cuanto Dios le comunicó aquella luz para que conociera a Cristo crucificado. Es una prueba más de que toda la vida espiritual gira en torno de este misterio profundísimo de la cruz de Cristo; y así como se arruina esa vida espiritual cuando se ignora el misterio de la cruz, así esa vida espiritual florece cuando Dios nos ilumina y llegamos a conocer el mismo misterio. Pero no nos contentemos con mirar en esta segunda palabra a un alma que conoce el misterio de la cruz y da los frutos que espontánea, natural y necesariamente produce un conocimiento semejante; miremos además que ese alma nos enseña por dónde se puede llegar a conocer el misterio de la cruz. En resumen, ¿por dónde llegó este alma a conocer ese misterio? Podemos decir que llegó a conocer ese misterio padeciendo y muriendo en la cruz. Padecer y morir en la cruz fue la ocasión que ese alma tuvo para ver de cerca a Jesucristo; padecer y morir en la cruz fue lo que le humilló, lo que le hizo entrar dentro de sí, lo que le hizo reconocer 220
sus propios desórdenes; padecer y morir en la cruz es lo que le hizo compadecer al que tenía junto a sí crucificado; y de este acercarse a Jesús, de este humillarse, de este compadecer, que todo ello fue un fruto de encontrarse en la cruz, provino el que aquel corazón se iluminara, el que conociera al Señor. Para conocer el misterio de la cruz no basta la sabiduría humana, no bastan siquiera estas enseñanzas que nosotros solemos prodigar desde la cátedra santa repitiendo continuamente las mismas palabras: el misterio de la cruz de Cristo. Para conocer el misterio de la cruz hay que poder decir aquello que decía también el apóstol San Pablo: Yo estoy enclavado con Cristo en la cruz (Gál 2,19). Si no llega uno a verse enclavado con Cristo en la cruz, nunca sondeará ese misterio adorable. Y miren aquí lo que son los designios del Señor: no hay nada de que más huyamos que de la cruz; nos desolamos cuando la cruz nos visita, y eso aun teniendo fe en el alma; y, sin embargo, esa cruz de que huimos es el misterio de la vida, es el tesoro del corazón, es el centro de todos los bienes y misericordias divinas. Porque, si aceptáramos esa cruz, nos llevaría a conocer la cruz de Jesucristo, se convertiría en una participación de la cruz del Redentor; y, al convertirse en participación de la cruz del Redentor, sería para nosotros el camino y la puerta del corazón de Cristo, o, lo que es igual, el camino y la puerta de la misericordia divina; de esas misericordias divinas que abundan mucho en la tierra, pero que han de abundar más, infinitamente más, en los cielos. En esta segunda palabra aprendemos, pues, dos lecciones relacionadas con el misterio de la cruz: primero, lo que significa para un corazón conocer ese misterio, y segundo, cuál es el camino que lleva a sondear un misterio tan adorable. ¡Dichosa alma aquella que, cuando creyó que caía sobre ella la mayor de las desgracias —ciertamente, aquel hombre, cuando se vio condenado a muerte, y muerte de cruz, creyó que había caído sobre él el mayor de los males—, dichosa alma aquella que, cuando pensaba que había caído sobre ella el mayor de los males, había conseguido el mayor de los bienes, la cruz le había acercado a Jesús, y, acercándole a Jesús, le había iluminado, le había llenado de esperanza y, sobre todo, le había abrasado en generoso amor! «Mujer, he ahí a tu hijo» (Jn 19,27) Esta tercera palabra pronunciada por Jesucristo en la cruz guarda múltiples relaciones con los misterios que venimos declarando. 221
La Virgen Santísima, por haberse encontrado en el Calvario y haber escuchado estas palabras, será siempre el modelo perfecto de las almas que aman generosamente la cruz. Además de esto, la segunda palabra de Jesucristo nos descubre aquel misterio de la cruz de que hablábamos el año anterior, y que consiste en desasir el corazón de los amores más delicados y más profundos para ponerlos únicamente en Dios. Guarda relación con los misterios de la cruz, porque nos da a entender la fuente de divinas consolaciones que brotan de la cruz de Cristo para las almas que a ella se acercan; y esas ternuras que a raudales nos prodiga Jesús dándonos a la Virgen por madre, nos hablan de semejante dulzura con más elocuencia que podrían hacerlo las lenguas de los ángeles y de los hombres. Entre toda esa multitud de relaciones que guarda la tercera palabra con los misterios de la cruz, hay una que quizá no está tan en la superficie, quizá no se descubre así a primera vista, pero que no es menos verdadera que esas otras que yo acabo de apuntar, y que para nosotros contiene tales frutos y tales alientos, que dudo yo que haya otro aliento igual para resolvernos a vivir crucificados con Cristo. Vais a ver qué relación es esta a que estoy aludiendo. En el corazón de la Virgen Santísima, cuando Jesús pronuncio esas palabras: He ahí a tu hijo, se opera una inmensa transformación. Indudablemente, ella amaba a todos los hombres, los amaba con un amor sin límites; la prueba de este amor la tenemos en que entregó a Jesús a la muerte por nuestra salvación. Indudablemente, de ese amor brotaba una solicitud amorosa; no le eran indiferentes las almas, deseaba que todas se salvaran y aprovecharan de la redención de Cristo; deseaba ser, en este orden de la redención y de la gracia, lo que había sido, en el orden de la culpa y de la perdición humana, la primera mujer; y todo esto nos da a entender que siempre había en el corazón de la Virgen María un inmenso amor hacia los hombres; pero, al pronunciar Jesús estas palabras: Mujer, he ahí a tu hijo, ese amor se engrandece, se transforma y se hace, en cierto modo, más eficaz. Indudablemente se engrandece. Las palabras de Jesús no son unas palabras vacías: al pronunciarlas hace del corazón de la Virgen un corazón de Madre, pero de Madre como no han conocido hasta entonces los cielos ni la tierra. En este sentido, se engrandece su amor, ese amor se transforma, porque ya no es el amor generoso que ha brotado, por decirlo 222
así, de la propia libertad, pero que no es ungido por una especial misión y una especial consagración; ya es que Dios le ha encomendado que sea verdadera Madre de los hombres; y con toda la fuerza que debe tener para la Virgen María la voluntad de Dios, el beneplácito divino, brota ese raudal de amores maternales en su pecho cuando Jesús le dice: Mujer, he ahí a tu hijo. Ese amor se hace más eficaz porque no da el Señor una misión semejante sin poner en las manos los medios necesarios para cumplirla. Proclamar a la Virgen como Madre de los hombres es darle un poder, y darle una sabiduría, y darle una ternura, mediante todo lo cual pueda salvar muchísimas almas y pueda santificar todos los corazones. Nosotros hablamos incesantemente de los frutos que produce la devoción a la Virgen María; cada uno llevamos una historia mariana escrita en nuestro corazón, y apenas si encontramos ni uno solo de los pasos que hemos dado en la vida sin que lleve grabado ese nombre bendito en que están cifradas todas nuestras esperanzas; pero al mismo tiempo oímos hablar de la historia de otras almas; y, cuando conocemos algo de lo que hace la Virgen en los corazones humanos, nos espantamos de la muchedumbre de sus misericordias y de los misterios de su amor. ¡Cuántas almas se habrán salvado porque ha intervenido María! ¡Cuántas habrán conseguido la propia santificación en manos de su Madre bendita! Mejor aún: ¿es posible que haya un corazón que no sea deudor a la Virgen Santísima de cuantas gracias ha recibido? ¿Es posible que llegue a nosotros ni uno solo de los dones de Dios sin que pasen por manos de María? Si esto no es posible, todos los frutos de santidad, todas las prácticas de virtud, todos los modos como han imitado las almas a Jesucristo nuestro Señor, no son más que frutos que han brotado de estas prerrogativas de la Virgen, de este amor que ella ha tenido a los hombres. Es éste un aspecto de la devoción a nuestra Señora que todos conocemos, que todos nos regocijamos en confesar, que nos sería imposible ignorar. Ahora bien: ¿qué relación guarda esta fecundidad asombrosa con el misterio de la cruz? Con que yo os lo haga notar y os presente juntas dos ideas, habréis llegado al fondo de este asunto. ¿Cuál es el alma más fecunda en gloria de Dios? ¿Cuál es el alma que con más abundancia ha salvado a otras almas? El alma de la Virgen. Y ¿cuál es el alma que ha estado más cerca de la cruz y de la cual se pueda decir con más verdad 223
aquellas palabras de San Pablo: Estoy enclavado con Cristo en la cruz? Esa alma es el alma de la Virgen. Miren ahora esta coincidencia: el alma que está más unida a Cristo en la cruz es el alma más fecunda en frutos de santificación para el mundo, es el alma cuyo celo se ha desplegado con más magnificencia, es el alma cuyo apostolado no tiene igual; en comparación de ese alma, es pálido cuanto de apostolado pueda decirse. ¿Qué significan aquellos inmensos trabajos de San Pablo para la salvación de las almas en comparación de los frutos que ha dado la maternidad de la Virgen? Y ¿adónde nos lleva esta consideración? Pues nos lleva a enseñarnos de una manera dulcísima, con toda la dulzura que tienen las lecciones aprendidas en el corazón de nuestra Madre, que, si queremos glorificar a Dios, que si queremos salvar almas, no encontraremos un camino más seguro, un medio más eficaz, que abrazarnos con la cruz y que morir en la cruz. Las almas enclavadas con Cristo en la cruz parecen almas aniquiladas; y ¿qué se puede esperar para los trabajos apostólicos de almas aniquiladas? A los ojos del mundo no se puede esperar absolutamente nada; esas almas enclavadas en la cruz, a los ojos del mundo son almas imposibilitadas para el apostolado, y, sin embargo, es verdad que a los ojos de Dios los frutos del apostolado están en relación con la intimidad que tiene el apostolado con Cristo crucificado, están en relación con su propia crucifixión. Alma enclavada con Cristo en la cruz, esté escondida en el último rincón de la tierra o ignorada de los hombres o esté públicamente perseguida y escarnecida, nunca será un alma estéril; será fecunda y participará de esta fecundidad asombrosa que hay en el corazón de nuestra Madre, que brota de este corazón, porque la Virgen estuvo más cerca que nadie de la cruz de Jesucristo. En estas breves palabras podemos nosotros condensar un tema inmenso; el tema inmenso que encerramos en fórmulas como ésta: el fruto de la cruz; y digo tema inmenso porque ¿quién será capaz de enumerar siquiera los frutos de bendición que el amor de la cruz ha producido y puede producir? Pues todo eso, como en un compendio viviente, lo encontramos en el corazón de la Virgen Santísima, y lo encontramos como una exhortación y como un aliento; porque, si alguna vez el alma se abate y se duele porque no puede lanzarse por la senda generosa de un cierto apostolado, porque le ha sujetado y clavado Dios a la cruz, bien puede ese alma cobrar alientos nuevos, levantar sus pensamientos, consolarse en su 224
Dios; porque precisamente a ese estar enclavado en la cruz le va a deber el mejor de todos los apostolados. Y ved cómo aun esa palabra de ternura y de amor donde tantas veces ha encontrado nuestra alma consuelo y esperanza, que tantas veces ha producido en nuestro corazón el deseo de refugiarnos en el regazo de nuestra Madre, es al mismo tiempo una de las luces más brillantes para esclarecer el misterio de la cruz, para llegar al conocimiento de ese misterio de la cruz, para saber cómo ha de ser amada esa cruz y, sobre todo, para conocer los frutos inmensos de la cruz. Pidamos al Señor que nos haga partícipes de esos inmensos frutos, que no resistamos nosotros a ese apostolado secreto y escondido de nuestra Madre dulcísima. Pero al mismo tiempo pidámosle que nos enclave con El en la cruz, que nos ponga cerca de la cruz, donde estaba su Madre y nuestra Madre, para que, muriendo en su cruz bendita, salvemos nuestras almas y le consigamos a El inmensa gloria. «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado?» (Mc 15,34) Para declarar esta cuarta palabra del Señor en relación con el misterio de la cruz, comencemos diciendo una diferencia que podría encontrarse entre estos dos pensamientos: caer en brazos de Cristo crucificado y caer en brazos de la cruz. En el fondo, esos dos pensamientos parecen significar lo mismo. La cruz recibe cuanto es de Jesús, que muere en ella; es digna de amor porque la amó Jesús, y hablar de Cristo crucificado es hablar de la cruz, lo mismo que hablar de la cruz es hablar de Cristo crucificado. El mismo Apóstol, que no quería predicar otra cosa sino a Cristo crucificado, llamaba a su predicación la palabra de la cruz, tomando como sinónimas estas dos cosas: la cruz y Cristo puesto en la cruz. Con ser en el fondo tan iguales estas ideas, creo que podremos encontrar en ellas una cierta diferencia, la cual yo deseo exponeros ahora, y que en estas doctrinas en torno al misterio de la cruz tiene, según pienso, una importancia no secundaria. Un alma que cae en brazos de Cristo crucificado, que descansa en brazos de Cristo crucificado, concebimos que pueda ser un alma inundada en consolaciones divinas, aunque, al fin y al cabo, el alma que descanse en brazos de Cristo crucificado tiene que participar de sus dolores; sintiéndose, no obstante, junto al corazón de Cristo, en brazos de su Redentor; sintiendo el calor de su pecho, recibiendo su sangre bendita, teniendo el consuelo de abrazarse a sus pies, como María Magdalena, ¿cómo 225
no ha de llevar interiormente un raudal de verdaderas delicias celestiales por sangriento que sea el Calvario, por humillante que sea? Cuando el alma se siente allí junto a Jesús, se inunda de una inefable consolación. En este sentido, podemos hablar de reposo en la cruz y hasta podemos hablar de amar la cruz, y entonces semejantes palabras nos traen al pensamiento misericordias y consolaciones divinas. Pero hay otro sentido en el cual podemos hablar del mismo misterio, y es lo que yo he querido explicaros cuando he marcado esa diferencia entre unirse a Cristo crucificado, cayendo en sus brazos y caer en los brazos de la cruz. Imaginaos la cruz desnuda, la cruz con todos sus horrores, con todos sus sacrificios, con todas sus humillaciones; la cruz sin Cristo. El alma que se acerca a esa cruz no siente palpitar de amor el corazón de su Dios; el alma que se acerca así a la cruz no siente el calor de la sangre de Cristo crucificado por su amor; el alma que se acerca así a la cruz no siente los brazos de su Redentor; de ese alma desaparece todo cuanto hay en el misterio de Cristo crucificado que pueda significar deleite y consolaciones divinas; ese alma se queda con los escuetos, fríos y duros brazos de la desnuda cruz. Y ¿no es verdad que esto que yo estoy ahora diciendo con palabras tan generales es algo con que a veces topan las almas? A veces nos visita la cruz; pero, en cuanto llega la cruz, sentimos a Jesús enclavado en ella; a veces, en cambio, nos visita la cruz y no sentimos en ella a Jesús. Cuando se oscurece el alma, cuando parece endurecerse el corazón para las cosas divinas, cuando nos sentimos lejos de Dios, cuando podemos decir la cuarta palabra del Señor: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado?, ¿qué es lo que encontramos? Pues encontramos únicamente la desnuda cruz; lo que encontró Jesús cuando pronunció la palabra que estamos meditando cuando había huido de El, en cuanto podía huir, la divina consolación, cuando su Padre le había desamparado. Es ésta una de las lecciones más hondas y más dolorosas que hay en ese misterio de la cruz. Mientras se nos habla de la cruz con Cristo enclavado en ella, con Cristo, que tiene el costado abierto para que sea el refugio de nuestras almas; mientras se nos habla así de la cruz, ¿por qué no la hemos de amar y quién no se siente con ánimos para amarla hasta morir? Pero cuando Dios quiere que experimentemos la cruz sin Cristo, la cruz desnuda; 226
cuando El nos quita la luz, y se aleja, y nos abandona, y nos deja en oscuridad y sequedad del corazón y permite que rujan en torno nuestro las tentaciones, entonces es cuando se llega a lo más amargo de la cruz; por eso digo que ésa es una de las lecciones más profundas que encierra este misterio de la cruz; y repito: esa lección, ¿no nos la enseña la cuarta palabra del Señor cuando le oímos exclamar: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado? No podremos entender estas palabras en este sentido: Dios mío, yo, al refugiarme en los brazos de la cruz, me encuentro en tus brazos; ahora esos brazos tuyos se han retirado, y no queda para mí sino el durísimo madero de la cruz. ¡Dios mío!, ¿por qué me has desamparado? Nos enseña, pues, el Señor ese misterio; pero no se limita a mostrarnos cómo El pasó por este trance, sino que quiere decirnos esto: Hasta cómo, cuando nos encontramos con la cruz desnuda, podemos buscarle y podemos hallarle a El; podemos encontrar de nuevo los brazos benditos de Jesús, el corazón de Cristo. ¿No parece esto una contradicción? Mi Jesús que se aleja y se esconde para dejarme en la desnuda cruz, y yo que precisamente en la desnuda cruz puedo encontrar a mi Jesús. ¿No parece, repito, esto una contradicción? Pues no es más que una de esas divinas paradojas en cuyo fondo hay celestes sabidurías. ¿Qué hizo el Señor? Según se nos refiere en el salmo 21 y yo os lo he comentado, el Señor hizo todo esto: clamar a su Padre confiando en El, derramar en presencia de su Padre las amarguras que llevaba en su corazón, y luego mirar con esperanza infinita el porvenir. Todo esto equivale a decir que El vio a Dios interviniendo en aquel misterio doloroso, brindándole aquella cruz divina; y, al tenderse en los brazos de la cruz, al sentirse allí solo y abandonado, se tendió en la voluntad de Dios, y descansaba en la voluntad de Dios, y encontraba esa voluntad de Dios; y como entregarse a la voluntad de Dios, aunque a veces nos brinde la cruz durísima y fría, siempre es abandonarse a su misericordia, siempre es blando y paternal nuestro Dios. Quien sepa mirar la desnuda cruz a través de la voluntad divina, volverá a caer en los brazos de Cristo y en la ternura de su Dios, y entonces, ¡cómo se abrirán los brazos del Señor para él, cómo se dilatará el horizonte de sus esperanzas y cómo de antemano entreverá sus victorias y sentirá las futuras expansiones de amor! Pues así ese hondísimo misterio de la cruz desnuda, la cruz sin Cristo, la cruz en que agonizan tantas almas, puede convertirse en 227
misterios de ternura que no nos traiga el consuelo de querer engañarnos, pero sí que nos haga aprender un amor más puro, más elevado y leal que todo otro amor que en consuelo se funda y que de esperanza y consuelo viva. Miren qué hondura la de la cuarta palabra y cómo sirve para declarar una de las más profundas lecciones que encierra el misterio de la cruz de Jesucristo. Cuando el Señor nos brinde con la cruz y se aleje El, dejémonos en brazos de esa desnuda cruz con el mismo abandono, y con la misma esperanza, y con el mismo amor con que nos abandonaríamos en brazos de Jesucristo. «Tengo sed» (Jn 19,28) Podríamos exponer la quinta palabra del Señor hablando de la sed que sintió el corazón divino de sacrificios y de humillaciones; podríamos, a propósito de esa divina sed, hablar de las almas sedientas de cruces, cuyo anhelo único es padecer y ser despreciadas; podríamos, en una palabra, a propósito de este deseo del Señor, discurrir, una vez más, acerca de lo que llamamos la «santa locura de la cruz». No es mi ánimo explicaros ese aspecto que indudablemente ofrece la quinta palabra del Señor; no porque ese aspecto no sea hermosísimo, ya que podríamos encontrar en él la cumbre del amor a la cruz, sino porque ese aspecto de la quinta palabra seguramente lo habéis recordado todos apenas la hemos pronunciado y seguramente la habéis oído explicar innumerables veces. No por afán de novedad, según creo, sino más bien por el deseo de descubriros las diversas lecciones que hay en las palabras de Jesucristo acerca del misterio de la cruz, quisiera yo que miráramos esta quinta palabra de otra manera, quizá no tan sublime, pero quizá mucho más práctica. El primer significado que tienen esas palabras del Señor: Tengo sed, es un significado material. Padecía el Redentor físicamente sed; era uno de los tormentos propios de los crucificados; así entendieron esas palabras los que rodeaban la cruz, y por eso ofrecieron al Redentor aquella esponja empapada en vinagre. Y este significado material de las palabras Tengo sed, que indudablemente no es tan elevado y sublime como aquel otro significado de que acabamos de hablar, a nosotros nos puede servir ahora para aprender una de las lecciones, de las infinitas lecciones que encierra, como ya hemos dicho tantas veces, el misterio de la cruz en sí mismo. 228
Para exponer rápidamente lo que yo desearía declarar, recuerden aquellas palabras que nos han conservado los sagrados evangelistas, con las cuales responde el Señor a uno que deseaba seguirle. Le dijo el Señor: Las raposas tienen sus madrigueras, los pájaros del aire tienen sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza (Mt 8.20). En estas palabras descubre el Señor su propia pobreza en lo que tiene de rigurosa y en lo que tiene de confiada; en lo que tiene de rigurosa, porque descubría con ella la absoluta carencia de todas las cosas; en lo que tiene de confiada, porque en esas palabras: los pájaros del cielo, fácilmente podría descubrir cualquiera una alusión a aquella otra frase de Jesucristo pronunciada en el sermón de la Montaña, en la cual nos dice cómo el Padre celestial se cuida de los pájaros del cielo y cómo éstos, sin sembrar y sin trillar, encuentran el alimento necesario (Mt 6,26). Indudablemente, en esas palabras evangélicas: las raposas tienen sus madrigueras, y los pájaros del aire sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza, se quería descubrir sumariamente cuál era la pobreza de Jesús. Ahora bien, relacionad estas palabras, con las cuales Jesús nos descubre su pobreza, con la quinta palabra pronunciada en la cruz: Tengo sed; pero con esta quinta palabra entendida en su sentido inmediato, en su sentido, por decirlo así, material, ¿no os parece que, cuando el Señor dice: Tengo sed, está como descubriéndonos a todos su extrema y absoluta pobreza? No tiene ni una gota de agua para aplacar su sed; si queréis entender esta palabra sólo en ese sentido inmediato, venid a este género de pobreza ele que yo os estoy hablando; pero, si queréis entenderlo en un sentido más amplio, entonces veréis la pobreza absoluta, porque no hay ni un solo deseo del corazón de Cristo que satisfagamos sus criaturas; si desea felicidad, no se la damos; si desea amor, tampoco se lo damos; si desea amistad, casi no encuentra otra cosa que amistad fingida; a Jesús le falla todo. Jesús está en completa y absoluta pobreza, y esa pobreza suya es la que El nos descubre cuando clama con esas palabras doloridas: Tengo sed. Y ¿qué tiene que ver esta explicación con el misterio de la cruz? Hay algo que inmediatamente se entiende: carecer de todas las cosas, vivir en pobreza, es una forma de cruz, La pobreza de Cristo en la cruz la imitamos nosotros con la práctica de la pobreza, y tanto más nos encontraremos en la cruz de Cristo cuanto más pobre sea nuestro corazón, cuanto más participemos de la pobreza absoluta del Redentor, listo es algo que se encuentra fácilmente en la explicación que acabamos de dar. Pero no 229
penséis que es esto solo; al misterio de la cruz se sube como por grados; con el pensamiento se sube muy pronto. La santidad intelectual o imaginativa son fáciles de alcanzar. Conocer la pobreza por ejemplo, entender la importancia de la pobreza—es cosa muy asequible a todas las almas; pero llegar prácticamente a abismarse en el misterio de la cruz y a enclavarse en ella con Cristo, es algo a que no se llega sino por grados; y ha querido Dios que lo primero que encontremos en ese camino, en esa senda misteriosa y divina de la cruz, los pasos que obligatoriamente hayamos ele ciar para poder decir en verdad: Yo estoy enclavado con Cristo en la cruz, sean éstos: el desasimiento, el desprendimiento de las cosas terrenas. Y que ese desasimiento y que esa pobreza, que puede ser real, actual, si no puede ser espiritual, que sea siempre sincera, que se conozca en el desprendimiento generoso de nuestro corazón y en el desprecio profundo que sintamos hacia los bienes de este mundo; y, enclavándonos así en esta cruz, que está a nuestro alcance, a la que pueden llegar fácilmente nuestras manos y que con frecuencia nos brinda el mundo, llegaremos a vernos crucificados con Cristo. No hay que pensar que los caminos de Dios están únicamente compuestos de sublimidades, lis verdad aquella frase de San Agustín: «Apenas si es posible acercarse a uno solo de los misterios cristianos sin encontrar inmediatamente lo sublime»; pero también es verdad que, sí los misterios cristianos, los misterios de la vida de Cristo, tienen siempre esa sublimidad, (rara llegar nosotros a la inteligencia de esos misterios y a recoger el fruto de esos misterios tenemos que andar por caminos más llanos, más a nuestro alcance, más escondidos en el fondo de este valle de miserias donde todos nos encontramos; y para llegar a esas sublimidades de la cruz, a esa santa locura de la cruz que bate decir a las almas: Tengo sed, en ese sentido elevadísimo: «estar sedientas de cruz»; para llegar a esta sublimidad del misterio de la cruz hay que pasar primero por esta otra cosa: el desprendimiento, el desasimiento del corazón; y esto en las cosas materiales, en las cosas triviales, en las cosas de cada día, en las cosas pequeñas; cada paso que darnos en este desprendernos de nuestras cosas, es un paso que damos hacia Cristo crucificado, es un avance que damos en una calle que el mundo llama calle de la Amargura, pero que es un camino de luz, porque es el camino que lleva a los brazos del Redentor. Por eso os decía que en estas palabras: Tengo sed, además de aquel deseo de padecer que había en el corazón de Jesucristo, se nos descubre esta otra enseñanza, que, si no es quizá tan sublime, evidentemente, para todos nosotros, es más práctica; lo único que se necesita es que sepamos 230
contemplar y practicar ese desasimiento del corazón con aquel sentimiento de esperanza y confianza en Dios que ponía el Redentor cuando decía a todos en el sermón de la Montaña: ¿No valéis vosotros tanto como los pájaros del aire? ¿No valéis como los lirios del campo? Y el Padre celestial, que viste a esos lirios con más gloria que al mismo Salomón; el Padre celestial, que alimenta a esos pájaros del cielo sin que se fatiguen en sembrar ni en trillar, ¿os va a abandonar a vosotros? El desasimiento practicado así, unido al santo abandono y a la santa confianza en la misericordia y en la providencia del Señor, es camino seguro para entender la cruz de Cristo y, vuelvo a repetirlo, para caer en los brazos amorosos de Cristo crucificado. «¡Todo está consumado!» (Jn 19,30) Lo mismo que en la quinta palabra del Señor encontramos con facilidad una íntima relación de esa palabra con el misterio de la cruz, podemos encontrarla en la sexta palabra: ¡Todo está consumado! Ante las diversas significaciones que se dan a estas palabras, unas se refieren directamente a la cruz: «He consumado el sacrificio que mi Padre celestial deseaba, he realizado la redención del mundo, voy a morir en la cruz, todo está consumado; he agotado todos los medios de padecer, ya no habrá dolor en el corazón humano que no haya experimentado mi corazón y del cual yo no sepa por experiencia compadecerme»; todas esas comparaciones, que siempre habrán oído cuando se les habla de la sexta palabra del Señor, no puede dudarse que guardan una relación directa con el misterio de la cruz; esa plenitud de padecer, esa absoluta fidelidad en cumplir la voluntad divina por lo que se refiere a morir en la cruz, se refleja en la sexta palabra del Señor de una manera clara y evidente. Sin insistir en estas consideraciones, que tantas veces habéis meditado todos vosotros y tantas veces habéis oído ponderar; sin intentar siquiera sacar de ellas ciertos frutos espirituales que con facilidad pueden sacarse, como sería, por ejemplo, el conocimiento de la generosidad con que se entregó por nosotros Jesucristo y lo poco que significa todo lo que podamos ofrecer nosotros al propio Jesucristo para corresponder a su amor; sin insistir en estas afirmaciones, vamos a ver algo que está como escondido, no demasiado escondido, en esta sexta palabra. Estas palabras: ¡Todo está consumado!, no son unas palabras de hastío, no son unas palabras de impaciencia, no son palabras salidas de un corazón que está deseando descargarse de la cruz, no tienen el sentido que 231
damos nosotros a una expresión corno ésta: «Por fin ha terminado mi sacrificio, por fin ha cesado mi dolor», expresiones propias de un corazón que soporta a duras penas la cruz y que se ve libre de ella; expresión propia de un corazón que no ama la cruz y que no conoce el misterio de la cruz. Son impaciencias, son falta de resignación en la voluntad divina, son protestas disimuladas, son, en una palabra, manifiestos testimonios de que el amor no arde muy vivamente en el pecho de donde estas frases salen. Ahora bien, las palabras de Cristo no tienen ese sentido; no lo tienen porque Jesús deseaba padecer, saciarse de oprobios; no lo tenían porque Jesús amaba su propia cruz con el mismo amor con que amaba a su Padre celestial, porque en la cruz veía el complemento del beneplácito divino; no lo tienen porque aquel corazón estaba muerto a todos los goces de este mundo y vivía únicamente de goces del cielo; el precio de esos goces del cielo que El quería para todos los hombres era la cruz. No podemos nosotros ni siquiera imaginarnos que extendiera los brazos en el santo madero como forzado a ello, contra su propio corazón, teniendo que ahogar rebeldías interiores; al contrario, nos imaginamos que Jesús tiende sus brazos en la cruz como quien va a desposarse amorosamente con ella con lazo indisoluble. Ahora bien, si no es ése el sentido que tienen las palabras de Cristo, si no es ése el acento con que El las pronuncia, ¿cuál es ese acento y ese sentido? Yo pienso que es un motivo de viva complacencia, alegría y consolación, no por haber llegado el momento en que cese el padecer, sino por haber escalado la cima del dolor; no por haber terminado el despojo de lo que amaba su corazón, sino porque se ha derramado hasta la última lágrima que había en sus ojos divinos; no porque se ha detenido el sacrificio de su sangre divina, sino porque ya la ha dado toda y va a dar las últimas gotas que le quedan en el seno de su divino corazón. Y con la alegría de quien no ha dejado caer en tierra ni una partícula de la cruz que Dios le confiara, con la alegría de quien no ha abandonado voluntariamente ni un instante la cruz, con la alegría de quien mira los bienes incalculables de la cruz, con esa alegría dice el Señor: Consummatum est! Porque esa alegría, porque aceptar así la cruz sin abandonarla en medio del camino, sin ser de aquellas almas que ponen las manos en el arado y vuelven la vista atrás con desaliento y con amargura de corazón; porque aceptar así la cruz es glorificar al Padre celestial, completando la obra que El le encomendó; es acabar la redención de las 232
almas que están pendientes de aquella cruz, y de la aceptación tic la cruz, y del sacrificio de Cristo en la cruz. Con regocijo, porque si cada uno de los instantes que Jesús pasó en la cruz es ganar infinitas gracias para los hombres, cuando ha llegado Cristo a inmolarse por entero, ya ha conquistado para nosotros todos los bienes del cielo, hasta el corazón del Padre celestial. ¡Todo está consumado! son las palabras de aliento de un corazón que al morir se regocija porque no ha titubeado nunca en presencia de la cruz, porque no ha huido de la cruz, porque no se ha cansado de la cruz, porque no la ha arrojado de sus hombros, porque la ha llevado siempre en medio de su corazón. Esta es una lección de la cual necesita mucho nuestra propia debilidad. La cruz nos visita a todos. Pero ¿cuántos son los que se abrazan con la cruz cuando ésta nos visita? ¿Cuántos son los que no bajan de esa cruz en donde Dios les ha puesto? ¿Cuántos son aquellos que perseveran en ella cuando se les invita a bajar de la cruz con palabras sacrílegas, como invitaron a Cristo nuestro Señor? ¿Quiénes son los que conocen el misterio de la cruz y perseveran en la cruz hasta poder decir con Cristo Jesús: ¡Todo está consumado!? Y, sin embargo, éste es nuestro camino, y ésa es nuestra gloria, y ésa es nuestra corona, y ésa es la prueba de nuestra fidelidad y de nuestro amor, y eso es lo que merece Jesucristo: el no abandonar ni un instante su cruz. Por el amor que nos tiene, no abandonemos nosotros la nuestra. No huyamos de ella por el amor que debemos a Jesús. «¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!» (Lc 23,46) Con la explicación de esta séptima palabra del Redentor vamos a terminar la serie de consideraciones que nos habíamos propuesta como materia de nuestra meditación en esta hora. Todos sabemos que estas palabras del Señor significan su propia inmolación; pronunciadas esas palabras, Jesús inclinó la cabeza y expiró. Todos sabemos que esas palabras son como un resplandor de gloria: «Ahora salgo —parece que dice Jesús— de manos de mis enemigos, de este pueblo cruel, para caer, ¡oh Padre!, en tus manos misericordiosas; ha terminado esta horrenda noche de mi pasión y ahora comienza el día dichoso de la gloria». Todos sabemos que estas palabras son como una expresión de amor filial. ¿Qué puede significar esa exclamación: ¡Padre!, sino amor filial, y qué significa ese descansar en las manos de su Padre sino el mismo amor 233
filial? Como este misterio, tal vez podríamos encontrar otros muchos en la séptima palabra del Redentor. Mirando ahora más a nuestra propia utilidad, aunque tengamos que apartar los ojos en apariencia de estos otros aspectos que miran más derechamente a Jesucristo, y digo en apariencia porque, cuando hablamos de nuestra propia utilidad, hablamos de dar nuestro corazón a Dios, y, por consiguiente, de llegar a un mayor conocimiento de nuestro Redentor divino. Atendiendo, repito, ahora más a nuestra propia utilidad, vamos a encontrar en estas palabras algo que pueda ser la resolución de muchas dudas, el quitarse muchas inquietudes y el nacer muchas esperanzas, el desengañarnos de muchos engaños. Cuando nos presenta el Señor la cruz, aunque sea la cruz escueta, y sabemos que esa cruz nos la presenta Dios, yo me atrevería a decir que la aceptamos con agrado, con buena voluntad. ¡Si la cruz no fuera más que eso! Pero la cruz es muy fecunda; y es muy fecunda no solamente en frutos de consolación divina, y amor divino, y misericordia divina, sino también es muy fecunda en nuevas cruces. Nadie sabe a qué se entrega cuando se entrega rendidamente a una cruz; el porvenir, la propia debilidad, el temor de otras cruces nuevas que quizá no llegan nunca y cosas parecidas ponen tal espanto en el corazón, que por temor de ellas huimos y aborrecemos hasta la cruz que actualmente se nos ofrece, aun sabiendo que esa cruz que actualmente se nos ofrece viene en las manos de Dios. Si la cruz no fuera más que el momento presente, el alma que supiera que ese momento presente de la cruz lo quiere Dios, difícilmente lo rechazaría; pero la cruz significa un enigma, la cruz significa un conjunto de temores, la cruz puede significar multiplicarse el dolor y las pruebas; el morir a muchas cosas, la incertidumbre de lo que puede significar Para nosotros la cruz, nos espanta mucho más que la misma cruz que actualmente padecemos; oíd a las almas sobre las cuales carga el Señor el peso de la cruz, y oiréis decir con frecuencia: «¡Ah!, esto no tengo inconveniente en aceptarlo, pero es que después...», y ese «después» significa un mundo de temores, y, a veces, un mundo de debilidades y de soberbia. Solamente la idea de que la cruz dure, de que la cruz no dure solamente un instante, sino tres horas, no sabemos cuánto; solamente ignorar el término de la cruz es algo que estremece, y aquí tenéis una de las cosas por las cuales las almas huyen con más frecuencia de la cruz y por las cuales las almas no santifican su propia cruz. 234
Ahora bien, ese enemigo de la cruz de Cristo, esos temores que nos hacen bajar de la cruz, esos miedos que nos conturban y que detienen las efusiones de nuestro amor a Cristo crucificado, ¿cómo se acallan, cómo se vencen? Acaso se vencerán con ciertas consideraciones humanas, engañándonos a nosotros mismos; con fáciles promesas, forjándonos ilusiones, viviendo lejos de la realidad; pero, aun suponiendo que se acallaran así, no es ése el camino para vencerlas de verdad. El camino de Dios no es camino de ficción; pues ¿cómo se acallan esos temores? ¿Cómo se entregan las almas? ¿Cómo aceptan la cruz con todas las consecuencias que Dios quiera y por todo el tiempo que Dios quiera? No hay otra manera de aceptar así la cruz que repetir desde el fondo del alma, aunque en sentido un poco diverso, esa séptima palabra del Señor: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! Yo sé que, al abandonarme a la cruz, me abandono a unas manos misericordiosas; yo sé que, abandonándome a la cruz, me abandono a mi Redentor y a mi Dios; yo sé que, abandonándome a la cruz, me abandono al corazón de Jesucristo; yo sé que, abandonándome a la cruz, caigo en brazos del infinito amor. No sé lo que será esa cruz, los tormentos e incertidumbres que traerán consigo, las desgarraduras que en este pobre corazón producirá esa cruz; no sé qué lanzas traspasarán este corazón y qué clavos sujetarán estas manos y estos pies; pero sé que, sean las que quieran esas lanzas y esos clavos, sean los que quieran esos dolores y esas humillaciones, siempre, entre los clavos, atravesado por la lanza y desgarrado el corazón, siempre estoy en brazos del infinito amor, en las manos de Cristo, en el corazón de Cristo; y sé algo más: que, cuando yo voy a poder decir con verdad: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!, es cuando haya hecho la completa renuncia y el completo sacrificio de mí mismo. Porque ¿cómo no ha de crecer la benignidad de mi Dios, su infinita misericordia, cuando me vea morir inmolado por su amor, muerto a mí mismo por su amor? ¿Cómo no se ha de enternecer el corazón del Padre celestial cuando me vea enclavado con Cristo en la cruz? De modo que esta palabra, que se puede pronunciar siempre y que es la resolución de todas las dudas que hay en torno de la cruz, y disipa todos los temores de la cruz, y santifica el sacrificio que ofrecemos a Dios, ésa es palabra que sobre todo han de decir las almas que se sientan en mayores sacrificios; cuando más estrechamente estén abrazadas y sujetas a la cruz, han de decir: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! Y el decir mi espíritu es decir: Todo lo mío, cuanto soy, cuanto yo tengo, cuanto yo 235
temo, cuanto yo deseo, cuanto yo gozo, cuanto yo sufro; lo que de alguna manera es mío, todo lo encomiendo en tus manos, y me siento feliz de que esas cosas no sean gobernadas por mis anhelos y por mis vanos temores y necia experiencia, sino gobernadas por tu infinita sabiduría, por tu infinito amor. ¡Ciego de mí si alguna vez pensé seguir estas tinieblas que yo llamo luz; ciego de mí si yo aparté los ojos de la luz eterna, que es la manifestación de la voluntad divina! ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! Jesús dijo esas palabras para entrar en el cielo. Digámoslas nosotros para abrazarnos con la cruz. Las dijo Jesús en el momento de su triunfo. Nosotros las hemos de decir en el momento de nuestro sacrificio. Las dijo Jesús cuando ya había completado la obra de su amor. Nosotros las hemos de decir cuando comencemos la obra de nuestra propia inmolación. Y veremos cómo esas palabras que decimos nosotros en este sentido tan diverso del sentido en que las pronunciaba Jesucristo, vienen, por la misericordia del Señor, a tomar aquel sentido que les daba el Redentor al morir. Nosotros repetimos que nos entregamos a la inmolación, al sacrificio, como Dios quiera, el tiempo que Dios quiera. Mientras nos entregamos así, Dios trueca el significado de esta palabra en esta otra: En tus manos, en tu misericordia, en tu amor, he depositado mi corazón; y al ver mi corazón depositado en ti, lo he guardado aun en medio del sufrimiento y de la cruz, le he dado nueva vida cuando él ha sabido morir a sí mismo y le he reservado para que eternamente viva abandonado en ti, en las delicias que son el premio de la cruz, en la corona de los glorificados, en esa imagen de Cristo en la cruz, en la cual se transforman los que aquí en la tierra han podido decir con San Pablo: Yo estoy enclavado con Cristo en la cruz.
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Los títulos de la belleza de María 3 Traham eos in vinculis charitatis (Os 11,4). En las montañas de Judea, donde habían resonado durante largos siglos las voces, plácidas unas y aterradoras otras, de los profetas, en cuyos cóncavos senos anidaban aún los suspiros de cien generaciones que murieran hundiendo su mirada en los abismos del porvenir para encontrar en ellos al que debía salvar al mundo; en aquellas montañas que se elevan majestuosas como el grandioso trono de Jehová en la tierra e inconmovibles como su palabra, dilataron las auras una voz saturada con todos los amores de la Madre más tierna y resplandeciente con todos los fulgores de la inspiración divina, que expresaba la síntesis del reino de amor de esa Madre: Beatam me dicent omnes generationes (Lc 1,48), del mismo modo que por las faldas y vertientes de aquellos montes esa voz se ha ido prolongando como eco inextinguible a través de los tiempos, formando desde entonces el eterno epifonema de todas las generaciones cristianas. Aprisionada en los monumentos cristianos como se aprisiona en el mármol el pensamiento del hombre, ha ido repercutiendo lo mismo en la ermita alzada en las florestas del valle, como nido de dulce piedad, o erguida en las cumbres de los montes, para indicarnos la senda de la gloria, que en la gigantesca catedral, donde el dogma parece vivir petrificado con su firmeza inquebrantable; lo mismo en el misterioso silencio de las catacumbas que en los templos de nuestros días; lo mismo en los primeros rudimentos del arte cristiano que en las prodigiosas obras de los genios artísticos posteriores. Y dando vida a esa expresión muda de los monumentos cristianos y como formando el alma de esos inertes testimonios, agregóse la palabra para repetirnos idéntica verdad. Gráficas y elocuentes las artes plásticas, pudieron recoger en sus tallas y en sus colores la admiración del hombre hacia la Virgen Santísima; pero el discurso humano, donde la sabiduría se reviste con el ropaje de las palabras, donde el raciocinio se desarrolla y se 3
Sermón sobre la Santísima Virgen María predicado el 15 de septiembre de 1907 en la iglesia de Santa Cruz, de Ecija, por el P. Torres siendo canónigo de la santa iglesia catedral de Cádiz. Publicado en Sevilla, imprenta de «El Adalid Seráfico», 1907.
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amplifica, donde palpitan los afectos del corazón y brillan las ideas con más vida y más matices, donde la indócil resistencia de la materia no pone límites a las aspiraciones humanas, es, al mismo tiempo que lo más natural, la más genuina revelación del espíritu. Y el espíritu cristiano al revelarse dejó patente la verdad del reino de María. La literatura cristiana de todos los siglos, pasando por los Padres, los doctores, los teólogos, los poetas y los oradores del cristianismo, han repetido siempre aquella frase: Beatam me dicent omnes generationes. Viva expresión de esa verdad sois vosotros y son todos los cristianos, que con vuestro amor a la Virgen Santísima vais repitiendo una vez más las proféticas palabras del Magníficat, y el Señor nos promete que esa voz no expirará hasta que se apague el último crepúsculo en la suprema tarde del juicio. Este hecho comprobado por la historia de diecinueve siglos, a los cuales pudiéramos añadir los que precedieron a la redención, porque también por ellos se dilata el reino de María, persuade con evidencia suma la incontrastable fuerza de los títulos en que esa realeza se funda y hace pensar que, bien considerados, no podrán menos de convertir en fervientes vasallos de la Reina del cielo a los más fríos corazones. Yo que vengo hoy a encender más, con la ayuda de Dios, en vosotros el amor a la Virgen Santísima, os invito a que estudiemos juntos esos títulos, para que su meditación nos enardezca y perfeccione. Ave María... Los motivos que tenemos los cristianos para amar a la Santísima Virgen no vamos a buscarlos entre las sutilezas alambicadas de los metafísicos, ni a fingirlos entre los ensueños aéreos de la poesía, aunque las bellezas de la Virgen María y su estudio puedan encumbrarse hasta la cúspide de las especulaciones más altas y arrebatar la imaginación con el impetuoso viento de la inspiración más sublime. Para nuestro objeto basta saber que son los mismos que nos mueven a amar a los demás seres puestos en análogas condiciones: su bellísima bondad, que enamora; sus palabras dulcísimas, que arrebatan, y sus preciosos dones, que rinden la voluntad, amén del título de Madre, que avalora infinitamente los demás motivos. Vamos a contemplar unos momentos la figura interesante de María Inmaculada, Madre de los hombres, hablando a sus hijos de amor y colmándolos de amorosas dádivas. No concibo que puedan ponderarse bien estos títulos y no se ame a la Santísima Virgen. 238
Comenzando por la belleza de nuestra dulce Madre, precisa confesar que es un motivo tan alto de amor, que apenas puede tocarlo nuestra inteligencia. Es casi imposible considerar la belleza exterior de la Santísima Virgen sin envolverla en una especie de atmósfera terrena; y, por otra parte, como hay que imaginarla, más bien que verla, a través de las figuras que nos presenta la Sagrada Escritura, no es posible que la idea sea tan viva como cuando directamente se recibe del objeto. De aquí proviene que no tenemos sino una idea vaga e inexacta de tan elevada belleza, y que, si llegamos a concebirla con alguna precisión, suele ser sin aquellos espiritualismos y sin aquella idealidad que le son propios. Por lo que atañe a la belleza del alma de María, hemos de declararnos vencidos por un abismo insondable de gracias y dones sobrenaturales. Y no es extraño, porque, si aseguran los místicos más profundos y extáticos que es imposible la belleza que encierran los últimos peldaños de la escala, con que las almas suben al cielo de la más alta contemplación, decidme: ¿cómo será posible que nuestro entendimiento llegue a comprender las bellezas del alma de María, que tienen sus fundamentos en las elevadas cumbres del alma de los santos: Fundamenta eius in montibus sanctis? (Sal 86,1), Estas dos consideraciones nos explican suficientemente por qué, mientras San Dionisio el Areopagita, alumbrado por el rostro de María y las internas ilustraciones de Dios, estuvo a punto, si no le detuviera la fe, de adorarla como una divinidad, nosotros, a fuerza de contemplar las bellezas de la Virgen Santísima en los símbolos de la Escritura y las descripciones de los santos, no sólo estamos lejos de considerarla como divina, sino que hemos de esforzarnos para amarla como se merece. Esta debilidad del alma humana para apreciar las bellezas de la Santísima Virgen se subsana con los auxilios divinos, con la palabra de Dios, que nos enseña lo que nosotros no podríamos alcanzar a descubrir. El Espíritu Santo ha esparcido con su fecundo soplo los perfumes de ese jardín que se llama María Inmaculada, como los céfiros esparcen el perfume de las flores para que podamos aspirarlos los hombres. Desátese, pues, ese viento y tráiganos los aromas de la belleza de María: Surge, aquilo, et veni, auster, perfla hortum meum et fluant aromata illius (Cant 4,16). Arrebata el artista a la naturaleza las bellezas que han de formar las obras de su ingenio. Un día recoge los mil rumores con que la brisa acaricia las flores de la huerta, el ritmo pavoroso con que el huracán agita 239
las ramas seculares de la encina, el trino varío de las aves, el susurro del agua del arroyo, que entre guijas desata su corriente, y el bramido del tempestuoso mar, que rompe airado sus olas en las peñas de la orilla; y de estos bramidos, de estos murmullos, de aquel trino y de aquellos silbos y rumores, unidos a las mil notas de ese concierto sublime con que los bosques, los mares y los vientos llenan de armonía la creación, animado todo por el calor fecundo de su genio, forma la melodía de su canto aquel artista, la inspiración de sus motivos, los matices de sus composiciones. Y este artista se llamará Eslava, Gounod, Palestrina, Mozart. Otro artista hunde sus ojos chispeantes por la llama de la inspiración en el azul diáfano de los cielos, dilata su mirada sobre la superficie de las aguas, la quiebra en la imponente negrura de la sierra, la recrea en la blancura de la nieve y en los albores del crepúsculo, la apaga en las tinieblas de la noche, la posa en los matices con que el iris se borda en las hojas de las flores, y de esta gama perfecta, descompuesta y vuelta a combinar en los prismas de la fantasía, toma el pincel los colores para grabarlos en lienzos inmortales. A este segundo artista podéis llamarle Juan de Juanes, Ribera, Murillo, Zurbarán. Otro, por fin, define con su vista los contornos de toda silueta, toca las sinuosidades de los montes y de los valles y pone de relieve sus ondulaciones, mide el espacio que separa los cuerpos y la contigüidad que los une, estudia la forma en su plástica belleza, y la copia a tal extremo, que, viendo la naturaleza rehecha al golpe de sus cinceles, en el vértigo de su inspiración quisiera poseer fuerza creadora para animar la estatua, y golpea nerviosamente sus rodillas, exclamando: «Parla». A este último artista podéis llamarle Fidias, Miguel Angel, Alonso Cano. El Espíritu Santo, como divino artista, parece que ha querido en las páginas de la Escritura santa congregar todas las bellezas visibles para expresar a nuestra alma la incomparable belleza de la Virgen Santísima, que, a su vez, sirve de causa ejemplar secundaria en la formación de los seres. Recorred todas las bellezas que admiramos, condensadlas en la más acabada síntesis, y tendréis una imagen de cuanto el Espíritu Santo enseña en la Santísima Virgen. La aurora que baña de luz indecisa las cumbres de los montes es el resplandor de su rostro, que inunda de eternas claridades el corazón de los santos, los ámbitos de la Iglesia y las moradas de los cielos: Quasi aurora consurgens (Cant 6,9). Colocada, como la aurora, en los confines de la noche del pecado y del día esplendoroso de la gracia, velan su faz las penumbras de sus amargos dolores como la de la aurora los últimos celajes de las tinieblas nocturnas; pero, aunque su faz está 240
oscurecida como la del alba, esta oscuridad acrecienta su belleza, y puede decir con toda exactitud: Nigra sum sed Formosa (Cant 1,4). Este resplandor que irradia de su rostro y cae sobre los hombres como lluvia de luz recrea a los que viajamos por el árido desierto de la vida en busca de la patria, como la plateada luz de la luna al caminante en noche sosegada: Pulchra ut luna (ibid., 6,9). Y es tan singular, tan fecundo, que puede asemejarse al vivificante y esplendoroso del sol, que destella en las alturas de un cielo sin nubes: Electa ut sol. Escoged entre los ojos de las más cándidas palomas los más modestos, plácidos y amorosos, y ésos serán la imagen de los ojos de María: Oculi fui columbarum (ibid., 4,1). Son limpios y purísimos como las claras aguas de un lago: Oculi tui sicut piscinae in Hesebon (ibid., 7,4). Dos vendas de grana os darán una idea del carmín de sus labios: Victa coccinea labia tua (ibid., 4,3). Son sus mejillas ruborosas como una tórtola: Pulchrae sunt gennae tuae sicut turturis (ibid., 1,9). Los más preciados collares de las más ricas perlas robarían belleza a su garganta, que es, en frase de la Escritura, sicut monilia (ibid.). De su cabeza, erguida como el monte Carmelo (ibid., 7,6), descienden sus cabellos ondulantes sobre sus hombros como un mamo de púrpura sobre los hombros dc una reina: Comae capitis tui sicut purpura regis vineta canalibus (ibid., 7,5). Es gallarda como la palmera, lozana como el plátano que crece junto a las corrientes de las aguas, encendida como las rosas de Jericó, suave como la oliva, como la flor del campo; nunca ajada al contacto del hombre y siempre abierta a las fecundas influencias de los cielos; delicada como las blancas azucenas; y su delicadeza no se gasta. Su lozanía no se agosta, no se abate su gallardía, ni palidecen sus sonrosadas mejillas, ni se marchitan sus inmarcesibles bellezas. Todo esto nos enseña el Espíritu Santo; y cuando uno cree haber tocado la meta de las expresiones poéticas, observa que se abren nuevos e inconmensurables espacios con la llave de oro de estas misteriosas palabras: Absque eo quod in intrinsecus latet (ibid., 4,1). Y esto que en el espíritu de María Inmaculada se esconde son unas tan sublimes bellezas, que, en su comparación, la gloria misma, que aparece en el exterior de nuestra Reina, resulta tan exigua, que puede, asegurarse con verdad que toda la gloria de la Santísima Virgen está en el interior de su alma: Omnis gloria eius filiae regis ab intus.
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El Espíritu Santo, que nos ha enseñado la inmensidad de esos espacios, no ha permitido que podamos verlos sino más allá en lontananza; son como el sancta sanctorum, donde sólo penetra Dios. Mas para hacer que los amemos nos ha dicho que en ellos se embriagan las almas con los más regalados perfumes. Allí se exhala olor purísimo de nardo, que es el aroma de la humildad de María: Nardus mea dedit odorem suavitatis (ibid., 1,11); fragancia de exquisitos aromas: Fragrantia unguentis optimis (ibid., 1,2), que son efluvios de sus virtudes todas, semejantes a las esencias encerradas en los más ricos pebeteros: Myrra et gutta et cassia... e domibus eburneis (Sal 44,9). Sus santas obras emanan el olor de los frutos sazonados: Odor oris tui sicut malorum (ibid., 7,9); y es tan agradable y tan embriagador el conjunto de tan escogidos perfumes, que viene a ser así corno una columnilla de humo que sube del fuego donde se abrasa mirra e incienso: Sicut virgula furmi ex aromatibus myrrae et thuris (Cant 3,6); o más bien como las exhalaciones de un florido paraíso: Emissiones tuae paradisus (ibid., 4,13). Y toda esta fragancia se desprende de su blanca vestidura: A vestimentis tuis (Sal 44,9); de esa blanca vestidura de la gracia con que vistió su alma la Trinidad augusta desde el primer momento de su animación santísima. Así que hayáis acumulado todas estas bellezas y todos estos perfumes sobre el alma y sobre el cuerpo de nuestra Reina, echad sobre sus hombros un jirón de cielo, haced que el sol derrame sobre ella como un torrente los haces de su luz, contempladla cruzando los espacios sobre la blanca luna por entre las estrellas que circundan su frente como una corona, y decidme después si hay ángel en el cielo, ni Ester en la tierra, ni ideal de belleza en los senos luminosos de la mente creada que esboce la hermosura de esa mujer cuasi divina que se llama nuestra Madre purísima. ¿No es verdad que al llegar aquí abruma al alma tanta belleza? ¿No es verdad que juzga uno hallarse ante los ensueños de un poeta? Y, sin embargo, es la realidad más augusta, porque está testificada por los labios del mismo Dios. ¡Oh!, sí; bien se concibe después de esto que el Espíritu Santo se sienta herido de amor a una dulce mirada de los ojos de María y exclame enamorado: «Muéstrame tu faz tú que eres toda hermosa, porque tu faz hace mis delicias». Lo que no puede concebirse sin afianzar el principio de las eternas contradicciones del espíritu humano es que los hijos de María Inmaculada, los que, además de contemplar esas bellezas, podemos añadir que son de nuestra Madre, no estemos siempre clamando rendidos a sus 242
pies: Vuelve tu rostro, hija de Jerusalén; vuelve tu rostro para que beban en él los ojos nuestra dicha: Revertere, revertere, Sanamitis; revertere, revertere ut intueamur te (Cant 4,12). Bellísima es esta presencia de María Inmaculada; pero lo es mucho más cuando habla de amor a sus hijos. Entonces esas bellezas parecen que son más nuestras. María siempre que habla es para enamorarnos. Pronuncia en presencia de un arcángel una palabra que ensancha infinitamente los ámbitos del amor de Dios a sus criaturas, y esa palabra, haciendo descender sobre la tierra el rocío del cielo y germinar la flor del Salvador, es, a través de los siglos, el título más grande de amorosa gratitud que nos sujeta a nuestra Madre; entona después un cántico divino para extender sus misericordias de generación en generación, y toda la descendencia de Adán, en prenda de su amor, la llama bienaventurada; ora más tarde en presencia de un rubor mortificante y de un honor herido para echar sobre él el velo de una complacencia intensa, y todos los días abre sus labios para hablar al alma de sus devotos en todos los lugares de la tierra y encenderlos en su amor. ¿Queréis presenciar uno de esos ternísimos coloquios de María con el alma de sus hijos? Aquí se ofrece con frecuencia uno de todos vosotros conocido. Habrá seguramente bastantes que la superen en estruendosos prodigios y en fama universal, pero no hay uno solo que le exceda en dulzura. Al atardecer se reúnen en este templo los hijos predilectos de la Virgen Santísima del Valle, diciendo a su Madre con el más tierno amor: Sonet vox tua in auribus meis: «Resuene, Madre mía, tu voz en mis oídos» (Cant 2,14). El ángel del silencio y de las tinieblas distribuye misterios al batir de sus calladas alas por los ámbitos del templo. Restalla la suave luz de la lámpara ante el altar. En el fondo de las almas penetra plácida y risueña la luz velada de la fe como a través de los cristales los últimos albores del crepúsculo. El velo del misterio flota en el espíritu como las penumbras en el espacio. Y en el alto silencio de la naturaleza adormecida despierta el alma para asomarse, por encima de las cumbres de lo terreno, a los horizontes de la gracia sobrenatural. Y ve que en aquellos horizontes alborean las maternales sonrisas de la Virgen sin mancilla, y de aquella parte del cielo siente aproximarse el tenue cefirillo de su voz, que trae envueltos en sus etéreas ondas todos los perfumes de esa flor que se llama el corazón de María, y entonces ¡dejad que el alma cuente lo que entonces se oye! Amores dulcísimos sin desvíos, reprensiones sin desalientos, confianzas sin presunción, estímulos sin dureza, besos de madre que estallan en lo más secreto y tierno del corazón, caricias deliciosas que 243
embriagan, toques del acerado dardo del amor a María, heridas hondas que penetran hasta lo más íntimo del espíritu, melodías divinas que, brotando de los labios de la Madre, adormecen al hijo en las delicias de su dulce regazo, y luego, luego el despertar radiante del alma enamorada por la voz de María exhalando de las últimas fibras del corazón aquellas divinas palabras: Fulcite me floribus, stipate me malis, quia amore langueo (Cant 2,5). ¡Circúndeme la gracia del Señor de las flores de los buenos deseos y de los sazonados frutos de las sobrenaturales virtudes para ser buena y amar a mi Madre como la aman los buenos, porque desfallezco de ansias amorosas! Al oír la voz de María, parece que el alma ha oído la voz de la tórtola, que desde las altas copas de los olmos anuncia las floridas exuberancias de una perpetua primavera: Imber abiit et recessit... vox turturis audita est in terra nostra (ibid., 2,12), y empiezan a germinar las semillas de la divina gracia, y se agigantan las plantas de las virtudes, y florecen los arbustos con las más encendidas rosas, y brotan las cándidas azucenas, y se carga de sazonados frutos de virtudes el alma. El alma paladea allá adentro las suavidades de esa voz y le parece que de los labios de María, sicut vitta coccinea (ibid., 4,3), rojos por la caridad más acrisolada, destila miel regaladísima como de dorado panal: Favus distillans labia tua mel et lac sub lingua illius (ibid., 4,11), y seducida, digo mal, porque esa voz no es engañosa, extática ante esa voz, repite en el delirio de sus encendidos amores: Resuene, Madre mía, para siempre tu dulcísima voz en mis oídos: Sonet vox tua in auribus meis, vox enim tua dulcís (ibid., 2,4). Hermanos míos: los que no hayáis gustado las delicias de esa voz, venid aquí y veréis cómo mitiga vuestros dolores por cruentos que sean. Si la acerba tribulación golpea cruel y despiadada vuestra alma; si el menosprecio o el odio ajeno atenacea vuestro corazón; si un mar de hieles amarga vuestro espíritu; si sentís destilar gota a gota sobre vosotros el plomo derretido del desprecio más humillante, y miráis cómo los hombres se afanan por inventar trazas satánicas con que rendir vuestra paciencia y hasta vuestra esperanza unida a vuestra honra; si veis troncharse en flor vuestras sonrientes aspiraciones, aquellas aspiraciones que son el alma de vuestro espíritu, la emanación más entrañable de vuestro ser, el derrotero que Dios os ha marcado; si se os anublan los horizontes de la vida y ni un rayo de luz os ilumina ni un soplo de consuelo os recrea; si la injusticia os destroza y casi os aniquila; si os acaba la negra ingratitud; si vais a perecer en brazos del desaliento o de la desesperación, yo os invito a todos a que 244
vengáis aquí, y a los pies de esa imagen sacrosanta, regados por las lágrimas de sus hijos, beberéis el bálsamo divino de la palabra de María que os consuele, o, cuando menos, sentiréis a la Virgen, que llora con vosotros vuestras penas y limpia con sus manos divinas las lágrimas de vuestros ojos. Venid aquí, que esta Virgencica adorada no se deja vencer en amor; y si vuestra salud se quebranta al martilleo constante de las desdichas de esta tierra odiada y miserable, ella robustecerá en cambio vuestra alma para que se agigante en las espacios de la gracia; si el rostro de vuestros enemigos os abofetea con crueles sonrisas de desprecio, la Virgen os sonreirá con su rostro de Madre; si la pobreza os sume en el crisol de la miseria, ella os dará su amor, más rico que mil mundos; ella os amará y os llamará «¡Hijo mío! », y entonces..., ¡entonces, Madre mía, es imposible padecer, porque vuestra voz es para el alma un cielo de delicias inefables! Pero aún hay quien, después de ver tan hermosa a nuestra dulce Madre, no la ama; hay quien, después de oír su voz, no se entrega, y María entonces pone en orden de combate los invictos ejércitos de su ardiente caridad: Ordinavit in me caritatem (Cant 3,8). Cerca con sus pródigos dones al alma y rinde la parte más flaca del espíritu que se llama la gratitud. Y nos da, primero de todo, su amor de Madre. Y como los verdaderos amantes no saben amar sin darse por entero, la Virgen Santísima sale fuera de sí por el amor para entregarnos su vida, o más bien nos abre las puertas de su corazón para que entremos a morar en él como en el regazo materno. Es tal la locura de amor que por nosotros tiene, que desde ese momento no hay suspiro de su pecho que no nos pertenezca, ni lágrima en sus ojos que no sea nuestro consuelo, ni sonrisa en sus labios que no sea nuestra alegría, ni una mirada suya que no nos ilumine, ni pensamiento que no sea todo nuestro. Se alegra porque están felices sus hijos, se apura porque los ve sufrir, nos tiende su divina mano para conducirnos entre los espinosos setos que rayan el camino de la vida, y nos aguarda allá en los cielos para colmarnos de caricias, y ¡al fin, como Madre, mirarnos, extática, juguetear en la embriaguez del amor divino por entre los resplandores de la gloria! Y en el fresco tallo de su amor maternal nos da prendida la flor de Jesé, que es Jesucristo, y en las hojas de esa flor, tinta en la sangre más pura y sacrosanta, tiemblan las limpias perlas del rocío de la gracia divina... Y si a tantas dádivas el corazón no se rinde, la Virgen ruega, y 245
ruega derramando su amargo llanto; aquel que derramó sobre la cumbre del Calvario; y si todavía el alma se resiste, ¡es que está sujeta con las férreas cadenas de su eterna reprobación! Contemplemos más bien, siquiera sea por un momento para terminar, a los verdaderos hijos de María. Estos, después de ponderar cómo la Virgen Santísima nos va llamando por los caminos de la vida para mostrarnos su belleza y regalarnos con sus dádivas, han caído rendidos a los asaltos de tanto amor y han prorrumpido en tales expresiones, que sólo se explican por la locura santa del amor. La Virgen Santísima es, en frase de San Buenaventura, como salteadora divina de los caminos de la gracia, que va tendiendo redes, abriendo fosos y preparando emboscadas para que los corazones queden prendidos en las mallas de su amor. Raptrix cordium. San Bernardo no se explica que pueda vivirse sin amar a la Virgen, porque para él la Virgen María es su corazón y su vida: Cor meum et anima mea; para él es María la alegría de su corazón, la miel de sus labios, la melodía de sus oídos, y no puede pensarse en María sin que caiga el alma en dulcísimos deliquios, ni puede nombrarse sin que encienda los afectos. Hay santos que desean internarse en ese piélago sin fondo y sin orilla que se llama el amor de la Santísima Virgen; pero no para bogar tranquilos en él, sino para sumergirse y anegarse en la hartura de sus dulces aguas. Todos ellos han declarado con sus místicos arrebatos aquella verdad dicha por San Pedro Damiano: que el amor de María es invencible como las falanges del ejército más poderoso. ¿Y habremos de demostrar nosotros que podemos vencerlo? ¡Triste gloria es la de tan horroroso triunfo! En esta lucha de amor, los verdaderos laureles del alma son para el vencido. Ni es triste la derrota. ¿A quién no le alegra ser vencido de amor por María? ¿A quién no le recrea pensar que, por mucho que se esfuerce, no llegará nunca a superar ni a igualar siquiera el amor que su Madre purísima le profesa? ¡Oh!, sí, hermanos míos; vayamos a los pies de María como vencidos en las espirituales batallas de su amor; vayamos a depositar allí ese pobre botín de nuestro corazón, a sujetar nuestros pies y nuestras manos con las dulces cadenas de la más plena esclavitud. Y entonces la Virgen Santísima se os mostrará tan bella, tan amable; su voz os será tan dulce, sus dádivas tan preciadas, que no abandonaréis nunca la prisión... ¡Qué digo la prisión, el cielo que forman los repliegues de su manto!, y allí aguardaréis que 246
caigan las sombras de la vida sobre los horizontes del tiempo y alboree el día feliz en que se admire sin velos y se oiga de cerca a la Santísima Virgen María: Donec aspiret dies et inclinentur umbrae (Cant 2,17).
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Novena de María Reparadora predicada, del 2 al 10 de mayo de 1930, en el convento de María Reparadora de Madrid DIA PRIMERO «Cumplo en mi carne lo que resta que padecer a Cristo en sus miembros, sufriendo trabajos en pro de su Cuerpo místico, el cual es la Iglesia» (Col 1,24) Quisiera deciros desde el principio tres cosas con toda claridad y brevedad. Vamos a hablar de la Virgen Santísima. Vamos a hablar de la reparación. Vamos a hablar para almas que han sido llamadas a reparar, cosa que será útil y grata sobre todo para las que se cobijan bajo el manto de María Reparadora. Siempre es grato hablar de la Virgen para un hijo suyo, y escoger este título de María Reparadora es muy oportuno, y más todavía ahora que Su Santidad ha exhortado en la encíclica Miserentissimus a la reparación, Estos asuntos pueden tratarse de modos muy diversos. Pueden ser para los que viven en el mundo y tienen mucho que reparar, y para las almas que desean darse a Dios y han hecho propósito de vivir la vida de reparación. El propósito que tenemos delante es aficionaros cada día más a esa vida reparadora. Os voy a explicar brevemente la importancia que tiene el título de María Reparadora, que es el más excelente de todos los títulos de la Virgen Santísima. Hagamos al comenzar este sermón una consideración acerca de la vocación divina, que a veces es de una gran simplicidad, y otras extraordinariamente compleja. En ocasiones llama no a un acto, sino a una misión y a una virtud. Y en virtud de su vocación recibe el alma las gracias apropiadas. Hay que discernir en el alma el orden de esas gracias, porque suelen estar ordenadas, y, si sabemos ver cuáles son las fundamentales, la inicial la veremos como semilla. Podría presentaros ejemplos, pero por fuerza hemos de abreviar hoy. En la Santísima Virgen podríamos ver la coro na de su pureza, la corona 248
de su maternidad para con los hombres, la corona de su amor, que son el consuelo de las almas devotas. Todas están ordenadas y completan su misión, la más perfecta; pero ¿cuál es la raíz de donde brota esa perfección? ¿Cuál es entre todos los títulos, cuál es entre todas las coronas, el fundamento, la semilla? Yo bien sé que cada uno podría llamarse el primero, pero el título de Reparadora es la raíz de todos y puede ser el primero con más razón. El Génesis (3,15), al decir: Pondré enemistades entre ti y la mujer...; ella quebrantará tu cabeza, anuncia que esa mujer triunfará de las potestades infernales. Pío IX la hace aparecer como Virgen reparadora. San Ireneo y los primeros Padres hacen ver que el instrumento que tomó la serpiente para perder a la humanidad, la mujer, ese mismo lo toma Dios para salvarla. Apoyándonos en las primeras enseñanzas bíblicas, vemos ya a María Reparadora. Y no creáis que es casual el título de Reparadora; es como la fuente y la semilla de todas las grandezas de la Madre de Dios. ¿Por qué es Madre de Jesucristo? Por esa misma razón de reparación. ¿Por qué vemos en María las virtudes en toda su lozanía? Porque era reparadora. Este título de Reparadora es el fundamento de su vocación. Es lo más hermoso, es la gloria fundamental de nuestra Madre, y no es estéril. Una de las cosas que ha tenido que reparar son nuestras tibiezas, nuestras ruinas. Nos ha visto cubiertos de pecados, enfermos, lejos del bien. Cuantos dones tenemos y si algo bueno puede haber en nosotros, lo debemos a nuestra Madre, que ha querido hacer en nosotros obra de reparación. En esto encontramos una fuente de consolación, una fuente de confianza, y esto aunque sean muchas nuestras flaquezas, aunque sean muchos nuestros pecados; nace la confianza de la seguridad de que en ese regazo de nuestra Madre nos salvaremos. Todos estos títulos están encerrados en el de María Reparadora. Decidle: Virgen reparadora, rogad por nosotros. Y mirad cómo ella os muestra la mansión de la gloria que os espera, y que la debéis a su reparación. DIA SEGUNDO «Completo en mi carne», etc. (Col 1,24) 249
Decíamos ayer que la gloria fundamental y el título de donde procedían todas las demás grandezas de la Madre de Dios vienen de que es reparadora, y para esclarecerlo más bien que para explicarlo presentábamos la afirmación unánime de los Padres de la Iglesia, y llegábamos a ver lo que acabo de repetir una vez más: que toda la grandeza de la Virgen Santísima tiene su origen en que es reparadora. Esta verdad, como todas las verdades, es de una riqueza inmensa y de una fecundidad extraordinaria. Esto es lo que tienen las verdades divinas. Las humanas no contienen más fundamento que darse a conocer y las divinas llevan un fuego que llegan a deificar. Esta riqueza y fecundidad, y particularmente esta verdad, necesita aplicaciones y explicaciones, analizando, descomponiendo y haciendo patentes los tesoros que en esta verdad se encierran. Creo que lo haremos viendo cómo la Virgen Santísima cumplió toda su vida con su título de Reparadora. Esta tarde miraremos la pureza con que reparó tantas ruinas y tantos males. Es una verdad consoladora, porque, si hay algo que recree nuestro corazón, es esto. Pedidle a la Virgen que me dé a mí su gracia para que explique esta verdad de manera que sea fecunda para vuestras almas. Ave María. Escribió San Agustín un libro profundísimo acerca de la Santísima Trinidad, y para mostrarla a las almas se valió de ciertas analogías y comparaciones. En el Génesis se dice que el hombre fue hecho a imagen y semejanza de Dios, y con ello han creído los teólogos en una doble semejanza del hombre con Dios. San Agustín analiza, contempla y deduce por esa imagen la semejanza del alma con la Santísima Trinidad. Nuestra naturaleza tiene una cierta semejanza. Los seres todos reflejan a Dios, y la suprema manifestación de Dios es el hombre. San Agustín se para en él y contempla como diversas zonas, y en la mente, como cumbre, es donde él ve la imagen de Dios. El alma tiene una semejanza imperfecta; pero viene Dios, se comunica, y sobre esa semejanza deficiente se produce otra mucho más completa, de orden infinitamente superior, que es la influencia del Espíritu Santo. San Pedro dice que nosotros nos hacemos consortes del Espíritu Santo, que es como tener un mismo camino con El. Pensad que la primera ruina en el género humano fue destruir esa imagen de Dios y que los que 250
tenían una semejanza divina se encontraron deformados; se quedaron con otra, pero rudimentaria. La reparación de Cristo, la restauración de Cristo, fue comprar esas gracias divinas, y eso era a lo que iba aspirando en su vida con sus palabras y con su cruz. Lo más perfecto, donde se reflejaron las perfecciones divinas de un modo incomparable, fue en el alma de la Virgen Santísima. Dios quiso que se injertara su imagen de tal manera, que ni aun la que injerta en los santos puede aproximarse. En la Virgen Santísima tiene caracteres tan divinos, que la hacen incomparable. Ni un solo momento tocaron el alma de María esas ruinas. San Agustín la hubiese llamado la segunda imagen de la Trinidad. Eva destruyó la imagen, y la nueva Eva, María, fue la reparadora. En nosotros, sin embargo, no queda restaurada con la plenitud que en la Virgen Santísima, pues nos quedan las malas tendencias de nuestra corrompida naturaleza. Sólo en ella se refleja con perfección la imagen de Cristo Redentor, que aceptó por amor, porque era reparadora. ¿Quién puede contemplar la hermosura del alma de nuestra Madre, si aun en nuestra propia alma no podemos entrar? ¿Cómo hemos de poder penetrar en el santuario del alma de María? Solemos expresar esto con palabras sencillas. Su alma purísima es como una azucena inmaculada entre las espinas; como un templo de Dios, no profanado, como el nuestro; en el suyo siempre ha morado Dios. Nuestro corazón siempre produce espinas; y el de María es el único que nunca ha coronado de espinas a su Dios. Decíamos ayer que María es ya reparadora en el Génesis, porque Eva pierde las almas y María las salva. Grande gloria es para nuestra dulcísima Madre, pero es grande lección para nosotros, llamados a seguir sus huellas. Que ese llamamiento se traduzca en obras y no se convierta en una palabra vacía. Lo primero ha de ser restaurar en nosotros la imagen divina, y lograrlo laboriosamente haciendo más clara la imagen de Dios, trabajando en la purificación de nuestra alma. No ha hay nada que repare tanto como estas purificaciones interiores, que duran toda la vida, pues no hay término en estas purificaciones. Cada vez nos acercamos más a Dios con esa labor 251
secreta, silenciosa, que vamos haciendo en nuestro propio corazón, y así estamos cincelando la imagen divina. ¡Labor primorosa! Se espanta uno de que Dios nos llame para realizar esos primores divinos, que son el primer paso en la vida de reparación. Aquello que se dice en la ley antigua, que se ofrecía en sacrificio el cordero inmaculado, es aquí también condición precisa, indispensable. Cuando estamos encerrados en nuestro propio corazón, somos como una víctima que estamos inmolando en nuestro interior. Que la Virgen Santísima nos obtenga gracias para seguir uniendo nuestras reparaciones a las suyas y que, como esa azucena donde Dios se recrea, seamos puras a sus ojos hasta que llegue la hora de contemplarle sin velos en la claridad de la gloria. DIA TERCERO «Completo en mi carne», etc. (Col 1,24) Casi siempre que se habla de la Virgen Santísima, se alude al silencio que guardan los evangelistas acerca de nuestra Señora. Se hace notar que en contadas ocasiones la mencionan, y se hace notar ese silencio, atribuyéndolo a la intervención de la Virgen en el relato del Evangelio, especialmente en el de San Lucas, por lo cual no han satisfecho nuestra piadosa devoción narrando cosas que quedan sin narrar. Recordando esto, se me ha ocurrido preguntarme a mí mismo qué tiene que ver este silencio con la vida de reparación y si hay algo encerrado aquí. Me parecía que había algo. Si la primera vocación de la Virgen Santísima fue esta de la reparación, no fue sino con un carácter providencial, que la abarca como una nube sagrada. De otro modo no se explica cómo, dictando el Evangelio el Espíritu Santo como lo dictaba, no se la menciona en él. Se hace aún más patente esto cuanto más se ahonda. El fruto de estos pensamientos va a ocuparme esta tarde, y creo no será de los más inútiles del novenario este sermón. Y, sin más exordio, vamos a entrar después de encomendarlo a la Virgen con el Ave María. El silencio que observan los sagrados evangelios no es un episodio puramente exterior. Es un reflejo de lo que conocemos de la vida de nuestra Madre. 252
Sabemos que nació en la oscuridad y humillación, en el olvido y en la pobreza. Su familia, aunque noble, no poseía los bienes de la tierra. Hay un hecho que lo prueba de una manera clarísima. Cuando Herodes el Grande persiguió a los competidores de su reino, no se le ocurrió perseguir a los descendientes de David. ¡Tan pobres y oscuros estaban! Nació, pues, en la pobreza, y ya sabemos que, cuando las riquezas faltan, se oscurece toda nobleza. Sabemos que la Virgen Santísima pasó sus primeros años en el templo y después que vive en un pueblecito ignorado, en Nazaret, desposada con un pobre obrero. En los años de la vida oculta de Jesús, ella está escondida en la casita de Nazaret. Y, cuando su divino Hijo sale a su vida pública, apenas se la nombra. Y al pie de la cruz participó como nadie de los dolores e ignominias de Jesús. Ese silencio indica que entra en el plan, que refleja algo íntimo y profundo de la Virgen Santísima. Demos un paso más, y .veremos el carácter de este misterio de la reparación, ¡Cuántas veces hemos lamentado que quedaran en silencio los treinta años de la vida de Jesús en Nazaret! ¡Tantas enseñanzas como hubiéramos tenido! Reflejo de esos treinta años es la vida toda de María Santísima. No cabe duda que se referían a ella estas palabras del Cantar de los Cantares: Sub umbra illius quem desideraveram sedi (2,3): «Sentóme a la sombra de Aquel que tanto había yo deseado». Yo no he hecho más que cobijarme a la sombra sagrada de Jesús. Recordad cuando sus parientes le aconsejaban a Jesús que se manifestase al mundo para que viesen sus maravillas. Aunque se manifestó, no fue en la forma aparatosa que el mundo ama, que el mundo desea. ¿Qué nos da a entender con esto? Que en el silencio, en la oscuridad, en la sombra, es donde se repara. El mundo era como tinieblas, y nuestro Señora la Luz. Y las tinieblas rechazaron la Luz. Reflejo de esa nube misteriosa es lo que vemos en la Virgen Santísima, que entró con El en la sombra. Yo me senté a la sombra de Aquel que tanto había yo deseado. Siendo esto así, ¿qué tiene que ver el silencio que rodea a la Virgen Santísima? Hay algo que los hombres aman con todo el corazón, hay algo que tiene la fascinación de las cosas viles que acaban por robarnos el recogimiento y perturban los sentimientos de nuestra vida interior. Es incalculable el daño que hace esa fascinación, que nos hace vivir hacia fuera y no hacia dentro, porque busca, como mariposa, un bien imaginario 253
en las cosas que fascinan. Otras veces pervierte nuestro juicio y vaciamos nuestro corazón en el troquel de las cosas mundanas, y no somos sino un reflejo de lo que hay en el mundo. Se pierde el recogimiento, y, en vez de ser alma que vive de la vida divina, vamos donde soplan los vientos. Para librar a las almas de ese viento que puede penetrar hasta en los monasterios, quiso Jesús vivir olvidado, para enseñarnos la vida reparadora y demostrarnos que, si queremos reparar, debemos ser lo contrario de lo que es el mundo, debemos ir por los caminos opuestos, debemos borrarnos, debemos ser desconocidos y sólo conocidos de Dios. Por eso retira a la Virgen a la sombra, al silencio. Porque su vida es vida reparadora. Hay algo más. EJ mundo es vano y soberbio, y las almas mundanas andan como locas en pos de esa vanidad. El espíritu de Cristo es todo lo contrario, es humildad, y con esa humildad que nace del amor reparaba la Virgen Santísima la soberbia y las vanidades. Hay humillaciones que llevan su propia gloria, y otras no ofrecen ese peligro, y es cuando se entra en esa nube, cuando se vive en esa sombra, cuando el mundo las ignora, las desconoce. Esta es la humillación más reparadora y ésta es la humillación en que quiso vivir Jesús y quiso que viviera su Madre santísima. Quiso cobijarse en esa nube por las vanidades, que tan fácilmente hacen presa en nuestro corazón. No creáis que hablamos de algo negativo. El alma nunca se acerca tanto a su Dios como cuando se renuncia; cada renuncia es un paso que se da hacia Dios. Acontece lo que a Moisés cuando entró en la nube: que le perdieron de vista los hombres y él estaba hablando con Dios. En esa unión con su Dios, ¡cuánto repara el alma! Entonces se inflama su corazón, entonces conoce los pecados de los hombres y se forja el alma verdaderamente reparadora. Por todo eso quiso Dios que la Virgen viviese escondida. Si queremos verdaderamente reparar, teniendo en nuestro corazón ese anhelo, hemos de amar este silencio, esta nube. Y esto no es apartarse del celo por las almas. Hay en esto un criterio mundano, que es juzgar el bien que se hace por el ruido que se mete. Cuando nos movemos mucho, creemos que se hace el bien. Y suele ser todo lo contrario. Cuanto más me encierre en esa vida interior, tanto más almas salvaré, tanto más glorificaré a Dios nuestro Señor. 254
Si queremos imitar la vida de Jesús y de María, sea nuestro lema vivir en esa sombra sagrada y repitamos lo del Cantar de los Cantares: Sub umbra illius quem desideraveram sedi. Bajo la sombra de la humildad ahí quiero vivir hasta que caigan estas sombras y brille para mí la gloria de la eterna bienaventuranza. DIA CUARTO «Completo en mi carne», etc. (Col 1,24) Aplicábamos ayer a la Virgen Santísima unas palabras del Cantar de los Cantares: Sub umbra illius quem desideraveram sedi: «Me senté a la sombra del que había yo deseado». Queríamos entender en estas palabras que la Santísima Virgen había acompañado a Jesús en su vida oculta; y esto no sólo en lo que se refiere al tiempo que vivió con su divino Hijo en Nazaret, sino al tiempo que ella vivió entre los hombres. El vivió como oculto en la nube sagrada de su humildad, y decíamos que también la Virgen había imitado exactamente en todo ello a Jesús, porque éste es un medio de reparación. Las almas viven con facilidad para todo lo exterior, para todo lo que fascina y que oscurece la posesión del bien. A este desorden se contrapone ese recogerse, ese esconderse de la Virgen Santísima. Mas conviene notar que este esconderse no es caer en el vacío, sino ocultarse a las miradas de las criaturas para encontrar a Dios. Tan verdad es esto, que las almas que mejor saben esconderse encuentran más seguramente a su Dios; y esto particularmente le sucede a la Virgen, que más que ninguna fue humilde y escondida. Otro de los caracteres de la vida de la Virgen Santísima fue vivir sólo para Dios. Como ésta es una verdad que completa la anterior, me ocuparé en esta noche de este asunto tan útil, que será una consolación para vosotras al ver cómo la Virgen vive sólo para su Hijo. Os servirá de luz para encontrar la vida verdadera. Ave María. Comencemos recordando un hecho de todos conocido y además indiscutible. La vida de la Virgen, antes de que fuera anunciada la encarnación, fue desde su comienzo una preparación. Dios le había preparado, Dios le había conservado y hermoseado para ese fin. 255
La había apartado del camino que se seguía de ordinario entre las mujeres judías y la había introducido en un camino nuevo no conocido hasta entonces. Hay en el corazón de la Virgen unos sentimientos y resoluciones que parecían extraños, cual era el propósito de conservar su virginidad, con lo cual precisamente se preparaba a ser Madre de Dios. No dejaba por eso de sentir el deseo de la venida del Mesías, pues en el corazón de nuestra divina Madre ardían los deseos de su venida; los Santos Padres dicen cómo en el momento de la anunciación, cuando el ángel se le aparece, éste la halló orando y pidiendo ver al Mesías. Lo mismo que estos dos rasgos pudiéramos citar otros muchos, y veríamos que todo en ella estaba orientado hacia Jesús. Pero desde el momento de la encarnación es más fácil aún probar que su vida era toda para Jesús. El ángel se lo había dicho explícitamente, y al responder: Ecce ancilla Domini, no sólo dio su consentimiento, sino que afirmó e hizo el propósito inquebrantable, como una suerte de profesión, de vivir sólo para Jesús. De los años de su niñez y vida oculta no podemos ni imaginamos que su vida no fuera toda para Jesús, y en su vida pública más tarde, aunque de lejos, su espíritu seguía cooperando a los trabajos de Jesús. Cuando llega su muerte, en el Calvario, allí aparece la Virgen participando de sus dolores. Y cuando Jesús se ausenta, porque sube a los cielos, ella vive en un acto de fe continuo y fervoroso. El tránsito de la Virgen es también un sello de su dedicación y de su unión con Jesucristo. No saben explicarlo ni por la enfermedad ni por la vejez. Hay un momento en que la fuerza de su amor rompe las ligaduras. Cuando la contemplamos con los apóstoles en el cenáculo en espera del Espíritu Santo, ¿no es esto vivir sólo para Jesús? Desde su concepción hasta su muerte vivió sólo para Jesús. No era preciso que nos detuviéramos en estas afirmaciones que todos sabemos. Pero lo hacemos por el designio de recrearnos al ver un corazón que vivió sólo para Jesús y porque, si es alentador, no será menos útil para nuestras almas ver cómo vivió siempre para Jesús. Participó de la vida de Jesús y fue reproducción de la del Redentor no sólo en el sentido exterior, sino en el interior. También nosotros, si hemos de seguir a Jesús, hemos de ir por sus caminos. El es el camino, es nuestra vida, y no conocemos la santidad si 256
no le imitamos. Cuando nos ponemos a mirar, como en una escala, las almas santas, colocamos en primer lugar a la Virgen Santísima. Vivió para Jesús porque imitó la vida de Jesús no solo en general, sino en esos detalles que inspira el amor. ¡Si viésemos que los primores, lo que hay de más regalado en ese amor, es el imitarle crucificado! En ningún alma se realizó como en la Virgen Santísima. Recordaréis que dice San Agustín que la caridad perfecta es estar siempre sedienta el alma de Jesús. Vemos a la Virgen sedienta cuando esperaba el nacimiento. Sedienta cuando buscaba al Niño perdido, como sedientas están las almas cuando se esconde Jesús con el designio de que se le busque. Sedienta cuando se le ausentó en su vida pública o después de subir a los cielos. Entonces ya no sentía sino el anhelo de anonadarse, de morir a sí misma viviendo para nosotros, viviendo para Dios. Esta es la manera como hemos de concebir la vida reparadora, que es nuestro tesoro; ésa es la realidad. Sólo el alma soberbia puede buscarse a sí misma; y en el olvido propio está el vivir para Jesús. Es tener dispuesto el corazón de tal manera, que esté orientado hacia Jesús. ¡Amor desinteresado! Entrad en el corazón de la Virgen Santísima, y veréis que, después del de Jesús, no hay otro corazón más desinteresado que el suyo. Causa espanto entrar en ese incendio de amor del corazón de María. Pensad que todo lo que había allí de tristeza, todo lo que había de alegría formado por la omnipotencia de Dios, eran saetas de amor para el corazón de Jesús. Vivir para Jesús puede significar algo parecido a aquellas palabras del Niño a la Virgen Santísima y a San José cuando fue hallado en el templo: ¿No sabíais que yo debo vivir para las cosas de mi Padre? En las almas se verifica este fenómeno extraño: se hacen insensibles a todo lo que las rodea, pero se hacen más sensibles para los intereses de Dios. No se constituyen centro de sí mismas, sino que se abisman en El, y lo ven todo en Dios, como los bienaventurados, que no se aíslan, sino que conocen en El con más viveza, con más amor. Saben ver a Dios en todas las cosas, y se da la paradoja de que, siendo insensibles, viven para todas las cosas de Dios y del prójimo con el mismo amor, porque está en litigio la gloria divina. Este es el misterio, éste es el secreto para ejercitar el apostolado. Hay en el mundo un criterio equivocado en aquellos que creen que saliendo de su recogimiento harán bien a las almas. Y no es así. Sino 257
encerrándose en esa unión con Dios es donde encuentran la luz para el más santo y fecundo apostolado. Que la Virgen nos ilumine con una centella. Que nos dé a conocer el cenáculo. Misterio que por más que se diga con palabras humanas, si Dios no da la luz, no se comprende. Misterio que logra encontrar a Dios en todas las cosas como envueltas en una atmósfera divina. ¿Que esto es obra de reparación? ¿Que esto es medio de reparar? No hay que dudarlo. ¡La más honda amargura de Jesús es que las almas no viven para El! ¡Es un lamento de su divino corazón! ¡Se queja aun de las almas que le están consagradas! ¿Cómo se han de reparar esos olvidos? ¿Cómo se han de reparar esas ingratitudes? Entremos en nuestro propio corazón, y, si vemos que va derramándose en las criaturas, procuremos apagar ese fuego y vivamos sólo para Jesús. Busquemos en El la fortaleza de nuestro celo. La Santísima Virgen, que así vivió, será nuestro modelo, obteniéndonos gracias para imitarla. ¡Si ella busca esas almas! ¿Pensáis que no ha de guiaros en ese camino de reparación? Con esta confianza, aspiremos a vivir para Dios, y esto con esperanza de reparar. Jesús establecerá en nosotros su morada y nos concederá el que vivamos para El aquí, en la vida, y después en la perfecta unión que es el cielo. DIA QUINTO «Completo en mi carne», etc. (Col 1,24) Podríamos convertir en materia de estos sermones toda la vida de la Virgen Santísima, y encontraríamos que en toda ella había sido la reparación el objeto principal de su corazón. Habiéndola elegido Dios para reparadora con su Hijo divino reparador, no hay nada que no pueda relacionarse con esa vida de reparación. Sería cosa fácil de realizar recorrer paso a paso la vida de nuestra divina Madre, y no sería escaso el fruto que sacaríamos; pero, sin embargo, nos ha parecido que hay otro camino mejor, y es no abarcarlo 258
todo, sino restringir nuestro pensamiento a una serie corta, lo cual parece más hacedero y más eficaz. Buscad lo que pide Dios a cada uno de nosotros, y cierto que no quedaremos con las manos vacías. Para pensar las reparaciones que Dios exige de nosotros debemos considerar las principales ofensas que se le infieren en el mundo, o, si queréis, las principales fuentes de esas ofensas. Uno de los aspectos que reclama más reparación es el aspecto de la codicia. Ya cuando San Juan enumeraba las diversas concupiscencias de los hombres apuntaba ésta, por ser origen de innumerables males. San Pablo y San Juan Crisóstomo hubieron de luchar también entre las gentes de su tiempo con esta pasión, que a veces hasta se insinúa con apariencia de bien. Nuestro divino Redentor en el sermón de la Montaña nos muestra claramente cuál debe ser la norma, el espíritu que debemos seguir. Lo opuesto al espíritu de codicia es el espíritu de pobreza, y creo que, si todos logramos el santo espíritu de pobreza, cooperaremos muy eficazmente en la reparación. Por eso me ha parecido elegir este espíritu de pobreza viéndole en nuestra Madre santísima; al mismo tiempo que aprenderemos con sus ejemplos, se iluminará nuestra alma y se despertará nuestro entusiasmo para realizar esta reparación por ese camino tan seguro, por ese camino tan fácil, por ese camino tan divino. Que la Santísima Virgen nos ayude para seguir sus ejemplos y para seguir sus huellas. Ave María. La pobreza de la Virgen Santísima tiene estas manifestaciones particulares que vais a oír. Lo primero de todo es que la Virgen desciende a la categoría de los pobres. Ella, por su abolengo y por sus tradiciones de familia, podía haber esperado una vida abundante, una vida cómoda. Sin embargo, su vida se desliza en un ambiente de pobreza. Muchos argumentos podía presentar, pero baste decir que San José pertenecía a la clase de los pobres y que la Virgen se desposó con él. Pasó a la categoría de las familias pobres. Las consecuencias ineludibles de la pobreza ya sabemos que son las humillaciones y hasta los menosprecios. Una pobreza así trae consigo la humildad. Cuando el Señor llama a gran santidad a un alma, suele hacerle amar mucho a los pobres y buscar la compañía de los pobres. 259
La segunda condición que señala San Ignacio para la perfección de la pobreza es amar los efectos de ella, que suelen ser estrechez y molestias. Hasta qué punto practicó esto la Virgen Santísima podemos colegirlo mirando en el portal de Belén el nacimiento de su divino Hijo. Esto mismo lo podemos columbrar viendo la fuente de sustento que tenían, que era un taller de carpintero, y de pobre carpintero de aldea. No han querido los evangelistas darnos detalles, pero han dicho bastante para que podamos calcular hasta qué punto practicaron y amaron la pobreza. Todavía podemos señalar otro rasgo de su espíritu de pobreza. Descender a la categoría de los pobres es una cosa que se puede hacer de muchas maneras. Unos la aceptan a la fuerza, porque no pueden impedirlo, y así lo soportan lamentándose siempre. Otros gozándose en ella, como los santos. La Virgen tenía sus delicias en conversar y tratar con los pobres, mirándolos como hijos predilectos de Dios. Recordad la visita de los pastores en la cueva de Belén. Representaos aquella escena, y sin ningún esfuerzo veréis a la Virgen sencilla y amable. Ver en ella algún gesto de disgusto sería no conocer aquel corazón y profanar este misterio. Y aunque no tuviéramos esta escena, lo creeríamos también sabiendo la pobreza de Jesucristo, Está la primera categoría en sentir los efectos de la pobreza, y la segunda en gozarse en ella, en tratar con los pobres, como lo hizo nuestra dulcísima Madre. Hemos de procurar entrar en su corazón, y veremos su espíritu de pobreza. Todas esas cosas de que yo acabo de hablar pueden practicarse con intenciones muy diversas, pueden practicarse hasta con intenciones muy vanas. Y ¿cuál es el espíritu de la Virgen? Hay un sentimiento que es fundamental. Aquella pobreza la amaba Jesús, y ella la amaba también. Tenía que formar su corazón conforme al corazón de Jesucristo. Lo que amaba Jesús lo amaba ella, y lo que aborrecía, también lo aborrecía. Y lo aceptaba así porque era un alma iluminada. Y esto, ¿qué quiere decir? Hay almas ciegas que ven lo exterior, la corteza, lo que hiere los sentidos; pero las iluminadas penetran en el fondo, y ven el tesoro que se esconde en la pobreza, en la humillación y menosprecio. Las primeras ven 260
lo amargo de la pobreza, las segundas ven que ése es el camino, que ése es el medio para que vayan desprendiéndose de las cosas de la tierra. El alma de la Virgen conocía el misterio del amor divino, que en la pobreza está como escondido. Hablando de la pobreza, dice el apóstol San Pablo que Cristo la amó para enriquecernos a nosotros. Jesucristo quiso ser pobre para llenarnos de bienes, para darnos los tesoros del cielo. Resulta evidente que Jesucristo abrazó la pobreza por nuestro bien. Estaba desplegando su celo por nuestra salvación, haciendo apostolado estaba reparando. Y esto mismo lo hacía la Virgen. Cada uno de los efectos de la pobreza, cada una de las humillaciones y trabajos, era riqueza para nosotros, a quienes tanto amaba. Hablamos del apostolado de la oración, del apostolado del ejemplo, y deberíamos hablar del apostolado del espíritu de pobreza. Todos los fundadores han puesto como base la fuerza y el secreto en la práctica del espíritu de pobreza, y entre todos San Francisco de Asís, que tan enamorado vivió de la pobreza, y ya vemos los efectos que obró y sigue obrando su fecundo apostolado. También está en el corazón de nuestra Madre, y esto hemos de descubrir para imitarla. Tal era, descrito a grandes rasgos, el espíritu de pobreza de la Virgen Santísima, del que resultaba una vida celestial. No anda quien la copia como un desterrado, haciendo su nido en las cosas de la tierra, sino que su conversación está en los cielos. ¡Mirad el espíritu de reparación que se esconde en la pobreza! ¡Y vamos a enamorarnos de la santa pobreza en Belén, en Nazaret y en el Calvario, donde Jesús muere sin tener dónde reclinar la cabeza, y en esos momentos veamos a la Virgen, que está al pie de la cruz! Pues así como, cuando fulgura la gloria de su divino Hijo, no aparece, cuando se trata de la práctica de la pobreza y del dolor, allí está, y, si nos queremos refugiar en el costado abierto de Cristo, vayamos también al regazo de nuestra Madre, que nos encamina por la senda de la reparación. Aunque no hubiera más reparación que esta de la pobreza, ¡qué reparación tan inmensa se habría dado por tantas codicias! Pero hay algo más. La pobreza es la sal de la tierra, es la luz del mundo, es como una fuente de tantas gracias que sirven de freno y encaminan a la salvación de las almas. ¿Quién puede calcular las gracias divinas, los santos deseos, la reparación inmensa que ha ofrecido la Virgen? 261
Cuando se piensa en su amor a la pobreza, no pensemos que es algo como lo nuestro, que tantas veces lo llevamos como si fuéramos arrastrados. En la Virgen todo era un sacrificio de amor en olor de suavidad. El corazón de nuestra Madre se podía comparar al altar de los perfumes del templo de Jerusalén. Uno de los perfumes más gratos era este del espíritu de pobreza. Es uno de los medios que ella empleó, y es el que, cuando se ha querido reformar alguna orden, se requiere, surgiendo un alma llena del espíritu de pobreza. Cuando se mata la codicia, la soberbia se extingue, se marchita la cizaña del corazón, y parece que cae sobre él una lluvia benéfica del cielo. Por eso las almas reparadoras, cuando lo son de verdad, cuidan de la pobreza según su vocación, como cuidan de la joya más preciosa las personas del mundo para que no pierda nada de su brillo, y así se repara de un modo incalculable. ¡Oh! Si en el mundo se practicase el desprendimiento y en religión hubiese ese anhelo por el espíritu de pobreza, ¿quién puede calcular el apostolado tan fecundo que se haría para gloria de Dios? Dejemos que ese espíritu penetre en nuestro corazón. Tiene la apariencia dura, pero en realidad no hay nada que tanto dulcifique nuestro corazón ni que mejor nos ayude a reparar. Por el amor de la Virgen pidamos al Señor que nos otorgue ese espíritu, que es el rico tesoro de la Virgen Santísima, y, como ella, viviremos como Cristo pobre y le confesaremos para que El nos confiese delante del Padre celestial. DIA SEXTO «Completo en mi carne», etc. (Col 1,24) Cayó en mis manos hace unos cuantos meses un libro titulado La locura de la cruz. En él se tejía una larga historia del amor a Cristo crucificado; comenzando en los albores, se detenía en San Bernardo y San Francisco de Asís, y más adelante en Santa Teresa y Santa Margarita María, y después en otras muchas almas que han dejado en pos de sí el buen olor de Jesucristo. Algo artificiosamente, como suelen hacerse estas cosas, iba el autor marcando los distintos rasgos de amor a la cruz de Jesucristo. En pocas palabras reunía él lo que anda disperso y luego lo va completando. 262
Este libro me ha sugerido la idea de qué hablaros hoy de María Reparadora. Entre todas las ideas, no hay ninguna tan universal, no hay ninguna tan íntima y quizá no halléis aspecto de la vida de la Virgen en que mejor cuadre este título de reparadora como en este que va a ocuparnos esta tarde. Pronto vais a ver cuál es este camino; y antes de entrar en esta materia, quizá la más hermosa de cuantas se relacionan con la Virgen Santísima, vamos a saludarla con las palabras del ángel. Ave María. Se necesita algún esfuerzo, se necesita reflexión para ver de qué manera los diversos episodios o aspectos de la vida de la Virgen se enlazan y nos descubren su reparación. Pero hay que trabajar, hay que reflexionar para encontrarla. En cambio, no se necesita esfuerzo ninguno para verla reparadora cuando se la mira en el Calvario al pie de la cruz, porque entra por los ojos; se contempla; es como la verdad que está de manifiesto. Apenas hemos pronunciado María Reparadora, se la está viendo en el monte Calvario junto a la cruz de su divino Hijo. Hablando de Jesucristo, dicen que no hay ninguna acción en su vida que no sea redentora. Si se le mira en Belén, en Nazaret, obrando milagros, está obrando en todo eso la redención; pero el centro, la cumbre de ella, está en el Calvario. Lo mismo podemos decir de la Virgen: no hay ninguna acción de su vida, no hay ninguna palabra que no sea reparadora, porque era ésa la gran vocación, la gran misión que Dios la había confiado. Pero la cumbre, el centro, estaba en el Calvario. En esto como en todo, se parece a su Hijo, y, como El, tiene también el centro en el Calvario. ¿De qué manera ejercita su oficio al pie de la cruz? Aquí tienen lugar las ideas que cité al comenzar. Al pie de la cruz cumplió su oficio, su misión. Y ¿en qué cosas? Vamos a irlas enumerando para ver lo que hacía y para aprender lo que hemos de hacer nosotros. Lo primero, compadecer. Es el primer sentimiento que brota en el corazón cuando miramos el Calvario. Hablad a los niños de Jesús puesto en la cruz, y veréis cómo se entristecen. Cuando nos habla San Bernardo de la pasión de Cristo, dice también de la compasión que hemos de sentir, y ésta puede ser más o menos. A veces, lo exterior, ver las llagas y la sangre que brota, basta para mover a compasión, pero principalmente es obra del amor, y puede ser más o menos entrañable ese amor. Hay almas 263
que llegan a transformarse en Cristo, y ésas por fuerza, como tienen un mismo corazón, gozan cuando El goza y participan de sus dolores, haciendo lo que dice San Pablo: Procurad sentir en vuestro corazón la pasión de Jesucristo. Lo primero que hace la Virgen es compadecer. Aquellas palabras que decimos nosotros: que mientras los clavos taladraban los pies y manos de Jesús, y la lanza su costado, penetraban los clavos y la lanza en el corazón de la Virgen, que todo en ella se transfundía. ¡Hermosa obra del amor! Esta no es obra de almas que comienzan el camino de la virtud; puede haber compasión en los pecadores, pero realizarla de una manera perfecta es de almas transformadas. Todas las personas que ahora me escuchan han oído hablar de los sentimientos de Santa Margarita María, que es un alma eminentemente reparadora, que en eso se distingue de Santa Gertrudis, por su tendencia a la reparación. Y ¿cuáles son sus sentimientos? ¡Compensación! Esto le pedía Cristo doliente. Y esto, ¿qué significa? Llegaba al corazón de Cristo y estaba iluminada por la gracia divina, probando sus amarguras. Conocía allí el olvido y la frialdad de los hombres, que era para Jesús el tormento más cruel, y ella sentía el deseo de darle amor en compensación por la ingratitud, por el desamor y las tibiezas en que vegetan las almas. ¡Aun las que le están consagradas! Ese tono doliente de sufrimiento son esas hieles, y parece comunicarles la dolorosa amargura. Compensar es darle lo que le niegan los humanos. Se realiza de muy diversas maneras; primero, dándole amor y recogiendo las gracias que caen de la cruz, procurando que las almas se acerquen. Aquellas palabras de Santa Margarita: «El amor no es amado», mueve a las almas a corresponder a tanto amor. Si esto se dice de las almas santas, mucho más se puede decir de la Virgen Santísima, que está haciendo germinar la sangre divina ofreciéndose, como hostia inmaculada, en sacrificio. Primero nos la presentan de lejos, y luego de pie junto a la cruz de Jesucristo; sin tener gran espíritu de fe, vemos que el corazón de María Reparadora debía de estar inflamado, y que Jesús volvía los ojos a su Madre, y encontraba la compensación a aquellas amarguras. Estaba abismada en la contemplación de su Hijo, pero nos veía a nosotros, pensaba en nosotros, y hacía esta consideración: cuántas almas no se aprovecharán, cuántas almas no sabrán agradecer sino con débil virtud, dando frutos enfermizos, muy pobres. Brotó en su corazón, como le pasara a Jesús en el huerto, el tedio de padecer inútilmente; y como en El quería 264
vencer el amor, así en la Virgen brotaba el sentimiento de lograr que no fuera inútil la sangre de Cristo, que hubiera santidad en las almas; ése es el completar lo que falta a la pasión de Jesucristo; no es que sea deficiente, sino para que dé frutos. Y ¿quién ha sabido hacer esto como la Virgen Santísima? ¿Quién ha trabajado intercediendo por nosotros, buscando completar lo que falta a la pasión de Cristo? ¡Con qué fervor se ofrecería como víctima y cómo ofrecería a su Hijo, como Abraham, presentándolo a su Eterno Padre! Le ofrecía como sacerdote, completando su obra de reparación. ¡Mirad qué maneta de reparar, de compensar, de completar! Nos abre horizontes infinitos. Compasión, compensación, trabajo, celo, y esto por Cristo, que muere en la cruz. El día que sintamos que nuestra alma está llena de las amarguras de Cristo, es el día que hemos subido al Calvario, y allí salvamos las almas y morimos con El. ¡Dichosas las almas llamadas a reparar y que pueden decir con San Pablo: Estoy enclavado con Cristo en la cruz! (Gal 2,19). Sea éste el ideal de nuestra vida: que cada cual, según su vocación, suba al Calvario para dar esa compasión, esa compensación. Esta es la manera de lograr que, unidos con Cristo, lleguemos a salvarnos con una corona de almas. DIA SEPTIMO «Completo en mi carne», etc. (Col 1,24) Decíamos ayer tarde que la obra reparadora de la Virgen Santísima había tenido su más alta expresión en el Calvario. Deseábamos conocer qué hacía nuestra Señora junto a la cruz. Reparaba compadeciendo a Jesús, o, según la fuerza de esa palabra, haciendo suyos los padecimientos de Jesús, sufriendo con El. Además, ofrecía una compensación por los pecados de los hombres; ofrecía su corazón inmaculado, lleno de viva fe, encendido de amor, y así consolaba al Señor ofreciéndole las dulzuras de su reparación por las hieles y pecados de los hombres. Reparaba completando, según la frase de San Pablo que me ha servido de tema estos días, lo que faltaba a la pasión de Cristo, que equivale a decir que no fuera estéril, sino acogida, fructificando en las almas. A estas tres cosas reducíamos las reparaciones de la Virgen Santísima; y, cierto, aunque no encontráramos más que esto, si 265
aprendiéramos a compadecer, a compensar y a completar por la pasión de Cristo, llevaríamos a cabo una obra reparadora y perfecta. Pero hay algo que no es tan determinado y concreto, algo así como flotante y difuso; pero como es una gloria de la Virgen Santísima y verdadero camino de la reparación, yo no me resigno a pasarlo por alto. Todas las tardes habéis pedido a la Virgen que nos ilumine, y, más que otras, hemos de pedirlo hoy, para que nos dé a conocer este misterio, que no está tan claro en mi entendimiento ni es tan fácil de comprender sin la gracia divina. Ave María. Suponed que quisiéramos expresar con una sola palabra todo lo que hizo la Virgen Santísima en la cumbre del Calvario. Suponed que quisiéramos recoger en una palabra todo lo que hace allí, o sea, el oficio de Corredentora del género humano. ¿No es verdad que no se nos ocurriría otra cosa más que decir: «Acompañaba a Jesús»? No hace otra cosa. Esas palabras, como otras muchas, dicen mucho al alma; pero, cuando se quieren explicar, ni se pueden coordinar los pensamientos. Sin embargo, hay algo que podemos destacar: «Acompañar a Jesús» equivale a confesar a Jesús, equivale a confesarle crucificado. Es decir, cubierto de oprobios, martirizado, entregado a la misericordia de Dios para bien de las almas. Confesarle con la vida y no con las palabras solamente. Y aún cabe confesarle con las obras; confesarle con la vida interior, de tristezas y alegrías, de anhelos; con todo lo que significa la vida interior. El alma que supiera acompañarle así, «acompañaba a Jesús» con la Virgen Santísima. Allí estaba en el Calvario rodeado de enemigos, de un pueblo que le odiaba; rodeado de amigos que le desconocían y de muchas almas que ignoraban el misterio de la cruz. La Virgen era allí la confesión viviente de Jesucristo crucificado, y eso con la conducta, con la vida, saboreando esas hieles. No aspiraba a otra cosa presentándose allí sino ser azotada por el torbellino de la tempestad de injurias a su Hijo. Tenemos tanta costumbre de ver a la Virgen en el Calvario al pie de la cruz, que no sé si la rutina impide que saquemos tanto fruto como pudiéramos, y esto hace que no veamos cómo le «acompañó» amando los padecimientos, identificando su espíritu y corazón. Para que rastreemos eso que las almas columbran, vais a oír unas cosas muy elementales, pero que pueden ponernos en camino para ahondar, para penetrar este misterio. 266
Habéis visto cuánto cuesta confesar a Cristo crucificado delante del mundo; y no me refiero a ese mundo que le odia; me refiero al mundo nuestro; quiero decir a esa turba de los imperfectos. No hay duda que hay muchos imperfectos aún entre las almas que quieren lo bueno, aunque esa imperfección no sea estar prendidos por lazos groseros ni por espejismos de vanidad y sofismas mundanos. No sé si habéis pensado alguna vez en lo difícil que es confesar a Cristo crucificado; y, si no, pensadlo ahora, que veréis, quizá, es algo muy difícil y que se necesitan gracias muy singulares, porque equivale a que no se engañen con espejismos, a que tengan el valor de encontrarse los que siguen los caminos del Señor desprendidos de todas las criaturas, en soledad de corazón, murmurados, contrariados. ¡Es algo tan grande lo que significa aquella desnudez del alma del divino Redentor y de los santos! Esto es acompañar a Cristo, esto es hacer nuestra su propia vida. ¿No es verdad que esto es convertirse en hostia? ¿Dónde están las almas que estén dispuestas a eso? Almas con veleidades abundan, pero que lleguen a término no con soberbia, sino con la humillación; almas que se resuelvan a darlo todo, las encuentra rara vez el amor de Jesucristo. Por estas consideraciones podéis atisbar, aunque de lejos, y deducir la reparación que la Virgen Santísima ofrece a Dios. Hay muchas almas que quieren confesar a Jesucristo, lo dicen y lo sienten así; pero ¿sacrificamos nuestro corazón? ¿Nos apartamos del mundo? ¿Nos negamos en el juicio y voluntad propia, buscando el recogimiento? Cuando el alma se resuelve a esto, es cuando de veras se santifica. Y ¿quién podrá reparar la santidad de Jesucristo ultrajado sino un corazón no enredado en criaturas, un corazón lleno de olvido propio, porque está vacío de todo lo que no es Dios? ¿Quién hay, sino este puro amor cuando prende en el corazón, que sea capaz para arrostrarlo todo por confesar a Jesucristo? Esto es ser santos, esto es, como dice Santa Teresa por haberlo padecido en sí misma, sufrir la persecución de buenos. Cuando el alma se deja llevar de Dios sin otro arrimo, ¡qué trabajos interiores hasta que llega a vivir en soledad! ¿Qué hicieron los santos sino esto? Lejos de dañarse, se hicieron más santos sabiendo salir de esas turbas imperfectas. Por eso, cuando las almas quieren reparar como la Virgen María, siguen estos caminos. En vez de buscar, en vez de esperar la aprobación de los hombres, buscan la de Dios por la desnudez del corazón, como quien 267
sabe «acompañar» a Cristo crucificado. Esta es la gran obra de la reparación. No aspiro a enseñaros toda la obra de la reparación en pocas y toscas palabras; ha de llegaros por medio de esa luz interior de la divina Sabiduría; pero aceptemos que ése es el camino de la verdad, que los anhelos de nuestra alma vayan por ese camino; y, si aceptamos y buscamos la senda de María Reparadora, nuestra vida va asentada en la verdad de Dios, vamos, por la misericordia divina, camino del cielo. Como no puedo hacéroslo comprender, no dejéis esta tarde a la Virgen sin que os descubra este misterio. Y cuando os haya descubierto esta perla preciosa, como el mercader del Evangelio, dadlo todo, que, si habéis encontrado esta perla preciosa, habéis encontrado el reino de los cielos. DIA OCTAVO «Completo en mi carne», etc. (Col 1,24) La doctrina de la reparación suele parecer a las almas un tanto sombría. Se habla en esa doctrina, y por cierto de un modo muy preponderante, de la humillación; se habla del sacrificio, de víctimas; se habla de la cruz de Cristo, y para la generalidad aparecen de un modo sombrío. Son pocas las almas a las que produce regocijo la palabra cruz, y por eso son pocas las que entienden este camino. Tratando de relacionar este carácter con las diversas tendencias espirituales que ha habido en la Iglesia de Dios, quizá pudieran sospechar así como cierto parentesco con la averiada doctrina jansenista con tanto repetir las palabras humillación, sacrificio, víctima. Aunque no se busque con una tendencia tan errónea, todavía parece que semejante doctrina ensombrece la vida. ¿Es posible que con semejante enseñanza pueda hermanarse la alegría y consolación del espíritu? ¿No habrá un cierto antagonismo? No sabrán enlazar la doctrina de la reparación con una doctrina averiada y mala, pero sentirán el deseo de buscar eso que las almas llaman alegría, regocijo y consolación. ¿Será verdad que la doctrina de la reparación ensombrece la vida y acaba con la consolación, con el regocijo? ¡La doctrina de la reparación encaja tan de lleno en el Evangelio! Y la Iglesia la enaltece por sus pontífices, siendo el actual el que ha publicado la encíclica en la que la 268
recomienda a todos los fieles. Por eso la aman las almas fervorosas, porque anda en ello el espíritu de Dios. Sintamos o no consolación, hemos de encontrar en esta doctrina la vida verdadera. Y ¿cómo puede ser? ¿Cómo entrar las consolaciones y las alegrías en la reparación? Para desvanecer las tentaciones que pudieran formarse en nuestras almas, esto es lo que yo quisiera explicar en esta noche y lo que quiero explicar sin apartarnos de la vida de la Virgen. Si se mira superficialmente, se entiende poco; pero, profundizando, espero que todas las personas que me oyen, que están acostumbradas a la vida de oración, sacarán algún fruto. Pedidlo a la Virgen Santísima, como todos los días, con la salutación angélica. Ave María. Hemos venido contemplando, hemos venido viendo a la Virgen Santísima, nuestra Madre, desde el punto de vista doloroso, oscuro, humilde; esa contemplación es necesaria y además verdadera. Es verdadera porque esos hechos saltan a la vista y conmueven el corazón. Es necesaria porque no hay cosa más urgente que inculcar aquellas cosas de que se tiene más necesidad. Estas lecciones de humillación, de olvido propio, de soledad de corazón, hay que apoyarlas, por ser difíciles, en el Evangelio, en la vida de Jesucristo y de nuestra Señora. Pero no es completa, si se queda en ese aspecto, la vida de la Virgen. No es ésa la única lección que ella nos dio para enseñamos la verdad. Se puede considerar bajo otro punto de vista: bañado en la luz de consolaciones divinas No tenéis más que recordar la vida de la Virgen. ¿No es una consolación divina el sentirse Madre de su Dios? ¿No fue una divina consolación el tenerle en sus brazos y el estrecharle contra su pecho? ¿No es un cielo la casa de Nazaret? ¿No es un paraíso los treinta años de intimidad con su divino Hijo? ¿Hay consolaciones que puedan compararse con la alegría de ver a su divino Hijo resucitado? Mirando así la vida de la Virgen, bien puede decirse que estuvo inundada de divinas consolaciones. Estos gozos, estas consolaciones, ¿son algo que queda fuera o es algo que se enlaza con la obra inefable de la reparación? Desde luego, podemos decir que sí. 269
Decimos que la vocación fundamental de la Virgen era el ser reparadora, pues de alguna manera estas cosas tienen que ser reparación, de alguna manera esta consolación entra en la obra de la reparación. Y ¿cómo? Vamos a ver si acertamos a describirlo. En el sacrificio de Cristo tenía que haber la ofrenda, tenía que existir la víctima y tenía que hacerse el sacrificio. Si era perfecto, tenían que estar los tres. Los hubo. Y la ofrenda consistió en aquella escena de la institución de la eucaristía, en la que Jesucristo al consagrar hizo una oblación como sacerdote. Mil veces se había ofrecido, pero le dio entonces forma, expresión, carácter litúrgico, en el cenáculo. Entregó su vida en el Calvario, y allí El es el altar. El es la víctima y El es el sacerdote. Dios aceptaba los sacrificios de su Hijo, pero ahora hablemos de la aceptación oficial. El Padre celestial mostró que aceptaba aquella víctima santa por la resurrección y la ascensión a los cielos, y así se enlazan las consolaciones con el sacrificio de la cruz. ¿De qué servía el sacrificio si no era aceptado? Esas consolaciones son como el sello que Dios ha puesto para indicar que lo acepta. Esto, guardando la debida proporción, sucede también en la Virgen, y particularmente en el gozo de la resurrección. Toda reparación en tanto es reparación en cuanto Dios la acepta, y las consolaciones divinas son como el complemento obligado. No hay duda que las consolaciones en nosotros pueden ser una palabra amorosa que Dios dice en el fondo del corazón y pueden tener esa significación que tuvieron para Jesucristo y su Madre santísima. En estos casos, el alma se aquieta; pero no es esto solo. Las divinas consolaciones sirven para algo más. Las tribulaciones, la cruz, abaten, ensombrecen, entristecen nuestra alma. ¡Hasta ese punto somos flacos! En cuanto nos privamos de algo, ya sentimos así como que nos muerde algo en el corazón, y necesitamos lo que conforte y lo que aliente nuestro corazón abatido. Bien sé yo que hay una fuerza de que os hablaré, pero no os puedo negar que las consolaciones ayudan y que las miramos como un bien. Las divinas consolaciones son como una brisa que viene a refrigerar nuestra frente sudorosa en los trabajos de la vida interior, son una palabra de Dios, que viene a decir: Yo soy, no temáis; y, en este sentido, las consolaciones se enlazan para reparar mientras haya en nuestro interior aliento de vida. 270
Las consolaciones se enlazaron en la Virgen. No es verdad que hubiera en la Virgen, como en nosotros, egoísmo, debilidad. Sería blasfemia sólo pensarlo. Pero es verdad que así como Jesús quiso experimentar tristeza, tedio, la Virgen quiso padecer esa misma flaqueza, ese mismo tedio, esa misma agonía. Y así como en el huerto quiso Jesús ser confortado por un ángel (notadlo bien, ¡una criatura confortando al Criador!), así quiso que las consolaciones divinas confortaran a su Madre para asemejarse a nosotros. Uno de los designios fue este de abatir la soberbia de nuestro corazón, al que sorprenden las desolaciones divinas de puro amor propio. Para que no nos abatiéramos, quiso el Señor que le fueran necesarias a la Virgen María. ¿Queremos ser acaso más fuertes que María? Es verdad que los santos rechazaban las consolaciones, pero esto no tiene ahora que ver. Las consolaciones, que son un don de Dios, pueden convertirse en un mal si se queda el alma en ellas; son un camino y pueden servir de entretenimiento; hasta pueden ser un obstáculo. Hay almas que saben trasponer esas divinas consolaciones, que han puesto en Dios toda su consolación, han comprendido y puesto en su corazón la locura de la cruz, y han llegado a abismarse en ese mar; y, aunque por el camino se les ofrezcan las consolaciones, van derechas a Dios y les sirve para probar la finura del amor. ¡Pensad lo que significa trasponer las consolaciones divinas, gozarse únicamente en Dios! ¿Qué alma hay que así sepa reparar con un amor tan celestial, con un amor tan divino? Esto es lo que sucedió a la Virgen Santísima. Esa consolación consiste en haber muerto para sí y vivir sólo para Dios. Ese camino, que parece pedregoso, es un camino de dichas que está escondido en el corazón de Cristo crucificado, en el puro amor de Dios. ¡Qué gloria tan reparadora prepara Dios a las almas que saben trasponer esas consolaciones! ¡No hay corona que pueda compararse! Desechad la tentación a través de esas ideas, mirad el camino que la Virgen os invita a seguir. Y con aquella alegría del dadivoso alegre, como dice San Pablo, reparad no viviendo para vuestra gloria y vuestro honor, sino vivid esa vida de glorificación divina que por la reparación de Cristo y de la Virgen esperamos vivir eternamente en el cielo. 271
DIA NOVENO «Completo en mi carne», etc. (Col 1,24) Hemos venido repitiendo en todos los sermones de esta novena unas palabras que el apóstol San Pablo escribió a los colosenses. En esas palabras, aunque no se habla en particular de los diversos modos y caminos por donde las almas pueden ejercitar su oficio de reparadoras, se habla de la reparación quizá como en ninguna otra parte del Nuevo Testamento. El apóstol San Pablo, hablando de sí mismo, dice cómo ejercitaba el oficio de reparador completando en su propia carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, inmolándose él de continuo para alcanzar que la sagrada pasión llegara a todas las almas y no fuera estéril entre los hombres. Esta obra reparadora suya se dirigió principalmente al Cuerpo místico de Jesucristo que era la Iglesia santa. San Pablo ofrecía sus inmolaciones por la Iglesia de Dios. La frase del Apóstol, en la que él habla de su propia reparación, podría convenir a todas las almas reparadoras, más especialmente a las que reparan por medio de los sufrimientos, por medio de los padecimientos corporales; y si a todas las almas se puede aplicar, no cabe duda que con más razón y principalmente se han de aplicar a la reparadora por excelencia, que es la Madre de Dios. Por eso hemos creído que podemos presentaros todas las consideraciones que hubiese que hacer acerca de la reparación ofrecida a Dios por nuestra Madre dentro del marco que señalan esas palabras del apóstol San Pablo. Así podemos tomar esas palabras mismas como lema de nuestra vida, en cuanto esa vida de algún modo se ordene a la reparación y puede vivir en nosotros un doble recuerdo: el recuerdo de nuestra oblación y el recuerdo de la Virgen Santísima, cuya reparación hemos contemplado a la luz de esas palabras del Apóstol. No hemos pretendido agotar la materia en esta novena. De la redención de Cristo nunca se pudo decir bastante, y hasta en eso se parece la Virgen María a su Hijo divino. De ella, y en especial de su obra reparadora, nunca pudo decir bastante una lengua de criatura. Aquí se podría aplicar aquella frase que ya se ha hecho célebre y que tantas veces habréis oído repetir: De Maña nunqudm satis: «De María nunca se dirán bastantes alabanzas». Hemos querido únicamente recoger algunos aspectos 272
que pueden parecer más oportunos de esa reparación ofrecida por la Virgen Santísima con la doble luz que busca el provecho de nuestras almas y la gloria de nuestra divina Madre. Vamos a completar las ideas que nos habíamos propuesto explicar durante esta novena diciendo unas palabras acerca del modo como la Virgen Santísima ejercitó su oficio de reparadora desde el día de la ascensión de Cristo hasta el día de su propia asunción a los cielos. Tal vez para explicar este punto podamos recoger la doctrina que hemos ido explicando, y podremos ver de una manera muy sencilla y muy clara el verdadero camino de la reparación. Pidamos que, al acabar este sermón, la Santísima Virgen complete la obra de la gracia divina y todos, según nuestra vocación, estemos resueltos a ser almas verdaderamente reparadoras. Ave María. El único libro del Nuevo Testamento que nos ha conservado alguna noticia acerca de la Virgen Santísima desde el día de la ascensión del Señor hasta el día de su glorioso tránsito ha sido lo que escribió San Lucas con el título de Hechos de los Apóstoles. San Lucas es, sin duda, el evangelista en cuyos escritos se advierte más la mano de la Virgen María. Todos los comentadores afirman que los primeros capítulos de San Lucas se deben a la inspiración de la Virgen, y hasta han querido notar en los mismos capítulos una cierta ternura y una cierta delicadeza, que son como el perfume que dejó el corazón de nuestra dulce Madre en las noticias que comunica el dichoso evangelista. No os extrañe tanto que San Lucas en el otro libro que escribió para la edificación de las Iglesias conservara alguna mención de la Virgen. Las menciones que ese libro conserva son de dos géneros; hay una que es directa y expresa y hay otras que son más bien indirectas y tácitas. Hay unas palabras en los Hechos de los Apóstoles en que San Lucas relata sus hechos, y dice que perseveraban unánimemente en oración con María, Madre de Jesús; y hay otras palabras en las cuales, sin mencionar a la Virgen María, nosotros podemos entender que también se habla de ella; por ejemplo, cuando refiere la venida del Espíritu Santo y cuando nos dice que los cristianos de la primera comunidad de Jerusalén solían orar en común, teniendo un mismo corazón y una misma alma y celebrando la fracción del pan.
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En los escritos de San Lucas, ese nombre, la fracción del pan, es el nombre del santo sacrificio, que nosotros hemos llamado después la santa misa. De estas noticias tan generales y tan escasas que encontramos en los Hechos de los Apóstoles, y que son las únicas que nos describen la vida de la Virgen María después de la ascensión de Cristo, ¿qué podemos sacar nosotros para esta doctrina de la reparación? ¿Qué podemos encontrar que se relacione con la reparación? Tal vez podremos encontrar algo más de lo que sospechamos, y creo que no hacen falta explicaciones muy hondas ni muy misteriosas para encontrar ese algo más a que aludimos. Ante todo, encontramos esa palabra unánimemente, que es paralela a aquellas otras palabras que hay en el mismo libro que dicen que los apóstoles tenían un mismo corazón y una misma alma. Esas dos palabras vienen a significar lo mismo, expresan lo que llamamos ahora más generalmente nosotros vida de caridad fraterna o vida de unión y caridad. Esto es lo primero que encontramos en las noticias que nos ha conservado San Lucas. ¿Tiene esto algo que ver con la obra de la reparación? ¿Será esta palabra dicha tan de paso una revelación para las almas que quieren ser reparadoras? Creo que sí, y lo vais a ver por las indicaciones que ahora pienso hacer. En primer término es evidente que, por el solo hecho de vivir una vida de caridad, ya se está reparando. Si lo que hemos de reparar ha de ser la frialdad, la ingratitud, la dureza de los corazones para con Dios, ¿qué mejor reparación podemos ofrecer al Señor que una vida da caridad ardiente? Aunque en esas palabras se habla de caridad fraterna y parece que no se habla, al menos directamente, de la caridad para con Dios, en sustancia esto es, porque la caridad no es más que esto, y no puede vivir en nosotros la verdadera caridad para con nuestros hermanos sin que esté nuestra alma llena de amor de Dios. Por eso el consuelo que señalaba Santa Teresa a las almas que deseaban saber si amaban a Dios era éste: «Mira si amas a tu prójimo; si no. no puedes estar seguro». Pero además, uno de los defectos que más hay que reparar y la fuente de los pecados que solemos cometer, en sustancia, es el egoísmo; ese amor a nosotros mismos, amor desordenado, y, cuando hay caridad fraterna, perece ese egoísmo. Por estas dos razones se entiende muy bien que cuando hay caridad en las almas, por el solo hecho de tener caridad, ya se está reparando; y 274
hasta se repara de otra manera, por otro camino, pues ¿hay algo que así atraiga a las almas a Dios, que haga elevar los corazones para la virtud, como la edificación que ofrece el ejercicio de la caridad? Si hasta los mismos gentiles se decían sorprendidos: ¡Mirad cómo se aman! Aquel espectáculo de caridad, que fue un hermosísimo apostolado en medio de los paganos, ¿no ha de serlo en medio de las almas que aman a Dios? Así como las rivalidades y las envidias desedifican, así el ejemplo de una caridad generosa, tierna, delicada, roba los corazones para Jesucristo. ¿No creéis que es todo lo que se puede decir de la caridad como obra de reparación? Dice el Señor que donde estén dos o tres unidos en caridad, allí está El en medio de ellos. Tener su caridad es preparar un descanso a Jesucristo, es ofrecer a Jesucristo corazones donde El pueda consolarle, es formar un verdadero nido de ternura para el corazón de Jesucristo. Y ¿no es esto otro modo de reparación? Hay más. Para ejercitar la caridad, si ésta no ha de ser únicamente de palabras, sino que más que de los labios ha de brotar del corazón, ha de nacer de un grande espíritu de sacrificio, haciendo que se viva para los demás; y cuando decimos vivir para los demás, es lo mismo que si dijéramos que nos inmolamos en cada instante y en cada cosa; y este inmolarse en aras de la caridad, este consumirse en aras de la caridad, ¿no es una obra de reparación? ¿No es un oficio de subir hasta Dios? La caridad es un medio de reparación como ningún otro, porque acerca tanto a Dios, hace tan nuestros los intereses de las almas, nos infunde tal espíritu de sacrificio, nos eleva a un trato con Dios tan fervoroso, hace germinar en nuestro corazón tantas virtudes, que no hay nada que así sirva para la obra de reparación. La palabra unánimemente y aquellas otras: Tenían un mismo corazón y una misma alma, nos revelan todos estos sacrificios de la caridad como virtud reparadora. Pero, sin embargo, todavía nos dice más. Dice que perseveraban en la oración. Casi no había que comentar estas palabras. Decir oración es decir espíritu de reparación, porque es imposible que nosotros nos recojamos en la oración para tratar con Dios sin que sintamos los ultrajes que se hacen a su gloria divina, sin que sintamos las ofensas de Dios, sin que se abrase nuestro corazón en deseos de glorificar al Padre celestial; porque es imposible que nosotros nos recojamos a tener oración sin que de alguna manera repercutan en la mente muchos recuerdos que se relacionan con nuestros hermanos extraviados, sin que vayan pasando por nuestro 275
entendimiento y por nuestro corazón muchos temores y muchas tristezas que se relacionan con la suerte eterna de todos nuestros hermanos. Es imposible que nos recojamos en la oración sin que desde esa atalaya divina se vea todo el mundo tan lleno de pecados, de ingratitudes para con Dios; sin que se desgarren las entrañas con el grandísimo deseo de atraer a los que andan de tal manera y de reparar por todos ellos. Es imposible que nos recojamos a tener oración sin que nuestro corazón se ablande, y, en vez de ser un corazón rebelde para la voluntad de Dios, se haga un corazón blando, tierno, amoroso para esa voluntad divina; y cuando el corazón se hace de esa manera para la voluntad de Dios, entonces Dios lo ilumina, llevándolo por los caminos por donde pueda fructificar. Por los caminos del dolor, como el grano de trigo, que se esconde y muere para dar después grandes frutos, o por el camino de consolaciones para gloria divina y bien de las almas, Pero sea cual fuere el camino por donde Dios nos lleve, en la oración es donde el corazón se dispone a seguir esos caminos y es donde el entendimiento se ilumina, porque es imposible que nos recojamos en la oración y no sintamos que de alguna manera penetran en nosotros los sentimientos de Cristo de cooperar a la reparación; porque como el corazón de Cristo es un corazón redentor, dondequiera que El siembra sus propios sentimientos, infunde esos anhelos. Porque es imposible que, si perseveramos en la oración, como dice San Lucas que perseveraban los primeros cristianos, no vayamos teniendo en nuestra alma los sentimientos que obran en el corazón de Jesucristo, según la frase mil veces repetida de San Pablo: Comenzaremos a vivir para la gloria del Padre celestial y para provecho de las almas. Para eso vivió Cristo. Es imposible que nos recojamos en la oración sin recibir las luces del Espíritu Santo, que unas veces se comunicará entre los obstáculos, entre las tinieblas, y otras veces en el gozo de la vida interior; pero no hay alma que vaya a la oración y no reciba una de estas gracias del Espíritu Santo, Decía San Agustín: «Sube la oración y desciende la gracia». Y cuando se reciben esas luces del Espíritu Santo es cuando el alma se prepara para la reparación, se reviste de esa armadura para salir al combate por la gloria de Dios y la salvación de las almas. ¿Dónde se han forjado los corazones reparadores, dónde se han encendido esas almas que han ejercitado su apostolado generoso y su celo si no es en la fragua de la oración? Cuando nos maravilla el celo de San 276
Pablo, no olvidemos los años pasados en el desierto, en la soledad, en la oración, en el trato con Dios, que fueron los que le dispusieron para su apostolado. Nuestros brazos levantados al cielo para pedir misericordia glorifican a Dios. La oración es el horno donde se forjan las almas reparadoras, la oración es la llama, es el medio de reparación que todas las almas tienen a su alcance, es el transformarse en Cristo, que vive para las almas y para la gloria de su Padre. La caridad y la oración. ¡Ahí tenéis los dos medios de reparar que menciona el evangelista! En el primero incluye particularmente a nuestra Madre y en el segundo la menciona también. No me atrevo yo a hablaros de la oración de la Virgen así, de paso; no me atrevo a hablaros de su caridad en pocas palabras; pero vosotros, cuando os recojáis delante de Dios, pensad en lo que sería esa caridad y en lo que sería esa oración. El Espíritu Santo os descubrirá que la Virgen reparaba viviendo en caridad y orando. Todavía, sin embargo, hay un tercer modo de reparar; y ese tercer modo de reparar, que casi no vamos a poder hacer otra cosa que insinuar, es el que incluye San Lucas, en que nos habla de la fracción del pan, o sea, de los misterios eucarísticos. Sin duda, la vida de la eucaristía la tuvieron los cristianos de Jerusalén de una manera santísima, fervorosa. Fueron aquéllos los comienzos felices del espíritu cristiano y como la primavera hermosa de la Iglesia. Pronto empezaron a introducirse frialdades y desmayos. Ya San Pablo, cuando escribe a los fieles de Corinto, les hace saber que Dios los castiga con enfermedades y hasta con la muerte por el descuido con que celebraban esos misterios sagrados. Entre otras cosas, en Corinto se faltaba a la modestia en las reuniones de los fieles, pero al principio parece que no fue así. En Jerusalén a los comienzos vivieron las almas en pleno fervor eucarístico. ¡Estaba tan vivo el recuerdo de aquel santo cenáculo! ¡Les había iluminado tan profundamente el Espíritu Santo cuando descendió sobre aquella pequeña comunidad en forma de lenguas de fuego! Se aprovechaban de los efectos de la eucaristía, veían reproducirse el sacrificio de Jesucristo, que muchos de ellos habían contemplado en la cima del Calvario, y la vida eucarística se desarrollaba cada día más fervorosa y cada día más intensa. Quizá no haya habido en la Iglesia de Dios un momento en el que fuese tan lozana, tan amorosa, tan íntima, como en aquella comunidad de 277
Jerusalén; ¡en medio de aquella comunidad estaba nuestra Madre santísima! Que la vida eucarística es una vida reparadora, lo sabéis vosotros. Hay razones íntimas que enlazan la eucaristía con la reparación. Así como el sacrificio eucarístico es la representación continua, o, mejor dicho, la continuación del sacrificio del Calvario, que es la cumbre de la obra redentora, así las almas eucarísticas se acercan lo más posible a esa obra de reparación y se hacen reparadoras. Pero sin entrar en esas metamorfosis, que ahora no podemos, veamos que, cuando han surgido en la Iglesia de Dios almas especialmente reparadoras, esas almas por su propio impulso, por el propio anhelo de reparar, volaban hacia la eucaristía, y el medio de reparación que el mismo Dios inspiró con más insistencia fue la vida eucarística en todas sus formas, en todas sus manifestaciones; y cuando, en los tiempos modernos, Dios llama a un alma para que tan especialmente establezca en el mundo la obra de la reparación, la lleva al pie del altar junto a la eucaristía, hace de ella un alma eucarística. Y éste es el legado que ha dejado a sus hijas esa elegida por Dios y probada por tantos sacrificios. ¿Podemos nosotros concebir, podemos entender almas reparadoras sin que sean al mismo tiempo almas eucarísticas? Cuando queramos que nuestra vida de reparación aumente y se desarrolle en nosotros el amor de Jesucristo, acerquémonos a ese pan de vida. Cuanto más íntimo sea nuestro trato con Jesucristo, seremos almas más generosas y más completamente reparadoras. Pensad un momento en lo que serían aquellas comuniones de la Virgen Santísima. Ella sí que sabía lo que era el Dios que se le daba con intensidad inefable y lo que significaba el sacrificio de vivir y el recuerdo de aquella noche memorable del cenáculo. Uniéndose con Cristo en la eucaristía, estaría ofreciendo de continuo al Padre celestial ese sacrificio del Calvario en reparación y para la salvación de tantas almas como Jesús le había encomendado. Este es un programa entero de reparación: ¡Vida de caridad! ¡Vida de oración! ¡Vida eucarística! Quien acierte esta triple enseñanza habrá aprendido el camino del alma reparadora; pues sea éste el último recuerdo que nos deje en esta novena nuestra dulce Madre. Recojámonos, al terminar estos sermones, en el cenáculo de Jerusalén, vivamos allí con la primera comunidad cristiana, contemplando aquel espectáculo de caridad, 278
de amor, de aquella oración fervorosa y de aquella vida eucarística, y saquemos el propósito de que nuestra vida no sea más que una continuación de esa vida junto a la Virgen, junto a nuestra Madre; unámonos a ella, vivamos bajo su manto, a su lado, a sus pies, y vivamos esa vida de caridad, de eucaristía, y estemos seguros que nuestra alma será un alma reparadora ciertamente de la gloria del Señor, reparadora no menos ciertamente de los pecados de nuestros hermanos y reparadora de nuestras propias miserias y de nuestras mismas faltas, donde aprenderemos a curar nuestras enfermedades, a curar las llagas de nuestros prójimos, a volar hacia la verdadera vida que es Jesucristo. Ahí, en ese cenáculo, en unión de la Virgen, viviendo de la caridad, de la oración y de la eucaristía, ¡qué vida tan hermosa, qué vida tan de cielo! Sí, es verdad que en el camino de la reparación hemos de encontrar cruces, amarguras y lágrimas. Cuando pensemos que estamos reparando junto a nuestra Madre, ¡cómo se endulzan esas amarguras! Y si en ese camino encontramos consolaciones, poniendo esas consolaciones en las manos, y, más que en las manos, en el corazón de la Virgen Santísima, jamás serán cosa que nos entretenga. Todo cuanto encontremos en ese camino de la reparación se nos hará fácil, suave, lleno de amor; se nos presentará como un don de Dios, si sabemos vivir, junto a la Virgen Santísima, de amor, de oración, de caridad, inflamados en amor a Jesús sacramentado. Resolvámonos a vivir esa vida, que, si hay cielo en la tierra, es aquí, junto a María. Vivamos esa vida, y veremos cómo ella es nuestra seguridad, nuestra esperanza, y se cumplirán estas palabras que dice el Señor refiriéndose a las almas que viven vida de eucaristía: El que come este pan tendrá vida eterna. La vida gloriosa que esperamos vivir en unión de nuestra Madre en el seno de Dios.
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Triduo a Nuestra Señora del Sagrado Corazón predicado en la iglesia de PP. Jesuitas. Sevilla, mayo 1939 I El P. Suárez, el gran teólogo de la Compañía, dice que para mejor informarse de las glorias de María hay que buscarlas en las santas Escrituras, y encontrar allí todas las alegorías que cantan sus glorias. Uno de estos libros es el Cantar de los Cantares. En efecto. Vemos allí que, cantando la pureza de María, dice: Toda hermosa eres, amiga mía, y mancha no hay en ti (4,7). Cuando alude a la asunción de la Virgen, exclama: ¿Quién es esta que se levanta como aurora naciente, hermosa como la luna, escogida como el sol y terrible como un ejército formado en batalla? (6,8). Y cuando la contempla en el Calvario: Como manojito de mirra es mi amado (6,9). Y aquello otro: ¿A quién te compararé o con quién te asemejaré, hija de Jerusalén? Inmenso como el mar es tu quebranto (Lam 2,13). Pues bien, para cantar las glorias de Nuestra Señora del Sagrado Corazón también encontraremos unas frases en el Cantar de los Cantares. Vulnerasti cor meum: «Has herido mi corazón» (4,9). ¿Cuál es el significado de estas palabras que nuestro divino Redentor dirige a nuestra Señora? El corazón de Cristo es herido de dos maneras: por los pecadores, por sus pecados, y por las almas de sus fieles servidores, con los dardos de su amor. Pues bien, de esta última forma, con dardos de amor, es como hiere la Santísima Virgen el corazón de su divino Hijo. ¿Qué es herir el corazón de Cristo? La devoción a Nuestra Señora del Sagrado Corazón no es devoción superficial. Es semejante a la devoción al corazón de Jesús; devoción profunda, que esconde maná exquisito a las almas devotas. Algo de lo más íntimo, es un secreto que Dios ha puesto en el corazón de su Madre. Por eso es preciso profundizar en el significado de las palabras «herir el corazón de Cristo». Los maestros de la vida espiritual hablan de ciertas heridas que experimentan las almas, y ven que, por una parte, es algo sutil y doloroso, y, por otra, algo inefable y celestial, pues las hacen vivir de amor. 280
Con las que hirió la Santísima Virgen son aquellas que arrebatan el corazón, sacan fuera de sí y mueven a hacer locuras de caridad, divinos desatinos de amor. ¿Cómo hiere María con dardos de amor el corazón de Cristo? El Cantar de los Cantares añade: Con una sola mirada de tus ojos. Hace ver así la idea delicadísima de cómo el amor divino se refleja; Lo hiere (4,9) así porque los ojos de su Madre son la revelación del amor que encierra su corazón virginal. San Bernardino de Siena, al querer averiguar el amor que encierra el corazón de la Virgen, recuerda las Santa veces que habló en el Evangelio. Dos veces al arcángel, dos a Santa Isabel, dos a su divino Hijo y una a los servidores en las "bodas de Cana. Una es de amor que transforma y acepta, otra de amor que compadece, otra que enferma y se lamenta. Despertarse a la vida es despertarse al amor. ¿Qué fue la vida de la Virgen sino un sacrificio al amor? Es el mismo amor que arranca ese cuerpo de la tierra y lo arrebata para llevarlo con su divino Hijo. Amor impaciente que desea amar más y más. Amor heroico en la fortaleza del Calvario y amor transformante en la asunción. Tres etapas de amor por las que pasa la Virgen. Los heroísmos del Calvario se consuman y se transforman en el cielo. Todo este amor, imposible de describir, es el que siente la Santísima Virgen al posar sus ojos en Jesús. Por eso El hace verdaderos desatinos de caridad. Si Jesucristo, según frase de San Pablo, se hizo siervo por amor a los hombres, por amor de la Virgen se ha hecho siervo de amor, ha puesto su corazón en manos de la Virgen, y esto es una fuente de gracias y de consuelos para nosotros. En manos de la Virgen están todos los tesoros que brotan del corazón de Cristo, y ella le obliga a hacer la locura de amarnos a pesar de nuestras miserias y pecados, a hacer desatinos por la conversión de las almas, a derrochar sus grafías en nuestro favor. Sintamos todas las dulzuras que encierran el corazón de Jesús y el de María. Ella nos invita a que nosotros también la hiramos con dardos de amor, a arrebatarla y obligarla a que nos transforme su amor en la patria celestial, como yo a vosotras lo deseo en el nombre riel Padre, y del Mijo, y del Espíritu Santo, II
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«En el agujero de la peña y en la caverna de la roca» (Cant 2,14) Es el alma la paloma que ha sabido formar su nido en alturas inaccesibles. Y esta alegoría y estas frases del Cantar de los Cantares, aplicadas a la Santísima Virgen, es otra manera de poder la Santísima Virgen llamar suyo al corazón de Cristo. Leyendo el Antiguo Testamento en su lengua original, se encuentra este fenómeno extraño: cuando se habla de Dios en palabra abstracta, se dice: Id Señor es mi fortaleza, en vez de emplear el término roca. En los Salmos se compara a Dios con una roca; se le llama la roca del alma, significando la fortaleza inquebrantable del corazón que sabe caminar por los caminos de Dios. Y otras veces se significa con esta alegoría que en esta roca las almas se refugian para su defensa y para su descanso. Otros pasajes, aludiendo a nuestro Señor, la alegoría significa que la roca es Cristo. San Pablo expresamente dice hablando de la roca de Moisés: Pero la roca era Cristo (I Cor 10,4). Y en otras parles leemos: Y convirtió su faz en piedra durísima (Is 50,7), aludiendo a su pasión. Por lo tanto, la peña, la roca de que habla el Cantar de los Cantares es Cristo nuestro Señor. Es lo mismo que hablar de las sacratísimas llagas de sus pies, manos y, sobre todo, de la de su sacratísimo costado. Decimos entrar en el corazón de Cristo, anidar allí y buscar refugio, consuelo, defensa. Pues bien, decir esto de la Santísima Virgen es lo mismo que decir que la Virgen mora en el corazón de Jesús. San Buenaventura habla en sus admirables escritos de entrar en el corazón, de morar allí, y llega, arrebatado de su amor, a envidiar la lanza de Longinos, Pero añade que, si él hubiese sido la lanza, jamás hubiese salido de ese sagrado recinto. Eso que saborean los santos es una sombra oscura de una verdad luminosa aplicada a la Santísima Virgen, pues el modo de morar María en el corazón de su adorable Hijo ni la mente ni el lenguaje lo pueden explicar. En el corazón de Cristo se puede morar de tres maneras. Primero, por la mente iluminada por la fe. Segundo, por el corazón encendido en amor. Tercero, por la gracia especial del Espíritu Santo. 282
Cuando Santo Tomás tocó las llagas adorables de Cristo, se iluminó, se transformó y cayó repitiendo: ¡Señor mío y Dios mío! Es decir, al acercarse a las divinas llagas, recibe luz divina, se hizo creyente con una fe iluminada. Esas llagas son la prueba palpable del amor de Cristo, que se muestra a la mente meditando esos misterios y profundizando en ellos, En el corazón de Cristo se entra también mediante nuestro pobre corazón. San Agustín dice que las almas moran más en aquello que aman que en el cuerpo que las anima. Esto encierra la misma explicación que cuando Santo Tomás dice que nuestro entendimiento conoce representándose las cosas, mientras que el corazón lo hace saliendo fuera de sí y morando en ellas. Por esta causa podemos ser celestiales y divinos o carnales y terrenos. Podemos morar en el corazón de Cristo habitando allí con los pensamientos, los deseos, las preocupaciones Y, por último, podemos morar en el corazón de Jesús mediante una gracia especial del Espíritu Santo, que obra a favor de las almas purificadas, las arrebata, las enciende en su amor y las transforma. Apliquemos estas consideraciones a la Santísima Virgen. Su conocimiento de Cristo supera al de todos los ángeles, serafines y todos los santos juntos; ama a Jesús no sólo identificándose con Él en todos sus pensamientos, deseos y amores, sino que su corazón late siempre al unísono con el corazón de su adorable Hijo. Y si San Juan Crisóstomo decía, hablando de San Pablo, que el corazón de Pablo era el corazón de Cristo, ¡con cuánta más razón podemos decir que el corazón de María es d corazón de Jesús! Y si ha habido almas puras, purificadas, santas, dispuestas para recibir las gracias especiales del Espíritu Santo, ¿quién como María, para quien Dios era su refugio, su descanso y su cielo? Así, pues, vemos que decir «morar en el corazón de Jesús» no es una frase poética, vacía de sentido, sino un tierno balbuceo de los misterios más delicados y regalados del divino amor. Y figuraos a esta paloma que ha hecho su nido en la caverna de la peña, pues así Nuestra Señora del Sagrado Corazón no sólo tiene allí su morada, sino su patria permanente. Conocimiento profundo, aspiración del corazón, iluminación del Espíritu Santo. Y si las almas tibias no son palomas, sino erizos para el corazón de Jesús, este divino corazón es tan misericordioso, que no sólo abre las puertas a aquéllas, sino también a estas llevadas por las manos de la Virgen. 283
Ella nos hará entrar para que en torno de ella moren sus hijos. Abramos el corazón a la esperanza y pidámosle que sea nuestra compañera aquí en la tierra para serlo después perpetuamente en el cielo. III «Dum esset Rex in accubitu suo, nardus mea dedit odorem suum» (Cant 1,11) Entendemos estas palabras como San Bernardo, quien considera el nardo como símbolo de su virtud preferida: la humildad. Vamos nosotros a considerar cómo Nuestra Señora del Sagrado Corazón es Señora del corazón de Cristo por su humildad. En la fiesta de la Inmaculada Concepción se lee una epístola, tomada del libro de los Proverbios, en la cual se habla de la sabiduría de Dios y se cantan sus glorias. Pues bien, la Iglesia se las ha aplicado a la Virgen. En el principio de estas alabanzas hay esta frase: Dominus possedit me: «El Señor me poseyó» (8,22). La frase es evidente tratándose de Dios, que es la Sabiduría infinita; pero, al transportarla a las almas, toma diversos aspectos. En realidad, el bien supremo se podría expresar con las referidas palabras: El Señor me poseyó. Cuando más y más se va perfeccionando el alma, más se va Dios posesionando de ella, y el alma, a su vez, de Dios. Se comprende bien que el poseer Dios al alma es su mayor bien, porque así como el alma es de Dios, Dios es del alma, que constituye su mayor anhelo y ambición, pues la posesión de un alma por Dios está en razón directa de la humildad. Cuando ésta es pequeña, la posesión es incipiente; es plena cuando la humildad es perfecta. Esto se comprende perfectamente si consideramos que el alma es de verdad posesión de Dios cuando todo lo atribuye a Dios, de quien viene todo don, y el que esto se vea así es cosa que logra la humildad. En efecto, vemos que, cuando la humildad es pequeña, se atribuyen las almas los bienes, y viene la vanagloria, la vanidad, el buscarse a sí mismas y tantas otras miserias propias de las almas imperfectas, que no están bien cimentadas en la humildad. Por el contrario, cuando la humildad es grande, las misericordias del Señor les sirven para ensalzar y engrandecer a Dios y ahondar más en su propia nada. Por tanto, del alma verdaderamente humilde se puede decir que toda ella es de Dios. Aplicad estas consideraciones a la Santísima Virgen, y pensad en aquel acto, cuando, al anunciarle el arcángel su mayor grandeza y gloria, 284
exclama: ¡He aquí la esclava del Señor! Y en aquel otro canto en que se escapa su espíritu por los labios cuando su prima Santa Isabel la felicita y ensalza, no ve otra cosa sino tan sólo su pequeñez y esclavitud, atribuyendo toda la gloria a Dios. Así, pues, la Santísima Virgen puede en realidad decir: El Señor me ha poseído de lleno. Particularmente es poseída de este modo por el divino corazón, porque ella, al contemplar todas las misericordias, las atribuye a su divino Hijo. Y así como El por su amor se hace esclavo de ella, nuestra Señora se hace su esclava y se deja poseer de El. Este pensamiento se completa con una explicación. En San Pablo leemos: La virtud se perfecciona en la flaqueza (2 Cor 12,9). El poder de Dios se manifiesta con toda su perfección y gloría en nuestra debilidad, de modo que, cuanto más se siente y se experimenta la propia debilidad e impotencia, más le glorificamos. Y si nosotros somos instrumentos de Dios y El nos maneja a favor de las almas, cuanto más reconozcamos esta verdad por la humildad, más glorificaremos a Dios. Por eso vemos que Dios se complace en hacer sus obras más grandes en sus instrumentos más flacos, como lo vemos con sus apóstoles, que de pobres pescadores hizo los cimientos de su Iglesia. Cuando así procede, resplandece más su virtud divina. Ahora bien, un alma humilde está anonadada a sus propios ojos. Sabe que cuanto tiene es de Dios. Vive de la verdad y se considera como una limosna viviente de la misericordia de Dios. La Santísima Virgen es el instrumento preferido de Dios para sus mejores obras, y por el mismo hecho de estar su alma abismada en su humildad se ha convertido en la gran glorificadora de Dios. Y la Virgen glorifica de tal forma a Dios, que Dios la asocia a su obra y la hace Corredentora en el misterio de la redención y Medianera de todas sus gracias. Porque fue su más dócil instrumento, es posesión de Dios, y así la obra de Dios viene a ser su misma obra. Por eso, cuando se habla del corazón de Jesús, es tan difícil no hablar del corazón de María. De tal forma se hallan unidos. Vemos así también que, a medida que un alma avanza y progresa en su amor a Cristo, progresa y avanza en su devoción a María. Las almas suben a Jesús por María, y éste es el secreto de la resurrección espiritual de nuestra Patria. Para hacer que el corazón de Jesús reine en el mundo tiene que ser por mediación de María, y si reina Cristo en España a pesar de la lucha satánica que se ha desatado para hacerlo desaparecer de esta bendita 285
tierra, es porque ella ha escogido este reino y lo ha puesto a los pies de su Hijo, y es que en España ha recibido ella alabanzas como en ninguna otra tierra, y quiere herirnos a todos con el dardo de su amor. Así, vemos que Nuestra Señora del Sagrado Corazón la ha herido con la mirada de sus ojos. Porque mora allí en el corazón de España y ha sido introducida en la roca. Nosotros también podemos herir el corazón de Cristo. Por esto podemos morar en El. Para conseguirlo supliquémosle a la Virgen que nos introduzca en ese corazón divino a fin de que sea nuestro premio acá abajo y nuestro gozo en la eternidad.
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ARTÍCULOS Y DISCURSOS Atleta de Cristo (San Pablo)4 Lo más hondo del alma de San Pablo Quien desee conocer las más íntimas confidencias y las más efusivas expansiones de San Pablo, habrá de buscarlas en su epístola a los Filipenses. La iglesia de Filipos era para San Pablo uno de esos oasis deliciosos que Dios pone en el camino de sus apóstoles para que descansen, gocen y dilaten el corazón. Allí podía San Pablo contar con descuidado abandono sus alegrías y sus pesares, sus triunfos y sus derrotas, sin temer a que fueran profanados ni por una sombra de deslealtad y seguro de que todos los corazones latían al unísono con el suyo. Así podía desplegar, sin encogimientos ni desconfianzas, su celo santificador, con la certeza gozosa de que todos le seguirían en su raudo vuelo hacia las cimas de la santidad. Allí gozaba de pacífica seguridad, porque a remanso tan delicioso no llegaba el oleaje que en otras partes agitaba la vida interior de las comunidades cristianas. Por eso, San Pablo enseñaba su corazón a los filipenses sin celar ni un repliegue. Entre las confidencias que contiene la carta, hay algunas que se refieren al ambiente que rodeaba al Apóstol y otras que descubren el fondo de su alma. Entre estas últimas, quizá la más íntima y luminosa es la que expresó con estas breves palabras: Sigo corriendo por si al fin logro asir aquello para lo que también fui asido por Cristo Jesús (3,12). Descubre en ellas eso que llamarían los modernos, con cierto aire técnico, su voluntad más profunda. Dejando a un lado todo tecnicismo, la verdad es que hay en nosotros como dos voluntades. La una que exhibimos hasta con jactancia, la otra que celamos en el fondo del corazón; la una que parece gobernarnos, pero no nos gobierna, y la otra que nos gobierna sin parecerlo; la una que semeja un afeite postizo y artificial, y la otra que es 4
Artículo publicado en cuadernos Persevera para ejercitantes, en enero de 1962, tomado de unas páginas inéditas del P. Alfonso Torres († 1946). Con estilo intencionadamente descuidado en la forma y extremadamente sincero, nos descubre «lo más hondo del alma de San Pablo» y al mismo tiempo deja claro lo que siempre predicó: el antagonismo entre los criterios del mundo y el misterio de Cristo.
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nuestro rasgo más característico y más genuino; la una que ven los hombres, y la otra que ve Dios cuando escudriña el fondo del corazón. Y San Pablo, en las palabras que acabamos de citar, descubre sin rebozo la voluntad que llevaba en lo más hondo del alma, la que gobernaba su vida entera y la caracterizaba, la que veía Dios cuando sondeaba hasta sus más secretas y sutiles intenciones. Esa es la fuerza que tienen las palabras Sigo corriendo, si se miran con intención. Así lo vio y expresó San Juan Crisóstomo, como atestiguan estas palabras suyas comentando el texto que acabamos de citar: «Y no dijo: ‘Corro’, sino ‘Persigo’. Y bien dicho, Porque tú sabes cuánta fuerza pone el que persigue en seguir adelante. No se fija en nadie y con fuerza empuja a todos los que le estorban en su camino. Tiene tensos sus ojos, su cabeza, sus fuerzas, su alma y todo su cuerpo, mirando tan sólo al galardón» (MG 62,268). Pablo, alcanzado por Cristo El contexto comprueba lo mismo. Poco después de esas palabras escribió San Pablo estas otras, que son declaración y comentario de las primeras: Olvidándome de lo de atrás y extendiéndome a lo de adelante, sigo corriendo hacia la meta (3,13). Según su costumbre, usa una figura tomada de las carreras en el estadio, y se describe a sí mismo como un atleta que corre afanoso hacia la meta sin mirar a otra cosa, dominado, enardecido, absorbido por ella. La meta de San Pablo era asir aquello para lo que también fue asido por Cristo Jesús, y hacia esa meta corría con todo el ímpetu de su alma, sin mirar a nada más. Ese correr era a la vez lo más hondo y la síntesis cabal de su vida. Tal es la fuerza de las palabras. No eran éstas la expresión de un apostolado vertiginoso, arrastrado por el torbellino de la acción exterior, sino que, cuando San Pablo las escribía, estaba preso en Roma y hacía largo tiempo que sus incesantes correrías apostólicas estaban interrumpidas. Las escribía en un largo paréntesis de su vida misionera. Es verdad que aun en cadenas era buen olor de Cristo (2 Cor 2,15) y ejercitaba su celo como podía. Por eso pudo escribir en tal ocasión: Y quiero que sepáis, hermanos, que las cosas mías han venido a parar más bien en adelantamiento del Evangelio; de modo que mis prisiones se han hecho notorias en Cristo en todo el pretorio y a todos los demás. Pero ¡qué diferencia con los años aquellos en que corría sembrando evangelio por todos los pueblos que baña el Mediterráneo oriental desde Antioquía hasta Corinto! 288
En el fondo de su alma, Pablo agonizaba ahora como entonces, y aún más que entonces, porque su fuego interior crecía sin cesar. Agonizaba digo, conservando a este verbo su significación etimológica: luchar en el estadio. Así como las cadenas no habían podido encadenar las palabras de Dios, así tampoco habían podido retardar el vuelo de su corazón. Ni era su ardor entusiasmo pasajero encendido por un triunfo reciente, sino llama perenne que no había podido amortiguar ni la persecución más desalentadora. El más cruel enemigo de un corazón es la deslealtad, sobre todo si es hipócrita. San Pablo sentía la deslealtad envidiosa en torno suyo, como dicen sin paliativos estas confidenciales y sentidas palabras: Y los más de los hermanos, confiados en el Señor por mis prisiones, se atreven mucho más a hablar sin miedo la palabra de Dios. Algunos, es cierto, también por envidia y competencia, algunos también por benevolencia, predican a Cristo; los unos movidos de caridad, sabiendo que en defensa del Evangelio estoy puesto; los otros, movidos de emulación, anuncian al Cristo no limpiamente, creyendo suscitar pesadumbre a mis prisiones (1,14-17). Claro se ve en estas frases que no faltaban en el ambiente de San Pablo almas ruines que, llevadas de la envidia o del espíritu de competencia, se daban al apostolado aprovechando la inacción forzada del Apóstol, y predicaban no limpiamente, sino haciéndose la ilusión maligna de que acumulaban pesadumbres sobre el prisionero de Cristo. El refinamiento de semejante malignidad, la bajeza de tan ruin deslealtad, es como un espeso manto de nieve que cae sobre el corazón, paralizándolo y apagándolo. Quien lo haya experimentado sabe que no exagero. Pero el corazón de Pablo, bajo esa nevada traicionera, ni se entibió. El Apóstol pudo escribir con más fuego que nunca su Sigo corriendo, que era como la llama viva en que se abrasaba todo su ser. El correr de San Pablo, su agonizar, no era la inquietud morbosa de quien no sabe lo que quiere ni a dónde va. Yo... así corro, no como sin ver a dónde, escribía a los corintios (1 Cor 9,26). Y en las palabras de la epístola a los Filipenses que hemos copiado al principio de este trabajo dice con toda precisión hacia dónde corría, cuál era su meta concreta y definida. Corría para asir aquello para lo que también fue asido por Cristo Jesús. En asirlo pone su alma entera. Mas ¿para qué le asió Cristo Jesús? Hablar de que Cristo asió a Pablo lleva espontáneamente a pensar en el camino de Damasco. Allí fue Pablo asido. Veamos lo que allí aconteció, y descubriremos hacia dónde corre Pablo, sondearemos lo más hondo de su corazón. El misterio está allí 289
palpitante de vida, radiante de verdad sobrenatural, ungido de divinas misericordias. Recortar las palabras que acabamos de repetir a la medida del contexto inmediato es mutilarlas. Pablo pudo subrayar cada vez que aludía a que Cristo le asió un aspecto particular de ese misterio que cuadrara más exactamente con las circunstancias, pero el misterio íntegro vivía en su corazón con toda su insondable riqueza y complejidad. Y esa complejidad y riqueza se descubre en la historia de su conversión y en las resonancias que esa historia tiene en los escritos y en la vida del Apóstol. Comencemos por copiar íntegro el pasaje de los Hechos de los Apóstoles donde San Lucas narra lo sucedido. Dice así: Cuanto a Saulo, respirando todavía amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, se fue al sumo sacerdote y le pidió cartas para Damasco a las sinagogas, a fin de que, si algunos hallase que fuesen de esta ley, así hombres como mujeres, los trajese amarrados a Jerusalén. Pues en el ir que iba su camino, avino llegar él cerca de Damasco, cuando de improviso una luz del cielo le relampagueó en torno, y, habiendo venido al suelo, oyó una voz que le decía: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» Y él dijo: «¿Quién eres tú, Señor?» Y éste: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues; recia cosa es para ti dar coces contra el aguijón». El, temblando y despavorido; dijo: «Señor, ¿qué quieres que haga?» Y el Señor a él: «Levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que debes hacer». Los hombres que con él caminaban se habían parado atónitos, oyendo, sí, la voz, pero sin ver a nadie, Saulo, pues, se alzó de la tierra; pero, estando sus ojos abiertos, nada veía; conque, llevándole de la mano, le entraron en Damasco. Y estaba tres días sin ver y no comía ni bebía. Y había en Damasco un discípulo por nombre Ananías, y le dijo a él en visión el Señor: «Ananías». Y dijo él: «Heme aquí, Señor». Y el Señor a él: «Levántate, ve a la calle llamada Derecha, y busca en casa de Judas a Saulo, por apellido Tarsense; porque ves ahí que está orando». Y vio a un varón por nombre Ananías que entraba y le imponía las manos para que cobrase vista. Replicó, pues, Ananías: «Señor, oído he de muchos acerca de ese hombre cuántos males ha hecho a los santos tuyos en Jerusalén. Y aquí tiene poder de los príncipes de los sacerdotes para aprisionar a todos los que invocan tu nombre». Pero el Señor le dijo a él: «Vete, que vaso de elección es para mí ése a fin de llevar mi nombre ante las gentes, y los reyes, y los hijos de Israel. Porque yo le he de hacer ver cuántas cosas ha él de padecer por causa de mi nombre». Conque Ananías fue y entró en la casa, y, habiendo impuesto sobre él las manos, 290
dijo: «Saulo, hermano: el Señor me ha enviado. Jesús, el que tú viste en el camino por donde venías, a fin de que cobres vista y seas lleno de Espíritu Santo». Y a la hora le cayeron de los ojos unas como escamas y vio, y, levantándose, fue bautizado. Y estuvo con los discípulos de Damasco algunos días. El pasaje es extenso, pero he querido copiarlo íntegro para que en él, como en el campo del padre de familia, hallemos mejor el tesoro escondido por el cual dio San Pablo cuanto tenía. Para vivir en El, como el sarmiento sano en la vid Apartemos las densas telarañas que han tejido en torno de esta divina página los hombres sin fe y los hombres de poca fe. Otros se encargarán de irlas analizando y deshaciendo hilo a hilo. Miremos las palabras de San Lucas con ojos de fe, sin que nos distraigan otras preocupaciones perturbadoras o impertinentes. Aunque no hayamos hecho otra cosa que leerlas superficialmente, de seguro hemos visto en ellas una de esas prodigiosas transformaciones que sólo Dios puede hacer en el alma. Asió Cristo Jesús a Saulo para trocarlo radicalmente hasta en lo más íntimo de su vida. Corría Saulo sin freno contra Cristo, y el mismo Cristo le detuvo en su carrera y le hizo correr hacia sí. Desde entonces amó lo que odiaba y odió lo que amaba. Pablo se convirtió en esclavo de Cristo, como escribe con santa ufanía en el principio de sus cartas: Pablo, esclavo de Cristo. Ostentará la marca de su esclavitud como su mayor gloria cuando dirá: Ego autem stigmata Domini Iesu in corpore meo porto (Gál 6,17). Esta profunda mutación de la diestra del Altísimo es como una espiga repleta que hay que desgranar para ver toda su granazón. Desgranémosla, y, veremos del modo más definido y concreto para qué asió Jesús a Saulo. Su meta, que aun desde lejos tiene contornos grandiosos, nos mostrará de cerca sus rasgos más sublimes. Dicen los grandes comentadores de San Pablo que en el breve diálogo que se cruzó entre él y Jesús en el camino de Damasco late un profundo misterio. Al decirle Jesús: ¿Por qué me persigues? y Yo soy Jesús, a quien tú persigues, le descubrió el insondable misterio de su unión con las almas, el mismo misterio que había revelado en el cenáculo con la bellísima alegoría de la vid y los sarmientos. Este alcance tiene que Cristo se identifique con los cristianos perseguidos. Brilló, ante los ojos de Saulo humillado, una nueva vida; la vida divina que tienen las almas en Cristo 291
Jesús cuando viven unidas a El por los vínculos de la caridad. A esa vida le llamaba Jesús. Para eso le asía. Intuyó San Pablo esta revelación con mirada tan penetrante y amorosa, que en adelante fue siempre su luz y su verdad. De esa vida nueva hablará a cada paso en sus cartas. ¿Qué otra cosa es su metáfora usual del Cuerpo místico? Esa vida será su vida: Mihi vivere Christus est (Flp 1,21), y su palabra de supremo gozo será repetir: Vivo autem, iam non ego, vivit vero en me Christus (Gál 2,20), gloriándose de que Cristo vive en él. Pero como el amor verdadero es hambre y sed insaciable, San Pablo no decía nunca «Basta» cuando de la vida divina se trataba. Cargado de merecimientos y acrisolado en las virtudes más heroicas, seguía corriendo para asir esa vida para la cual fue asido por Cristo Jesús. Ut vitam habeant et abundantius habeant (Jn 10,10) deseaba Jesús. Pablo, identificado con Cristo en sus deseos, acentuaba ese abundantius y tras él corría. Cuando escribía las palabras: Sigo corriendo para ver si logro asir, etc., en esto pensaba, pues acababa de escribir estas otras, que dicen bien a dónde iban todos sus anhelos: Pero las cosas que me eran ganancia, ésas reputé, por amor de Cristo, quiebra. Y más todavía: todas las cosas estimo ser quiebra por lo sobreeminente del conocimiento del Señor mío Jesús, y las reputo basura para ganar a Cristo, y ser hallado en El, no teniendo la justicia mía, que procede de la ley, sino la que por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios, fundada en la fe, a fin de conocerle a El y el poder de su resurrección, y la comunión de sus pasiones, conformándome con la muerte suya por si de algún modo vengo a dar en la resurrección de entre los muertos (3,7-11). ¿Qué otra cosa son estas frases sino una descripción amorosa de la nueva vida en Cristo Jesús y del encendido anhelo de ella? De esa vida habla el conocimiento del Señor, el generar a Cristo, la justicia que es por la fe, el conocerle a El y el poder de su resurrección, la comunión de sus pasiones, el conformarse con la muerte suya y el venir a dar en la resurrección de entre los muertos. ¿Quién ha leído a San Pablo y no lo sabe? Pues precisamente cuando acaba de hablar así es cuando escribe: No que haya alcanzado ya o que me haya hecho perfecto, mas sigo corriendo por si al fin logro asir, etc. Su correr ansioso y agonizante era, en primer término, hacia esa meta. Con ser tan profundas y comprensivas estas palabras, no son más que la expresión fugaz de algo que llevaba siempre en lo más hondo de su 292
corazón, y que mil veces repetirá y amplificará en sus epístolas, como hemos dicho antes. He aquí un indicio que es un haz de luz. Andan contando los comentadores modernos el número de veces que San Pablo escribe las frases en Cristo Jesús y en Cristo, juntamente con aquellas otras en que, refiriéndose a nuestro Redentor, dice en el Señor, en El; y sólo en la epístola a los Filipenses las encuentran veintitantas veces. Todos reconocen que San Pablo prodigaba esas expresiones de continuo, opportune, importune, si se me permite la frase, como algo que brotaba sin cesar de su corazón. Pues bien, esas palabras eran la expresión condensada de aquel ser hallado en El, de aquel vivir en Cristo que, como deseo insaciable de su corazón, depositaba confiadamente en et corazón de sus filipenses, Para esa vida se sentía asido y llamado. Para llevar su nombre a las gentes Pero si el Apóstol sabía replegarse sobre sí mismo a buscar, sondear y gozar su unión con Cristo, era para salir do sí y darse a todos. Más aún, el mismo replegarse era darse. Paradoja parecerá este modo de hablar a quien sólo conozca superficialmente las relaciones que hay entre la santidad y el celo de las almas; mas a quien conozca esas relaciones parecerá expresión sencilla de una verdad muy real. Quien vive en Cristo Jesús tiene por fuerza aquel sentir que hubo también en Cristo Jesús (Flp 2,5), por el cual nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y víctima a Dios de suave fragancia (Ef 5,2). Quien vive en Cristo, precisamente porque vive en El, se da por la salvación de las almas. Por eso San Pablo se dio por ellas según la medida de su vida en Cristo. La forma práctica de darse no la eligió él, sino que se la eligió Dios. Hablando al temeroso Ananías acerca de Saulo, el temido perseguidor, le dijo el Señor estas palabras que hemos leído poco antes: Vete, que vaso de elección es para mí ése, a fin de llevar mi nombre a las gentes, y los reyes, y los hijos de Israel. Isaías, describiendo en figuras al Mesías, le llamó saeta bien pulida y seleccionada que Dios ponía en su aljaba, y espada que el Señor colgaba al cinto (Is 49,2). A semejanza de su Rey eterno, Pablo era saeta escogida y espada preferida de Jesús. Y su misión era, como la misión del Mesías vista desde lejos por el profeta, ser luz de las gentes y salud de Dios hasta los más remotos confines de la tierra (Is 49,6). Tan claro vio San Pablo que para esto le había asido Cristo, tan profunda era su convicción de que hacia esa meta tenía que correr, que un día, incidentalmente, escribió estas palabras: Si predico el Evangelio, no 293
tengo de qué alabarme, dado que ¡ay de mí si no predico el Evangelio! (1 Cor 9,16). Pero no es necesario apelar a estas palabras tan categóricas, aunque incidentalmente escritas, basta haber leído el comienzo de sus cartas para ver cuán viva tenía la conciencia de su vocación al apostolado. Recordemos siquiera dos. Al comienzo de su epístola a los Gálatas (1,1) escribía: Pablo apóstol, no de parte de hombres ni por medio de hombres, sino por Jesucristo y Dios Padre, que le resucitó de entre los muertos. Y todavía repitió lo mismo de un modo más explícito en la solemne fórmula con que empezó su epístola a los Romanos: Pablo..., por vocación apóstol, puesto aparte (escogido) para (predicar) el Evangelio de Dios... para obediencia de fe en todas las gentes, o sea, para trabajar porque todas las gentes se rindan con verdadera fe al Evangelio. En la misma epístola a los Gálatas, San Pablo hubo de defenderse contra quienes rebajaban o negaban su vocación al apostolado, y en ella podemos ver con qué ardor y con qué argumentos tan decisivos demuestra que Cristo le asió para apóstol y que su vocación es divina. Defiende su apostolado como se defienden las cosas que se llevan en lo más hondo del alma. Pero, a nuestro pobre entender, nada de esto puede compararse con lo que nos descubre en su epístola a los Efesios. Sabido es que San Pablo en esa carta se desborda. Escribe como si acabara de salir de un arrobamiento, y se sintiera todavía caldeado y arrebatado. Como un himno encendido y centelleante brotan de su pluma a raudales las más hondas ideas acerca del gran misterio de Dios, enlazándose y hasta atropellándose, permítaseme esta expresión, con vertiginoso movimiento ascendente. Discernir, ordenar, penetrar y aclarar esa muchedumbre de pensamientos sublimes que brotan del alma de San Pablo como el agua de una fuente abundosa, es ardua labor hasta para los comentadores más habituados y sagaces. El gran misterio que así arrebata a San Pablo es el de la salud que Dios ofrece a todas las gentes con el Evangelio de Jesucristo y en su Iglesia santa. Aquel misterio de vida divina que el Apóstol intuyó al dialogar con Cristo Jesús en el camino de Damasco ¡es para todos los pueblos de la tierra! Pues bien, en medio de esa sublime exaltación, mientras ora, con las rodillas puestas en tierra, al Padre celestial, de quien recibe el ser todo linaje en los cielos y en la tierra, para que los lectores de su epístola vean y conozcan ese misterio en lo que tiene de inmenso y la caridad de Cristo en lo que tiene de insondable, con toda la ternura humilde y gozosa de que es 294
capaz su corazón escribe estas palabras: A mí el más pequeño de todos los santos (que quiere decir de todos los cristianos), se dio esta gracia de evangelizar en las gentes las inescrutables riquezas de Cristo y de alumbrar a todos acerca de cuál sea la dispensación del misterio, escondido desde los siglos en el Dios que todas las cosas crió para que se manifestase ahora a los principados y las potestades en las regiones celestes, por medio de la Iglesia, la de muchas maneras varia sabiduría de Dios... (3,8-10). ¿Es posible hablar este lenguaje tan rico, tan ardiente, tan tierno y tan grandioso sin llevar en el fondo del alma el amor de la propia vocación al apostolado evangélico? Para esto le había asido Cristo, como escribe modestamente en el mismo capítulo a los efesios, diciendo: Ya que habéis oído la dispensación de la gracia de Dios dada a mí en favor vuestro, como por revelación me fue dado a conocer el misterio de Cristo, que en otras edades no fue notificado a los hijos de los hombres... (3,25). A esto vivía entregado con el fuego que revelan sus incesantes trabajos, y que condensa aquella palabra suya en que dice que se debe a todos: a judíos y gentiles, a sabios y a ignorantes. Tan bien respondieron sus obras a sus sentimientos, que pudo un día escribir con entera verdad: Más que todos ellos (los demás apóstoles) he trabajado (1 Cor 15,10). Para completar en la carne lo que falta a su pasión Después de palabras tan conmovedoras como las que recordábamos hace un momento, dice San Pablo a los efesios: Por lo cual suplico que no os apoquéis en las tribulaciones mías por vosotros, las cuales son gloría vuestra (3,13). El prisionero de Cristo no quiere que sus hijos sufran por verle en prisiones, sino que miren sus cadenas como parte de su apostolado, y, por tanto, como verdadera gloria de ellos. Estas palabras nos llevan como de la mano a ver otro aspecto de la vocación de San Pablo, o sea, de aquello para lo cual fue asido por Cristo Jesús. Entre lo que el Señor dijo a Ananías acerca de San Pablo se hallan estas palabras: Yo le haré ver cuántas cosas ha él de padecer por mi nombre. Enseñanza suprema del divino Maestro es la de la cruz, y no había de negar tal enseñanza a su vaso de elección. Habiéndole llamado a la intimidad de su amor, no es extraño que le pusiera en camino de que pudiera ofrecerle la mayor prueba de amor: morir por El. La fuerza misma del apostolado que le confiaba le había de llevar a sufrimientos y sacrificios. In mundo pressuram habebitis (Jn 16,33), había dicho Jesús a los once apóstoles fíeles; porque yo os envío sicut agnos inter lupos (Lc 10,3). Jesús no vino a hacer paces con el mundo prevaricador, sino a 295
luchar contra él y vencerlo: Non veni pacem mittere sed gladium (Mt 10,34). Los que habían de anunciar su Evangelio al mundo emprendían un camino de lucha, y sacrificios, y persecuciones. Jesús asió a San Pablo para que subiera con El al Calvario. San Pablo lo sabía, y sin la menor sombra de temor o de retraimiento corrió hacia esa meta con el ardor que vimos al principio de este trabajo. Se enamoró de la cruz con locura. Agudo grito de esa locura divina es aquella palabra suya, reguero de luz y de amor para las almas apostólicas: Mihi absit gloriari nisi in cruce Domini nostri Iesu Christi, per quem mihi mundus crucifixus est et ego mundo (Gál 6,14). Aceptaba con toda su alma verse odiado del mundo como un crucificado para tener parte en la gloria de la cruz de Cristo, que amaba como su única gloria. Tan claramente veía que los padecimientos formaban parte de la vocación apostólica, que un día, escribiendo a los corintios, años antes de su prisión, para probarles que era tan apóstol como los Doce, les daba como argumentos esos mismos sufrimientos. Copiemos sus palabras, que iluminan tan a fondo lo que venimos diciendo: ¿Son ministros de Cristo? (Desatinado hablo.) Por encima yo; en fatigas, con ventaja; en heridas, con mucho exceso; en muertes, muchas veces (2 Cor 11,23). Y sigue enumerando con profusión sus azotes, naufragios, peligros, fatigas, escaseces y cuidados. ¡Tiempos felices aquéllos, en que padecer por Cristo las crueles persecuciones no era falta de prudencia o de tacto! ¡Cuando los apóstoles exhibían sus llagas en vez de honores mundanos, tratamientos honoríficos, condecoraciones y alabanzas amistosas de los enemigos de Cristo, que suelen exhibirse en los tiempos de decadencia apostólica! No copio aquí, por extenso, el recuento de San Pablo, porque no es ahora mi propósito narrar todas sus tribulaciones, sino mostrar que él las veía como parte esencial de su vocación apostólica y las abrazaba con todo el ardor de su alma. Sus encendidas exhortaciones a padecer con amor por Cristo Jesús, que frecuentemente se leen en sus cartas —por referirnos a alguna en particular, recordemos la de los Hebreos—, podían corroborar lo que decimos. Pero, sin salir de la epístola a los Filipenses, podemos recoger tres testimonios. En el mismo capítulo donde expresa su ansia de llegar a su meta, como ya hemos visto, nos recuerda que tuvo que deshacer su vida, que en lo humano se le ofrecía prometedora y coronada de gloria. Esa vida es la que describe con estas palabras: Circuncidado a los ocho días de 296
nacer, del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo de hebreos, según la ley fariseo, según el celo tal, que perseguía a la Iglesia; según la justicia de la ley habiendo sido irreprensible (3,5-6). Una vida así prometía hacerle gran personaje en medio de su nación. Para seguir a Cristo tuvo que deshacer esa vida y trocarla por otra llena de persecuciones. Pues bien, véase de nuevo con qué ánimo la deshizo y trocó: Pero las cosas que me eran ganancia, ésas reputé, por amor de Cristo, quiebra. Y más todavía; todas las cosas estimo ser quiebra por lo sobreeminente del conocimiento del Señor mío Cristo Jesús, por quien de todas las cosas hice quiebra y las reputo basura por ganar a Cristo (3,79). Deshace y trueca su vida con la alegría iluminada de quien cambia las quiebras por ganancias, y la basura por el mayor tesoro. La energía misma de la expresión nos descubre el temple de su alma. Ahí mismo, pocas líneas más abajo, al descubrir la nueva vida que buscaba, deja deslizarse las dos frases: la comunión de sus pasiones y conformándome con la muerte suya, que en su concisión descubren un volcán de amor a la cruz, como saben muy bien quienes están habituados al lenguaje de San Pablo. Pero donde se ve con más luz el afán con que corría hacia la cruz es en aquella frase dulcísima, humilde, que mismo Apóstol debía de escribir con lágrimas de ternura a sus predilectos filipenses; que si además se vierte mi sangre en libación sobre el sacrificio y oblación de vuestra fe, me huelgo y con todos vosotros me congratulo. Lo mismo vosotros holgaos también y conmigo congratulaos (2,17). Su dicha suprema sería dar su vida para unirse al sacrificio de la fe de sus hijos, aunque su sangre no sea otra cosa, comparada con ese sacrificio, que una humilde libación, como aquellas que en los sacrificios antiguos acompañaban a la oblación de más pingües víctimas. ¿Cabe más ternura, más generosidad, más amor de la cruz? Y eso cuando la muerte le rondaba realmente en Roma. No nos imaginemos, sin embargo, que esta santa locura de la cruz era el fruto de un temperamento sombrío, amargado por las persecuciones de dentro y de fuera; no. San Pablo escribe de este modo en una carta que podría llamarse la epístola de la alegría espiritual, y no ha faltado quien así la llame. Del fondo luminoso de esa alegría brota este raudal de anhelos de Calvario como su destello más vivo y deslumbrador. ¡Misterio que sólo entienden los santos, pero misterio muy verdadero y real! Quien vive como ciudadano del cielo, ¿cómo no ha de mirar así los sacrificios de la tierra? Lo más hondo en el alma de San Pablo 297
Cristo Jesús asió a San Pablo para que viviera en él como el sarmiento sano en la vid, para que llevara su nombre a las gentes y para que completara en la carne lo que faltaba a su pasión por su cuerpo que es la Iglesia. Pablo, a su vez, puso su alma entera en realizar los designios amorosos de Cristo Jesús. Eso es lo más hondo que había en su corazón. Todo lo sacrificó, todo lo dio por alcanzar esa meta. Corrió hacia ella con el ardimiento de un atleta apasionado hasta la locura. San Pablo es una figura moderna. A torrentes brota de mil plumas una copiosa literatura que tiene por tema su persona, su vida y sus escritos. En este torrente hay de todo: desde la blasfemia hasta la devoción fervorosa, desde el análisis microscópico hasta briosos intentos de síntesis, desde la polémica agria hasta la investigación sosegada, desde la taracea de laboratorio hasta el afán de revivir la vida del Apóstol. Parece como si nuestro tiempo sintiera la necesidad dique San Pablo volviera a vivir entre nosotros. Esa necesidad es muy real; pero el afán de lograrlo sería vana ilusión si nos limitáramos a hacer con San Pablo lo que un tiempo se hizo con nuestros monumentos románicos, que fue pegotearlos de escayola para convertirlos en barrocos, porque así lo pedía el gusto de la época. Y así, será un contrasentido hacer de San Pablo un enamorado de la literatura o de la ciencia de su tiempo, porque la hora actual aspire a ser literaria o científica; sería un contrasentido recortar lo sobrenatural de que está llena la vida y su obra para suavizar el contraste con el naturalismo ambiente; sería un contrasentido convertirlo en representante de ese americanismo difuso que tiene por ídolo la acción y menosprecia las más heroicas virtudes evangélicas. El San Pablo que necesita el mundo es el auténtico y no un San Pablo disfrazado. No el moderno ni el arqueológico, sino el eterno, si se me permite la expresión. No el San Pablo que está enfermo o sano, tiene un temperamento u otro, sería o no sería periodista, sino el San Pablo vaso de elección. Y ese San Pablo sólo se conoce en verdad cuando se llega a lo hondo de su alma. Lo hondo de su alma está como en cifra en la confidencia que hizo a sus filipenses cuando les dijo: Sigo corriendo por si al fin logro asir aquello para lo que también fui asido por Cristo Jesús. Como sería ridículo pretender seguir las huellas de San Pablo sin esforzarse por vivir estas palabras tan repletas de divino amor, de santos heroísmos, así lo es describir a San Pablo ignorándolas o celándolas tímidamente. Si el contraste con nuestro mundo es agudo y violento, ello demuestra que nuestro mundo está muy lejos de San Pablo, y no es la me298
jor manera de glorificar al Apóstol plegar sus grandezas a la ruindad del ambiente, sino acentuar el contraste para despertar la conciencia del mundo que se aleja y dar a la figura de San Pablo todo el relieve que le concedió Cristo Jesús en la vida de la Iglesia. Si no tenemos temple y espíritu para vivir agonizando con el Apóstol, al menos tengamos la lealtad de decir que San Pablo fue así. Sin duda, nuestro mundo, tan falto de espíritu sobrenatural, al oír hablar de San Pablo en este tono, se encogerá de hombros y dirá, entre zumbón y despectivo, como los vanos areopagitas: Audiemus te de hoc iterum; pero no faltarán almas, aunque sólo sea un Dionisio y una Dámaris, que reconozcan al San Pablo auténtico, le admiren, le sigan y le imiten. Esas almas tienen derecho a la verdad. ¿O es que porque el mundo sea frívolo nos hemos de hacer frívolos como él y hemos de convertir en frivolidades las sacrosantas virtudes de los santos? ¿Es acaso así como podremos sacar al mundo de sus frivolidades? Poniendo de relieve el contraste irreductible del Evangelio con el mundo pagano y judío, sin disimular una arista, ganó San Pablo para Cristo las almas. Marcando con decisión y confianza el contraste entre San Pablo y nuestro mundo, formaremos imitadores del Apóstol. San Pablo no es uno más entre los genios que el mundo antiguo produjo, aunque esos genios lleven nombres inmortales. Es algo aparte. Se mueve en una esfera divina que ninguno de aquellos genios, ni siquiera Platón, alcanzó. No sintió la comezón de bajar al palenque de la Diatriba para competir en él o sobresalir, sino que abrió surcos nuevos en el campo de las almas, a imitación del Sembrador divino, Jesucristo. No se engolfó en la compleja vida del imperio ni siquiera para aprender de él las perspectivas universales del apostolado o curiosear los tenebrosos senos de los misterios orientales, receptáculo común de los espíritus aberrantes y última moda de los que andaban palpando en las tinieblas, sino que evangelizó otra vida, otro reino infinitamente más alto, sobrenatural y divino, que se extiende por cielos y tierra, y reveló los verdaderos misterios de Dios. No tuvo ni siquiera la debilidad de buscar colaboración entre literatos y artistas, por muy bien que manejaran los resortes de la fama y de la propaganda, sino que todo lo fio a la necedad de la predicación ut non evacuetur crux Christi. Todo lo que sea buscar a San Pablo en esas esferas a que aludimos, iluminar su figura con los fuegos fatuos que brillaban en el osario del mundo antiguo, rasgando siniestramente las sombras de una noche tan dilatada como angustiosa, es 299
entretenerse en rebajar su grandeza sobrenatural, aplicándole el módulo de las grandezas humanas y poniéndole al nivel de la naturaleza caída, con sus tanteos estériles y con sus ambiciones fallidas. Y si las almas no conocen ni imitan más que eso, se quedarán sin San Pablo aunque repitan enfáticamente su nombre. Lo que en San Pablo es necedad para los unos y locura para los otros, como en Cristo crucificado, eso es su gloria y su grandeza, el secreto y el centro de su vida. Ahí está la clave para descifrar sus escritos y su apostolado. Jamás tomó la pluma en sus manos, jamás abrió sus labios para otra cosa que para seguir corriendo por ver si asía aquello para lo cual fue asido por Cristo Jesús. Lo demás lo despreció como basura, según su enérgica expresión.
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La figura genuina de San Ignacio de Loyola 5
Hace unos momentos nos decía el P. González Olmedo, con aplomada serenidad cristiana, que los cuatro santos cuyo centenario estamos celebrando eran nada menos que España, y a esa voz del P. Olmedo han venido formando eco los otros poetas, porque Ricardo León, que seguramente, al lado de Santa Teresa de Jesús, tiene continuamente en el pensamiento el recuerdo de Cervantes, llega a decirnos que San Ignacio no era otra cosa que el Quijote de Dios, y por algo parece que el P. Risco, como quien acaba de llegar de los vergeles andaluces, trae todavía, huyéndole en la mente y en el corazón, el ritmo, los colores, el perfume de las flores de Sevilla para convertir en un vergel esos cuatro santos españoles; vergel que, por encima de todas sus bellezas, tiene aquella belleza suprema de ser español. Yo he pensado, oyendo estas cosas, que merecen una pública y solemne refutación, y esa pública y solemne refutación la vamos a hacer como exordio de este discurso. Dicen que esos santos son España; yo creo que no lo son. Esos santos fueron España, ahora no son España. Pues ¿qué? ¿No estáis viendo vosotros—y permitidme que comience tronando de este modo, porque la santa indignación de hijo debe estallar en el pecho si hay en él siquiera un átomo de amor—, no estáis viendo vosotros que todos los elementos oficiales de España se congregan cuando hay que levantar una estatua a la mayor vulgaridad impía, que todos ellos se congregan cuando es preciso recordar una gloria exclusivamente laica, y que, en cambio, cuando hay que hacer loor a la religión, faltan esos elementos españoles, esos elementos que se llaman gobernantes; o, si se le dan, se lo dan con cuentagotas, pero no como merecen San Isidro Labrador, San Francisco Javier, Santa Teresa de Jesús, San Ignacio de Loyola? Si esos santos son España, España actualmente se está negando a sí misma. 5
Discurso pronunciado en Madrid, en el colegio de Areneros, el 20 de mayo de 1922, dentro de los actos conmemorativos del tercer centenario de b canonización del santo fundador de la Compañía de Jesús.
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Yo no sé si todo lo que acaece en estas fiestas es consciente. Yo me he preguntado muchas veces en estos días, en medio de muchas hieles que llevan consigo estos festejos, por qué, por qué se huye así de los santos. Y he tenido que confesarme a mí mismo que hay en el ambiente, y todos lo respiramos, algo que no puede caracterizarse de otra manera que con estas palabras: el pánico a los jesuitas. Es curioso que, mientras se agotan todos los recursos para aparentar que se va del brazo con todo lo que se encubre bajo el epíteto de moderno, se pone una escrupulosidad extrema en evitar todo lo que pueda parecer un contacto serio con la Compañía de Jesús. Y esto que yo aquí estoy diciendo con una fórmula vaga, eso lo lleváis todos vosotros en el corazón, lo habéis sentido mil veces, os habéis asombrado otras mil, y os habéis preguntado por qué, por qué ignoran así y por qué aman tan poco los españoles a un hijo tan ilustre como es San Ignacio de Loyola, algo más grande que todos esos poetas, que todos esos grandes poetas que forja el mundo, con quienes se agota el caudal de los festejos. San Ignacio es algo más grande que esos héroes que se glorifican públicamente, y, sin embargo, para todos ellos las manos tejen coronas, y, en cambio, para San Ignacio no hay más que el ceño, el desvío, la indiferencia y muchísimo odio entrañable. Si creéis imprudentes estas palabras mías, yo os ruego que por un momento os coloquéis en mi propia situación espiritual, que penséis si no es esto lo menos que puede hacer un hijo cuando ve despreciado a su padre, y lo admiréis sin rencores en el alma, porque la Compañía de Jesús tiene una historia de ingratitudes que comienza con San Ignacio y sigue en nuestros días y ha de continuar más adelante; y, a pesar de esas ingratitudes, tiene hasta la última gota de sangre de sus hijos para verterla por la religión y por la Patria; y lo que vale más que esa gota de sangre: un alma, porque de sus hijos su alma entera y su espíritu divino serán perpetuos, sin rencores de ninguna clase. Abriendo nuestro corazón para contemplar el espectáculo sublime de estos santos que conmemoramos, me vais a permitir a mí que, ya que San Ignacio de Loyola es el que inspira una especie de pánico terrible, yo, como hijo suyo, no hable más que de él en esta tarde, a ver si logro desterrar ese pánico que le profesan y demostraros que no necesitamos ser muy santos para que nos brote el entusiasmo durante estas festividades De él os voy a hablar. 302
Habréis oído decir mil veces que San Ignacio de Loyola es algo indescifrable. El otro día, el Sr. Vázquez Camarasa, con su peregrino ingenio y su penetrante espíritu, nos decía que hacía falta honda meditación, reflexión sosegada, estudio profundo, para descubrir todo lo que encierra esa complejidad que se llama San Ignacio de Loyola. Se da el caso singular de que a San Ignacio lo han querido retratar muchos, y esa galería inmensa de retratos, la mayor parte, no son más que una serie de desmedradas caricaturas. Por ejemplo, San Ignacio es para un impío una especie de paralítico de la historia, a pesar de que ese paralítico se mueve con tal rapidez, que trae revuelto al mundo; según dicen otros, San Ignacio es como el núcleo incognoscible de una falsa filosofía, la cual no se descubre nunca, porque la Compañía de Jesús viene a ser, y esto lo dicen hasta algunos católicos, una especie de masonería cristiana, y el fondo de los misterios de esa masonería cristiana es el corazón, la conciencia de Ignacio. Hay quien desespera de retratar a Ignacio de Loyola, y hace sonar el clarín, despliega al viento unas banderas, dibuja unos baluartes para recordar a los de Pamplona, y se limita a decir que no es más que un guerrero valeroso o a repetir, con palabras menos poéticas, lo que acaba de decirnos Ricardo León, que San Ignacio es el Quijote de Dios. Y hay quien piensa que ese San Ignacio viene a ser algo que solamente puede dibujarse con el pincel del Greco, y que con retratar a un tipo enteco, reconcentrado, que nada dice, con horizontes sombríos, pobres, antipoéticos, trazando cuatro borrones indescifrables en el viento más que dibujando algo humano y algo divino que estuviese encarnado de su mano, nos ha dibujado la figura entera de San Ignacio de Loyola. Y óyese decir a los mismos que se precian de devotos de San Ignacio tales cosas acerca de su carácter y de su espíritu y se observa en ellos tal desviación del genuino espíritu ignaciano, que parece que, en efecto, San Ignacio es una esfinge, y esa esfinge tiene un secreto, y ese secreto no lo sabe nadie; quizá, quizá lo sepa Dios. Pues bien, toda esa complicación del espíritu de San Ignacio es una complicación fantasmagórica. Los que no estáis dedicados a estas materias, alguna ve2 habréis tomado en las manos por curiosidad algún libro de metafísica, y al tomar en las manos ese libro de metafísica, ¿no habéis encontrado una serie de ideas tan abstractas, tan etéreas, tan vagas, que parecen sin concepto, y, sin embargo, no habéis sentido renacer dentro de vosotros la idea de que aquellas vaguedades, aquellas abstracciones, aquellas frases triviales tienen un contenido inmenso, porque son la fórmula de todo ser, de lo 303
humano y de lo divino, de lo creado y de lo increado, de lo temporal y de lo eterno? Por esto, para el filósofo que sabe levantarse a esas cumbres, cuando es pronunciada una de esas palabras, comienzan a desplegarse mundos inmensos de criaturas, comienzan a abrirse los horizontes de lo eterno, y lo que al profano en filosofía no le dice nada, al filósofo le revela hasta la esencia más íntima de Dios y de las cosas. Pues bien, esto que es un filón de toda la filosofía, es también un filón de la teología cristiana y hasta de la estética cristiana. Hay fórmulas genéricas, como esa fórmula que .tantas veces habéis oído y que se llama «la mayor gloria de Dios». Esa fórmula parece una abstracción y una vaguedad, hasta parece algo que no hay manera de determinar, porque en cada una de las acciones de la vida se pone uno a pensar cuál es la mayor gloria de Dios, y tropieza en cada silogismo, y muchos acaban por desesperarse, entendiendo que hace falta una especie de revelación de lo alto para dar con la mayor gloria divina. Pues esa fórmula vaga, esa fórmula trivial, esa fórmula en pos de la cual corréis las almas sin encontrarla, ésa es la fórmula que, en efecto, descubre el espíritu de Ignacio; pero lo descubre en toda su plenitud, porque la mayor gloria de Dios no es una abstracción; es algo más; es esto que vais a oír ahora en brevísimos momentos. Vosotros recordaréis que en la vida de Ignacio de Loyola hay un carácter fuerte, acerado, belicoso. Las circunstancias exteriores, el convertirse al caer herido en los muros de Pamplona, el proceder de una familia hidalga, el soñar con glorias militares, todo esto hace que resuenen las armas materiales aun en el retrato espiritual de San Ignacio; pero todo eso no es más que una pura metáfora; debajo de esas fórmulas hay algo que parece un nido de tiernos amores. Alguna vez se ha tratado de contraponer a Santa Teresa y a San Ignacio, porque en San Ignacio todo era dureza de hierro, y en Santa Teresa todo era ternura de mujer, y os puedo decir que los abismos de ternura que habéis descubierto todos vosotros en el corazón de Teresa de Jesús los encontráis íntegros en el corazón de Ignacio de Loyola; y si San Ignacio era un santo exento de ternuras poéticas, de todas esas ternuras poéticas que poseía Santa Teresa, San Ignacio detenía su paso ante toda flor que encontraba en su camino. Y es que así como Santa Teresa contaba las estrellas del cielo para saber el número de perfecciones de Dios, así Ignacio, por las ventanas del convento, contemplaba ese cielo para recibir tantas consolaciones divinas como estrellas en su amoroso corazón de 304
padre, y reunía a sus hermanos para contarles sus propios defectos y les hacía llorar como tiernos infantes. Es lo mismo que ahora está pasando en Africa: se siente el crujir de las balas, el retumbar de los cañones; se ve caer a los héroes cubiertos de laureles, pero se ignora una tragedia íntima que se oculta detrás de aquellos honores y aquellos laureles: la tragedia de un hogar roto, la tragedia de una familia deshecha...; y por eso, contemplando a Ignacio de Loyola que pelea, se ignora que en su corazón hay ternuras que, si esta palabra no significara algo decadente, diría que, más que varoniles, parecen ternuras maternales. Partamos de este principio. Descubierto en San Ignacio de Loyola un corazón tierno, que, aunque sea el corazón de un guerrero, puede también ser un corazón de padre, digamos que ese corazón tiene la historia de todos los corazones, y hay años en que a ese corazón le enredan cosas tan materiales y prosaicas como unas botas elegantes, y cosas tan fantásticas y etéreas como las hazañas de un Suero de Quiñones o las aventuras de un Amadís de Gaula; y lo nombro porque es el libro que nombra Ricardo León. El corazón de San Ignacio de Loyola estuvo aprisionado por todos los ideales grandiosos, pero humanos, que anidaban en los deseos nobles de su tiempo: el acrecentamiento de la familia, la multiplicación de las ejecutorias, la extensión cada día más creciente de los estados, el nombre imperecedero en las batallas. Hasta qué punto llevó el culto, el amor a estos grandes ideales humanos, todos lo sabéis, porque ya esta tarde por lo menos habéis oído hablar tres o cuatro veces de la herida de Pamplona, y en vuestra vida habréis oído hablar de esa herida millones de veces. Un corazón preso en las cosas terrenas y hasta en los pecados, porque la juventud de San Ignacio no fue una juventud inocente, aunque parece que tampoco fue una juventud desenfrenada, y esto es curioso. Cuando vosotras, madres que me escucháis, habláis de los desórdenes de vuestros hijos, soléis decir: «Cosas de la juventud», y cuando se habla de los desórdenes de San Ignacio de Loyola, se emplean otras frases, siendo así que la juventud de San Ignacio quizá no llegue, ni con mucho, a los desórdenes más ordinarios de los jóvenes de ahora. San Ignacio de Loyola estuvo, repito, prendido en las cosas terrenas y hasta en los pecados, y hay un momento en que se rompe esa red en que, lo mismo que Teresa de Jesús, abrió los ojos a los pies del Señor llagado, y, de mariposa volandera, vino a convertirse en moradora perpetua de aquellas llagas, así Ignacio, de hijo díscolo, descastado, brioso, soñador; de 305
hijo alejado del hogar paterno, vino a convertirse en hijo de la Virgen, y para eso se refugió en su santo hogar, que unas veces lleva el nombre de Nuestra Señora de Olaz; otras veces, el de Nuestra Señora de Aránzazu; otras veces son las peñas y las grutas que coronan la montaña de Montserrat; en ocasiones fueron los santuarios de la Virgen de Palestina; pero siempre en su hogar y debajo del manto de esa Madre, como hijo que es vuelto otra vez al regazo, viene a ser un santo, y, siendo un santo, no es preciso que busquemos otros misterios que los de la Iglesia para definir su carácter. Es un santo como los demás santos que dio de mano por completo al mundo, y que, en vez de escoger la vida del desierto o en vez de encerrarse en continua contemplación dentro de las paredes de una celda, rompió esos moldes; vio en lontananza, muy lejos, algo que se había extinguido hasta en la casa de Dios, porque en sus tiempos ese espíritu casi había desaparecido; penetró desde la sombra hasta el abismo; vio unos apóstoles que habían querido plantar la cruz de Cristo en todo el universo, llevarla en sus manos de pobres y mendigos, y aspiró a la vida apostólica; y ¿sabéis lo que quiso ser? Pues lo que habían sido Pedro, Pablo y Santiago para nosotros: un pregonero eterno de la gloria de Dios y el triunfo de la religión que, en vez de buscar el reposo en su espíritu, prefiere el sano reposo espiritual de darlo todo por la salud de sus hermanos, hasta las horas de oración y hasta el tiempo preciso para celebrar el santo sacrificio de la misa. Y no hay más enigma que ése: un hombre que fue pecador, que se convirtió a Dios, y que, al convertirse, quiso trabajar por su gloria, como habían trabajado los apóstoles, y que, al cabo de muchas vueltas y revueltas por los mundos inmensos de su vida, se encontró con que Dios le ponía en sus manos esto que ahora se llama la Compañía de Jesús. Yo no sé por qué estas ideas, que son tan claras, tan evidentes, tan saludables, se han de enturbiar; no sé por qué, porque la gloria de Dios la han promovido todos los santos; la gloria de Dios fue la enseña de los apóstoles y de Jesucristo; esa palabra no es más que un eco del Evangelio; no sé por qué, cuando suena en los oídos modernos, suena a misterio, y suena a enigma, y suena a cosa indescifrable, y hay que ir a pedir al Greco esa profundidad de pintar los lienzos para decirnos lo que debía ser el rostro de Ignacio de Loyola. ¿Por qué? Yo me he puesto a pensar sobre esto, y os voy a decir cuál es mi impresión. 306
Dicen, y emplearemos ahora una palabra moderna, así será más simpático este discurso, dicen que hay una especie de imperialismo jesuítico, y que ese imperialismo jesuítico no es más que un imperialismo... ignaciano. Los jesuitas extienden secretamente sus tentáculos y aprisionan al mundo. A los jesuitas se les encuentra en todas partes, ya sabéis lo que pasa en todos los hechos públicos contemporáneos de la historia de España: quieras que no quieras, las responsabilidades han de ser de los imperialistas jesuitas. Este imperialismo jesuítico es algo muy terrible. Ahora que también está de moda hablar de los antiguos emperadores con desprecio, diremos que es algo que viene a remedar el imperio teutón. Pues bien, aunque no os lo parezca, este imperialismo jesuítico es la causa de que anden las gentes desorientadas con San Ignacio, porque lo curioso es que ese imperialismo jesuítico es exactamente verdad, y tan verdad como vais a oír. En los tiempos de San Ignacio había en Europa una muchedumbre de cuestiones; lo mismo que ahora hay la cuestión de Oriente, entonces había la guerra contra los turcos o contra el turco; lo mismo que ahora ha habido la guerra europea, o, como dicen, la guerra mundial, en tiempos de San Ignacio había otra guerra europea que venció a todos los pueblos que entraron en ella, que es la guerra provocada por las herejías. En tiempo de San Ignacio había un pueblo cristiano que guardaba los moldes antiguos, pero de esos moldes habían huido las esencias antiguas; el pueblo se hallaba corrompido, alejado de los sacramentos y de Dios, y llegó a darse el caso escandaloso, que esperamos no vuelva a caer más sobre la Iglesia santa, de que, al lado del pueblo y al lado de los príncipes que estaban llenando la nobleza española de bastardías, hubiera un clero que en parte no estudiaba y en gran parte tenía olvidados sus deberes. Es la fórmula más suave que se puede emplear. En tiempos de San Ignacio había necesidad de una reforma hasta en el interior de los conventos. ¿Para qué se reunía, si no, el concilio de Trento? Había, en una palabra, una serie inmensa de problemas, problemas mundiales: era preciso civilizar el mundo nuevo; era preciso poner en paz a Europa; era preciso acabar con los turcos; había que sembrar la virtud en el mundo cristiano; había que sostener la jerarquía eclesiástica; conservar a cada uno de estos imperios; exigir un esfuerzo gigantesco, porque para luchar contra los turcos hicieron falta hombres del temple de un Carlos V y un Felipe II; almas de oración como Santa Teresa; para luchar contra los protestantes hicieron falta hombres como un San Pío y un D. Juan de Austria. Para reformar el clero cristiano hizo falta un sínodo como el 307
sínodo de Trento; para convertir a ese pueblo que estaba apartado de Dios hizo falta una legión de santos, de los cuales por lo menos la mitad de ellos eran santos españoles y del estilo de una Santa Teresa de Jesús, y de un San Pedro de Alcántara, y de un Juan de Avila, y de otros que no nombro, porque nos los sabemos todos de memoria; y, cuando esos problemas estaban al parecer resolviéndose con esas armas, hacían falta gobiernos valerosos, ejércitos inmensos que fueran a esconderse en las selvas de América o en el mundo más oriental para buscar allí a las almas perdidas en medio del desierto. Y fijaos en lo que fue Ignacio de Loyola: él, como mendigo que apenas si sabía predicar, que se iba a predicar a las plazas, y después, como resultas de aquellas predicaciones, iba a las cárceles de la Inquisición; que apenas si sabía castellano, porque no me negaréis que la literatura de San Ignacio no es la de Cervantes; un hombre que no había hecho grandes estudios, como un Laínez y como un Salmerón, y no ha dejado nombre en la historia en el terreno científico; y ese hombre sin letras que renunció al recuerdo de su nobleza y a los medios humanos de que disponía, cuando está solo y desnudo de todo, ¿sabéis con lo que sueña? Pues con arreglar él solo todos estos problemas, y le escribe una carta al emperador que es la entraña de la guerra contra los turcos, adelantándose a los tiempos de San Pío V, y envía a dos de sus hijos a aquella región, y es él quien coge al hijo amado de su corazón y le pone una cruz y le envía a la India, con lo cual no se contentaría Javier, porque luego había de pasar al Japón. Y compuso además ese libro, que no es el Quijote, de los Ejercicios espirituales, que levantaría tempestades por todas partes, y en medio de esas tempestades iría purificándose el ambiente; y para que se perpetuase y no cayese nunca la obra, porque era la obra de Dios, fundó la Compañía de Jesús, donde condensó el espíritu de aquellos hombres, la ciencia de aquellos teólogos y, sobre todo, el espíritu de esos Ejercicios para que sean Ignacio redivivo hasta el fin de los tiempos. Pues imaginaos ahora que a cada jesuita se le recomienda que sea otro Ignacio y que todo jesuita lleve dentro, como supremo ideal de su vida, parecerse a su Padre, y decidme si no es verdad lo del imperialismo jesuítico. Ese imperialismo tiene algo que no es agradable. Si el imperialismo jesuítico se redujera a barajar unos cuantos nombres de dinastías y a derribar una y colocar otra, pero sin perturbar el sueño a los pacíficos ciudadanos; si el imperialismo jesuítico se limitara, pues, a ser una especie de judaísmo contemporáneo, es decir, a acaparar la Banca y la 308
Bolsa, pero de tal manera que debajo de ese imperialismo prosperaran todos los banqueros y todos los bolsistas, estad seguros que no perturbaría y no tendría tantos enemigos ese dichoso imperialismo. ¿Por qué los tiene? ¡Ah! Porque San Ignacio es todavía más ambicioso. En primer término, no se contenta con abarcar todo el mundo en sus planes. Dicen que, cuando tenía delante un mapa y veía que quedaba un lugar donde no había ido un jesuita, lloraba de pena. Ya veis si era imperialista. Pero no se limita a extender a sus hijos como legiones por otros continentes, sino que busca el imperialismo sumo en la profundidad; es decir, quiere dominar hasta en la conciencia. ¿Por qué? Yo os lo diré. Porque a San Ignacio lo que le interesa es que el Evangelio viva, porque, si el Evangelio no vive, Ignacio no puede vivir; porque él ha consagrado su vida al Evangelio, y antes perderá esa vida que desentenderse del Evangelio en un punto. Quiere que el Evangelio viva. El Evangelio es espíritu, es aquella vida de que habla San Pablo, que penetra no solamente hasta separar las carnes del hueso, sino hasta dividir la medula del espíritu. Y esa vida del Evangelio quiere él introducir en los corazones. ¿Para qué? Para que no haya en esos corazones ni un latido que no vibre al compás de aquella música sublime que se llama los Ejercicios espirituales de San Ignacio. Quiere que no haya en esos Ejercicios ni un primer movimiento que no sea para Dios. En una palabra, quiere convertir al mundo en una armonía sin fin que repita siempre la misma palabra; la palabra que repetían los astros y repetían las flores en los oídos de Ignacio de Loyola: la palabra de la mayor gloria de Dios; de tal manera, que desde los átomos perdidos en la zona de lo material hasta las últimas hojas que penden sobre nuestras cabezas, desde la superficie exterior de las cosas hasta la esencia de las mismas, desde los sentidos de los hombres hasta los secretos más íntimos de su espíritu y de su corazón, todo eso esté sujeto al yugo ignaciano de los Ejercicios, que es lo mismo que decir que está sujeto al yugo divino del Evangelio. Lo curioso es que, cuando hablan de esta ambición desmedida de los jesuitas, hay muchos que creen que han descubierto el Mediterráneo. Eso está descubierto hace mucho tiempo. ¿Habéis leído los Ejercicios espirituales de San Ignacio sin llegar al final de los Ejercicios, sin llegar a esa expresión de celo y de amor que se llama la «Meditación para alcanzar amor» o sin reparar en el llamamiento que hace cuando nos describe el reino de Cristo? Nos invita a todos a que nos alistemos debajo de las banderas de ese Jesús para conquistar todo el mundo, y así trabajar por la gloria del Padre celestial. De modo, repito, que 309
no hay que descubrir nada; ya lo tenía descubierto y publicado a son de trompeta San Ignacio. Tenemos, pues, y ahora vuelvo a lo que hemos dejado al principio, tenemos, pues, que hay una especie de miedo al imperialismo jesuítico, cuya naturaleza acabáis de conocer. Ahora bien: ¿no os parece que ese imperialismo es extraordinariamente perturbador? Ciertamente lo es, porque se revuelven todas las conciencias, se inquietan todos los corazones, se penetra en todos los secretos de la vida, y, sobre todo, es algo peor, se penetra allí con la espada en la mano; con aquella espada que dice el Evangelio: Yo no he venido a traer la paz, sino la espada. Y esa espada es para cercenar, para cercenar lo que en el hombre haya de pecado; es para coger el corazón de cada hombre y decir como decían a los indios los obispos católicos: «Quema lo que adoraste y adora lo que quemaste», aunque lo que tengas que quemar sean las ejecutorias de vuestra nobleza, si Dios te las pide; aunque lo que tengas que quemar sea eso que se llama la gloria humana, y que más bien podría decirse va a desvanecerse como el humo, a convertirse en humo, a convertir la vida en un sueño; no como el de Calderón, sino como el de Santa Teresa de Jesús cuando ella misma afirmaba que le parecían todas las cosas exteriores como sueño de planetas que vuelan. Abre los ojos, desengáñate para siempre, rompe contigo mismo, y, si es preciso, como decía Santa Teresa, que se hunda el mundo. Esta es su frase. Y si tienes el temor de que vamos a sucumbir en el camino adelante con la empresa de la gloria de Dios, Ignacio te invita. ¿A qué? ¿A que seas un hombre bueno? ¿Un cristiano bueno? Eso es poco para la ambición ignaciana. ¿A qué te invita Ignacio? A que empuñes la espada. Llévala, ya que lo concibes como un guerrero, hasta que conquistes la perfección del castillo interior de Santa Teresa, que ya Ignacio tenía conquistado; cuando la conquistes, desde el castillo sabrás por qué hay ese pánico a los jesuitas. En el fondo es por eso, porque son el explosivo que derriba todas las ilusiones de la vida; son el explosivo que derriba todos los castillos de naipes que levantamos con nuestras vanidades, y piensa que esos castillos se han de venir abajo; esto es algo que el hombre no quiere aceptar, y por eso hay tantos que protestan contra el imperialismo jesuítico. Voy a terminar, porque, en primer lugar, yo no puedo más, y, en segundo término, porque os vais a quedar sin la Marcha de San Ignacio, ya que vamos a dejar a los músicos a oscuras. Voy, pues, a terminar; pero, por si acaso llega a vuestros oídos algo que puede dañar al buen nombre de 310
Ignacio de Loyola sobre algún punto de ese libro de la vida cristiana, quiero decir dos palabras acerca de él. El Libro de los Ejercicios, es cierto, ha sido obra de un hombre. Pero, naturalmente, tiene antecedentes. Por una parte, todas las frases del Evangelio que llaman a la perfección. Por otra, las exhortaciones de los Santos Padres a arrepentirse de los pecados, a imitar a Jesucristo, etc. Naturalmente, todo esto son antecedentes del libro de San Ignacio. Pues bien, los que gustan de clasificar las diferentes corrientes ascéticas hablan de una ascética que se puede llamar personal y otra ascética que se puede llamar apostólica; una ascética que se puede llamar afectiva y otra ascética que se puede llamar efectiva. Y así sucesivamente. Por este camino podría alguno convencerse de que todo lo que hay en el Libro de los Ejercicios no es más que una síntesis de esas corrientes de afecto y efecto, y hasta cierto punto es verdad. Solamente que esa síntesis no hay que imaginarla como una especie de prenda en la que San Ignacio ha cosido aquellos retazos cortados de libros cristianos anteriores. No; la síntesis de San Ignacio es como esas que hacen los grandes genios, como la de Santo Tomás, que resume y concentra en la Suma teológica toda la doctrina de los autores antiguos. Hasta aquí vamos bien. Pero el alma moderna echa de menos en el Libro de los Ejercicios algo que busca con afán en los libros de Santa Teresa: la mística. Y dicen algunos que San Ignacio no era un místico. Y añaden que San Ignacio, como hombre de acero, como hombre que parece un silogismo hecho carne, ni siquiera podía ser místico, porque los arrebatos de corazón que se necesitan en la mística no los tenía San Ignacio. Me vais a permitir que yo no tolere esta tarde que le falte ni siquiera este florón al santo Padre Ignacio, porque los que dicen esas cosas ignoran absolutamente a San Ignacio, ignoran qué es el Libro de los Ejercicios. Ciertamente, el Libro de los Ejercicios no es un tratado de mística. El Libro de los Ejercicios lleva al alma hasta las fronteras de la mística; pero es que los hombres no pueden enseñar la mística; es que la mística la tiene que dar Dios, y esa mística, lo sabemos bien, se la dio Dios a San Ignacio. No hablemos ahora de aquella multitud de visiones y revelaciones que hay en su vida, lo cual es lo que menos vale en la mística, es lo de segundo orden en la mística. Hablemos ahora de aquellas comunicaciones íntimas con Dios que tenía su alma. Si alguna vez se han tenido indicios suficientes para pensar que un alma ha vivido de continuo en eso que Santa Teresa denomina el desposorio espiritual, esos indicios se han dado 311
en la vida de intimidad de San Ignacio con Dios. Porque en el alma de San Ignacio repito lo que repetía Teresa: es Cristo quien vive, y hasta en los ejercicios más ordinarios de la vida del Santo está allí Cristo, quien ve hasta el más mínimo' pormenor del corazón de San Ignacio. Y era tal el ímpetu de ese corazón de acero, que no podía ni decir misa, porque el entusiasmo, el fervor y la ternura le costaban la vida; y, cuando alguna vez tuvo la audacia de ponerse a decir misa en esas circunstancias, estuvo a punto de morir. San Ignacio, sin duda, es acero; pero acero de aquel con el cual labra Dios el castillo interior; acero que se derrite al contacto con la llama divina, y luego, como lava ardiente, va a inflamar los corazones todos de los hombres para que toda su vida, ese fuego del corazón, inflamando al mundo, entone perpetuamente, por los labios de los demás, el himno permanente de la mayor gloria de Dios.
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Las tres maneras de humildad 6
San Ignacio no es un teórico de la vida perfecta que tenga puestos los ojos y el corazón en declarar especulativamente puntos de doctrina concernientes a esa vida, sino un gran maestro de espíritu que con mirada certera va señalando los puntos de fractura de las almas —permítasenos esta expresión— y los va soldando con arte insuperable para que, en plena posesión de la salud espiritual, desplieguen luego toda su actividad en glorificar a Dios. Peregrino infatigable por los caminos del Señor, conoce los rodeos y los atajos, los desfiladeros y los campos abiertos, las cuestas y las llanuras, los desiertos y las vegas, las heladas y los ardores caniculares, los desfallecimientos, las ansias, las noches sombrías y las auroras sonrientes que alternativamente van encontrando cuantos buscan a Dios. Y con sabiduría divina toma de la mano al alma que se confía y entrega a su magisterio para conducirla, por sendas y vicisitudes tan arduas y tan diversas, a la meta deseada; pero, en cierto sentido, al modo de los caminantes, que, habituados a la soledad de los caminos, son tardos y parcos en el hablar. Donde basta un gesto, no articula una frase; donde basta una frase, no construye un período. La concisión propia de las almas profundas, la visión concreta de quienes viven en la realidad, el lenguaje escueto de quien no juguetea con las palabras, son rasgos inconfundibles de su rígido magisterio. Quizá como nunca desplegó el Santo su modo de ser, de ver y de hablar en las meditaciones que son el armazón de la segunda semana de los Ejercicios espirituales: el reino de Cristo, las dos banderas, los tres binarios y las tres maneras de humildad, Parece como si hubiera querido señalar en ellas de modo concreto, inconfundible y profundo las encrucijadas decisivas donde el alma ha de tomar el camino que lleva a la santidad, y donde corre peligro de extraviarse por senderos equivocados. La palabra generosidad, que, sin resonar de un modo explícito, es el tono fundamental del reino de Cristo, saca al alma de la mediocridad para ponerla en camino de perfección evangélica, y de perfección bien definida en sus trazos fundamentales para que el ejercitante no se alucine con generosidades más aparatosas que reales. La palabra cautela resuena entre líneas, persistente y aguda, en las dos banderas para advertir al ejercitante 6
Artículo publicado en la revista Manresa 15 (1943) 193-2112.
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que cuide de tomar el recto sendero en la encrucijada donde se bifurcan la santidad autentica y la aparente. La palabra sinceridad, pero sinceridad objetiva —permítaseme la frase—, al estilo de aquella que recomendaba San Pablo cuando escribía: In azymis sinceritatis et veritatis, resume las ideas de los binarios para sacar al alma, como al pájaro de la red, de los sofismas y dilaciones que suelen envolverla en la hora de las supremas decisiones. Y las tres maneras de humildad sacan al campo abierto y diáfano de la verdad, en plena libertad de espíritu. Desentrañemos esta última idea basta donde Dios nos conceda. La humildad ha sido mirada y remirada por los santos casi como miran los pájaros el espejuelo deslumbrador que les atrae con fuerza irresistible. Y cada uno ha contado de ella nuevas maravillas, como si, al descomponerse la rutilante luz del espejuelo, cada uno se hubiera enamorado con predilección de un color o de un matiz. A San Benito le enamora la amplitud de la humildad, que envuelve en sus resplandores de calvario toda la vida del monje y le da claridades de Cristo crucificado. A San Bernardo, el fuego de amor divino que la humildad lleva en sus entrañas, como si el sepulcro de la soberbia humana fuera hogar de perfecta caridad. A San Francisco, las suavidades regocijadas, el gozo delicioso que mana como mel de petra oleumque de saxo durissimo de las más crudas humillaciones. A sor Angela de la Cruz, la fuerza liberadora de la humildad, que, como la muerte, desliga de todo apego y permite andar coronado de inefables dones divinos, sin que un vaho de apropiación los empañe. A Santa Teresa, el valor decisivo de la humildad para alcanzar la divina unión. Y así los demás. No es que los santos tuvieran un concepto mutilado o restringido de la humildad; es que, puestos a contar sus glorias, cada uno acentuó una de ellas y la moduló con acentos más penetrantes y armoniosos. San Ignacio se acerca mucho a lo que, andando el tiempo, había de enseñar Santa Teresa, subrayando la fuerza decisiva que la humildad tiene en la entrega definitiva y total del alma a la voluntad divina. Digo que se acerca porque hay una diferencia notable entre la doctrina de San Ignacio y la de Santa Teresa sobre la fuerza decisiva de la humildad. Al atribuir tal doctrina a Santa Teresa, aludimos al capítulo 16 del Camino de perfección, con sus famosos párrafos sobre el juego del ajedrez, y en ese capítulo tiene la Santa ante los ojos la contemplación de tal suerte, que para disponerse a ella —en la manera, claro es, que podemos disponernos— es para lo que considera la humildad como virtud 314
decisiva. «La dama —dice— es la que más guerra le puede hacer (al rey) en este juego, y todas las otras piezas ayudan. No hay dama que ansí le haga rendir como la humildad». Pero luego justifica el hablar de esta virtud, porque, si sólo hubiera de tratar de meditación, podría excusarlo hasta cierto punto, «mas contemplación es otra cosa». Que es como si dijera que para disponerse a la contemplación hay que hablar por fuerza de la humildad como de virtud decisiva. Con este matiz especial, patente a cuantos han leído con atención esas páginas de la Santa, aparece en ellos la doctrina de la humildad. Lo cual está en perfecta armonía con la tendencia general del libro, con lo que en él se propuso Santa Teresa. San Ignacio, en cambio, usa la misma doctrina con otro alcance y otro matiz. Así como la Mística Doctora miraba a la unión mística, así San Ignacio, guía universal de las almas, miraba a la otra unión que la misma Santa describió en el capítulo 3 de la quinta morada. «La verdadera unión —dice allí— se puede muy bien alcanzar, con el favor de nuestro Señor, si nosotros nos esforzamos a procurarla, con no tener voluntad, sino atada con lo que fuere la voluntad de Dios... ¡Oh, qué unión esta para desear! Venturosa el alma que la ha alcanzado, que vivirá en esta vida con descanso, y en la otra también; porque ninguna cosa de los sucesos de la tierra la afligirá, si no fuere si se ve en algún peligro de perder a Dios u ver si es ofendido; ni enfermedad, ni pobreza, ni muerte». Para esta unión es para lo que San Ignacio considera como virtud decisiva la humildad. De la otra unión, que Dios puede dar cuando fuere servido, no se preocupa en la doctrina de la humildad. Es natural que San Ignacio eligiera este punto de vista, pues ello está en perfecta armonía con el plan de los Ejercicios, ordenados por entero a poner de lleno en la voluntad divina al ejercitante. En esa dirección tenía que orientar la doctrina de la humildad. La humildad es atajo para ello, San Ignacio lo vio y lo enseñó con profundidad insuperable. El último enlace que hay entre la humildad y la entrega a la divina voluntad lo encontró el Santo y lo señaló en la naturaleza misma de la humildad. Humildad es esencialmente sumisión. Con rigor científico prueba esta afirmación Santo Tomás en su Secunda secundae, cuando en un proceso lógico, irreprochable, etapa por etapa, va analizando la naturaleza de la humildad en la cuestión 161. La humildad es necesaria, porque nuestros movimientos apetitivos tienden a veces immoderate ad excelsa, y necesitan una virtud que los enfrene. Así dice en el artículo 315
primero. Al examinar en qué potencia reside la humildad, empieza a declarar qué es no tender immoderate ad excelsa, haciendo resonar la palabra sumisión. «Humilitas —dice en el artículo segundo— praecipue videtur importare subiectionem hominis ad Deum». Luego analiza en el artículo tercero esta sumisión a la luz de una sentencia de San Pablo, para universalizarla y concluir que debemos someternos a todos nuestros prójimos propter Deum, citando las conocidas palabras de San Pedro: Subiecti estote omni humame creaturae propter Deum. Finalmente, al declarar en el artículo quinto la eminencia de la humildad entre las virtudes, busca precisamente esa excelencia en la sumisión que la humildad entraña, o sea, en que «ordinationi... facit hominem bene subiectum humilitas in universali, quantum ad omnia». En el fondo de las dos primeras maneras de humildad propuestas por San Ignacio, late esta profunda doctrina de Santo Tomás. Como dos etapas de la sumisión al querer divino describe allí la humildad el Santo. La cima de la humildad propuesta en ella es la plena entrega a la voluntad de Dios. Eso es lo que expresa con una fórmula negativa la descripción del segundo modo de humildad. «Si yo me hallo en tal punto que no quiero ni me afecto más a tener riqueza que pobreza, a querer honor que deshonor, a desear vida larga que corta, siendo igual servicio de Dios y salud de mi ánima; y con esto, que por todo lo criado, ni porque la vida me quitasen, no sea en deliberar de hacer un pecado venial». Así aparece la humildad, por su propia naturaleza, como atajo seguro de la perfección, que nos lleva por derecho y sin rodeos a la perfecta unión con la voluntad divina. Sin ponderaciones ni amplificaciones, como quien deposita con sencillez la semilla en el surco o como quien sin jactancia ni ostentación deja caer una perla de sus manos repletas para enriquecer al menesteroso, así San Ignacio propone la doctrina decisiva de la humildad al alma necesitada de luz y de fortaleza en la hora difícil de elegir estado o reformar de raíz la propia vida, o sea, en la hora de entregarse definitivamente a Dios. Coherente siempre consigo mismo, iluminado por su intuición simplicísima y profundísima acerca ele la santidad, remata la obra que ha venido haciendo desde el principio de los Ejercicios enseñando el golpe decisivo en empresa tan gloriosa y tan heroica: rendirse sin condiciones ni reservas a la humildad. La tercera manera de humildad, comparada con las dos anteriores, es algo heterogénea, pues no está en la misma línea de la sumisión que en ellas es característica. A pesar del epíteto de sistemática que se aplica a la ascética de los Ejercicios, las tres maneras de humildad no son el 316
desarrollo sistemático, gradualmente ascendente, de un aspecto único, idéntico, de la humildad. Como en las dos primeras late la doctrina de Santo Tomás, en la tercera palpita la de San Bernardo, sobre la humildad que nace del amor. No quiero decir que San Ignacio tomara la primera de Santo Tomás, y la segunda de San Bernardo. Me limito a señalar analogías que saltan a la vista. Pero añadamos en seguida que si las tres humillaciones no están in eadem linea bajo el punto de vista que acabamos de indicar, lo están, sin embargo, por la orientación que a todas ellas da San Ignacio implícitamente al señalarles su puesto en los Ejercicios. Las tres miran a lo mismo: a disponer el alma con la disposición definitiva para la elección o la reforma. Sabía San Ignacio el espanto que suele producir la humildad a las almas, conocía lo que podríamos llamar el aspecto i trágico de la humildad. En sus años mundanos, la vanidad le había llevado al exceso de hacer que le aserraran un hueso para poder llevar una bota policía, como dice Rivadeneyra, e incluso lanzarse espada en mano contra unos hombres que no le habían cedido la acera, con decisión de matarlos o malherirlos. Fue hombre puntilloso, si los hay. Y sabía muy bien con qué colores se le presentaba la humildad en aquella época. Sentía entonces el horror a la humillación. Pronto aprendió en la escuela del espíritu que esos colores y ese horror eran vanos espectros y que la verdad era lo contrario. La gloria de participar en las humillaciones de Cristo crucificado le iluminó pronto, y ya desde sus días de peregrino se afanó en cosechar humillaciones con el mismo ardor con que el avaro cosecha los frutos de su campo. Entonces acabó de comprender que todo era cuestión de amor a nuestro Redentor divino. Cumplíanse aquí con matemática exactitud las palabras de San Juan: Caritas foras mittit timorem (1 Jn 4,18). Desde entonces su anhelo era transformarse y transformar a sus hijos en Cristo crucificado una vez desvanecido en sí y en los demás el horror a las humillaciones con la fuerza del amor. A estas experiencias y a estas luces responde con exacta correspondencia la tercera manera de humildad, «es a saber, cuando, siendo igual alabanza y gloria de la divina majestad, por imitar y parescer más actualmente a Cristo nuestro Señor, quiero y elijo más pobreza con Cristo pobre que riqueza, oprobios con Cristo lleno de ellos que honores, y desear 317
más ser estimado por vano y loco por Cristo, que primero fue tenido por tal, que por sabio ni prudente en este mundo». Otra vez vuelve a aparecer aquí el aspecto decisivo de la humildad en el camino de la santificación, al par que se desvanecen los terrores que inspira una virtud tan aniquiladora. Los últimos celajes que pueden ocultar la verdad, la verdadera entrega a Dios, a los ojos del ejercitante caen al golpe de estas palabras. Mil temores humanos se acumulan, como nubes de tempestad, sobre el alma que quiere dejar las sendas del mundo para seguir las del Evangelio en el claustro o fuera del claustro. Nadie ha dejado aquellas sendas sin pasar una etapa de persecución de parte de los malos o de parte de los mismos buenos, persecución tanto más dura cuanto más prudente según la carne y la sangre. Tales temores tienen que desvanecerse en la hora de la verdad, cuando el alma se dispone a buscar la voluntad de Dios sobre ella. Si no se desvanecen, el alma corre peligro de desviarse y hasta de extraviarse, de vivir en las apariencias de verdad que sus temores forjaron como en un mundo fantástico de figuras formadas en la niebla. San Ignacio ahuyenta tales temores nocturnos impulsando con su concisión y sencillez de siempre, sin lirismos ni amplificaciones, al lado opuesto del temor, a enamorarse de lo mismo que se teme. Dado este paso, el peligro de los temores mundanos desaparece de un modo decisivo. Pero no es esto sólo. Tal paso es decisivo además para arraigar en la voluntad de Dios con profundas raíces y asegurarse contra los vendavales futuros. No se olvide que la fuerza del alma es el amor, fuerte como la muerte y tenaz como el sepulcro, y quien dé este paso, quien practique la tercera humildad, alcanza las cumbres del amor. En las etapas del amor divino, ¿no es la definitiva la santa locura de la cruz? ¿Y qué otra cosa que esa locura propone San Ignacio en la tercera humildad? Las muchas aguas no podrán apagar ese fuego divino, ni los ríos caudalosos extinguirlo. Los que juzgan que los Ejercicios no son camino de amor, porque San Ignacio habla con insistencia de abnegación, renuncia y sacrificio, vean si nadie ha enseñado a las almas un amor más generoso y heroico que éste; tan austero, tan desnudo de galas poéticas y de sentimentales delicuescencias, pero tan puro y acrisolado. Si queremos penetrar hasta el fondo del pensamiento de San Ignacio cuando propone la humildad como virtud decisiva en el tiempo de las elecciones, para remachar ideas varias veces insinuadas hemos de añadir algo más, comenzando por lo que a primera vista pudiera parecer una 318
digresión. Los que trabajan para llevar las almas a Dios, se mueven en dos direcciones. Los unos toman una dirección marcadamente intelectual, insistiendo en la apologética, repitiendo la palabra convicciones, señalando la cultura como fuente del fervor, analizando las armonías racionales de la gracia y la naturaleza, y hasta poniéndose en el mismo terreno del adversario con una suerte de duda metódica, a estilo cartesiano. Los otros, en cambio, toman el camino del corazón y la voluntad, insistiendo en la purificación interior, en el amor de la virtud, en el dominio de las pasiones, en la renuncia de vanidades y seducciones, y, por fin, con un nombre o con otro, en la indiferencia ignaciana. Ni unos ni otros niegan o rechazan el camino que no siguen. Teóricamente admiten los dos; pero de hecho acentúan el uno y dejan el otro como cosa sobrentendida. Tienen la síntesis de ambos caminos en la memoria, pero prefieren uno de ellos para recorrerlo. No falta quien crea que Santo Tomás es el representante por antonomasia de la primera tendencia, y que San Agustín lo es de la segunda, aun teniendo ambos santos idéntica doctrina y caminando a veces el uno por las sendas del otro. No es el momento de examinar una comparación tan sugestiva e interesante, pero anotemos que ahora suele predominar la primera tendencia, que algunos juzgan como característica de Santo Tomás. Para entender el mecanismo de los Ejercicios hay que tener presente lo que antecede y no dejarse acaparar por la tendencia predominante en nuestro tiempo. Muchas cosas que en los Ejercicios hay obedecen a la segunda tendencia, que hemos descrito, y entre ellas ciertos aspectos de la elección y de la reforma. Uno quisiera anotar aquí. Cuando el ejercitante ha de trabajar con el entendimiento y ha de buscar la verdad a punta de raciocinio, como el tercer tiempo para hacer reflexión, o sea, el tiempo tranquilo, cuando «el ánima no es agitada de varios espíritus y usa de sus potencias naturales libera y tranquilamente», se supone, como presupuesto obligado y necesario, la limpieza de corazón. No otra cosa significan las palabras taxativas de San Ignacio en el segundo punto del primer modo de elección que ha de usarse en tal tiempo: «Y con esto hallarme indiferente, sin afección alguna desordenada, de manera que no esté más inclinado ni afectado a tomar la cosa propuesta que a dejarla, ni más a dejarla que a tomarla», etc. Las cuales palabras no son otra cosa que el enunciado 319
explícito de una verdad que late en todos los ejercicios anteriores a la elección, y que ahora se repite como más urgente e indispensable. Quiere, pues, San Ignacio que en el tiempo que llama tranquilo se haga la elección discurriendo, pero exige para que las potencias naturales obren «libera y tranquilamente» que el alma no tenga afección alguna desordenada, como quien sabe que ahí está la clave para que el entendimiento tenga luz al discurrir sobre la elección. Vale esa luz mucho más que la corrección irreprochable de los más clásicos silogismos. Pues bien, a este modo d? concebir la búsqueda de la voluntad divina obedece la recomendación de pensar en las tres maneras de humildad durante las elecciones. Es el medio de conservar el alma limpia de toda afeción desordenada, pues el golpe de gracia a tales afecciones se da sometiéndose al querer divino y enamorándose de la cruz de Cristo. San Ignacio conoció, como lo conocen los santos, que la pureza de corazón es camino obligado para la iluminación divina, y por él condujo al ejercitante de manera resuelta y decidida. De paso, obsérvese cuán alejados andan los que se imaginan al autor de los Ejercicios como un rígido silogizante que con procedimientos filosóficos escuetos quisiera conducir al alma a la perfección. Los caminos seguidos por San Ignacio son caminos de fe sobrenatural desde el principio hasta el fin, y si usa el mecanismo de la razón con evidente maestría, usa mucho más el otro mecanismo sobrenatural que la revelación nos descubre, superior a todas las humanas filosofías. Ambas cosas las emplea no como dos fuerzas paralelas, sino subordinando la razón a la fe y valiéndose de aquélla en la medida y en la manera que ésta ordena. El principio fundamental es la palabra evangélica: Beati mundo corde, quoniam ipsi Deum videbunt. El afán de estudiar los aspectos internos de los Ejercicios, para ver si concuerdan con la pedagogía, la psicología de los caracteres, la filosofía perenne u otras disciplinas humanas, y hacerlos así recomendables a quienes no son capaces de rebasar las fronteras científicas para internarse en las regiones sobrenaturales de la fe, ese afán, repito, por legítimo que sea, sólo puede llevar a una visión fragmentaria, superficial y confusa de la gran obra ignaciana. Ni siquiera el poner de relieve la trabazón lógica de los elementos que la forman salva este inconveniente, sí no se sabe descubrir otra lógica más profunda: la corriente de vida sobrenatural que por ellos circula. La lógica, que sólo sabe precisar términos, formar proposiciones, construir raciocinios sin falacias, o, si se quiere, examinar 320
las articulaciones que enlazan todo el organismo de los Ejercicios, no basta por sí sola para interpretar los Ejercicios, como no bastaría para descubrir la vida escondida en un germen fecundísimo ni la maravillosa expansión de esa vida bajo la lluvia fecundante y los rayos vivificadores del sol. Aquí interviene otra ciencia más alta, la sabiduría sobrenatural, que San Pablo no se atrevía a enseñar sino ínter perfectos, con lo cual se disciernen las más fecundas entre todas las semillas de la santidad. Entre esas semillas, San Ignacio señaló la humildad, como la suelen señalar los santos, y de ella se prometió en definitiva la cosecha madura de los Ejercicios, o sea, el que las almas entraran con decisión y fidelidad por los senderos de la voluntad divina y alcanzaran la perfección. Aunque en todos los gabinetes científicos del mundo se analice esta semilla a la luz de la razón, no llegará a descubrirse su fecundidad, que sólo se ve a la luz de la fe. Sin fe, la humildad que aquí propone San Ignacio no es otra cosa que iudaeis quidem scandalum, gentibus autem stultilia, como San Pablo decía de la cruz de Jesucristo. A la luz de la fe, la humildad es la virtud más decisiva entre todas las virtudes para ponerse en la voluntad divina y para transformarse en Cristo crucificado. Ni por condescendencia con la ceguera humana ni por esa absurda prudencia que consiste en extremar la tolerancia para bajar al nivel de los impugnadores se puede prescindir de este aspecto de los Ejercicios, si no se quiere oscurecer la más pura gloria de los mismos. Sería como prescindir del misterio redentor del Calvario, para limitarse a examinar tan sólo si en su cima se observaron o no los preceptos literarios de la tragedia. Hay omisiones que suenan a deserción y a irreverencia. Quienes manejan los Ejercicios saben muy bien que sólo cuando han logrado imprimir en las almas las tres maneras de humildad, las han llevado a Dios y las han sacado al campo abierto y diáfano de la verdad en plena libertad de espíritu. Si las sublimidades de la humildad no fueran otra cosa que altísimas especulaciones para recreo de mentes idealistas, como tácitamente parecen creer ciertos espíritus más volterianos que sobrenaturales y más prácticos que evangélicos, no significarían otra cosa que una alada crestería en la maciza construcción de los Ejercicios espirituales, o sea, un elemento secundario puramente ornamental. En el pensamiento de San Ignacio son todo lo contrario. Para él son lo que fueron para todos los santos y lo que fueron para Jesucristo. La humildad es la virtud que nos pone de lleno en la realidad de las realidades, en la vida espiritual perfecta y en Cristo 321
Jesús, La fuerza transformadora de la humildad trueca las almas hasta lo más profundo, de tal manera que podríamos llamarla monte de la Transfiguración. Aquí tendría perfecta aplicación la delicada historia del gusano de seda que Santa Teresa trae en las Moradas para dar a entender la transformación del alma. Esa transformación hay que creerla primero a oscuras para llegar luego a vivirla. Cierto, muchas realidades de esas que los espíritus positivistas estiman como las únicas, se desmoronan y disipan ante la humildad, pero surgen inconmovibles las realidades auténticas, las divinas, las eternas, de la santidad. Los que han alcanzado estas realidades lloran sin consuelo y lamentan aquellos días en que vivieron alucinados, tomando por idealismos la humildad, y por realidades las fascinaciones de la soberbia. No se cansan de bendecir la misericordia de Dios, que les descubrió los senderos verdaderísimos de la humildad, y se persuaden, sin sombra de duda, de que, si un tiempo’ creyeron irreales las maravillas de esa virtud, fue para engañarse a sí mismos, encubriendo con un sofisma su falta de fe, su miserable cobardía espiritual.
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El restaurador de la Compañía de Jesús 7 Secundum gratiam Dei quae data est mihi ut sapiens architectus fundamentum posui (1 Cor 3,10).
No es el P. José Pignatelli uno de aquellos santos que después de su muerte gozaron de una gran popularidad, como sucedió con San Luis Gonzaga o con San Francisco Javier. Al contrario, más bien se puede decir de él que fue un santo que permaneció casi desconocido y oculto. Pronto se borró su recuerdo, a pesar de su parentesco con familias de la más alta nobleza española e italiana y a pesar de haber trabajado apostólicamente en los principios de su vida religiosa en España, y el resto, casi cuarenta años, en Italia. Aquí mismo, en Roma, en el barrio «dei Monti», en donde su celo por la salvación de las almas se manifestó incansable y su inagotable caridad se desbordó acogiendo toda suerte de ajenas necesidades, su recuerdo, su mismo nombre, su obra, apenas si son conocidos o recordados. Sin embargo, el P. Pignatelli es, sin duda, un alma de extraordinaria santidad y protagonista de una de las misiones de mayor trascendencia e importancia en la historia de la Iglesia y de la Compañía de Jesús. Su santidad es de tal magnitud, que, aunque no sea más que recogiendo en su biografía aquellos datos dispersos que se refieren a los múltiples aspectos de la santidad, se podría construir con cada uno de ellos el más completo y magnífico panegírico capaz de glorificar su altísima santidad. En una palabra, Pignatelli es un santo del que podemos afirmar que fue durante toda su vida apóstol incansable de la caridad, modelo perfecto de la más heroica fidelidad a su vocación, así como fervoroso apasionado por la cruz de Cristo, en la que vivió crucificado por el continuo martirio que su corazón experimentó a lo largo de toda su vida religiosa. Sin embargo, aun siendo su santidad tan excelsa, el P. Pignatelli es algo más para la Compañía de Jesús, pues participó de la importancia histórica que tiene el mismo fundador, San Ignacio de Loyola. Porque el P. José Pignatelli es nada menos que el restaurador providencial de la extinguida Compañía de Jesús en la Iglesia católica. Cierto que muchos 7
Panegírico del Beato José Pignatelli, de la Compañía de Jesús, predicado en la iglesia del Gesù, en Roma, con motivo del solemne triduo de su beatificación, año de 1934. (Traducción del original italiano.)
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otros cooperaron de diversas maneras en el hecho mismo de la restauración; pero quien conozca un poco las circunstancias de este acontecimiento no puede menos de reconocer que el P. Pignatelli fue el hombre elegido por Dios para transfundir en la nueva el espíritu de la antigua Compañía. Sin temor a exageraciones, se puede afirmar, ante la consideración de los hechos históricos, que si la fundación de la Compañía fue trascendental para la Iglesia, su restauración era más urgente y al mismo tiempo más difícil, ya que sus enemigos eran más numerosos, más potentes y más encarnizados; el mal que la Compañía había venido a sanar en la Iglesia católica había producido fatales consecuencias, cuyos frutos se manifestaban en la vida de las naciones, aun en las reconocidas como las más católicas. Y la Compañía representaba la principal avanzada defensiva contra los enemigos de la Iglesia, ya que éstos la consideraban como clave vital del catolicismo en muchas naciones. ¿Y por qué ha permitido el Señor que un santo de tan excelsa virtud y de misión tan importante haya permanecido oculto a la estima y conocimiento de los hombres? No es éste el momento de un estudio crítico sobre este aspecto. Respetemos los ocultos juicios divinos. Pero sí podemos afirmar sin temor desde ahora dos cosas: la primera, que el Señor ha querido confirmar e inculcar con la eficacia de los hechos la verdad de aquella profunda sentencia del santo Evangelio: Si el grano de trigo cae en la tierra y no muere, no producirá fruto; pero, si muere, su fruto será abundante (Jn 12,24). Y en segundo lugar que ha querido el Señor reservar para estos tiempos los frutos que se han de seguir de haber sido reservada hasta ahora la glorificación del P. Pignatelli; a saber, el ejemplo confortador para los hijos de la Compañía perseguida; la manifestación de lo que constituye la auténtica Compañía de Jesús, fundada por San Ignacio de Loyola en tiempos en los que las calumnias y difamaciones antijesuíticas son tan numerosas; finalmente, es la lección que pueden recibir de un santo todos aquellos que, obedientes a las consignas de la Sede Apostólica, se dedican al apostolado buscando el medio más eficaz para restaurar todas las cosas en Cristo. Y a mí, el último entre tantos hijos de la Compañía de Jesús, me ha tocado ser el panegirista encargado de glorificar las virtudes del nuevo Beato. Sin duda que se han debido de tener en cuenta las circunstancias que me asemejan, circunstancialmente, al P. José Pignatelli: ser español y vivir en Roma, en el exilio, lejos de la Patria. Voces más autorizadas y elocuencias más arrebatadoras se encargarán, en los días siguientes del triduo que hoy comienza, de proclamar la santidad del Beato. Yo me creo con la 324
obligación de hablar de aquello que todo jesuita considera en primer lugar en la vida del nuevo Beato y que yo llevo en lo más profundo de mi corazón: el restaurador de la Compañía de Jesús. Y en este aspecto, el más característico de su vida, encontraremos todo cuanto acabo de indicar. Expondré a vuestra consideración, describiendo más que examinando, las circunstancias de su vida, los combates que soportó en la realización de la misión recibida y la obra misma de la restauración. Quiera el Señor iluminarme para que, predicando en espíritu y en verdad, redunde en beneficio de vuestras almas. *** ¿Cuáles son las cualidades que constituyen al restaurador perfecto de la Compañía de Jesús? Para no divagar inútilmente buscándolas a priori por nuestra cuenta, busquémoslas en donde la suma Sabiduría las dictó con toda precisión a San Ignacio de Loyola, a saber, en las Constituciones de la Compañía de Jesús. En la parte novena de las mismas, el Santo declara qué cualidades deben adornar al que debe ser prepósito de la Compañía. Allí resume con sus propias palabras la tradición ascética de la vida religiosa en la Iglesia, v, sin pretenderlo, va describiendo su propio retrato. Tales cualidades y virtudes débense aplicar, proporcionalmente, a todos los superiores de la Compañía, y a nosotros nos servirán para deducir cuáles sean las del restaurador de la Compañía de Jesús. Porque ¿qué otra cosa se puede reclamar y esperar en un restaurador de la Compañía de Jesús sino un otro Ignacio que reproduzca en sí mismo lo que el Santo exigía en todo superior perfecto? La descripción del superior Lecha por San Ignacio, dejando aparte algunos detalles secundarios, como aquellos que se refieren a la salud, edad, relaciones sociales, es la siguiente: «Quanto a las partes que en el prepósito general se deben desear, la primera es que sea muy unido con Dios nuestro Señor y familiar en la oración y todas sus operaciones para que tanto mejor dél, como de fuente de todo bien, impetre a todo el cuerpo de la Compañía mucha participación de sus dones y gracias y mucho valor y eficacia a todos los medios que se usaren para la ayuda de las ánimas. La segunda, que sea persona cuyo exemplo en todas virtudes ayude a los demás de la Compañía; y en especial debe resplandecer en él la caridad para con todos sus próximos, y señaladamente para con la Compañía, y la humildad verdadera, que de Dios y de los hombres le hagan muy amable. Debe también ser libre de todas passiones, teniéndolas domadas y mortificadas, porque interiormente no le perturben el juicio de la razón, y
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exteriormente sea tan compuesto y en el hablar especialmente tan concertado, que ninguno pueda notar cosa o palabra que no le edifique assí de los de la Compañía, que le han de tener como espejo y dechado, como de los de fuera. Con esto sepa mezclar de tal manera la rectitud y severidad necesaria con la benignidad y mansedumbre, que ni se dexe flectar de lo que juzgare más agradar a Dios nuestro Señor ni dexe de tener la compasión que conviene a sus hijos; de manera que aun los reprehendidos o castigados reconozcan que procede rectamente en el Señor nuestro y con caridad en lo que hace, bien que contra su gusto fuesse, según el hombre interior. Y asimismo la magnanimidad y fortaleza de ánimo le es muy necesaria para sufrir las flaquezas de muchos y para comenzar cosas grandes en servicio de Dios nuestro Señor y perseverar constantemente en ellas quando conviene, sin perder ánimo en las contradicciones (aunque fuessen de personas grandes y potentes), ni dexarse apartar de lo que pide la razón y el divino servicio por ruegos o amenazas dellos, siendo superior a todos casos, sin dexarse levantar con los prósperos ni abatirse de ánimo con los adversos, estando muy aparejado para recibir cuando menester fuesse la muerte por el bien de la Compañía en servicio de Iesu Christo Dios y S. N. La tercera es que debería ser dotado de grande entendimiento y juicio para que ni en las cosas especulativas ni en las prácticas que occurrieren le falte este talento. Y aunque la doctrina es muy necessaria a quien tendrá tantos doctos a su cargo, más necessaria es la prudencia y uso de las cosas spirituales e internas para discernir los spiritus varios y aconsejar y remediar a tantos que tendrán necessidades spirituales; y assi mismo la discreción en las cosas externas y modo de tratar en cosas tan varias y conversar con tan diversas personas dentro y fuera de la Compañía. Finalmente debe ser de los más señalados en toda virtud y de más méritos en la Compañía y más a la larga conoscido por tal. Y si algunas de las partes arriba dichas faltassen, a lo menos no falte bondad mucha y amor a la Compañía y buen juicio acompañado de buenas letras, que en lo demás las ayudas que tendrá (de que se dirá abajo) podrían mucho suplir con la ayuda y favor divino» (Const. Soc. Iesu p,9.a c.2).
Sin duda alguna, esta descripción sorprenderá a todos aquellos que juzgan a la Compañía de Jesús como el instrumento político del que se vale la Santa Sede para dominar en la sociedad, y para quienes San Ignacio no es más que una especie de Maquiavelo religioso. Y no temo afirmar que a entendimientos rabínicos y casuistas parecerán estas normas algo insustancial y abstracto, evidenciando con ello su incapacidad para elevarse a aquellas luminosas regiones donde campea la verdad divina, en la que vivió constantemente el alma de San Ignacio, y considerar desde allí la pequeñez y bajeza de las cosas de la tierra. Pese a todos estos adversarios, no se puede menos de reconocer que, en la hipótesis en que 326
San Ignacio hubiese previsto el hecho de la extinción de la Compañía de Jesús en la Iglesia, éstas habrían sido las condiciones y virtudes que habría exigido en quien habría de ser el restaurador de la misma. En el pensamiento de San Ignacio, instrumento elegido por la divina Providencia para fundarla, es donde se han de buscar las cualidades de quien la tuviera que restaurar. Según la doctrina del Fundador, el P. José Pignatelli fue un perfecto restaurador. Su vida de unión con Dios fue tan íntima, profunda y continua en la oración y fuera de ella, que todos sus actos eran regidos por la ley interna de la caridad y amor que el Espíritu Santo escribe e imprime en los corazones. Pocas son las cosas que conocemos de su vida de oración, ya que el Beato, a imitación de su santo Padre, guardaba en el secreto de su corazón las abundantes gracias y generosas misericordias que el Señor le concedía durante el tiempo que a la oración dedicaba. Pero aquellas centellas que sin poderlo evitar se escapaban de esta constante reserva, tales como aquel pasarse las noches enteras en oración o aquellos quejidos de sorpresa por la precipitada presencia de la mañana, tan semejantes a los que exhalaban los antiguos anacoretas y Padres del desierto, dan derecho a afirmar que el P. Pignatelli fue un alma eminentemente contemplativa, y lo mismo podemos decir de su actividad apostólica fuera de la oración, porque tanto en sus palabras como en sus obras sobresalía el espíritu del Evangelio sin mitigaciones ni tergiversaciones, ya que en todo su proceder se podía encontrar aquello que Santo Tomás definía como actuación modo divino. Esto se muestra con mayor evidencia y se confirma con el parecer unánime de cuantos lo conocieron, quienes afirmaron que ni en los momentos más trágicos de su vida perdió la serenidad de espíritu, y de tal manera su conducta era motivo de edificación dentro y fuera de casa, que una verdadera multitud, comprendidos príncipes y cardenales, corría a visitarle con el anhelo de encontrar en sus consejos el mejor y más certero camino para encontrar a Dios, como sabemos que sucedía, concretamente en Roma, en los años en que vivió en el Hospicio de San Pantaleón. Este dominio de sus propias pasiones realzó la perfección de sus virtudes, observadas en grado heroico; heroísmo proclamado oficialmente por la Iglesia, ya que el dominio de las propias concupiscencias es la expresión negativa de aquella realidad que campea en las almas santas por la que calificamos de perfecto el ejercicio de sus virtudes. Pero entre estas virtudes se distinguieron sobremanera, como San Ignacio quería, la humildad y la caridad. 327
Mientras todos veían en él al superior perfecto e insustituible, él con profundísima humildad instaba a los superiores para que lo liberaran de cargos de gobierno, de los que él se juzgaba incapaz de poderlos desempeñar; por el contrario, se sentía en su propio lugar cuando barría la puerta de la calle o cuando ocupaba su tiempo en ministerios humildes, huyendo de todos aquellos que, fundándose sobre la ciencia o la elocuencia, lo investían de autoridad y prestigio ante los demás. Su gloria era oír cómo lo llamaban «el Padre del mercado», y también «el Padre de los ahorcados», y a esta humildad se unía la caridad, unas veces dolorosamente heroica, como en el caso de su hermano D. Nicolás; otras tremendamente sufridas, como cuando, expulsado de España, viajó a Italia; y, en otras ocasiones, tiernamente amorosas, como en las escenas delicadísimas, en las que las lágrimas brotan en los ojos al leer las ternuras y sencilla familiaridad que tenía en el trato con sus hijos. De la humildad de los santos nace su magnanimidad, y así no llama la atención que el P. Pignatelli, que tan de cerca imitaba a nuestro divino Redentor, reaccionara siempre con magnánimo corazón tanto en lo grande como en lo pequeño. Supo mantenerse tan por encima de las miseriucas con que los hombres empañan la vida religiosa, que alguno llegó a pensar que debería haber sido más enérgico en aplicar el remedio. Pero él había comprendido aquella lección que el mismo San Bernardo confiesa haber aprendido con tanto trabajo: que no es conveniente dejarse dominar por la preocupación de estas menudencias y miserias humanas, por otra parte inevitables, al mismo tiempo que tampoco debía amargar a los demás al pretender exigirles con dureza intransigente una santidad imposible, con perjuicio y daño de la misma santidad. Del Santo son estas palabras: «Yo puedo dispensar de la regla cuando la prudencia lo requiere, pero de lo que no puedo dispensarme a mí mismo es del ejercicio del mandamiento de la caridad». A esta magnanimidad en las cosas pequeñas iba unida la magnanimidad en las cosas mayores, como en seguida veremos cuando tratemos de lo que suponía el intento de restaurar la Compañía habida cuenta de las circunstancias en que se encontraba. Parece que se le está oyendo repetir con el apóstol Pablo: Omnia possum in Eo qui me confortat (Flp 4,13). Porque ni los halagos del mundo pudieron retenerlo, ni las arduas dificultades atemorizarlo: Nec tristia frangere, nec mollia detinere potuerunt. Y, si no le fue posible ofrecer su vida por amor a la Compañía con un martirio cruento, pudo repetir con toda verdad aquellas otras palabras del Apóstol: Quotidic morior per vestram gloriam, fratres (1 Cor 328
15,31). Porque, según el pensamiento del Apóstol, él quería ser como libación derramada sobre el altar unido a los sacrificios de sus hijos. Y, sin embargo, aquel que vivía en estas alturas sobrenaturales era un hombre intelectual y amante de la ciencia, pero como San Ignacio los quería; y bien demuestra esta realidad el cuidado que tuvo en formar, con perseverancia y paciencia, una buena biblioteca. Pero al estilo y manera de los santos: llevando en su corazón el santo desengaño de la ciencia humana, como debió de sentirlo el santo fundador de la Compañía cuando escribía: «Todos se den a las virtudes sólidas y perfectas y a las cosas espirituales..., porque estas interiores son las que han de dar eficacia a las cosas exteriores para el fin que se pretende». Pero por encima de su ingenio reinaba la prudencia sobrenatural, tan distinta de la prudencia de la carne o de la otra honesta prudencia filosófica; y en tal manera, que el don de consejo se mostraba en su conducta tan soberanamente, que, cuando tenía que discernir sutilmente los diferentes espíritus que agitaban a sus hijos, lo hacía con tal veracidad y penetración, que sus biógrafos han podido afirmar que no era raro que en ocasiones llegase verdaderamente a profetizar; este don se manifestaba de manera maravillosa cuando tenía que ponderar el valor y uso de los medios naturales o sobrenaturales, desarrollando en esta misteriosa, sutil y peligrosa ponderación la delicada e imperceptible selección característica, que pertenece al secreto de la auténtica santidad. Y, cuando tenía que hacer uso de los medios naturales, siempre lo contemplaremos influenciado por la misma preocupación de Pablo: Ut non evacuetur crux Christi (1 Cor 1,17). De hecho, ¡cuán lejos lo encontramos y cuán ajeno a las intrigas e influencias humanas que con ocasión de su dificilísima misión tenía que tropezar! Convencido que el porvenir de la Compañía no podía fundamentarse en estos medios humanos, cimentó la virtud de sus hijos en aquella virtud, la más contraria al espíritu del mundo, que es la abnegación de la propia voluntad con la perfecta renuncia de todas las cosas y aun a sí mismo, es decir, la perfecta humildad. No acabaríamos nunca si pretendiéramos comprobar la plena conformidad del Beato Pignatelli con el retrato trazado por San Ignacio del perfecto prepósito general de la Compañía; tal es el cúmulo de perfectas semejanzas y de delicadísimos detalles. Porque, aunque sea solamente aquello que hemos indicado, basta de por sí para evidenciar esta conformidad y perfecta semejanza comprendiendo que solamente un 329
hombre de tal perfección y santidad podía llegar a ser el restaurador de la Compañía de Jesús. En efecto, quien vivía de tal manera unido con Dios, quien tenía un corazón tan puro y tan despegado de toda criatura, nos da derecho a afirmar que aquella luz divina que San Ignacio tuvo para fundar la Compañía, la tuvo también el Beato José Pignatelli para restaurarla. Más aún: quien estaba tan lleno de Dios no podía estar privado de aquello que San Pablo afirmaba acerca del Evangelio, que era virtus Dei (Rom 1,16), y que evangelizaba in ostensione spiritus et virtutis (1 Cor 2,4); quien amaba con tanto ardor y ansias a Dios y al prójimo tenía que llevar su generosidad hasta los límites del heroísmo, dispuesto a ofrecerse en holocausto para poder consumar la misión que Dios le manifestara a costa de todo: per gloriam et ignobilitatem, per infamiam et bonam famam (2 Cor 6,8); quien vivía tan adentrado en la verdad divina podía llegar a comprender y vivir el mihi vivere Christus est (Flp 1,21) y el abundantius... omnibus laboravi (1 Cor 15,10), tanto más difícil de comprender en estos tiempos de naturalismo difuso; quien, por fin, amaba tan enloquecido la cruz de Cristo, tenía que ser el hombre elegido por la Providencia para restaurar la Compañía como el Señor quería que fuese restaurada: viviendo siempre concrucificada con Cristo en la cruz. *** En la cruz vivió siempre el P. Pignatelli y en la cruz consiguió la restauración de la Compañía: cruz interior y cruz exterior. La cruz era necesaria para empresa de tal envergadura, porque ésta era una proyección de la redención, y la redención se consumó en la cruz. Es ley de la Providencia, como lo hemos ya indicado, que el místico grano de trigo es necesario que muera en el surco donde fue sembrado para poder convertirse en espiga fecunda, y el surco donde tenía que morir el Beato Pignatelli era la cruz. El Señor poda el sarmiento que permanece unido al tronco de la verdadera vid, ut fructum plus afferat, y esta poda de Dios se verifica mediante aquello que los santos llaman las purificaciones del alma. Además, los santos tienen necesidad de la cruz para poder apagar el hambre y sed de su intensa caridad hacia nuestro Señor crucificado. De las cruces internas del Beato Pignatelli sabemos bien poco, ya que nadie nos ha referido si tuvo o no las pruebas interiores que sabemos experimentaron otros santos; pero tenemos noticia de dos o tres referencias acerca de su persona que pueden servirnos para probar nuestra argumentación. Recuerdo haber leído en una carta de San Pablo cómo se 330
maravillaba éste que lo hubiesen recibido con amor y le hubiesen reconocido autoridad viendo al mismo tiempo las pobres condiciones físicas de su persona; y recuerdo a propósito esta frase del Apóstol: Cum infirmor tunc potens sum (2 Cor 12,10), que sirve para manifestar la fortaleza de Cristo, de que él participaba. Estos recuerdos, digo, me han llevado a interpretar con luz más expresiva ciertas particularidades de la vida del Beato que ahora quiero proponer. Huérfano de madre a los ocho años, y de padre a los doce, quedó su infancia privada de aquel calor y ternura que solamente los padres pueden ofrecer a sus hijos. Y yo creo que aquí tiene origen aquella casi connatural melancolía y prematura seriedad, impropia de los pocos años, que le predispuso a la timidez y a reacciones de espontánea desilusión ante los acontecimientos humanos. Tampoco su salud le facilitaba llevar con fortaleza física las cruces de la vida religiosa; una dolorosa úlcera de estómago, que le provocaba frecuentes hemorragias, puso su vida en peligro cuando se entregaba con todo ardor y afán a los ministerios apostólicos y a las obras de caridad. En una palabra, sus enfermedades, la santa indiscreción de penitencias en sus años de formación, la orfandad prematura, arruinaron de tal manera sus fuerzas, que pudo exclamar con el apóstol Pablo: Abundantius omnibus laboravi. Y aunque todo esto suponga ya un grave obstáculo para llevar a cabo la realización de la obra ingente que la Providencia había depositado en sus manos, sin embargo, podemos afirmar que no constituye todo esto sino la mínima dificultad en comparación de todas las que habría de soportar. Habiendo entrado en la Compañía de Jesús en el año 1759, participó en la guerra desencadenada contra ella por jansenistas y filósofos, volterianos y enciclopedistas, que, esgrimiendo las armas de la calumnia y la difamación, la sátira y la intriga, la acosaban por todas partes, intentando conseguir su destrucción y muerte. No le arredró esta tempestad asoladora, sino que, fiel al llamamiento del Señor, permaneció con toda fidelidad, sin que nada se opusiera o hiciera disminuir o detener su enardecido fervor. Veía que la Compañía estaba sometida a aquel torbellino de pruebas semejantes a las que San Pablo afirmaba haber experimentado en su carrera apostólica: Maledicimur et benedicimus; persecutionem patimur et sustinemus; blasphemamur et obsecramus; tanquam purgamenta huius mundi facti sumus omnium peripsema usque adhuc (1 Cor 4,12). 331
La conjura de las cortes católicas, unida a la cobardía y debilidad de muchos que debieran haberse manifestado como fieles adictos a la causa de la Compañía, consiguió que ésta poco a poco fuera manifestando señales e indicios de su futura y próxima ruina. Todo esto lo veía y consideraba el Beato Pignatelli. Primeramente, la expulsión de los jesuitas de Portugal y sus territorios, con todos los horrores de la prisión de San Julián y todas las criminales maniobras del marqués de Pombal. Luego fue la disolución de la Compañía de Jesús en Francia, acto segundo de la tragedia iniciada por Portugal, aunque no padeciera las bárbaras y atroces condiciones a que la sometiera Pombal. Más tarde, él, español, vivió las amargas horas de la expulsión, decretada por Carlos III, de los jesuitas de los reinos de España y de sus dominios por razones que guardaba en su real pecho, que tal vez fueron depositadas en él por las intrigas venenosas de Tannucci; expulsión que fue ejecutada con tal ignominia, refinamiento y crueldad, que hacen enrojecer hoy día. Participó en la odisea inverosímil que los expulsados de España tuvieron que padecer frente a las costas de los Estados pontificios, en Córcega, y en la Liguria, y en la Romana, donde la política y los compromisos humanos privaron a aquellas desgraciadas víctimas hasta de los socorros más urgentes de la caridad cristiana. Asistió al desarrollo metódico e incontenible, que llevaba hasta lograr el martirio de la amadísima madre: primero, la expulsión en Parma; luego, en Piacenza; finalmente, en las Dos Sicilias. Todo estaba ya preparado para el golpe de gracia que sobrevendría a la Compañía con la promulgación de la bula Dominus ac Redemptor, que extinguía la Compañía de Jesús. Su lectura fue coreada por los cánticos de victoria de la impiedad y de muchos que se definían como hijos fieles de la Iglesia. En todo este proceso intervino el Beato Pignatelli no como mero espectador, sino como víctima cruenta. Más aún, la divina Providencia le eligió para que los superiores depositaran en él, en momentos tan trágicos y desconcertantes, las cargas del gobierno y sus angustiosas obligaciones. Fue así como se adentró todavía más profundamente en el misterio heroico de la cruz de Cristo para irse adiestrando para cuando el Señor lo necesitara a fin de devolver a su Iglesia la Compañía de Jesús restaurada, la misma que el Beato había visto agonizar y morir en la cima del Calvario. Y para que el sacrificio fuese más completo y más íntimo, el Señor permitió que los suyos, su familia, intentasen por todos los medios posibles conseguir de él que abandonase aquel camino de sufrimientos y penalidades. Nada consiguió la lisonja y el halago. Contra aquella roca de 332
fidelidad se estrellaron los lamentos y los consejos de la prudencia de la carne. Su corazón no desfalleció. El amor a su vocación se acentuaba cada día más y más. Padecía la nostalgia que tuvieron que sentir los hebreos en el destierro, y que el profeta nos transmitió: Si oblitus fuero tui Ierusalem, oblivioni detur dextera mea (Sal 136,5). Por esto, tan pronto como tuvo noticia de que la Compañía permanecía sin extinguir en el imperio de Rusia, pidió con ardor ser en ella admitido. El solo intento de restaurar la Compañía después de haber padecido tan pavorosas tormentas, supone un temple de ánimo en el P. Pignatelli que lo eleva hasta las cumbres más altas del heroísmo; pero donde se muestra con mayor nitidez y clarividencia esta serenidad y temple de espíritu es cuando se compara con el medio ambiente en donde tenía que desenvolverse para ir logrando sus afanes. Intrigas, sospechas, temores y respetos humanos, razones políticas y compromisos sociales, horror a todo lo que fuera sacrificio, cercaban con redes y marañas toda iniciativa que el P. Pignatelli intentase. Estas redes no podrán ser comprendidas si no se han experimentado en la vida sus específicos efectos. Es algo que verdaderamente asfixia, sofoca; que troncha las alas, que oprime el corazón. Es algo que sumerge al hombre en una noche pavorosa y oscura, en la que no se osa dar un paso sin el temor de verse arrastrado en el abismo. Y en este ambiente se desenvolvió el P. Pignatelli con indómita constancia, sin que se debilitara la fortaleza de su espíritu, sin desviarse del camino trazado aunque llegara a encontrar la política y la hipocresía, donde era justo esperar el encuentro con la verdad y la virtud. Las pruebas se multiplicaron sin piedad en los años de mayor preocupación y trabajo para preparar la restauración de la Compañía, especialmente con la persecución napoleónica. La piedad del duque de Parma y Piacenza había hecho posible el primer intento de noviciado en el inolvidable Colorno; la muerte de tan insigne protector arruinó cruelmente aquel nido de fervor y de paz. Los primeros grupos de jesuitas formados en Nápoles, que parecían revivir los tiempos de Ignacio de Loyola y sus compañeros, fueron deshechos y exilados por la desconfianza del tirano de Europa; y, en medio de tantos temores, amenazas, angustias y ocultas persecuciones, un pequeño grupo de jesuitas pudo reunirse y conservarse unidos en la pequeña comunidad del hospicio de San Pantaleón, en Roma, en horas trágicas, en las que la augusta persona del pontífice era desterrada y llevada al destierro, viniendo a tierra con esto los débiles fundamentos de esperanza que habían empezado a levantar. 333
¡Inimaginables debieron de ser el desaliento y la tristeza del P. Pignatelli ante el espectáculo de tales acontecimientos, así como la desilusión ante tantas esperanzas abatidas por tierra! Las palabras del profeta: Omnis caro foentim (Is 40,6), quedaron arraigadas en su corazón con dolorosa experiencia. ¡Cuánta confianza en Dios se necesitaba para permanecer firmes, sin retroceder ante aquellas encarnizadas embestidas! ¡Qué amor a Dios y a la Compañía tan inconmensurable ardía en el corazón del Beato para poder ver en aquella cadena de crueles acontecimientos una gran misericordia de Dios y continuar ofreciendo día a día el sacrificio de su vida con tal de poder contemplar algún día el término de sus esperanzas! Pero sobre todo esto, ¡qué espíritu sobrenatural, qué firmeza en la verdad, qué grandeza de alma y qué fidelidad inamovible para lanzarse a restaurar la Compañía con todo el heroísmo que exigen las Constituciones, sin ceder ni en un solo ápice a la prudencia de la carne y a los criterios del mundo en momentos tan arduos, difíciles y tempestuosos! *** Esta es, sin género de duda, la mayor gloria que corresponde al P. Pignatelli: el no haber admitido la más mínima desviación ni la más pequeña mitigación en las Constituciones de San Ignacio para el gobierno de la nueva Compañía restaurada. Es aquí donde su heroísmo supera las cimas más altas; y esta gloria conseguida por el Beato la considero como la perla más preciosa de su corona de restaurador de la Compañía de Jesús. En las Constituciones de la Compañía se propone una forma de vida religiosa que pudo llevar a los altares a un San Juan Berchmans o a un Beato Claudio de la Colombiére, sin que hubieran hecho otra cosa sino observarlas con toda fidelidad y exactitud. En esta forma de vida se dan normas de perfección que hacen de lo arduo y aun del heroísmo el ideal espiritual, en el que culminan las alturas del edificio ideado por San Ignacio para lograr la más perfecta y santa observancia. Si estas pequeñas espigas no se agostan y conservan toda su entereza crucificadora, es señal de que la vida del jesuita va por el camino de la santidad, como sucede con ciertas máximas del Evangelio; por ejemplo, con las bienaventuranzas. Ahora bien, el Beato Pignatelli tuvo siempre un amor sin límites a las Constituciones. Un caso anecdótico confirma el aserto. Le habían concedido restaurar la Compañía de Jesús en el reino de Nápoles, pero con determinadas condiciones, por las que tenía que aceptar las tendencias nacionalistas que animaban las leyes del reino. 334
Pignatelli contestó con increíble firmeza: «O la Compagnia di Sant’Ignazio o niente». Lo mismo sucedió cuando la restauración se hizo posible en Austria. La fidelidad del Beato a las Constituciones, comprobada con estos ejemplos de manera general, aparece en toda su grandeza y profundidad con ocasión de poner en práctica durante su gobierno determinados puntos y detalles exigidos por las Constituciones. Son esos puntos los que ya hemos indicado antes con la comparación de las espigas crucificadoras. Escojamos al acaso tres de ellos. El modo de formar al jesuita, el orden establecido para la selección de los ministerios y la manera de establecer y conservar la pobreza. Su ideal era ofrecer a la renaciente Compañía algo parecido a lo que San Pablo pretendía hacer con la iglesia de Corinto cuando les escribía aquellas palabras: Aemulor enim vos Dei aemulatione, despondi enim vos uni viro virginem castam exhibere Christo (2 Cor 11,2). San Ignacio juzgaba que el punto central de la formación del jesuita había de ponerse en aquello que sintéticamente expresaba su pensamiento, a saber: «Hombres crucificados al mundo y para quienes el mundo está crucificado». Exactamente lo que en los días en que San Ignacio vivía en Roma se repetía, con frase familiar y doméstica, «llegar al punto». Vaciarse el hombre de sí mismo y crucificarse para el mundo es lo mismo que alcanzar, mediante una formación perfecta, el ideal que el Fundador tenía de lo que había de ser el jesuita. Si falta esto, se habrá conseguido un sabio, un erudito, un orador elocuente, un literato o cosa semejante, pero nunca un verdadero jesuita. «Aborrecer en todo y no en parte lo que el mundo ama y abrazar con todas las fuerzas posibles cuanto Cristo nuestro Señor ha amado y abrazado». Esta es la ley suprema del jesuita. Y el P. Pignatelli cumplió con toda exactitud y eficacia la obligación que todo superior de la Compañía tiene de procurar en sus hijos este espíritu de crucifixión. Basta recordar lo que él exigía en el incipiente noviciado de Colorno. Como primer elemento fundamental imprimía en los corazones la estima de este espíritu, no con razones o pláticas, sino con su ejemplo. Créanme que al Beato Pignatelli se le puede comparar sin temor con San Francisco de Borja en el desprecio de sí mismo y del mundo. Lo llevaba muy dentro del corazón, y de la abundancia del corazón brotaban sus palabras y sus obras. Trabajó de tal manera en la formación de los jóvenes novicios, que hacía brotar de lo más íntimo de sus corazones el ansia de perfección, y así ha podido aseverar uno de sus biógrafos que «no llevaban aquella vida 335
porque eran novicios, sino que eran novicios porque vivían ya aquella vida»8 Y del verdadero espíritu interior nacía la observancia externa de nuestras reglas. Predicando de esta manera con el ejemplo y poniendo dentro del corazón la estima de las virtudes, los conducía a «la mayor abnegación de sí mismos y a la continua mortificación de sus propios apetitos y deseos, en cuanto era posible», sobre todo en aquellas cosas que más separan al hombre de sí mismo, como eran «la mortificación de la gula, el respeto humano, la soberbia, las malas inclinaciones naturales», y los que hacen al mismo tiempo ejercitarse en la virtud de la caridad corporal y espiritual 9. A este ejercicio del propio vencimiento y de la abnegación añadía aquel otro que ayuda a pisotear el mundo, como era «el servir la comida a los pobres que acudían a la puerta del noviciado y comer con ellos», visitar «dos veces por semana las cárceles y consolar a los presos, pedir limosnas para los pobres y encarcelados, recorrer las casas de los campesinos cabalgando sobre un asno para ayudarles en sus trabajos rudos, cargar y llevar la leña, construir una pocilga o un gallinero y aun fregar»10. Todo esto el P. Pignatelli lo resumía en aquella lección que dio a un novicio: «Es necesario disponerse para todo aquello que el Señor disponga: tribulaciones, persecuciones, calumnias, vituperios y cosas semejantes, que suelen ser frecuentes en el servicio de Dios, y más si éste es en la Compañía; porque ya que queréis llamaros compañeros de Jesús, es necesario que estéis persuadidos que habéis de recorrer los mismos caminos; es decir, sendas en las que encontraréis la pobreza, el sufrimiento, el desprecio; es decir, estar dispuesto a sufrir lo que él sufrió por nosotros, y, como decía el mismo Señor, non est discipulus supra magistrum. Por lo tanto, si habéis resuelto seguir a Cristo en su Compañía y bajo su bandera, es necesario seguir y plegarse a su consejo cuando dijo: Quien quiera venir conmigo, tome su cruz y que me siga» 11 Los vanos sueños de la juventud y los sutiles engaños de un apostolado más mundano que evangélico, se desvanecían como humo en aquellos tiernos corazones a fin de que no dominara en ellos otro ideal que el reinado de Jesucristo en la cruz. En perfecta conformidad con la formación que daba, estaban los ministerios, que les elegía para hacerlos trabajar apostólicamente. A este 8
BECCARI-MICCINELLI, Il Beato Giuseppe Pignatelli p.122 Ibid., p.124. 10 Ibid. 11 Ibid., p.127, 9
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propósito, la Compañía, adiestrada por su santo fundador, abraza principalmente todo aquello en lo que se puede desarrollar un bien más universal. «Como la Compañía fue establecida principalmente para la defensa y propagación de la fe y provecho de las ánimas en la virtud y vida cristianas», trata de conseguir este fin especialmente por me dio de la predicación o explicación del Evangelio o de cualquier otro ministerio apto para propagar y dar a conocer la palabra de Dios, como son los ejercicios espirituales, la enseñanza del catecismo a los niños y gente ruda, el consuelo espiritual a los fieles en la confesión y en la administración de los sacramentos. Además procura reconciliar a los enemigos, socorrer y servir a los encarcelados, visitar los hospitales, juntamente con las obras de caridad que juzgara oportunas para la mayor gloria de Dios y bien de las almas»12. En medio de esta universalidad de ministerios, San Ignacio miraba con especial predilección, por considerarla como una de las ciencias del Instituto de la Compañía y como defensa de su íntegra y pura conservación, la dedicación a la evangelización y catequesis de los niños y gente ruda, que, juntamente con los otros ministerios, recordaba el evangélico pauperes evangelizantur (Lc 7,22), signo cierto y soberano de la misión salvadora del Redentor. Instruyendo a los pobres y a los humildes, el jesuita acaba por pisotear y poner bajo sus pies todo lo que el mundo ama y abraza y por vivir en un constante ejercicio de humildad. En este punto como en todos, San Ignacio y el Beato Pignatelli están de perfecto acuerdo tanto en sus vidas como en su gobierno. Parece que estamos repitiendo los ministerios de San Ignacio en Manresa, Alcalá, Salamanca o Roma cuando leemos ciertas páginas de la vida del P. Pignatelli. Nada de ministerios clamorosos y, sobre todo, ejercitados de tal manera, que sobresalga siempre como nota característica y precioso tesoro el evangélico pauperes evangelizantur. Procuró que se comenzara, en cuanto era posible, el trabajo de los colegios y la vida de ministerios en las otras casas que la Compañía iba abriendo. Personalmente se dedicó a la práctica y dirección de los ejercicios espirituales e inculcó a todos que consideraran este medio como sagitta electa, según las palabras del profeta, puesta por el mismo Dios en las manos de la Compañía; pero siempre sin olvidar el evangelizare pauperibus de modo sincero y generoso. En Zaragoza fue trabajo predilecto del P, Pignatelli evangelizar, en toda la extensión de esta 12
Fórmula del Instituto, aprobada por Julio III.
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palabra, a los encarcelados, enseñándoles la doctrina, administrándoles los sacramentos, asistiendo a los condenados a muerte y procurando aliviar con la más delicada caridad la necesidad de todos. Solían llamar en aquella ciudad con el nombre de «Padres del mercado» a varios jesuitas que escogieron el mercado público para predicar la doctrina aprovechando la multitud que en tales lugares se suele aglomerar; uno de ellos era el P. José Pignatelli. Y, valiéndose de su autoridad con el pueblo, pudo con su palabra persuasiva serenar una revuelta contra el gobernador de la ciudad semejante a aquella que conocemos con el nombre de «la de las capas y sombreros». Durante todo el tiempo que vivió en el ducado de Parma se dedicó a predicar por los caseríos y pueblecitos del campo. Como consecuencia de una de estas misiones rurales se fundó en Colorno el primero de los noviciados de la restauración. Y, siendo maestro de novicios en Colorno, nunca abandonó este ministerio tan de su predilección, visitando enfermos y necesitados, como aquella viejecita enferma y paralítica, a la que, atendiéndola en su indigencia corporal, fue labrando en ella un verdadero modelo de heroica paciencia y santidad. Fue famosa aquella procesión organizada todas las semanas en Nápoles para llevar alimento a los presos. Pocas veces faltó a ella el P. Pignatelli, y mientras los demás se incorporaban en las filas, él iba recorriendo las casas pidiendo limosna para aquellos infelices desgraciados. Su corazón volvía a casa tan rebosante de caridad, que su única consolación era poder hablar de los pobres de Cristo. Los ministerios que ejercitó en Roma los encontramos descritos en su biografía. «Estando viviendo en San Pantaleón, quiso que tanto los Padres que hacían la tercera probación como los que habitualmente convivían con él ocuparan parte del tiempo en los ministerios espirituales con los prójimos. Con este fin enviaba con frecuencia a alguno de éstos al cuartel situado cerca del Coliseo, donde quedaban retenidos los condenados a galeras o trabajos forzados, a fin de instruirlos en las verdades de la religión y administrarles los santos sacramentos, y socorriéndoles las más de las veces con limosnas para que atendieran su miseria y necesidad. El día de San José, su fiesta onomástica, lo celebraba con comuniones generales, que organizaba en la iglesia del Buen Consejo. Luego les servían una confortable colación, para terminar con una procesión, que terminaba en la Scala Santa. Otros Padres se desplazaban a los hospitales de San Juan o del Espíritu Santo para prestar allí asistencia espiritual y corporal a los enfermos hospitalizados. En la pequeña capilla de la Virgen del Buen Consejo atendía a las confesiones, y los sábados hacía narrar 338
algún ejemplo de la Madona. Durante el mes de mayo celebraba con mayor solemnidad el mes de María, y tomó como encargo precioso el extender y propagar la devoción al corazón de Jesús con la extensión de la práctica de los nueve primeros viernes de mes... Igualmente atendía en cuanto le era posible, habida cuenta del número y salud de los miembros de la comunidad, las peticiones de obispos y necesidades espirituales de comunidades religiosas»13. Leyendo estos hechos aislados entre los innumerables narrados en su biografía, parécenos estar leyendo la historia de la Compañía en el tiempo de San Ignacio, en la que con tanta insistencia se habla del ministerio con los pobres. Se cuenta allí cómo, entre los consejos que dio a Laínez para ocupar el tiempo durante su estancia en Trento como teólogo del concilio, estaba el de que no dejara de enseñar a la gente ruda. Quien ama la pobreza evangélica debe necesariamente amar a los pobres de Cristo, y ese amor no puede menos de traducirse en obras ardientes de amor y caridad. Fue el P. Pignatelli amante eximio de la virtud de la pobreza. San Ignacio, después de muchas horas de oración y lágrimas, estableció para la Compañía normas de perfectísima pobreza, especialmente en las Casas Profesas, que no tenían que tener rentas para mantenerse o atender al sostenimiento de las iglesias, lo mismo que dejó legislado que no se había de recibir estipendio o limosna alguna por las misas, predicar o cualquier otro de los ministerios que la Compañía ejercitase. El Santo quería que sus hijos ejercitasen aquellas reglas sobre la pobreza «sin glosa», con aquel desprendimiento de bienes temporales y con aquel abandono en las manos de la Providencia que les asemeja a los pájaros del cielo y a los lirios del campo, buscando únicamente la mayor gloria de Dios y su justicia, dejando lo demás en manos del Padre celestial. El Beato Pignatelli aceptó y puso en práctica, sin atenuaciones ni mitigaciones, la doctrina de las Constituciones, y no usó ni permitió usar dispensa de ninguna clase ni en la provincia ni en las casas que él gobernaba, aunque en Rusia, donde la Compañía permanecía, se permitiera y se usara la dispensa. Y esto lo cumplió en circunstancias verdaderamente heroicas. La pobreza de los jesuitas de San Pantaleón era extrema. Basta con visitar actualmente lo que entonces fue el hospital, donde el Beato residía. Cuentan los biógrafos del Beato que, al contemplar la pobreza del templo del Gesú de Nápoles, lloraban los visitantes. Las circunstancias 13
BECCARI-MICCINELLI, o.c., p. 186-187.
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hacían que la esperanza en las criaturas fuera cada vez más débil. Las pequeñas e irrisorias pensiones que había venido recibiendo del Gobierno español fueron suprimidas, las generosas limosnas que al principio recibía de sus parientes fueron poco a poco desapareciendo, y, en tales circunstancias, la prudencia y caridad del Beato consiguió que el trato que sus hijos recibieran fuera el que San Ignacio indica: que, sin dejar de percibir los efectos de la santa pobreza, fueran atendidos con la prudente mediocridad que legisló para la vida común de la Compañía. Y no solamente a los de la Compañía socorría con largueza, valiéndose de los medios que la Providencia ponía en sus manos, sino que con la misma generosidad atendía a los mendigos, pobres vergonzantes, prelados y clérigos arruinados, y hasta al mismo romano pontífice socorrió y atendió en los días de su persecución y destierro. Cuanto mayor era su pobreza, más generosa fue siempre su generosidad. Nunca su fe desfalleció, teniendo como estímulo a su caridad las palabras del Señor: Date et dabitur vobis (Lc 66,38). No es de maravillar que Dios proveyese con medios extraordinarios a las necesidades y a la generosidad del Beato, haciendo multiplicar prodigiosamente el dinero en sus manos. El sincero amor que el Beato Pignatelli tenía a la pobreza, lo enaltece hasta aquellas alturas heroicas en las que vivió San Ignacio y vivieron todos los fundadores y reformadores de las órdenes religiosas, para quienes la pobreza constituía la piedra angular de la santidad y perfección religiosas, Solamente llegar a comprender esto es una gracia extraordinaria del Señor, pero abrazarlo con toda sinceridad y verdadera lealtad constituye la salvaguardia del espíritu de la vida religiosa. El Beato Pignatelli lo comprendió con aquella fidelidad que el mundo juzga como imprudente y exagerada temeridad y parece imposible para los espíritus que llevan una vida de lamentable tibieza y mediocridad. Sin embargo, los santos, llenos de sabiduría sobrenatural, lo supieron comprender con aquella sencillez y simplicidad que aconseja el santo Evangelio. Este triple aspecto que hemos considerado en el P. Pignatelli, a saber, la formación de los novicios, la jerarquía en la selección de los ministerios y la práctica fidelísima en la pobreza, nos permite deducir con todo derecho haber sido él el auténticamente llamado por Dios para reformar fielmente la extinta Compañía de Jesús, El fue el siervo bueno y fiel, fiel en lo pequeño y en lo grande, como lo fueron todos los santos, sin que la malicia de los tiempos ni la prudencia de la carne fueran capaces de desviarlo de la senda emprendida. Firme en la verdad de su propia 340
vocación, no permitió ni la más mínima concesión al espíritu carnal y mundano. *** Contemplando con mirada de conjunto la figura del P. Pignatelli como restaurador de la Compañía de Jesús, todo cuanto encontramos en él se nos representa como heroico, sobrenatural y santo, así sus cualidades humanas en la restauración como sus sacrificios y sus luchas en la fiel ejecución de la obra encomendada por Dios. Y contemplándolo en esas alturas inaccesibles a nuestra miseria y flaqueza humanas, pido al Señor que conceda a todos los hijos de la Compañía el ver en el nuevo Beato una perfecta réplica del santo patriarca Ignacio de Loyola, que viene a mostrarnos el camino de nuestra vocación y cómo hemos de recorrerlo, El P, Pignatelli enseñó con el ejemplo y con su gobierno que la Compañía no resurgía mutilada ni mitigada por una débil transigencia con las exigencias de la época; al contrario, resurgió de las cenizas auténtica e íntegra en su realidad, tal como Ignacio la vio iluminado con luz del ciclo y como nació en la santa Iglesia en los tiempos de la falsa reforma protestante, Que su celo por que la Compañía siempre fuera lo que el Señor esperaba de ella sea estímulo y fortaleza para nuestra fidelidad. Todos aquellos que han fantaseado para descifrar eso que han dado en llamar el misterio de los jesuitas, forjando caricaturas de su verdadero rostro, pueden contemplar en el Beato Pignatelli cuál es la verdadera Compañía de Jesús en toda su auténtica simplicidad y en todo su divino heroísmo, Porque aquello que a los ojos de los mundanos se muestra como misterio indescifrable, no es otra cosa que la fiel imagen del Evangelio. El reproducir en sí misma esta imagen del Evangelio es la parte que nos toca a las almas apostólicas, si es que queremos restaurar todas las cosas en Cristo Jesús. Odiar el espíritu del mundo, confesar generosamente con la palabra y el ejemplo la verdad del Evangelio, vivir una vida sobrenatural que ahonde sus raíces en lo más profundo del espíritu e informe todas nuestras obras externas de apostolado, heroísmo evangélico en la práctica y ejercicio de las grandes virtudes apostólicas, como son la pobreza, la humildad, la mortificación y el despego de las criaturas; caminar siempre por las sendas de la verdad que nuestro Señor Jesucristo nos ha enseñado con su vida, sus obras y sus palabras, éste y no otro es el espíritu de la vida apostólica, como debe serlo, a su vez, de la Compañía 341
de Jesús; espíritu de apóstoles que puedan decir con San Pablo: Christo confixus sum cruci (Gál 2,19). Así es como deben ser los llamados a restaurar todas las cosas en Cristo Jesús, aunque los mundanos, que tildan de estupidez y locura los sabios preceptos del Señor y van a beber en las cenagosas aguas de la ciencia humana, piensen y deseen de manera completamente contraria. El P. Pignatelli fue un hombre de su tiempo, porque trabajó denodadamente en reparar una de las grandes culpas de su época sin ambages ni indignos contubernios y porque supo poner en práctica las heroicas verdades del Evangelio en tiempos en que se intentaba destruir los mismos fundamentos de la Iglesia de Cristo. A las más audaces negaciones oponía el testimonio más fehaciente de la verdad y de la virtud. Los santos no se baten en retirada cuando arrecia el furor de la guerra contra el mismo Jesucristo para evitar el caer heridos o morir. La muerte para ellos siempre ha sido su ganancia y su corona. Queridos hermanos, permitidme que os pida por caridad algo antes de poner fin a esta predicación. Comprendéis que no puedo hablar del P. Pignatelli sin recordar la persecución que sufre actualmente la Compañía en España; sin trasladarme con el pensamiento junto a mis hermanos que se encuentran allí en medio de la lucha. Quizá muchos de vosotros habréis pensado en estos dolores en el transcurso de la predicación. Pues bien, me atrevo a suplicaros que pidáis al Señor la gracia de que cada uno de nosotros, los jesuitas españoles, seamos en las presentes tribulaciones un nuevo P. Pignatelli. Esto es, sin lugar a dudas, lo que Dios nos pide a cada uno de nosotros, éste será el mayor bien que podremos hacer nosotros a la Iglesia y a la Patria y ésta será la mejor corona que podemos depositar sobre el sepulcro glorioso del nuevo Beato. El Señor, que tan generosa y copiosamente premia hasta las más pequeñas de nuestras obras de caridad, premiará vuestra oración con sus infinitas misericordias.
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San Juan de la Cruz, doctor de la perfecta abnegación 14
Por grande que sea la gloria de San Juan de la Cruz como literato, poeta, filósofo, teólogo y escriturista, es mucho mayor la que merece como santo y forjador de santos. Sobrepujar en habilidad literaria y científica a otros literatos y hombres de ciencia es mucho menos que compartir con los grandes santos de la Iglesia su santidad y su influencia santificadora. Que luego esa influencia la desplegara en prosa o en verso, en libros o en cartas, de palabra o por escrito, es secundario. No es extraño que en nuestros días, cuando está de moda hablar de humanidad —ambiente de humanidad, estampas de humanidad—, se haya analizado en todos los tonos lo que hay en el Santo que puede encuadrarse dentro de esa palabra tan imprecisa en sus contornos como atractiva para los espíritus vaporosos. Y tampoco es extraño que su amor a la cruz atraiga poco a los ingenios más o menos secularizados, que saben ver el primor de una imagen, la fluidez de una estrofa, el vigor de un raciocinio, los antecedentes de una solución, el tono optimista o pesimista de una obra, la exuberancia del sentimiento o la fantasía, pero no han alcanzado las sublimidades que alcanzó San Pablo cuando escribía: Absit gloriari, nisi in cruce Domini nostri Iesu Christi (Gál 6,14). Para ver a San Juan de la Cruz en su auténtica verdad y grandeza hay que ponerse primero en aquella disposición interior que tenía el Apóstol de las gentes cuando, escribiendo a los corintios, les decía: Y yo, hermanos, cuando vine a vosotros, vine anunciándoos el testimonio de Dios no con eminencia de palabra o de sabiduría... Porque tuve propósito de no saber entre vosotros otra cosa sino a Jesucristo, y éste crucificado... Y el hablar mío y el predicar mío no fue en persuasivas palabras de humana sabiduría, sino en demostración de espíritu y virtud (1 Cor 1,2-4). Aunque el Apóstol tuviera en ocasiones una elocuencia arrebatadora y más pareciera entonar himnos encendidos que adoctrinar, aunque alcanzara profundidades insondables de sabiduría, podía hablar así, porque su voluntad toda entera estaba puesta en dar a conocer a Cristo crucificado con verdad y con amor. Y así también San Juan de la Cruz. Su alma toda entera se deshacía por dar a conocer los más seguros caminos de la 14
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santidad a las almas y enamorarlas de ellos; y lo otro, aunque fuera el interés científico y literario, aunque fuera el ambiente de humanidad, quedaba al margen de sus anhelos y de sus trabajos. Desde otro punto de vista, nunca se podrá comprender al Santo. Me imagino lo doloroso que hubiera sido para San Pablo el que sus oyentes y lectores no hubieran visto en sus predicaciones y escritos otra cosa que el casticismo de las palabras, la corrección de la frase, la viveza de las imágenes, la construcción armónica de los períodos o los defectos contrarios a estas cualidades. Y así me parece que debe serlo para San Juan de la Cruz si nos ve merodear por sus escritos en busca de perlas literarias o científicas que tengan curso en el mundo en vez de buscar por derecho la margarita preciosa del Evangelio, que el mundo es incapaz de conocer y apreciar. Como San Pablo, podría él lanzar los amargos lamentos: Hombre animal no percibe las cosas del Espíritu de Dios...; todavía sois carnales {1 Cor 2,14; 3,3). La corona de San Juan de la Cruz como maestro de la santidad está cuajada de piedras preciosas inestimables; pero la más cuidadosamente labrada, la engastada con más amor, es la perfecta abnegación evangélica. La pulió y miró él en todas sus facetas, como el artista más enamorado perfila su obra predilecta. Su título más glorioso es Doctor de la perfecta abnegación. Cierto que el mundo no tiene oídos para oír esa doctrina, que juzga demasiado pesimista; cierto que quienes queremos andar por los caminos del espíritu tenemos miedo a un despojo tan radical; pero cierto también que todos necesitamos oír esa palabra aterradora, y tanto más lo necesitamos cuanto más cerremos los oídos a ella. La queramos o no la queramos oír, nadie puede dudar de que la clave para entender y vivir la doctrina de San Juan de la Cruz está ahí y de que además es la palabra que más necesita nuestro tiempo. Tratad de organizar las enseñanzas de San Juan de la Cruz en torno de otra idea cualquiera, y veréis que, aun violentando los escritos del Santo, os sobran u os faltan piezas; en cambio, organizadlas en torno de la abnegación, y veréis reinar una armonía perfecta, dentro de la cual tiene su puesto exacto y definido cada pieza de ese divino y viviente mecanismo. Hasta las fuentes cristalinas del amor más perfecto brotarán espontáneas, sin esfuerzo, de esa roca durísima, con todo su celestial murmullo, con toda su fecundidad indescriptible, con todos los cambiantes que van tomando sus ondas transparentes en el Cántico espiritual y en la Llama de 344
amor viva. Esto lo saben de sobra cuantos han hojeado las obras del Santo. Es tan sabido, que parece una trivial vulgaridad repetirlo. La abnegación perfecta que el Santo enseña es la palabra de salud en la hora presente, porque es la verdadera demolición de los ídolos que renacen. No me refiero a los ídolos de los impíos, sino a los ídolos de los buenos, que son los que más directamente derriba y pulveriza San Juan de la Cruz. El, que al lado de Santa Teresa había emprendido la reforma de buenos, en su labor demoledora, que mejor llamaríamos creadora, dirige su piqueta a los ídolos que suelen seducir a los buenos. Miremos cara a cara, sin timideces ni remilgos, a unos cuantos de esos ídolos que ahora privan, y veremos si es o no necesaria la piqueta del Santo. Escojamos los más desvaídos, para que sea más impersonal la descripción. En el orden espiritual, tomada esta palabra en sentido cristiano y no en sus acepciones traslaticias y difuminadas, es evidente que tienden a naufragar la solidez y la profundidad, para ceder su puesto a la exhibición. El exhibicionismo es ídolo en boga. Por eso, la organización aparatosa tiende a dominar sobre el trabajo apostólico directo. Montar un magno organismo parece en ocasiones más importante que desplegar un trabajo fecundo. Ser tiene menos importancia que parecer. De ahí la abundancia de recuentos y estadísticas, que los santos ignoraron, y esas cosechas raquíticas que se recogen de complicados y gigantescos artificios. Lo externo se promueve con técnica minuciosa, mientras lo interno se descuida. La propaganda frondosa invade el campo sin abrir surcos en él. Aturde y crea fantasmas que hagan invisible la realidad. Lo formal ahoga como cizaña a lo sustancial. Por eso la erudición crece y la posesión de la verdad se debilita; las fórmulas se alambican y el contenido se volatiliza. La rigidez jurídica de la letra oprime, en ocasiones, al espíritu fervoroso, y la ley, que es libertad para el bien y estímulo de la virtud, se convierte en lazo que ahoga y en instrumento de abusos incoercibles, cuando no en bandera de divisiones y egoísmos. La postura exterior se reglamenta y perfila hasta en el más mínimo gesto, mientras se descuida el corazón. Díganlo esas almas vacías, donde todo suena a hueco. Hasta la piedad fabrica a veces cenáculos, donde, entre exquisiteces y primores, se evapora el misterio de la cruz con sus afanes de sacrificio y humillación. En un ambiente de frivolidades, apariencias y fórmulas se diluye la solidez profunda de la verdad. Y quien desee vivir en la verdad se verá recluido en un desierto mucho más desolado y solitario que el de la Peñuela. 345
San Juan de la Cruz se le cae de las manos a quien no busque la realidad sin afeites, porque es la solidez y la profundidad misma. Las apariencias huyen ante su pluma, para dejar paso a la desnuda y descarnada verdad divina. Y cuando hay que soportarlo porque la 'volubilidad de los tiempos lo ha puesto de moda, se liban sus bellezas literarias, se investigan sus antecedentes históricos, se describen deliciosas o trágicas escenas de su vida sin penetrar en la entraña de su espíritu, Ni en su vida ni en sus obras hay un grano de incienso quemado a ese ídolo que acabamos de bosquejar, incompatible, diametralmente opuesto a su espíritu. La perfecta abnegación es en sus manos bieldo que aventa las ficciones del exhibicionismo cual paja vacía y estéril. ¿Cómo puede coexistir con el vacío profundo de sus cinco nadas esa marejada fantástica de superficialidades, apariencias y fórmulas? Del exhibicionismo nace el ídolo o mito de la inquietud. La arena movediza del exhibicionismo trae como consecuencia la inestabilidad. La paz del Evangelio no se alcanza corriendo en pos de apariencias fantasmagóricas. Es lógico que, andando tras ellas, las almas vivan en la inquietud de quien palpa en las tinieblas y siempre se encuentra con las manos vacías. La 1 inquietud es una de las consignas de ahora. Claro que lo es porque no se analiza y precisa lo que se dice, pues de otra manera lo sería para aquellos que peregrinan lejos del bien y la verdad a través de la enmarañada selva de las opiniones humanas o de los vaivenes del corazón, pero no lo sería para los buenos. Lanzan la palabra los que no saben señalar un norte fijo a la vida, y la repiten los que saben señalárselo, quizá por el afán morboso de hablar el lenguaje de su tiempo. Dijeran deseos insaciables de santidad, y no harían más que repetir como un eco la doctrina de San Juan de la Cruz, que, cuando de santidad se trata, se siente devorado por el hambre y sed de amor que la gracia de Dios infunde en los corazones puros; pero, si dicen inquietud, dicen el rasgo dominante en la vida del pródigo, dicen el suplicio de Tántalo, dicen lo contrario de aquel sosiego profundo, de aquella posesión pacífica, de aquel tranquilo goce que va inundando el alma en la medida que va creciendo la insaciable ansia del amor divino y la luz de la divina sabiduría. La inquietud no es por sí misma un fin, sino un estado vacilante por enfermizo; no es una actividad, sino una desorientación; no es una ascensión, sino el movimiento que lleva a cualquier parte; no es quicio de las almas, sino desquiciamiento de la vida. Tomarla como I lema es convertirla en ídolo. Ni para librar los combates del Señor sirve, pues los buenos van pacifici ad bellum, como los héroes. San Juan de la Cruz no busca inquieto lo que 346
no ha encontrado, sino que busca en paz, porque halló y sabe por dónde se halla más. Buscan con inquietud permanente los agnósticos; no puede buscar así quien vive en los fulgores de la fe. Inquietud es desequilibrio de la mente o del corazón, o de ambos a la vez; el ideal de San Juan de la Cruz es el equilibrio eterno del alma que vive en la verdad divina. Cuando urge que se sosieguen los hombres y vivan cada uno en paz bajo su parra y bajo su higuera, se trabaja por convertir el mundo en una casa de epilépticos, preconizando la inquietud. Toda la obra de San Juan de la Cruz preconiza lo contrario. Hasta lo más escabroso de las sendas que traza a las almas conduce a la luz y a la paz. Con su doctrina de la abnegación va cegando una a una las fuentes de la inquietud en los sentidos, en la memoria, en el entendimiento y en h voluntad. Germen de la inquietud es el desorden, y el Santo trabaja por extirparlo de raíz hasta poner en orden completo y estable nuestra alma toda entera, es decir, hasta aplacar todas las inquietudes con la negación radical de todo lo que no es Dios. El ídolo de la inquietud quiere formar su nimbo de gloria con lo nuevo. Lo nuevo es otra consigna, otro mito de la hora presente, otro ídolo. Las generaciones que surgen repudian a las generaciones maduras, porque no son lo nuevo ni se dejan fascinar con lo nuevo. Son, dicen, un anacronismo en el renaciente ahora. Todo ha de ser ofrendado en el altar de lo nuevo, y por eso se acuñan nuevas palabras, se teje una nueva sintaxis, se usan métodos nuevos, se crea un estilo nuevo, se acoge lo nuevo como sea y de donde venga. Como no se puede prescindir del Evangelio, porque eso sería pasarse al bando de los malos, se intenta renovarlo, y ya hay un concepto nuevo de la santidad, otro concepto nuevo de las virtudes y otro, en fin, del apostolado. ¿Quién no lo conoce o lo padece? Seglares indocumentados presumen definir todo ese nuevo, a despecho de teólogos y directores espirituales, parapetándose en textos recortados ad usum Delphini. Y de tal manera el ídolo de lo nuevo triunfa, que a él se inmolan las grandes virtudes apostólicas de la humanidad, de la pobreza, del sacrificio y del desprecio del mundo. Las órdenes religiosas están envejecidas, y hay que sustituirlas por creaciones ajustadas al espíritu nuevo. Los seglares tienen que renovar, como savia nueva, lo viejo del sacerdocio. Lo nuevo pulula por doquier, ahogando lo viejo. Si no se lleva la marca del ídolo en la frente, no se puede entrar en la sinagoga de los iniciados y elegidos. No se demolerá ese ídolo ni se exterminará a sus adoradores mientras no prevalezca lo eterno sobre lo nuevo. Para hacerlo prevalecer han 347
luchado siempre los santos como el ejército de Dios, y en esos escuadrones, entre los héroes, luchó en su vida, y sigue luchando con acerada energía en sus escritos, San Juan de la Cruz. Por eso él y sus obras son eternos. Como espuma de mar alborotado se han deshecho innumerables vidas y escritos consagrados a lo nuevo en el correr de los siglos, mientras siguen flotando el Santo y sus obras con destellos de eternidad. San Juan de la Cruz fue nuevo en su tiempo; y tan nuevo, que no faltaron espíritus miopes que le juzgaran peligroso; pero su novedad era otra. Era como la novedad del canto de la alondra, que sorprende a los murciélagos. Lo nuevo en él no era un ídolo; era la intuición del genio, que sondea abismos adonde no llegan las almas vulgares. Esta es su originalidad. Vamos a mirarla, a ver si se nos va el corazón tras ella. Se andan buscando antecedentes de la doctrina espiritual que el Santo enseñó; se intenta formarle a esa doctrina un árbol genealógico en que no falte una rama; se le buscan analogías o disonancias hasta en los más lejanos sistemas. Ni un punto de esa doctrina se quiere dejar sin una determinada fuente donde el Santo la recogiera por herencia o por reacción. Benemérito trabajo, pero quizá excesivo. Por lo menos, demasiado disperso y poco favorable a la penetración profunda. Quizá todo se iluminaría invirtiendo los términos y partiendo de otro punto para la investigación y el estudio. Valga lo que valiere, apuntemos la senda que nos parece verdadera. La fuente de donde brota la sabiduría de San Juan de la Cruz es la misma de donde brota siempre toda sabiduría divina: la pureza del alma. En el alma pura entra la sabiduría de Dios a raudales, hasta inundarla. Lleno de tan alta sabiduría, que no se aprende en los libros, sino que Dios comunica a los corazones puros, vio, hasta lo más hondo, el contenido inagotable de aquella sentencia evangélica: El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, etc. Y conoció con perfecto conocimiento la abnegación. Vio los caminos de renuncia que a ella conducen; vio los esfuerzos que el alma ha de hacer para recorrerlos; vio la acción de Dios, que completa nuestro esfuerzo con misteriosas purificaciones para que alcancemos esa meta árida y pedregosa según el sentir humano, pero en realidad fecunda y beatificante; vio los frutos de la abnegación con todos sus transportes de amor heroico; vio cómo Dios toma posesión de los corazones abnegados y los llena de sí, a veces con gracias extraordinarias, de unión sensible, cada vez más íntimas, y 348
describió esas gracias cantando en sus descripciones al amor divino; vio la perfecta abnegación en lo que es para el hombre y en lo que es para Dios. Para el hombre es despojo, renuncia, desnudez, nada, y para Dios es talismán irresistible que le roba los tesoros de su infinito amor. Mirándola en el hombre, llegó hasta la división del alma y del espíritu con la sutileza que da la divina luz, y no quedo un repliegue adonde no alcanzara el fuego purificador de su doctrina. Formas de abnegación que nadie hasta entonces había descrito por modo tan clarividente, fueron clasificadas por él de una manera inconfundible. A veces, como cuando habla de la purificación del entendimiento, se le ve pugnar con el lenguaje y forzar los términos hasta un punto que desconcierta a quienes no están habituados a su modo de ver y de expresarse, porque no encuentra vigor bastante en el lenguaje para decir todo lo que se le ha concedido conocer. Otras veces enuncia despojos radicales, y los confirma con muchedumbre de argumentos, que luego él mismo con una frase fugaz, como si tuviera miedo de que en ella se atrincheraran las almas ilusas, reduce a sus términos exactos, como al hablar, por ejemplo, de visiones y revelaciones. Otras, en fin, se le ve, con un análisis minucioso, señalar el mínimo polvillo microscópico que atenúa a los ojos de Dios la belleza de las virtudes para que llegue hasta ahí el cuidado purificador de la total abnegación. No le tiembla la mano al señalar llagas, ni la voz al denunciarlas, pidiendo el sacrificio de holocausto. Todo lo analiza, lo describe, lo purifica, lo exige cantando, como quien sabe que va y lleva a la posesión perfecta de su Dios. Cuando parece que todo lo demuele, mientras los cobardes se entristecen y tiemblan, él goza, porque aquello, más que demolición, es arrancar del huerto los abrojos para que florezca con más lozanía y venga Dios a recrearse en él. Dios es amor de celo y amor de complacencia, y San Juan de la Cruz ve ese amor de celo reproduciendo en cada alma el sacrificio del Calvario, con noches oscuras que nadie como el Santo ha sabido penetrar y cantar; ve ese amor de celo con todas sus exigencias bienhechoras, con sus centellas agudas, con su misterio impenetrable, con sus difusas, imperceptibles claridades de divina comunicación. Y luego ve aquel amor de complacencia realizando su inefable lema: Deliciae meae esse cum filiis hominum, y desbordándose en delicadezas y generosidades que ni el mismo Santo, con los mismos sublimes acentos de su maravillosa inspiración, sabe traducir en las palabras de los hombres. Aquí es donde más que nunca se siente el no sé qué que quedan balbuciendo todos los que vagan, y que es rumor lejano de aquellos misteriosos susurros con que 349
el Espíritu Santo orea el huerto interior de las almas; rumor lejano, porque viene del cielo, del seno de Dios y por fuerza ha de atravesar la atmósfera del lenguaje humano, demasiado densa para permitir que llegue a nosotros ese susurro del Espíritu en toda su pureza. Otra vez el Santo fuerza aquí las palabras a estilo de San Pablo, para caer al fin vencido en su esfuerzo y, como el Apóstol, cantar con acento victorioso que no es posible hablar con palabras humanas los arcanos que él ha oído en el lenguaje sin palabras de Dios. Vencido y victorioso a la vez, porque la impotencia humana vencida es trofeo del inefable y victorioso amor de nuestro Dios. Con esfuerzos, derrotas y triunfos vierte el Santo el vino nuevo en odres viejos, porque no tiene otros, y no es extraño que los odres estallen. El, en un tiempo, había aprendido humanidades en Medina del Campo, en las aulas clásicas de los jesuitas; él había aprendido después la ciencia sagrada que brota incontenible de la Suma teológica en las aulas de Salamanca, entonces las primeras del mundo, y pidió prestadas las fórmulas a sus propios estudios para encerrar en ellas, como vino nuevo en odres viejos, la sabiduría que le inundaba. De aquí sus reminiscencias doctrinales y literarias, que con tanto ardor investigan los eruditos, y que, sin duda, podrían recogerse a gavillas; pero sería un error pensar que ésos son los peldaños por donde el Santo subió a las sublimes alturas de su sabiduría, de su poética inspiración, cuando más bien son la escala por donde quiso llegar hasta sus hermanos al bajar de aquellas alturas vertiginosas adonde Dios le arrebató por caminos de la perfecta abnegación. Deteniéndose en analogías corticales, podrán entretenerse algunos en discriminar la doctrina de San Juan de la Cruz de esta u otra escuela filosófica más o menos panteísta; pero en realidad son dos mundos distintos. El uno es el mundo de la fe con sus oscuridades deslumbradoras y el otro es el mundo de los tanteos que ha hecho la mente humana para descifrar por sí misma, sin Evangelio, el misterio del universo. Suena a profundidades repetir uno tras otro los nombres de los filósofos más en boga; pero en realidad, cuando de San Juan de la Cruz se trata, es con frecuencia incomprensión y juego de palabras, si no es la humana soberbia, que en su audacia se imagina vivir más allá de la filosofía y del Evangelio. Quien no sabe deletrear la doctrina de la perfecta abnegación, no es extraño que se entretenga en los egidos del heterogéneo cabildeo filosófico o de los seductores cuchicheos literarios. 350
Los amantes de la gloria más auténtica de San Juan de la Cruz, de hoy más no sean vistos ni hallados en esos egidos de esparcimiento, más dignos de compasión que de aplauso. Concéntrense en torno del Santo y del santificador para aprender de sus labios ungidos su gran creación, la doctrina de la perfecta abnegación, acervo común, sin duda, de todas las almas santas y apostólicas, pero que nuestro Santo dilucidó con una amplitud, con una profundidad, con una luz que no tiene rival ni en los mismos doctores de la Iglesia. Ahí encontrarán lo eterno en vez de lo nuevo, la paz en vez de la inquietud, lo real en vez de la exhibición. Pero sobre todo encontrarán el camino que lleva a Dios. Para mostrarlo, y sólo para mostrarlo, escribió San Juan de la Cruz. Sus escritos tendrán o no tendrán ambiente de humanidad, pero tienen ambiente de Dios.
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El beato Juan de Avila, reformador 15
¡Qué misterioso espíritu el de los santos reformadores! Se tienen por miserables, los más miserables de los hombres, y se lanzan a reformar; prevén que de todos los puntos del horizonte avanzarán agresivos contra ellos los enemigos de la reforma, y no se intimidan ni cejan; se ven convertidos, a fuerza de intrigas, maledicencias y pretericiones, en barreduras del mundo y en desecho de todos (1 Cor 4,16), y repiten los reformadores aquello de San Pablo: De muy buena gana gastaré de lo mío y me gastaré a mí mismo entero por vuestras almas, siquiera, amándoos más, sea menos amado (2 Cor 2,15); palpan que el espíritu de reforma les cierra muchas puertas, les arrincona, les deja sin arrimo, y desde su rincón desamparado y solitario, donde saborean la dicha de vivir en la verdad, hacen resonar el grito de reforma hasta en los vericuetos más lejanos de la relajación. Aun muertos y sepultados, lo repiten, todavía con más elocuencia, desde el sepulcro, como Abel: qui defunctus adhuc loquitur (Heb 11,4); traen inquietos, recelosos, alarmados y empavorecidos a los mismos que les persiguieron, como a los rabinos les trae el sepulcro del Señor, Baldonados, bendicen; perseguidos, sobrellevan; maldecidos, ruegan (1 Cor 4,13), Les suelen llegar horas amargas, en que se sienten oprimidos, y la pobre naturaleza rechina, Quizá llegan a decir aquellas palabras amargas del gran reformador Jeremías: Tú me sedujiste, ¡oh Yahvé!, y yo me dejé seducir. Tú eras el más fuerte, y fui vencido... Todo el día la palabra de Yahvé es oprobio y vergüenza para mí... No volveré a hablar en su nombre... Por todas partes me amenazan, aun los que eran más amigos me espían... Mas pronto se rehacen. La misión reformadora es fuego que les abrasa las entrañas, corno al profeta cuando escribía: Es dentro de mí como fuego abrasador que siento dentro de mis huesos, que no puedo contener... Y acaban abriendo el corazón a la esperanza. Yahvé es para mí como un fuerte guerrero...; mis enemigos caerán vencidos y serán confundidos en su insipiencia con perpetua ignominia... (cf. Jer 20,7-11). Aun en los momentos más trágicos de la lucha les alumbra el heroísmo de la fe y el de la esperanza contra toda esperanza. Se apoyan sólo en Dios. 15
Artículo publicado en la revista Manresa 17 (1945) 193-201
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Este misterioso espíritu de Dios penetró en las entrañas de nuestra Patria al alborear el siglo XVI y se derramó por toda ella con una amplitud parecida a la que había profetizado Joel (2,28ss). Tímida andaba Europa y aun la misma Roma. El nial era hondo y extenso. Temblaba la mano, como cuando hay que operar un cáncer en las entrañas. Los que habían hecho su nido en la relajación tendían una red inextricable de intrigas, complicaciones y amenazas donde quedara cautiva la verdad. Los brillantes cendales del Renacimiento eran disfraz de los más corrompidos. La ambición y la codicia profanadoras del santuario imponían su imperio. Se cerraban los oídos a la gran catástrofe, tomando su gigantesco estruendo por triviales contiendas conventuales. Tocar a las relajaciones era tocar el arca santa con mano temeraria, como aquel Oza del libro de los Reyes (cf. 2 Re c.6-7). Y mientras se perdían las horas más preciosas con aterradora inconsciencia, surge impetuosa la fortaleza de un Cisneros, que levantará la mano hasta dejarla coronada en Trento en un concilio tan español como ecuménico. Sin rebeldías de apóstata, sin truculencias de fanático, sin descarríos de alumbrado, se puso en movimiento un grupo heroico de reformadores como quizá no lo había conocido la Iglesia. Cundió la reforma como luz que se difunde incontenible. Vibró España entera de anhelos reformadores. En esta labranza de Dios se oyó la voz de la tórtola y floreció la primavera. El Beato Maestro Juan de Avila, precursor y colaborador de Trento, se destaca entre los reformadores españoles con aire de adelantado y de caudillo. Dios le preparó y estuvo con él. Cerrándole otros caminos, le hizo entrar por el de la reforma. Después de cuatro negros años en Salamanca, hubo de retornar a Almodóvar. Su retorno tiene aquel no sé qué amargo que tuvo el retorno de Saulo a Tarso después de los primeros escarceos apostólicos. Quizá, como alguien sospecha, cortó las alas al Beato su condición de cristiano nuevo. La Universidad de Salamanca no había cerrado la puerta a los prejuicios de la época. Creyó entonces el futuro reformador que su camino era la vida retirada y contemplativa. Se sumió en ella como Pablo en Tarso. Pero no faltó un nuevo Bernabé que sacara del retraimiento de su Tarso al Saulo de Almodóvar. El bullicio de Alcalá, enjambre rumoroso de almas teológicas, fue su Antioquía. De allí partió para evangelizar la Buena Nueva. Lo hizo como apóstol genuino. Primero de todo, pobreza. Lo que Cristo había pedido a los Doce. Lo que Pablo miraba como la perla de su apostolado. También en su tiempo, y 353
mucho más que en el nuestro, los enemigos de la reforma cerraban los oídos a la palabra de Cristo sobre la pobreza apostólica, murmurando despectivamente un chabacano «Las cosas se hacen con dinero». Avila supo replicar en el fondo de su alma: «La santidad se alcanza con renuncias heroicas». Y, sin dejarse prender en sofismas de relajación, repartió su hacienda a los pobres. Era el arranque de la obra reformadora. El primer sillar, la piedra angular que siempre ponían bien asentada los reformadores santos. La que pronto había de poner San Ignacio. Nuestro reformador la puso sin saber. Digo sin saber que Dios le quería por reformador en España. El no pensaba entonces evangelizar a España, sino a las Indias occidentales. Como San Ignacio cuando quiso quedarse en Palestina. El arzobispo de Sevilla fue para Juan de Avila lo que el custodio de Tierra Santa para San Ignacio. Le cerró las puertas de las Indias. ¿Acaso, como dicen los biógrafos, porque no toleraba que pasasen a Indias cristianos nuevos? Poco importa. La providencia de Dios quería para reformador al Maestro Avila, y lo retuvo en España, foco central de la reforma. Es curioso y típico. El primer tropiezo que tuvo en su camino de apostolado nuestro reformador fue por cuestiones de pobreza. Le acusaron de exagerarla cerrando a los ricos la puerta del cielo, y dio con sus huesos en los calabozos de la Inquisición. ¡Qué misterio tan hondo! Entre aplausos subían a la cumbre de la gloria quienes derrochaban los caudales de la Iglesia para comprar el mundano título de mecenas. En cambio, quien por haber saboreado sus sabrosos frutos predicaba la pobreza evangélica, era calumniado y daba con su cuerpo en la cárcel. En tiempos de relajación hay en el ambiente una hiperestesia morbosa que no permite mentar impunemente la pobreza. Es piedra de toque para comprobar la condición de reformados y relajados. Estos la odian, y su primer impulso es acusar de heterodoxos a quienes la aman. Mas la Inquisición sevillana, descubierta la falsedad de los acusadores, quizá rivales envidiosos, hizo justicia. «Ordenóle el Santo Tribunal que predicase un día de fiesta en la misma iglesia donde de ordinario predicaba, que era en San Salvador, iglesia grande y colegial de Sevilla: y en apareciendo en el pulpito, cuando iba a comenzar su sermón, sonaron trompetas y chirimías, señales de victoria, con grande aplauso y consuelo de la ciudad». Así se repara la honra de los calumniados. Reconocer yerros no merma la autoridad. La consolida. 354
Recobrada la libertad, se dio más por entero a la predicación. La predicación fue de por vida su gran trabajo de reformador; pero la predicación reformada. A lo San Pablo. Se ensancha el alma cuando se oye al P. Granada, maestro y juez inapelable de predicadores, encabezar la biografía del Beato Avila con estas palabras: «Yo aquí entiendo encontrar un predicador evangélico con todas las partes y virtudes que ha de tener, mas no poniendo yo nada de mi casa, sino mostrádolo en la vida y ejercicio de nuestro predicador». Más se ensancha todavía cuando se va recorriendo uno por uno los densos y numerosos capítulos en que Fr. Luis va desarrollando su afirmación, Es como quien se engolfa en el mar sin fondo de la sabiduría divina y va viendo en el Beato Avila aquella elocuencia purísima que nace de tan alta sabiduría, la suprema elocuencia que diría San Agustín. Es asomarse al alma de un apóstol perfecto. Nada de pueriles preocupaciones literarias, nada de correrías desmandadas por campos de ciencia seglar, nada de címbalos artificiosos, reclamo de pedantes, livianos y zascandiles; nada de histrionismo devoto. Omnia et in omnibus Christus (Col 3,11). Pero Cristo amado con locura, y locura llevada a los más santos excesos del heroísmo evangélico. Buen olor de Cristo sin mixtura de vanidades ni tibieza. Predicar así era poner la segur a la raíz a todas las relajaciones y cultivar todas las virtudes. Imitar al gran reformador Jeremías, a quien Dios le dijo: Mira que pongo en tu boca mis palabras... para arrancar, y destruir, y asolar, y demoler, y edificar, y plantar (Jer 1,10). Se reconcilia uno con las estadísticas cuando piensa que hubieran podido servir para conocer la muchedumbre inmensa de almas arrancadas por la elocuencia del Beato al mundo y al demonio, y más todavía aquel pequeño grupo de almas que le siguieron por los caminos de la perfección evangélica, pequeño en comparación de las muchedumbres traídas a penitencia; pero en realidad grande ante Dios y ante los hombres. Sin estadísticas se ve, y esto basta, que, como San Pablo, el Beato Juan de Avila, en presencia de los innumerables problemas de su tiempo, creyó con fe iluminada que el modo mejor de cooperar a resolverlos todos era llevar las almas a Cristo, recapitularlo todo en Cristo Jesús. Es la más alta sabiduría de los reformadores. ¿Quién es capaz de calcular los trascendentales problemas que se resuelven desengañando del mundo a un Juan de Dios o a un Francisco de Borja o catequizando a los rudos entre coplillas y diálogos infantiles? Estudien otros más menudamente este aspecto de nuestro reformador. A nosotros nos basta señalarlo. Veamos otro rasgo. 355
Una cosa son los santos reformadores, y otra los arbitristas de la reforma. Estos aturden con mil invenciones peregrinas, señuelos de incautos y frívolos, mas ni siquiera tocan a las raíces del mal. Cuatro exterioridades aparatosas y rabínicas. ¿Cómo tocar las llagas, si ello significa quebranto de favor, merma de popularidad, menoscabo de medros, quiebra de vanidades, desamparo, represalias, desbandada de logreros contubernales? A tanto no llega el arbitrista. Los santos reformadores, sí; lo único que teme la verdad es esconderse. Y los santos reformadores sólo tienen estos temores de la verdad. Lo demás no les importa, puesto que no buscan lo suyo, sino lo de Jesucristo. Así el Beato Avila. Por eso señaló las llagas, sin que le temblara la mano, y el remedio de ellas, sin que se le encogiera el corazón por trabajos y sacrificios. Ahí están sus memoriales para el concilio de Trento, recientemente publicados. Sin arrequives de prudencia humana, pero con toda la delicadeza de la caridad, van desfilando, por páginas tan profundas y sobrenaturales, los prelados mundanos y negligentes, los clérigos concubinarios, los sin virtud ni letras, los religiosos relajados, las monjas a la fuerza y cuanto en la Iglesia de Dios significa relajación. Todas las llagas desde la planta del pie hasta la coronilla de la cabeza. Y como el impulso reformador lo han de dar los generosos ejemplos de arriba, el Beato no cree faltar al amor y reverencia que debe a los prelados recordándoles sus deberes y sus negligencias, y pidiéndoles, por ejemplo, que dejen su pompa de grandes señores: «con tapicerías, vajillas, vestidos de criados y cosas semejantes, y no quieran competir en vanidad con los caballeros y señores temporales, mandando lo contrario los concilios y enseñándolo los santos, y haciendo mucho daño al pueblo con su mal exemplo, que es causa de ser imitado con gran daño de los imitadores». ¡Esto en pleno Renacimiento! ¿Cómo había de temer pedir estas cosas a los prelados, aunque fuera en pleno Renacimiento, quien en páginas de suave unción y dulce humildad filial pedía a los mismos sucesores de un León X los más excelsos heroísmos evangélicos como supremo, urgente, indispensable remedio a los males de la Iglesia? «Abrásense sus entrañas y sean comidas con el santo celo de la casa de Dios... para ofrecerse, si menester fuere, a muerte de cruz. A lo menos tome su ánima la mortificación de la cruz. Hanle de caber a él los mayores trabajos... Tiempo es ya que, vendidas todas las cosas, aunque sea la túnica, tome fortaleza y esfuerzo, con que acometa este negocio; porque, si quiere pelear y no mortifica la honra y codicia placeres, será cansarse y trabajar en balde... No teniendo cuenta 356
con lo que es lícito, sino con lo que edifica a la Iglesia...; no con cosa temporal, pues en tiempo de tempestades suelen echar la hacienda en el mar para salvar la vida de los navegantes»... Y a este tenor densas páginas, que parecen escritas por San Pablo. Y ahí está, en esos mismos memoriales, el gran remedio de los seminarios clericales, esa piedra angular de la reforma preconizada y perfilada con predilección y hasta con mimo por el Beato. Es una de sus mayores glorias. A ésta le forma corona una brillante constelación de consejos tan sabios como sobrenaturales. Si un abismo le separaba de los arbitristas por la libertad y sinceridad en señalar las llagas, mucho más por la sabiduría en remediarlas. Las almas reformadoras son las más solas y las menos solas. Son las más solas porque les huyen, como a leprosos, los relajados, que son siempre los más. Les huyen y las aíslan rodeándolas de la cerca espinosa que, con recursos inagotables y complicados artificios, fabrican de consuno la hermenéutica de la malignidad, la artería farisaica y el celestineo ambiguo. El ambiente se les enrarece hasta la asfixia. Pero a la vez son los menos solos, porque se sienten en comunión con los mejores. Los mejores son pocos, pero la comunión con ellos es compañía leal, deleitosa, íntima, santa. El punto de cita es la cumbre de la perfección cristiana, no el resbaladero de la relajación; el lazo es la verdad evangélica de los mejores, que, cuando se alcanza, se llora el tiempo en que anduvo buscando compañías de otro género. Esas compañías que duran mientras sirven a lo mío, que son aprovechamiento de pasiones y debilidades ajenas para promover el propio medro, que son complicidades en intrigas ruines, el sedet in insidiis, el insidiatur in latebris del Salmo (Sal 10,8 y 9). Cuanto más solo iban dejando al Beato Avila los enemigos de la reforma, en más íntima comunión se iba sintiendo él con los más grandes santos reformadores, en particular con San Ignacio y Santa Teresa. A él miraban cuantos anhelaban sinceramente la reforma, aunque no fueran santos. Así el arzobispo Guerrero y Felipe II. Su pobre casa de Montilla era puesto de mando y norte de los mejores. A sus pies se agrupaban sacerdotes hambrientos de Dios, que luego irían a predicar reforma hasta los confines de España; a enseñar reforma en colegios, como el de Baeza; a engrosar las filas de la reformadora Compañía de Jesús, a poblar la soledad del Tardón, a dar su sangre por Cristo en las Alpujarras; como potente imán, recogía en sí hasta la última pepita de oro, mientras el torrente del siglo arrastraba el fango de los rebeldes al llamamiento de Dios. Cuando San Ignacio decía: «Venga con nosotros el Maestro Avila, y 357
le llevaremos en los hombros como el arca del Testamento», ¿no pensaba quizá que el Beato era depositario de la sabiduría de Dios para el pueblo escogido de la verdadera reforma? Lo cierto es que tan alta sabiduría fluía de los labios del Beato y que a esa fuente de aguas vivas se agolpaban cuantos andaban sedientos de vida evangélica. ¡Qué secuaces tan diversos de los que arrastraba, por ejemplo, en pos de sí un Erasmo! En el fondo del corazón, ¡cuánto más solo anda Erasmo con su corte fastuosa y lucrativa de admiradores que el Maestro Avila en compañía de almas fervorosas! La corte de Erasmo era espejismo de mundo. Los grupos del Beato Avila eran lo que hubiera llamado San Pablo una conversación en los cielos. Todos acudían al Maestro, y el Maestro se daba a todos. A San Ignacio le mandaba discípulos, a Santa Teresa le aprobaba su espíritu, aquietándola y asegurándola; a San Juan de Dios le guiaba por sendas de caridad heroica... Para todos era luz, aliento, seguridad, descanso. Todos y él eran uno en Dios, como deseaba Jesucristo. Ninguno vivía en soledad de corazón a pesar de los abandonos, persecuciones y deserciones. Las luchas por la reforma siempre son duras. Tienen la crueldad, el encarnizamiento del Calvario. Pero hay un punto donde arrecian con más concentrada saña. Los reformadores procuran promover la perfección en sí mismos y en los prójimos. Y aquí es donde los combates son más duros, porque con los enemigos de Dios se alían los imperfectos, y comienza la famosa persecución de buenos. Los imperfectos tienen una condescendencia infinita para las relajaciones y un antagonismo irreductible contra la perfección cristiana. Ven impasibles, con arrumacos y regodeos de complicidad, la decadencia espiritual; pero saltan como tigres enfurecidos contra quien hable de perfección. No lo pueden sufrir. A más de otras muchas, hay entre reformadores y relajados una divergencia cifrada en la palabra adaptación. Todos convienen en que hay que adaptarse al momento y a las circunstancias; pero mientras los últimos llaman adaptación a contaminarse con el mundo, los primeros entienden que la verdadera adaptación consiste en el ejercicio más heroico de las virtudes que más peligran en un determinado momento y en unas determinadas circunstancias. Como éstos la entendió San Ignacio. Ahí está la razón profunda de ciertas instrucciones que dio a los jesuitas que iban a Trento. Y la de muchas de sus reglas. Perciben los que son de Dios este antagonismo, y con celo que les devora las entrañas combaten contra el espíritu imperfecto siempre y en 358
todas partes. Les preocupan, sobre todo, los criterios de relajación envueltos en equívocos, ambigüedades y eufemismos. Como que tales criterios son Satanás transfigurado en ángel de luz. A ellos oponen la nítida verdad del Evangelio hasta con las santas hipérboles y paradojas, que no desdeñó Jesucristo. Una reforma que culmina en la mediocridad es Evangelio truncado, y truncado precisamente en lo que más glorifica a Dios. Pues aquí, en esta fase de la lucha, es donde el Beato Avila despliega todo su celo y refulge con toda su gloria de reformador santo. Basta ojear sus cartas, basta conocer el Audi, filia; pero, si se quiere algo más concreto, basta leer los siguientes párrafos de sus famosos memoriales para el concilio: «Y algunos destos enseñadores, y tenidos por los principales, pusieron todo su estudio y fuerza en averiguar y enseñar cuál es pecado venial o mortal, y cuál obra de precepto o de supererogación, y esto muy fríamente. La cual doctrina, aunque sea verdadera y necesaria, no es bastante para edificación de las almas y es conveniente para usar bien della que, con doctrina de palabra de Dios y de los santos dicha con calor de Espíritu Santo, sean movidos los corazones de los oyentes a seguir lo mejor». Este es el primer párrafo. En otro habla de los que apagan los fervores con decir: «No somos obligados a esas perfecciones; cosas son de consejo»; y con agudeza incisiva dice de los tales: «Si mudaran la postrera letra en «a» (conseja), dixeran con la lengua lo que sentía su corazón». Luego, en otros párrafos que aquí no es posible copiar, desata el torrente de su elocuencia más sublime para flagelar este espíritu imperfecto como sólo saben hacerlo quienes andan abrasados en amor, empezando por estampar este lamento: «Y no paró aquí el mal, porque aquellas obras de excedentísimo amor y eficacísimo exemplo que el Verbo divino obró en carne humana, de sí muy bastante a mover a los christianos aun hasta dar su sangre por El, son tan tenidas en poco, que ni la pobreza de su nacimiento, ni los trabajos de su vida, ni la paciencia en sus injurias, ni desprecio de la honra, ni muerte de cruz, ni rogar por sus malhechores ponen espuela a los cristianos a imitar lo que hizo y sufrir algo de lo que sufrió aquel Señor a quien adoramos por Dios ni tuvieron fuerza para moverlos». ¡Cuán lejos está todo esto de ciertas aspiraciones raquíticas encerradas en las fronteras de una apologética filosófica y de aquellas otras, propias de almas descorazonadas, que miran de hecho como quijotismo hablar a otras almas de virtudes perfectas y de vida interior! El Beato Avila no era así. Hacía lo que su divino Maestro Jesucristo: reprender los vicios gruesos, pero a la vez enseñar a las almas los caminos 359
de la santidad. De pensar que los criterios relajados apagaran los deseos de perfección, se le partía el alma. Su norma no era el mundano mote «gobernar es condescender», sino el entrad por la puerta angosta, el sed perfectos y el compelle intrare del Evangelio (Lc 14,23). ¡Con qué pena escribo estos cuatro rasgos tan escuetos! Cierto, el Beato Juan de Avila es eso; pero es mucho más. Para conocerle como reformador, algo sirven estos rasgos, mas no bastan ni con mucho. Lo que sobre el tema nos queda en sus escritos no cabe aquí. El torrente de su vida reformadora es indescriptible. Habría que seguir los afanes de aquel corazón latido a latido; habría que sondear sus abismos de caridad purísima y de espíritu de sacrificio; sería preciso tener ojos para ver la pureza de sus aspiraciones, su hambre y sed de santidad; saber decir su fortaleza, su desasimiento de todo lo que no es Dios, su sabiduría celestial, su conocimiento de las almas, su tacto delicado, su energía saludable, su destreza en todos los lances de la vida espiritual, su amplitud de horizontes, su sentido de la realidad, su odio al mundo, el poder de su oración, su generosidad, su confianza, su longanimidad, su mansedumbre, su vivir en Cristo crucificado, y luego saber reflejar todo esto en cada consejo, en cada sermón, en cada carta, en cada libro, en cada uno de los episodios que van sacando del olvido beneméritos investigadores. ¿Quién describe un manantial caudaloso sin convertir en estilizada y muerta figura geométrica su fecundo fluir, infinitamente vario? Ver una acuarela nunca será ver el torrente. Pero si estos ruines rasguños sirven para despertar en las almas deseos santos de reforma incesante, serán menos indignos del gran reformador. Aunque sólo sirvan para oír la palabra reforma con la humildad, con la gratitud, con el amor con que la oyen las almas buenas y sencillas. El sólo quitar a la palabra reforma su inverosímil sambenito no sería fruto despreciable. Sería sacar al Beato Avila otra vez del calabozo y llevarle al pulpito del Salvador con música triunfal, no de trompetas y chirimías, sino de corazones, para que a todos nos reformara.
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Oración fúnebre por Eduardo Dato pronunciada por el P. Alfonso Torres, S. I., en los solemnes funerales que celebró el Gobierno, en presencia de S. M. el rey D. Alfonso XIII, el día 14 de marzo de 1921 en la iglesia de San Francisco el Grande en memoria del Excmo. Sr. D. Eduardo Dato e Iradier, presidente del Consejo de Ministros ADVERTENCIA El día 12 del pasado marzo, a última hora de la tarde, me invitó el Gobierno de S. M. a predicar la oración fúnebre en las solemnes honras que debían celebrarse el 14 del mismo mes en la iglesia de San Francisco el Grande, de esta corte, por el alma del Excmo. Sr. D. Eduardo Dato e Iradier. Profunda sorpresa me produjo tan honrosa invitación, pues ni siquiera sospechaba que pudieran acordarse de mi modesta persona para una labor semejante. Ajeno por completo a todo lo que se roza con la política, apenas conozco de ella otra cosa que los nombres de los grandes políticos españoles y aquellos hechos resonantes que es imposible ignorar, Esto era lo único que yo sabía del Sr. Dato, a quien no tuve el honor de conocer personalmente. Por temor de deslustrar con mi ignorancia en vez de ensalzar la memoria del ilustre hombre público villanamente asesinado, fue mi primer pensamiento no aceptar la honra que se me hacía. Pero venía en tales términos y de tales alturas la invitación, que mis superiores la juzgaron ineludible. Acepté el encargo con el mayor rendimiento que pude, y me alenté con la idea de que en estas circunstancias era deber elemental de patriotismo contribuir, en la medida de las propias fuerzas, a la glorificación de los que mueren por la Patria, Gracias a la benevolencia de las personas que podían informarme, pude obtener los datos que me parecieron más importantes, y con ellos improvisé la oración que ahora se imprime. Me pidieron que la escribiese, y be procurado reconstruirla con la posible fidelidad. Lamento que mi memoria no sea tan fiel que me permita reproducirlo todo literalmente; pero creo que las ideas se han conservado por completo. Otras ocupaciones que no podía dejar y cierta repugnancia instintiva a publicar sermones han impedido que este trabajo vea la luz pública con la oportunidad conveniente. 361
Sirvan estas palabras para excusarme de no haber profundizado más en el asunto que se me encomendó y para dar testimonio de que he puesto en él toda mi buena voluntad. Praecisa est velut a texente vita mea; dum adhuc ordirer, succidit me (Is 38,12).
Señor: La biografía del Excmo. Sr. D. Eduardo Dato e Iradier es demasiado conocida para que sea preciso repetirla aquí. Hoy debe hablar el corazón, henchido de tumultuosos sentimientos, y al corazón no le interesa la cronología. En torno del ilustre hombre público cuya memoria nos congrega, como en torno de todos los hombres eminentes, se han librado ardorosas batallas espirituales. Amigos entusiastas y resueltos adversarios han cruzado las armas de la elocuencia y de la pluma para ensalzar o deprimir la gloria política del Sr. Dato. El juicio definitivo lo pronunciará la historia cuando se haya apagado por completo el fuego de la pasión, latente aún bajo las cenizas de la muerte. Sea cualquiera ese juicio, siempre resultará indiscutible esta afirmación, que podrá servir de epitafio indeleble: su muerte ha inmortalizado al último presidente del Consejo de Ministros. Por sencilla que sea, la más humilde de las vidas humanas forma una trama complicadísima, que sólo Dios puede descifrar. ¿Quién es capaz de seguir las evoluciones incesantes del corazón y de la mente? Cuando esa vida se ha desarrollado en el tráfago inextricable del gobierno de una nación, la trama se complica basta lo indefinido. Pero en esa trama va dirigiendo la mano providente del Señor algunos hilos, de tal suerte que con ellos, como jeroglífico misterioso, queden escritas a los ojos de los mortales verdades de eterna sabiduría. Descifrar esas verdades y explicarlas es labor adecuada del predicador, y yo voy a intentar realizarla leyendo ante V. M. las enseñanzas que contiene la trágica historia que nos ocupa. La hora presente es de una solemnidad abrumadora. En torno de ese túmulo se ha congregado lo más grande de nuestra Patria. Y semejante solemnidad no tendría la cabal interpretación que deseamos todos si nos limitásemos a esclarecerla con el pálido brillo de modestas consideraciones humanas. Sólo las verdades divinas a que aludo podrán levantarnos a regiones más sublimes que esta hora henchida de heroicos recuerdos, de santas aspiraciones y de imponente majestad. Por eso me voy a limitar a recoger las ideas divinas que flotan en el ambiente para dar 362
la más exacta expresión —que por ser mía siempre será mezquina—a lo que secretamente embarga nuestros corazones. Apenas se pronuncia el nombre del Excmo. Sr. D. Eduardo Dato e Iradier, resuenan como un eco, que es un comentario divino, las palabras de un rey, conservadas por Isaías, el más elocuente de los profetas, que repetí poco antes: Mi vida ha sido cortada como tela por el tejedor; él me la ha cortado cuando aún la urdía. Se ha arruinado súbitamente y en plena actividad una vida que servía de quicio al movimiento nacional. Todas las ruinas tienen algo de misterio que sobrecoge el espíritu y evoca profundas emociones. Al visitar las ruinas de los monumentos españoles, nos parece que estamos viendo jirones de nuestra bandera prendidos en la maleza de los antiguos campos de batalla. Pero las ruinas humanas nos hablan de eternidad y evocan pensamientos de ultratumba. Su contemplación es escuela de la más alta filosofía. Al derrumbarse la vida del llorado presidente del Consejo, se ha roto un delicado idilio, se ha parado una laboriosidad espléndida, se ha destrozado una realeza moral. Un idilio en el suelo ardiente de la vida política es un oasis en un desierto abrasado. Y ese oasis existía en la vida del Sr. Dato. Era el amor de la familia, rasgo dominante que no pudieron atenuar los más rudos azares de la existencia. No profanaré yo ese dulce misterio rasgando el velo sagrado que lo envuelve. Pero séame lícito señalarlo siquiera para que todos lo vislumbren. No es difícil vislumbrarlo, porque idilios semejantes, ¿quién no los ha vivido? Los pocos episodios de ese idilio que han trascendido a los extraños son suficientes para rastrear que semejante poema tenía acentos evangélicos y patriarcales. Unas horas antes del crimen acababa de escribirse la última estrofa. ¡Quién sabe si, por una de las adivinaciones secretas del corazón, no sería ésa la estrofa más bella! Este idilio debe mencionarse aquí, porque se injerta, como veréis, en el heroísmo de la noble víctima. Los idilios que son reales suelen nacer en las fecundas márgenes del trabajo. La laboriosidad del Sr. Dato era proverbial. Aunque él solía creer en su suerte y confiaba en ella, a la suerte precedió y acompañó un trabajo incesante. Modesto abogado, hijo de un coronel retirado, fue escalando las cumbres sociales sin apresurada ambición. Un pleito urgente cimentó su fama de jurisconsulto, que estaba consagrada antes de alcanzar una cartera. En las cumbres no le absorbió la estéril contemplación del inmenso horizonte, ni la paz capuana del triunfo. Allí trabajaba más, porque el trabajo había creado mayores energías, y todas ellas estaban puestas al 363
servicio de la Patria. Todos los presentes son testigos de esa laboriosidad y la conocen mejor que yo. Pero permitidme que, como insignificante muestra de un fenómeno que no necesita comprobación y quizá como símbolo, cite el discurso sobre la Justicia social, leído ante la Academia de Ciencias Morales y Políticas el día 15 de mayo de 1910. Está cargado de erudición abrumadora, y las ideas van allí a marchas forzadas, espoleadas por el ansia del orador, que quiere ganar las cumbres, como paloma mensajera, para atalayar el horizonte científico y tomar orientaciones infalibles. Recuerdo este discurso, porque su contextura revela muy bien el modo de trabajar del Sr. Dato y porque es obra fundamental entre sus escritos, según el sentir de los doctos. El rudo trabajo que se imponía a sí mismo el Sr. Dato no alteró en un punto aquella condición singular que todos le reconocían, aunque apreciándola de muy distinta manera, y que yo no sé si calificar de firmeza serena o de firme serenidad, pues de tal modo reunía ambas cosas, que no es fácil determinar cuál era el verdadero sustantivo. En los momentos de mayor exacerbación y violencia política, el difunto presidente desconcertaba por su aplomo impasible. Rugían las pasiones en torno suyo, y él medía las palabras y las calculaba como si en derredor todos estudiaran pausadas matemáticas. Las ocasiones de crisis suprema, como fueron los primeros días de la guerra europea, le hacían meditar; pero pronto salían de esa meditación resoluciones precisas, matizadas con todas las reservas de la prudencia, que se traducían después en la conducta de una manera constante y diáfana. Así se resolvió y salvó la neutralidad española. Nunca esas resoluciones y criterios estuvieron inspirados, preconizados o sostenidos por la pasión, que con tanta frecuencia es valiente disfraz de cobardes debilidades. Por eso no han dejado los discursos ni la política del Sr. Dato llagas insanables enconadas por el rencor. Con don Eduardo Dato era posible en todo momento la reconciliación, porque no sólo no cerraba jamás esta puerta a sus adversarios, sino que estaba siempre dispuesto a tenderles la mano a pesar de todos los antecedentes. En cambio, cuando se hizo precisa la represión, pudo ver España entera que bajo el guante aterciopelado de tanta delicadeza y afabilidad se ocultaba una mano de hierro. Esta fortaleza inalterable es una especie de realeza moral. Equivale a dominar las situaciones más comprometidas y da la seguridad posible de que, a pesar de los errores a que está expuesta la humana falibilidad, no se tiene por consejera a la pasión, funesta áulica de los hombres públicos. El temple de alma que estamos describiendo puede servir para juzgar acertadamente los 364
acontecimientos y para mantener un sano optimismo, mucho menos peligroso que las sombrías visiones de los hombres amargados por el cotidiano batallar. Es el temple de alma que ha inmortalizado a Sócrates a pesar de sus errores filosóficos. Crece el dolor que causa el espectáculo de todas estas ruinas cuando se trae a la memoria el trágico contraste que con ellas forma el asesinato. Al desvanecerse la vida del eminente estadista, se han profanado con sacrílega mano sus rasgos más bellos. Como dijo con viva elocuencia el presidente de la Cámara popular: «Cuando finaba el día, se dirigía el Sr. Dato a su hogar buscando un bien ganado reposo entre los suyos. En el camino la muerte le acechaba, y la saña terrible de los criminales, la cobarde ferocidad de sus seguidores y perseguidores, no le dejó llegar a su hogar, enaltecido por el cariño, santificado por la virtud; y en eso fue como nunca cruel la muerte, que él lograba habiéndola ambicionado, de lo cual somos testigos los que le hemos visto en los últimos días afrontar esa posibilidad trágica...; no era tan cruel cuando le arrebataba la vida como cuando le privaba de recibir la última caricia de los suyos; ese último beso que es, al par, suspiro con el que parece que el cariño quiere adueñarse de la misma eternidad». El idilio se cortaba en un momento de emoción suprema. Y en ese instante terminaba una laboriosidad proverbial a manos de unos hombres que se llaman representantes de grupos trabajadores y que dicen buscar las reivindicaciones del trabajo. El gobernante cuyo nombre está unido a las más importantes leyes que se han dado en España en favor de los trabajadores, que había puesto su actividad al servicio de las clases obreras con una predilección que será siempre su corona de gloria, era asesinado como enemigo de los obreros, con una ingratitud monstruosa que pone de relieve lo que cabe en un corazón del que ha huido el temor de Dios. Las condiciones en que se realizó el crimen parecen un sarcasmo. El hombre que ostentaba como rasgo dominante de su carácter la serenidad del deber, cae a manos de otros hombres que tienen la frialdad aterradora de los seres sin conciencia. Meditan y preparan y hasta ensayan los pormenores del atentado al modo que se prepararía la ficción de un drama en el teatro. La serenidad magnánima y la serenidad criminal se encontraron frente a frente, como si hubiera sido preciso demostrar que toda virtud puede ser contrahecha por una horrible caricatura. 365
Estos contrastes providenciales, al mismo tiempo que graban hondamente en la memoria el recuerdo del crimen, llevan al ánimo la impresión más viva de la fragilidad humana y lo transitorio de las cosas terrenas. Todo hombre es flor que se marchita o sombra fugitiva que se desvanece, como dicen solemnes los libros santos, y la existencia temporal es como la tienda de los pastores nómadas, que se alza a la tarde para abatirse cuando comienza a despuntar el día. La muerte suspende ese ritmo de la vida aunque se trate del hombre más necesario y generoso. Todas las aspiraciones temporales se derrumban, y todos los proyectos y todos los ideales, para ceder su puesto a la inmutable eternidad. Non habemus hic manentem civitatem 16. ¡Húndanse todas las ambiciones insensatas que llevamos en el alma y pongamos los ojos en los bienes eternos, que no destruye la polilla ni arrebatan los asesinos y ladrones! El que busca esos bienes con evangélica sinceridad, no tiene que temer desengaños ni asechanzas; no trabaja en balde ni azota el viento en sus afanes; es atleta de Dios que está labrándose con sus luchas la única inmarcesible corona. Cuanto más trágica es la muerte, más provechosa puede ser su meditación para desprendernos de lo terreno y hacernos aspirar a lo celestial. A los bienes eternos sólo se llega por las virtudes cristianas — únicamente en el nombre de Jesucristo podemos salvarnos—, y entre esas virtudes hay una de la cual nos ha dejado insigne ejemplo D. Eduardo Dato. Todos conocen la trama complicadísima que forman las virtudes y las múltiples relaciones con que están ligadas. Ha habido un genio singular que ha analizado una a una esas relaciones y ha hecho la síntesis completa de las mismas, recogiendo en un haz toda la sabiduría natural y revelada acerca de ellas. Ese genio es Santo Tomás de Aquino. Asombra la agudeza y comprensión de su inmortal trabajo. Entre esas virtudes hay una que se llama la piedad, lazo divino que une los corazones de los hijos y los padres. Para desentrañar el contenido de esta virtud habría que esclarecer todos los misterios de amor, ternura y heroísmo que caben en un corazón filial. El corazón del hijo piadoso exhala perfumes de campo lleno. El análisis es inútil, pues sin necesidad de él todos llevamos dentro esa piedad, que ni la muerte puede arrebatarnos, como el mayor tesoro de la vida. El patriotismo no es más que una dilatación de virtud semejante. Es que el perfume del hogar se esparce hasta las fronteras de la Patria. Abarca no sólo el territorio, sino la 16
Heb 18,14.
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historia y el alma del pueblo a que pertenecemos. Es una virtud cristiana que en nada contradice al espíritu católico de la Iglesia de Jesucristo. El amor universal de un pecho cristiano abarca el cielo y la tierra, pero va tomando diversos matices, todos bellísimos, según la diversidad de los objetos. La Iglesia congrega en su regazo maternal a todos los pueblos, pero sin alterar las fronteras ni la fisonomía de los mismos. En las tempestades nacionales, el patriotismo se bifurca. A veces, el amor de la Patria exige la defensa armada de la justicia, y entonces el patriotismo cristaliza en el guerrero, La Iglesia bendice las espadas de los patriotas esforzados que salen a los campos de batalla. Pero hay además otra forma de patriotismo. Se infesta en ocasiones el ambiente nacional de principios envenenados que no son agentes concretos y tangibles; son ideas y tendencias diluidas en la atmósfera espiritual del pueblo. Entonces se repite la historia de nuestros indomables mozárabes. Hay el peligro de que gradualmente se vaya extinguiendo el espíritu público, y con él la vida cristiana, para convertir la vida nacional en algo que es la negación de todas las santas tradiciones de la Patria y la implantación de otra vida exótica y humillante. Y en ese caso la cuestión no se resuelve con la espada, sino con la fortaleza inquebrantable de la virtud. La santidad es el único medio de limpiar la atmósfera envenenada. Por otros caminos no se transforman los espíritus capitaneados por San Eulogio. Esta fortaleza en el cumplimiento del deber hasta el último límite es lo más heroico que cabe en un corazón humano, y a la vez es lo más fecundo, porque es savia vivificante de todas las actividades que anidan en el espíritu público. Pero es condición indispensable para que la fortaleza rinda todos sus frutos que sea profundamente cristiana. A medida que la fortaleza va siendo más laica, fuera de que no podrá alcanzar su suprema grandeza por los caminos del laicismo, va siendo menos fecunda. El patriotismo del Sr. Dato tuvo este carácter de fortaleza cristiana en el cumplimiento del deber. Yerran miserablemente o calumnian al difunto presidente los que presentan su muerte como el resultado de una triste fatalidad. Además de quitar a esa muerte el carácter que más la enaltece, de aceptación voluntaria y generosa, sin el cual desaparece todo mérito, van abiertamente contra hechos irrefragables. Se pueden invocar éstos en apoyo de las afirmaciones que acabamos de hacer. Hay un hecho sencillamente sublime que prueba no sólo la aceptación voluntaria del sacrificio por la Patria, sino que éste era un excelso ideal al cual rindió siempre culto el presidente asesinado. Debajo de una aparente impasibilidad ocultaba un incendio de patriotismo. 367
Acompañaba el Sr. Dato a D. Francisco Silvela en sus propagandas políticas de 1897. Sorprendióle en una quinta señorial de Burgos la noticia del asesinato de Santa Agueda. Inmediatamente se suspendieron los mítines. Al oír la triste nueva, retiróse el Sr. Dato de sus amigos y buscó unos momentos de soledad. Cuando salió de ésta llevaba los ojos enrojecidos. No pudo sustraerse a los naturales comentarios de sus íntimos, y como glosa de los mismos pronunció unas palabras que expresaban este pensamiento: para un gobernante es lo más envidiable morir así por la Patria. En el tono con que se pronunciaron estas palabras, se transparentaba un alma ardientemente heroica. Permitidme pensar que Dato estaba en aquel momento envuelto en las oleadas de patriotismo que exhalan los gloriosos recuerdos españoles, de que es relicario la ciudad de Burgos, y que su corazón vibraba al unísono con el espíritu de los antiguos héroes. Los que le han tratado en la intimidad, que es donde se contrastan los sentimientos auténticos de las almas, saben que estas ideas salían con frecuencia de sus labios, y más aún de su corazón. A veces expresaba estos sentimientos con tal energía, que serían inexactas sus palabras si no se contara al interpretarlas con la noble pasión patriótica que le inflamaba el pecho. Cuando se ocupa un cargo como éste —decía refiriéndose a la Presidencia del Consejo de Ministros—, es un deber afrontar la muerte, y el deber es una forma de esclavitud». Aludía, sin duda, a la heroica docilidad con que debía cumplirse. Y se explica fácilmente la sinceridad de estas palabras. Aunque siempre ha sido dulce morir por la Patria, cuando esa Patria es España, todos ponemos en esa muerte nuestra gloria. Está amasada nuestra Patria con sangre de héroes, y no podemos renunciar a serlo sin negarnos del todo a nosotros mismos. Pero donde se prueba la sinceridad de los afectos es en la realidad de la vida. Y D. Eduardo Dato probó así la sinceridad de los suyos. Sabía muy bien que estaba amenazado de muerte. Con frecuencia penetraban en el santuario de su hogar, como aves siniestras, anónimos amenazadores. Todos allí los conocían, y se resignaban, porque todos eran patriotas. A los amigos que le hablaban del peligro les respondía manifestando la convicción que tenía de la realidad de ese peligro. Un día recibió pruebas más contundentes. A la puerta de la Presidencia del Consejo fue detenido un asesino en el momento en que pretendía atentar a la vida del presidente. Este perdonó al criminal, y todos ignoraron lo ocurrido, hasta los mismos compañeros de Gabinete. No es creíble la zozobra que debían producir estos constantes riesgos en la familia y en los amigos. Como uno de éstos, muy íntimo, casi un hijo, le rogara que se dejase vigilar y que procediera 368
con más cautela, el Sr. Dato dio una respuesta que prueba cómo su fortaleza era una fortaleza cristiana: «Lo único que puede hacerse es tener arregladas las cuentas con Dios; todo lo demás es inútil». Más adelante veremos confirmado lo que aquí no hacemos ahora más que apuntar. Pero yo quisiera que nos esforzáramos en imaginar la tragedia secreta que se debía de estar desarrollando desde hacía meses en el hogar del presidente difunto. Se palpaba el peligro continuo y se presentía el terrible final. Y con tales presentimientos toda la vida se llena de hieles: Las mismas caricias, que en otras ocasiones llenan de felicidad, parecen en tales instantes unciones para la sepultura. Por ser el sacrificio más continuo es más heroico. Se está sacrificando la vida y la felicidad en todos los momentos. No desertar del puesto del peligro o no claudicar en esas circunstancias demuestra un valor moral indiscutible. Así se merece tener por mortaja la bandera nacional. Yo he oído describir varias veces la escena de la casa de socorro, que ha circulado por las columnas de la Prensa. Instintivamente he apartado los ojos de cuanto tiene de horrenda esta escena, para verla transfigurada en patriotismo. Hay allí ternuras inefables, amores fervorosos y santos, lamentos desgarradores de tragedia, fúnebres crespones que enlutan vidas en plena alborada y vidas que tocan al ocaso, cálidos besos de despedida; pero todo ello es un grandioso poema patriótico. Aquellas ternuras son inciensos quemados en el fuego del patriotismo; aquellos lamentos tienen recias cadencias de armaduras que chocan en el tumulto del combate; aquellos crespones son vestidura de gloria en que se envuelven los que saben inmolarse cuando la Patria lo pide, y aquellos besos ardientes en que se transfunde el corazón abrasado son el himno más grandioso que puede entonarse a nuestra bandera nacional. Es condición del Evangelio engrandecer cuanto toca, hasta la misma muerte; pero al propio tiempo lo es abrir los horizontes de la esperanza aun en el momento de cerrarse una tumba. Esta esperanza la llevamos todos ahora en el corazón, flota en el ambiente que respiramos como el aroma natural de los funerales cristianos. Nuestra santa liturgia esparce ese perfume que parece efluvio de catacumbas. Cristo venció a la muerte con aquella victoria que cantó San Pablo en su epístola a los Romanos, y desde entonces la cruz que todos llevamos en nuestra frente es prenda infalible de esperanzas eternas. Pero hay ocasiones en que esa esperanza brilla con más claros resplandores, y podemos confiar que una de ellas es la ocasión presente. 369
Por cada uno de los cristianos que mueren pide la Iglesia, para que la misericordia divina le perdone las faltas quae humana fragililate contraxit. Nuestra miseria es tanta, que muchas veces faltamos en el servicio del Señor. Pero, cuando la muerte va precedida de un arrepentimiento sincero, Dios limpia misericordiosamente nuestra conciencia para que se presente justificada ante el tribunal divino. Eso es morir como cristianos. Y así murió el Sr. Dato. Hemos procurado averiguar este punto, que es el más capital en un elogio fúnebre, y, sin gran esfuerzo, hemos tenido el consuelo de verlo confirmado con la seguridad que puede tenerse en esta vida de tinieblas. Pocos días, quizá tres, antes del trágico suceso de la plaza de la Independencia, el presidente asesinado se había preparado con una confesión general para morir como un hombre de fe. Las palabras que dijera a un amigo suyo, y que antes hemos citado, no fueron una frase vana, sino una norma de vida. Hasta hubo quien quiso ver cierta paz y alegría singular en el rostro de la víctima cuando se había purificado para inmolarse por España. A esta esperanza que inspira la muerte del último presidente del Consejo, sigue espontáneamente otra en el porvenir de España. Los espíritus pesimistas se preguntan angustiados, después de cada catástrofe nacional, si hay salvación para España. En la hora presente tienen esas catástrofes una significación más siniestra, porque las conmociones que experimenta semejan contorsiones de agonía. A raíz del último atentado, o, si queréis mejor, de la última catástrofe, todos nos hemos repetido aquella pregunta, y cada uno de nosotros ha esforzado su inteligencia para conjeturar el porvenir por medio de la atenta consideración de la realidad presente. Yo me atreveré a manifestar que, no obstante mi repugnancia a escudriñar lo que Dios ha dejado oculto a las miradas de los hombres, tengo una fe vivísima en el porvenir de nuestra Patria. Somos el pueblo más católico de Europa y del mundo a pesar de todas nuestras infidelidades para con Dios. Y esto hace esperar que el Señor disimulará nuestros yerros y nos conducirá por el camino de la gloria. Nuestra grandeza antigua conserva aún hondas raíces en todos los continentes; raíces de tradiciones tan gloriosas como las nuestras tienen que dar sus naturales frutos. Por mucho que nos hayamos apartado de nuestras antiguas tradiciones con el rodar incesante del tiempo, llevamos en el alma los gérmenes de empresas gigantescas que nos legaron nuestros padres, y ninguno descansará hasta verlas repetidas. Hay pueblos que nos aventajan en magnificencias industriales y en preparativos belicosos; pero esos mismos pueblos nos envidiarían nuestra grandeza espiritual si 370
tuvieran imparcialidad para conocernos. Creen a veces que tienen un espíritu superior al nuestro porque cultivan con más tenacidad las ciencias, pero no advierten que no es la ciencia, sino la sabiduría, la que se encarna en la vida para encauzarla y dirigirla; aquella sabiduría que, sin atender mucho a artificiales silogismos, tiene la visión adecuada de las cosas y de sus fines. Hace varios siglos que estamos en posesión de esa sabiduría como ningún pueblo de la tierra, y lo que nos falta de ella nos lo ha robado la inconsciencia del propio valer y la insana codicia de lo ajeno. Por todo esto juzgo que es necesario creer en el porvenir de España. El recuerdo de la ilustre víctima cuya memoria celebramos presta una base nueva a nuestra esperanza. Decía Tertuliano que la sangre de los mártires era semilla de cristianos. Nosotros podemos decir que en España es semilla de nuevos héroes la sangre de los héroes que sucumben. A todos nos ha enseñado nuestra fe que la muerte es algo más que la descomposición de un organismo. La muerte es la escala de la inmortalidad y de la gloria, el mayor testimonio de amor que podemos dar a nuestra Patria. Y, guiados por estas enseñanzas de nuestra fe, sentimos santa envidia cuantíe contemplamos la muerte de los héroes. Esa envidia santa es nuevo fundamento de nuestra esperanza; y no uno de esos fundamentos que fácilmente suponen las almas ergotístas, sino un fundamento cuya realización parece haber comenzado ya de una manera eficaz. Permitidme evocar un recuerdo reciente, y tocaremos con las manos esa realidad. Al día siguiente del asesinato se reunían las Cámaras españolas. Nunca como entonces representaron el sentimiento nacional. La indignación y la tristeza, la fortaleza y los ideales de nuestro pueblo en presencia del sangriento suceso, encontraron digna expresión en la hirviente elocuencia de los representantes parlamentarios. Hablaba el presidente de la Cámara popular, y sus palabras desencadenaban tempestades de aplausos; pero cuando llegó al límite la ovación fue al pronunciar estas frases heroicas y sublimes: «Se equivocan los que creen que esos crímenes pueden ser eficaces; porque allí donde uno caiga, otro ocupará su puesto y lo recabará como un honor»... Es inútil el crimen, porque, «mientras haya ciudadanía y valor cívico y noción de dignidad entre los españoles, no lograrán esos malvados que lo preparan y lo realizan, apartarnos del cumplimiento de nuestros grandes y primordiales deberes». Con semejantes palabras se prueba de un modo inconcuso que los héroes comenzaban a enardecerse. Y tenía el momento que nos ocupa una significación especial por tratarse de España. Los españoles tendremos flaquezas, no tantas por cierto cuantas nos atribuyen nuestros émulos; pero 371
no hemos tenido nunca ni tendremos jamás la ridícula audacia de representar comedias colectivas de heroísmo. Es tal la sinceridad de nuestro espíritu nacional, que no sabríamos profanar así el respeto que debemos a nuestra dignidad de cristianos y patriotas; esa dignidad que los extranjeros han traducido a su lenguaje con palabras inadecuadas cuando la llaman soberbia española; pero que todos nos han reconocido. Si queremos que no se desvanezcan esos heroísmos de que damos tan claro testimonio, hemos de vivificarlos con el más sincero espíritu evangélico. Prescindiendo, para no divagar aunque sea en consideraciones provechosas, del carácter generalísimo que corresponde a esta afirmación y limitándonos a hablar de España, hemos de confesar que aquí resultará fallido todo valor que no se apoye en el Evangelio. España es una yedra prendida a la cruz de Jesucristo. La yedra se secará en el momento en que se arranque de este solar de santos el árbol de la redención. De la savia de ese tronco han vivido nuestras grandes instituciones nacionales; de ella han recibido su fecundidad prodigiosa nuestras letras, nuestras ciencias y nuestras leyes; ella es la sangre que circuló por las venas de nuestros guerreros incomparables. Suprimir a Jesucristo en nuestra vida nacional, es borrarnos del catálogo de los pueblos. Para hacer vibrar el alma española sin ficciones es preciso hablar a su fe y a sus sentimientos católicos. Todo otro movimiento público es galvanismo artificial. Nos ignoramos a nosotros mismos cuando creemos que podemos vivir del espíritu anticristiano. Y esto es más imposible en la hora presente. No son formas externas de gobierno ni manifestaciones de cultura material lo’ que lucha en el mundo. Las almas se extravían y se rebelan porque se han puesto en litigio los dogmas de la fe y los mandamientos de la única moral verdadera. De ahí esos crímenes, y esas rebeldías insanas, y esa inquietud febril de las conciencias. Son los corazones los que hay que transformar y no las instituciones sociales. Llenad de justicia y caridad los actuales organismos, y habréis salvado al mundo acabando con todas las revoluciones Por eso la labor más urgente es una intensa labor apostólica fiada en la virtud interna del Evangelio. Hasta las mismas aberraciones que se hacen correr con la marca cristiana, son una demostración palmaria de que es preciso injertar nueva savia católica en el mundo actual.
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Y los amigos de trastornos y revoluciones saben muy bien lo que necesitan cuando ponen el empeño principal en desarraigar la fe cristiana por todos los medios que tienen a su alcance. Decía muy bien el Sr. Dato que la justicia social es el «cauce por donde va vertiendo en los códigos el contenido de la moral» 17; pero nos atreveríamos a añadir, si no fuera innecesario, ya que éste es el sentido de la frase, que esa moral ha de ser la mora! evangélica. «La hora ha sonado de que tanto el burgués como el demagogo no tengan tan sólo el uno su rencor, el otro su egoísmo, éste el incendio voraz y aquél el verdugo», y para esto es menester infundir espíritu cristiano en todos. Y la evidencia de estas verdades tiene tal fuerza, que, si nos queda alguna fe en el entendimiento humano, hemos de sacar de ella la esperanza de que «el espontáneo reconocimiento del derecho ajeno» y «el voluntario cumplimiento del deber social no han de tardar mucho en ser los instigadores que a los pueblos muevan en su acción y en sus destinos»18. Con estos sentimientos en el corazón no caben pesimismos. El Evangelio es la virtud de Dios19, que puede no sólo restaurar lo envejecido, sino crear de la nada lo necesario. No nos avergoncemos nunca de ese santo Evangelio; llevémosle en los labios y en el corazón con aquella santa valentía que animaba a San Pablo al escribir para todas las generaciones cristianas su non erubesco Evangelium20, y miremos el porvenir llenos de confianza en el auxilio divino. Así veremos trocarse estos funerales en repique de gloria; ondeará a nuestros ojos, en vez de esos fúnebres crespones que enlutan los cuerpos y las almas, la bandera nacional, emblema de nuestro amor a España, cargada de inmarcesibles laureles, y tributaremos la gloria, que seguramente ansia desde el cielo, al héroe caído en el último combate, deduciendo las consecuencias de su heroísmo. Al volver del entierro del presidente asesinado, un padre augusto pasaba revista a sus hijos como a un futuro ejército de la Patria, y cuentan que iba señalándoles el orden con que debían caer en la trinchera más excelsa que ha visto el mundo si la Patria lo reclamaba. Así convertía en tradición de su linaje la santa envidia que sentía de morir por España en el cumplimiento fiel de sus altísimos deberes.
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Justicia social p.77. Justicia social p.229-230. 19 Rom 1,16. 20 Rom 1,16. 18
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Esta santa envidia sea la ofrenda que, como corona de perennes laureles espirituales y como oración ferviente, depositemos todos en la tumba gloriosa del Excmo. Sr. D. Eduardo Dato e Iradier.
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Discurso de presentación de José Permartín del Excmo. Sr. D. José Pemartín y Sanjuán el día de su recepción como académico de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras En ocasiones, el protocolo es superfluo e importuno, y una de ellas es la presente. Manda el protocolo que empiece mi discurso presentando al nuevo académico, Excmo. Sr. D. José Pemartín y Sanjuán; pero vosotros y yo sabemos que la presentación huelga y hasta es impertinente. Pemartín es tan vuestro, que todos conocéis, con la penetración que da una familiaridad añeja y cordial, sus cualidades eminentes y su fecunda y repleta biografía. La precocidad de antaño, bajo vuestras miradas, se ha trocado en realidades tangibles; aquel Pemartín adolescente que cosechaba triunfos académicos en España, Francia e Inglaterra, y que gradualmente iba subiendo de bachiller por dos veces a profesor mercantil, y de profesor mercantil a ingeniero, ha madurado en el catedrático, en el director general de Enseñanza Superior y Media y en el agregado al Instituto Luis Vives, como miembro del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Y el Pemartín que casi niño escribía artículos anónimos en los periódicos jerezanos, sorprendiendo deliciosamente a los suyos, se ha ido trocando en el director de El Correo de Andalucía, en el colaborador de ABC, Acción Española, Actualidades Científicas y revistas de filosofía, y en el autor de obras tan notables como los Valores históricos de la Dictadura española, ¿Qué es lo nuevo?, Introducción a una filosofía de lo temporal y Le roman française moderne. La evolución ascendente del nuevo académico con ese sentimiento de intimidad hogareña que es sagacidad, admiración, gozo y cariño, y que yo incorporaría al bosquejo de una filosofía sevillana. Si yo fuera retratista y tuviera que hacer el retrato del Pemartín, se me iría la mano a marcar como rasgos característicos de su figura los que él mismo, sin buscarlo, acaba de exhibir en el docto y elocuente discurso en que se ha volcado su alma entera. No necesitamos más para conocer su agudo ingenio, su copiosa erudición, su magnanimidad gene rosa y el fuego de entusiasmo que lleva en el alma. Estilizaría yo la imagen del Sr. Pemartín con pocos rasgos muy expresivos y muy suyos. Ante todo, inquieta movilidad interior, que se 375
despliega en dos direcciones: la investigación ansiosa de lo inexplorado y la creación inagotable de nuevas fórmulas para vaciar en ellas lo explorado. Luego, afición a filosofar por sendas poéticas, que, como habéis visto, le lleva a catalogar los sistemas filosóficos con metáforas de arte pictórico, escultórico y arquitectónico; a encarnar las lucubraciones metafísicas en surtidores de patios sevillanos, en frondas que trepan y se asoman por encima de las tapias y el perfil inolvidable de la Giralda. El peripato o la academia de nuestro docto compañero es la poesía desbordada, subyugadora, radiante y totalitaria de la tierra andaluza. Filósofo poeta, Pemartín es además un enamorado de lo clásico, como lo prueba el pulso firme, la tenaz perseverancia con que lo ha implantado y mantenido en la enseñanza española. Esta es, creo yo, la mayor entre todas sus glorias, con set tantas. Pero el amor a lo clásico se hermana en él con modos de ver y de hablar matizados de seductor romanticismo. Una suave oleada romántica, si bien cargada de aromas helénicos, ha pasado sobre nosotros mientras le escuchábamos. Es como un peregrino de la estética que va buscando el Partenón por sendas que son volutas, guirnaldas, columnas en espiral, frondosidad vertiginosa, gracia torrencial de un retablo del XVIII. Daría yo alternativamente a estos rasgos rigidez dialéctica y morbideces poéticas, claroscuros de ensueños y nitidez de técnica, armonías de síntesis anheladas y contraste de análisis realistas, matices intelectuales y reflejos sentimentales, solemnidad arquitectónica de columna aristocrática y arco intelectual, como él diría, y alados jugueteos de luz entre frondas, para fundir luego colores, matices y líneas, buscando el ritmo exacto en el fuego de una fe que tuviera como cifra delicada, afiligranada y misteriosa su devoción filial a Nuestra Señora de los Reyes. Quien así trae tales obras entre las manos, tiene abiertas por derecho propio las puertas de esta Real Academia. Aunque no trajera otra cosa que su grandioso discurso, merecería que se le abrieran de par en par. A este discurso me toca responder en nombre de la Real Academia, y quisiera empezar recordando una frase de maese Rodrigo, en la cual encontraréis de antemano el tono del mío. En la dedicatoria de los sermones de San Bernardo a las monjas de San Clemente, una de las páginas literarias más bellas que he leído en mi vida, escribe: «Si no os paresciere tan elegante y polido en la habla que corresponde a la opinión que dél auéys tenido, atribuyd lo en parte a su edad, que los viejos no se aplican a los nuevos y repolidos modos de hablar». 376
Eso decía maese Rodrigo de San Bernardo, y eso os repito yo de mi pobre discurso para que no esperéis de él nada que se parezca a la elocuencia arrebatadora, cincelada, del Sr. Pemartín. No es mi ánimo analizar con acribia filosófica la filosofía del arte y la belleza que acabáis de oír, pues semejante análisis ofrece dos dificultades que no sé vencer. Un análisis doctrinal nos llevaría por fuerza a un despojo, que ni vosotros ni yo tenemos corazón para hacer: el despojo de una frondosidad poética bellísima para reducir los pensamientos a silogismos descarnados. Sólo así se puede analizar en serio una doctrina. Ni vosotros ni yo, como digo, tenemos corazón para semejante despojo. Sería como desmontar las piezas repujadas y cinceladas de una joya de orfebrería para comprobar la técnica de su armazón. A esta primera dificultad se añade otra más grave. Realizado el despojo, sólo nos quedarían entre las manos cuestiones muy dignas, sí, de discutirse en el seno de cualquier docta academia, pero no en solemnidades como la presente. Una breve enumeración basta para persuadirnos de ello. Nos veríamos ante cuestiones como éstas: si la relación de la esencia a la existencia ante y en general de la potencia al acto, en rigor filosófico, es relación de medio al fin; si los dos trascendentales, verdadero y bueno, se han de predicar del ente sin disgregarlo o se han de repetir entre la esencia y la existencia que el ente implica; si el putchrum es un nuevo trascendental que sea preciso añadir a los cinco tradicionales y clásicos; si la adecuación de esencia y existencia admite grados, y sí precisamente esos grados, caso tic existir, miden los de I; belleza y tienen, a su vez, la belleza por medida; si el neologismo existencia! ofrece equívocos desorientadores o mantiene en toda su pureza y precisión técnica el concepto de existencia usado en la filosofía clásica; si es o no admisible que el reflejo de la Trinidad divina en las criaturas, que tan agudamente analizaron San Agustín y Santo Tomás, se trueque en un reflejo informe, constituido por la verdad, el bien y la belleza, mediante una apropiación distributiva de estas perfecciones a las tres personas divinas. El simple buen sentido nos dice como un veto rotundo: Non erat hic locus. En hora tan diáfana y efusiva como ésta, no encaja un estudio tan frío y tan descarnado. Sería perdernos en lobregueces de laberinto, cuando refulge deslumbrador el sol de la elocuencia difundiendo vida y belleza. Hasta es posible, como suele pasar en casos parecidos, que no todas fueran 377
coincidencias, y que hubiera dejos de discusión, fraternal siempre, claro es, cuando sólo es hora de abrazos cordiales y de entusiasmo sin reticencias. Por eso prefiero contentarme, aunque me tengáis por superficial —no cometeréis por ello injusticia—, con unas glosas marginales, ni siquiera interlineales, a tan original y sugestiva filosofía. Deploro que me haya tocado escribir estos garabatos al margen de un códice miniado, El arte, por definición, no es filosofía, ni siquiera ciencia; pero sobre el arte se puede construir una filosofía. En otros términos, el arte no es filosofía, pero tiene dos magníficas amplificaciones que la iluminan, la completan y la profundizan. Una es la filosofía de la belleza, y otra la de la historia del mismo. Sevilla, creadora fecunda y hasta derrochadora de arle, podrá un día filosofar sobre el arte, la historia del arte y la belleza en general; pero hasta el momento presente no ha filosofado. Id Sr. Pemartín es prueba viviente de ello, pues cuando ha querido comprobar con alegaciones eruditas sus afirmaciones filosófico-artísticas, las ha tenido que buscar fuera de Sevilla y hasta allende los Pirineos. Esta innegable esterilidad de la ubérrima Sevilla, ¿qué significa? ¿Acaso que entre la filosofía y el arte sevillano ha existido hasta hoy un divorcio quoad vinculum? Bastan unos instantes (rara que los averigüemos juntos. La visión del filósofo y la del artista no solamente son heterogéneas por naturaleza, sino además contrapuestas, liaste recordar un rasgo manoseado. Id filósofo, hasta cuando piensa en la materia, lo hace abstrayendo de la materia. Id artista, en cambio, hasta cuando contempla lo espiritual lo ve encarnado en ella, aunque a veces ella sea tan implacable y volátil como el sonido. Estas dos visiones son intransferibles. Tranferibles significaría transformar al filósofo en artista o al artista en filósofo; es decir, anular sucesivamente al filósofo o al artista para dar vida al artista o al filósofo. Si pudiéramos fundir en una sola persona a Eidias y a Platón, vivirían juntos en ella el artista y el filósofo, pero seguirían siendo irreductibles. La visión de Fidias artista y la de Platón filósofo, por íntima razón formal, seguirían siendo contrapuestas. Hay, sin embargo, casos en que ambas visiones, sin dejar de ser contrapuestas, coinciden, y son aquellos en que el artista y el filósofo clavan los ojos del alma en objetos idénticos. Entonces en el objeto se dan cita, se encuentran, se unen las dos miradas que por naturaleza son 378
heterogéneas y contrapuestas; fría, escrutadora, contemplativa la una; centelleante, creadora, comunicativa la otra. Una profunda filosofía del arte descubre con sorpresa admirativa no sólo que la inspiración artística es un misterio en su origen, por brotar de fuentes que ninguna filosofía humana es capaz de alumbrar, sino que sigue siendo un misterio, porque vive en lo más recóndito de la vida espiritual y porque tiene vuelos insospechados, pero reales, a lo espiritual, a lo metafísico c incluso a lo sobrenatural. No es momento de amplificar estas ideas, pero sí de recordarlas para justificar la coincidencia objetiva de la visión artística y la visión filosófica y para entrever que esa coincidencia no es yuxtaposición fortuita, sino que está enraizada en la íntima naturaleza del arte. Pues bien, esta coincidencia se dio en el siglo de oro de lo filosofía y del arte sevillano. La filosofía sevillana en ese período era la escolástica en plena madurez, es decir, la filosofía embebida en la revelación y desglosada por los escolásticos con tecnicismo griego. El arte sevillano en el mismo período es arte esencialmente cristiano, y, por lo mismo, la inspiración creadora de los artistas está vivificada por la fe. Las visiones artísticas eran visiones sobrenaturales y divinas; el arte las encarnaba en la materia como no las había encarnado jamás en todos los siglos cristianos. Bien sabéis que no es hipérbole. Discutan cuanto quieran los teorizantes abstractos sobre si es posible o no una filosofía cristiana y un arte cristiano, sobre si pueden enlazarse arte y filosofía. La cuestión en Sevilla está zanjada. El arte sevillano supo vivir y aprisionar las verdades de la filosofía sevillana, y la filosofía sevillana se vio encarnada y aun superada en lienzos y tallas que son gloria de Sevilla, de la Iglesia y del mundo. Podrán o no descifrar esta síntesis los agnósticos septentrionales con sus reactivos y sus lentes; pero aquí la descifra sin saberlo, con ingenuidad deliciosa, hasta la última mujer del pueblo que en cualquier esquina de la Campana contempla con ojos radiantes de fe y humedecidos de amor el desfile de los pasos; la procesión del arte, de la filosofía y de la teología sevillana. El arte tiene su ascetismo, como lo tiene la vida cristiana. Como el ascetismo de la virtud tiende a conseguir y conservar la plena libertad del espíritu para seguir las mociones divinas, así el ascetismo del arte tiende a conservar la libertad de la inspiración creadora, sin que la degrade o violente la seducción de lo sensible. Hasta los genios tienen 379
desfallecimientos en este punto. Alguna vez be osado pensar que Miguel Angel padeció la seducción de la técnica, y Rafael la de lo sensible. El arte sevillano en este punto ha tocado las cimas supremas. Un ascetismo artístico perfecto y consumado ha producido obras como el Cristo de Velázquez y el Señor de Pasión, donde la técnica y lo sensible tienen su expresión cabal, pero donde impera la inspiración creadora con señorío tan absoluto como si la técnica y lo sensible no existieran, Aquí está otro de los pasos naturales, no forjados por malabarismos filosóficos o artísticos, que establecen contactos profundos entre la filosofía y el arte sevillanos. No es hora de explorarlos, y por eso pongo punto final a la primera glosa. Plieguen sus alas el arte y la filosofía del arte por un momento pura que ponga su severa glosa la historia, la maravillosa historia sevillana. Sabido es que la teología católica atravesó en el siglo XIII una crisis profunda, de la cual salió transformada. Hasta entonces había sido agustiniana; desde entonces fue tomista. Esto significa que el substratum filosófico de la teología fue hasta entonces neoplatónico, y desde entonces aristotélico. San Isidoro, más enciclopédico que filósofo, al recoger la cultura antigua en sus obras, hubo de recoger por fuerza la corriente agustiniana, que por entonces fertilizaba los dilatados campos de la Iglesia occidental como Nilo solitario que fertiliza su amplio delta. Esa corriente dejó en las obras isidorianas su denso y fecundo limo neoplatónico. Por eso se puede hablar de un San Isidoro platonizante. El limo no era homogéneo, pues Porfirio, a imitación de su maestro Ammonio Saleas, bahía contaminado de aristotelismo a la filosofía platónica, y contaminada la recogieron sucesivamente San Agustín y San Isidoro. Por eso se puede hablar también de un San Isidoro con reminiscencias aristotélicas. La filosofía sevillana, mientras estuvo bajo la influencia de San Isidoro, hubo de ser platonizante, aunque contaminada de aristotelismo. Cuando resurgió nuevamente en los días de San Fernando, tuvo que sufrir la misma transformación que toda la filosofía occidental. Un grande hombre, siglos adelante, consagró oficialmente la transformación. Este hombre fue maese Rodrigo Fernández de Santaella. Curiosa sería la comparación entre maese Rodrigo y San Isidoro. Pero la semejanza que más nos importa consiste en que, de modo parecido a como San Isidoro con su profunda influencia en la Europa medieval contribuyó al triunfo del neoplatonismo agustiniano, maese 380
Rodrigo con la fundación de sus estudios generales encauzó definitivamente la filosofía sevillana por caminos peripatéticos. Después de ordenar que se estudie un trienio de filosofía y artes liberales, prohíbe que «jamás, pública ni privadamente, se enseñe doctrina de los nominalistas ni de Raimundo Lulio, porque privan a los entendimientos de los ignorantes de lo verdadero, sagrado o fructífero, perturbando, estorbando y corrompiendo, pues los que siguen estas doctrinas son como aquellos vanos de quienes dice el Apóstol: Siempre aprendiendo y nunca alcanzan la ciencia». ¿No es esto consagrar el realismo aristotélico? No creo excederme si digo que la historia de la filosofía sevillana a partir de ese momento está por escribir. En los diccionarios biográficos o bibliográficos se anota el exiguo porcentaje de filósofos sevillanos que nos ha dicho el Sr. Pemartín; pero ésa no es toda la historia de la filosofía sevillana. Para escribirla se necesitarían por lo menos otras tres cosas: averiguar qué maestros enseñaron la filosofía en las aulas sevillanas, estudiar la copiosa bibliografía manuscrita que aquí se conserva —sólo en la biblioteca de la Universidad hay más de cincuenta manuscritos filosóficos y un número tres veces mayor de teológicos saturados de filosofía— y, por último, valorar mejor lo que ya es generalmente conocido. Desde que D. Marcelino Menéndez Pelayo llamó la atención sobre Sebastián Fox Morcillo, por ahí se ha orientado la investigación; pero hay otros filósofos sevillanos que tienen más alta y universal significación, como el cardenal Juan de Lugo, de pura cepa trianera, cuya penetración filosófica no vacilaría yo en reconocer como superior a la del mismo Suárez. Así también el famoso sevillano Juan de Montesdoca, Pbilosophus acutus, profesor de Bolonia, Padua, Pisa y Florencia. También sería interesante, ahora que tanto priva la filosofía existencial, analizar de nuevo la Philosophia vulgaris, de Juan de Mal-Lara, vecino de Sevilla, impresa aquí mismo, en la casa de Hernández Diez, calle de la Sierpe, año de 1568. Su comentario erudito de mil refranes es algo más que una vulgar antología. Los tres puntos indicados sería preciso dilucidar para caracterizar con sólido fundamento histórico la filosofía sevillana; pero, sin necesidad de tantas investigaciones, se puede afirmar con seguridad plena que, en su conjunto, desde los tiempos de maese Rodrigo, es diáfanamente peripatética. Es curioso notar que una gran parte, quizá la mayor parte, de los manuscritos que he mencionado son comentarios a las obras del Estagirita. 381
Fenómeno esporádico son los dos únicos platónicos sevillanos que suelen mencionarse: Fox Morcillo y Alonso1 de Fuentes; pero creo que el platonismo de ambos autores no es producto Sevillano, sino una contaminación italiana. Varios indicios avaloran este parecer, y entre ellos la contextura de la obra de Fuentes, que es un diálogo precisamente entre un toscano y un sevillano. El autor presenta así a los intérpretes locutores: «Ethrusco cavallero natural de Ethruria, que es agora Toscana, estando en la ciudad de Senia en ciertos negocios, tomó conversación e amistad con un cavallero de la propia ciudad, que es en la provincia Vandalia. El cual se llamava Vandalio... Acaso le halló rivera del río Bhetis; un día ya tarde; solazándose»... Fox Morcillo, oriundo de Aquitania, empezó su formación en España, pero pasó en Lovaina largos años, y entre sus profesores probables se encuentran varios de apellido italiano. Es altamente significativo su empeño en armonizar el platonismo con la filosofía aristotélica, que, sin duda, había aprendido en las aulas sevillanas y quizá en las complutenses. ¿Quiere esto decir que al platonismo no le queda lugar alguno en la filosofía sevillana? No me atrevería a decir tanto, pues tal vez se podrían descubrir reminiscencias platónicas por otros caminos menos concretos. Comparando a Platón con Aristóteles, se observan sin esfuerzo estos dos contrastes: en Platón predominan las intuiciones geniales; en Aristóteles, el raciocinio sistemático; Platón en sus conclusiones doctrinales está más cerca de la filosofía cristiana que Aristóteles en las suyas, aunque, por paradoja, el armazón filosófico de Aristóteles sea más sólido que el de Platón. Una mentalidad intuitiva y realista a la vez como es la mentalidad sevillana, ¿no llevará en su seno algo de la genial intuición platónica y del macizo realismo aristotélico? Así lo ha entrevisto el Sr. Pemartín. Yo brindo el tema a otros investigadores, pues me urge pasar a la última glosa para dejar pronto de fatigaros. Esta glosa es netamente evangélica. Se refiere, como veréis, al Venerable Mañara, tercer filósofo sevillano estudiado por Pemartín. Seré breve. Allá por los siglos de los Santos Padres se solía llamar filosofía a la doctrina y a la vida cristiana. Si filosofía es amor y posesión de la sabiduría, la vida cristiana es filosofía sin sombras de duda, pues es la encarnación de la sabiduría divina. Aquí, en esta sabiduría, se funden el conocimiento y la realidad, la verdad y la vida. Tal fusión nadie la ha expresado con más vigor y profundidad que San Juan en el prólogo de su 382
evangelio. El Verbo hecho carne es a la vez luz, verdad y vida. De El ha de partir y en El ha de acabar toda filosofía esencial o existencial que no quiera ser un aerolito perturbador, perdido sin rumbo en el caos. Entendida la filosofía con toda esta grandiosa amplitud, Mañara es un gran filósofo sevillano tanto en la moral como en la metafísica. Pero si alguien pretendiera encuadrarlo en el marco técnico que llamamos historia de la filosofía, lo rebasaría, como el Evangelio rebasa toda filosofía, sea ésta meridional o septentrional, griega o teutónica. El Sr. Pemartín, que sabe mucho de esta filosofía superior porque la vive, para dar relieve a la figura de Mañara ha buscado, con profundo sentido oratorio, el contraste entre Mañara y su caricatura filosófica, la filosofía que llaman existencialista, poniendo textos tenebrosos de Heidegger al lado de los radiantes de Mañara; radiantes, digo, basta cuando Mañara le toma de la mano los pinceles a Valdés Leal para poner la muerte ante los ojos. Heidegger es uno más en la serie de falsos profetas que en las horas trágicas han venido extraviando al pueblo alemán desde los tiempos de Lutero. Su estirpe espiritual la forman el mismo Lutero, Kant, Kirkegaard, Nietzsche, Bergson, Husserl, Scheler; es decir, los filósofos de la rebelión, el agnosticismo, el devenir, la fenomenología y la soberbia desesperada. Otros han lanzado al mundo fórmulas crueles que por sí mismas repelen; él, en cambio, fórmulas venenosas y seductoras a la vez. Si en alguna ocasión se usa con propiedad el meretrix ratio, es en este caso. En medio de un caos espiritual, en un ambiente de catástrofe, cuando la angustiosa solicitud de un vivir duro e incierto oprime los espíritus y la rebeldía penetra hasta los tuétanos, lanza Heidegger una filosofía que promete iluminar el caos, que delinea una postura tentadora ante la catástrofe, que toma por clave la angustia de la vida, que llama heroísmo a la soberbia, y todo ello lo envuelve en lemas filosóficos de moda. La noción del tiempo, de manejo tan delicado, martirizada, deformada y complicada por teorizantes audaces, sirve do cómodo escondrijo a los cubileteos y prestidigitaciones necesarias. A la vez tiene virtud mágica para seducir a una generación abismada en lo temporal y vuelta de espaldas a lo eterno. Cuantos se ven lanzados en medio de torbellinos y no saben oír entre el fragor de los vientos y las olas el Ego sum, nolite timere, de Cristo Jesús, al buscar con ansia una tabla cualquiera a que asirse, se acogen desesperadamente a tales filosofías. Un día es la de Hegel, otro la de Heidegger. Siempre lo mismo. Se cumplen las palabras de Jesucristo a los 383
judíos: Yo he venido en el nombre de mi Padre, y no me recibís; si otro viniere en el nombre suyo propio, a aquél le recibiréis (Jn 5,43). Las remotas coincidencias verbales de Heidegger y Mañara no evitan que el uno esté en los antípodas del otro. El Sr. Pemartín, confrontando textos, insinúa la prueba. Pone frente a frente a la inquietud, el cuidado, el afán, que Heidegger expresó con el término alemán Sor e, y el pensamiento de la muerte, que penetra de un cabo al otro los escritos y la vida de Mañara. Así hace ver tácitamente que la antítesis es palmaria. Die Sorge es el producto fatal de una introspección o intraversión pesimista convertido, por complicada manipulación de una filosofía que huye de las esencias para acogerse despavorida a lo existencial, en esencia íntima de la vida, o, expresado con términos que subrayan el horror sagrado a las esencias, en algo más primordial que el hombre mismo. Die Sorge no es tan sólo solicitud por una tarea más o menos noble, sino sumisión fatal, pesimista y trágica al propio aniquilamiento de un ser (si de ser puede hablarse) que se descubre a sí mismo entre dos nadas tenebrosas, la nada de su origen y la nada de su destino, formuladas, para mayor tormento, en interrogantes sin respuestas. Die Sorge tiene como única salida la angustia, si no quiete embriagarse, con forzosa degradación, en las bagatelas cotidianas. Die Sorge es el mote de una tragedia espantosa, la más espantosa de las tragedias íntimas que puede vivir el hombre; tragedia erigida, con ironía cruel, en la filosofía de la existencia. ¿Qué tiene de común con esta hórrida concepción el pensamiento de la muerte que penetra la vida y los escritos de Mañara? Nada, absolutamente nada. Ni la más remota semejanza. Basta leer una vez el Discurso de la verdad para percibir, para sentir en el fondo del alma, no una oleada de pesimismo, de la cual se salva Mañara por la fe, como si en él se diera el híbrido fenómeno de empezar en filósofo existencial para acabar en creyente, sino un celo devorador por conducir a sus hermanos a lo que llama «santo monte del desengaño», donde está Cristo, «que ocupa la cumbre sangrienta, lleno de dolores, afrentas y desnudez, con el invencible estandarte de la cruz»; adonde suben los apóstoles, «llenos de angustia, de prisiones y tormentos»; los mártires, «con fe y fortaleza»; los santos confesores, llenos de penitencias por el amor de su Criador y con la esperanza de llegar a la cumbre; las santas vírgenes, cantando alabanzas al Omnipotente por el triunfo de sus victorias; los anacoretas, trepando peñas arriba con ligereza; y todos no con el ridículo y sarcástico heroísmo heideggeriano de la nada, sino con el heroísmo auténtico del divino amor «por los pobres valles» por donde caminan los humildes, Si Mañara entra 384
en el sepulcro y mira y hace mirar con realismo vigoroso «los gusanos, que han de comer ese cuerpo, y cuán feo y abominable ha de estar en la sepultura, y cómo esos ojos que están leyendo estas letras han de ser comidos de la tierra, y esas manos han de ser comidas y secas»; si Mañara, repito, con un mirar resuelto y amoroso nos fuerza a oír el roer de la carcoma, a ver las telarañas, alhajas únicas del palacio de los muertos; la compostura deshecha en huesos áridos, horribles y espantosos, no es para abismarnos en lo temporal —Zitlichkeit—, como en ergástulo tétrico y cerrado, sino para todo lo contrario: para que salgamos de lo temporal, efímero, engañoso y funesto hacia lo eterno, clave auténtica del ser y de la vida. Su realismo no es aberración filosófica ni concepto trágico de la existencia; es lo que el mismo Mañara dice: «Con estas consideraciones, tú, hermano, olvidarás el mundo y su embeleso». En las páginas viriles del Discurso de la verdad se deslizan a cada paso palabras que son atisbos del cielo, a cuya conquista se ordena por entero el Discurso. Es nuestra vida como el navío que corre con presteza, sin dejar rastro ni señal por donde pasó... Mañara se afana por dirigir su rumbo hacia el cielo. Por todo el Discurso se dilata el dilema inevitable de las dos eternidades con la metáfora de los dos montes. Y al final el Discurso se cierra con la suave y penetrante exhortación que acaba de recordaros el Sr. Pemartín: «Ruégote, hermano mío, que con maduro juicio te pongas en medio de estos dos montes tan opuestos. Mira al uno coronado de Dios, tu Padre, y al otro, del demonio, su enemigo; uno, lleno de bendiciones de su paternal mano; otro, lleno de maldiciones de su furor; uno, monte de verdad, cuyo fin es un reino eterno, una vida eterna, un descanso eterno; otro, monte de vanidad, cuyo fin es infierno eterno, horror eterno, tormento eterno y blasfemia eterna... Libre albedrío tienes; elige... Quisiera la gran misericordia de Dios y su paternal piedad vaya a parar a él mismo, adonde desdenes»... Mañara, como veis, no busca la salvación encerrándose en lo temporal y filosofando sobre él, sino irguiéndose con fe sobre lo temporal para mirar a lo eterno. En lo temporal está el lazo, en lo eterno la salvación. Entronca sin rodeos con el Evangelio. ¿Qué sabe de estas cosas la filosofía existencial? Al lado de Mañara no es sino lo que decíamos: una pobre caricatura. 385
Sólo borrando’ contornos, matando aristas y adulterando el contenido se pueden encontrar en Heidegger analogías éticas con Mañara. Para encontrarlas es menester borrar la mano delicada que sabe de rompimiento de gloria, la balanza repleta de símbolos, el «Ni más - Ni menos» escrito debajo de los platillos, la clave, la entraña íntima del Discurso de la verdad. Para que Mañara se parezca a Heidegger, para que no sea su antítesis absoluta, hay que fingir un Mañara que no sea Mañara. Ni creáis que esto es pura declamación. Tiene Heidegger un rasgo ancestral tan antitético al característico de Mañara, que hace imposible toda conciliación entre ambos. Oídlo, pues es brevísimo, y con él tocamos al fin de mis glosas. Según Heidegger, el hombre, lanzado, no dice por quién ni cómo, se siente en y con lo que en alemán se llama Weltlichkeit y servilmente suele traducirse mundanidad. Digamos en castellano el mundo que le rodea; sustituye la forma abstracta por la concreta. Al investigar qué es die Weltlichkeit, se llega a la conclusión que es mero para. Aclaremos esto a los no iniciados. Pensad en un instrumento cualquiera ordenado a un fin. Todos diríais que el instrumento es para ese fin. Suponed que prescindamos del fin y del instrumento. Nos quedaría sólo el para. Pues así, todo lo que nos rodea, según la filosofía existencial, es un mero para. ¿Por qué un para? Porque únicamente lo conocemos en su relación con nosotros, es decir, el hombre concreto lo conoce como un para él. Lo demás queda en las tinieblas. De aquí se sigue un egocentrismo absoluto. Mañara es la antítesis viviente de estas crudas brutalidades y de todo egocentrismo existencial o no existencial. No hace falta para verlo conocer históricamente su conversión, ni haber leído y meditado el Discurso de la verdad, ni recordar el poema de amor al prójimo, que compuso con maravillas de arte y mayores maravillas de virtud en esa joya sevillana que se llama la Santa Caridad. Basta imaginarse aquel hablar suyo, manso, humilde y caritativo; cuando repetía uno de sus más bellos motes favoritos: «Nuestros amos y señores los pobres». Quien así habla es irreconciliable hasta con la última sombra de yoísmo. Lo que era el prójimo para él lo dice este episodio: cierto día, un caballero le rogó que retardara el entierro de un pobre para poder tomar parte en el juego de cañas de la Maestranza, cuya hora coincidía con la del entierro. Mañara contestó con este billete, escrito en griego para un auténtico existencialista: «Señor mío y hermano: En los pobres se representa nuestro Señor Jesucristo; en los juegos de cañas se representa el 386
mundo y no su divina Majestad; y ya que somos tan malos, no pasemos a perderle el respeto y reverencia. El pobre no ha de aguardar ni una hora de la que está señalada a darle sepultura; Vmd. venga a enterrarlo, que habrá muchos que le acompañen con muy buena voluntad. Guarde Dios a Vmd. y dé el fin que deseo. De Vmd. servidor y amigo, D. Miguel de Mañara». ¡Dichosos tiempos aquellos en que se hablaba así entre los cristianos! Terminemos. El juicio de estas filosofías con trama de errores y urdimbre de medias verdades, lo formuló el mismo Venerable con estas palabras lapidarias: «Estos son unos filósofos mesurados, llenos de ciencia vana, de quienes Cristo nuestro Señor nos aconseja huyamos, porque son falsos profetas, que tienen pieles de ovejas, y por dentro son lobos carniceros, que despedazan nuestras almas con sus doctrinas falsas y engañosas; éstos son los peores». Para buscar entre los filósofos uno que preludie a Mañara y sea su esbozo, aunque borroso e incipiente, hay que remontar los siglos y subir hasta Sócrates. Filósofo Sócrates bajo el limpio cielo de Grecia, en la misma Atenas, nido de las artes helénicas, y Mañara bajo el radiante cielo andaluz, sin neblinas septentrionales, en el nido de las artes españolas. Aquél, cuando abrió los ojos a la vida, se vio rodeado de sofistas que entretenían a los atenienses tejiendo silogismos por vanidad o por codicia; éste, cuando abrió los ojos a la más pura luz del Evangelio, se vio rodeado de almas cristianas desviadas por la fascinación del mundo y el torrente de las pasiones. Aquél, sin subir engolado a una cátedra, sin refugiarse bajo los árboles de un jardín de Academos, conversando en el ágora con altos y bajos, doctos e indoctos, desvanecía sofismas y sembraba verdades; éste, sin pretender el título de rabí, conversando con los humildes y los grandes, disipada lo que llama el libro de la Sabiduría fascinación de bagatela, de palabra o por escrito sembraba Evangelio a manos llenas. Aquél entendía la filosofía no al modo de los dilettanti, como un conjunto de sorprendentes piruetas especulativas, sino con la seriedad de una vida que empezaba por vivir él mismo; éste no conoció más filosofía que la vida divina en Cristo Jesús, y la vivió con la plenitud de los santos. La vida y la muerte de aquél fueron la consagración de su doctrina; la vida y la muerte de éste enseñaron más que sus cartas, sus reglas y su Discurso de la verdad. Al pie de la Acrópolis, sobre cuya cima se yerguen desgarradas las maravillas del arte griego, creen los atenienses conservar todavía la prisión rocosa de Sócrates, tumba de los sofistas; a orillas del manso Betis conserva Sevilla el paraíso de Mañara, y la Santa Caridad, tumba de mundanidades y temporalidades, donde crecen rosales y jazmines 387
perfumados, patios, estancias, templos, andrajos de pobres y obras de arte, pero donde orea las almas, como una brisa embriagadora de cielo más penetrante que el azahar, el buen olor de Cristo que el Venerable difundió en su vida y sigue difundiendo desde su tumba. Cuando el Sr. Pemartín terminaba su discurso, volviendo los ojos a la Virgen de los Reyes, anhelaba, sin duda, poner su ingenio, su poesía, su afán filosófico, su elocuencia, su vida entera, bajo el manto purísimo de María, la Madre que invocamos siempre al comenzar nuestras sesiones consagrándole nuestros trabajos. Como última enhorabuena y bienvenida, como abrazo del alma, deseo al Sr. Pemartín que por los peldaños de su talento, su corazón, su cultura, su patriotismo y su fe siga ascendiendo a las cumbres de la sabiduría andaluza, española y evangélica; que el último golpe de cincel le sorprenda formulando con la vida entera el postrer silogismo de la filosofía de Mañara.
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PLÁTICAS DE SANTOS
En este ramillete de pláticas sobre las virtudes de algunos santos, predicadas en las festividades en las que la Iglesia los conmemora, más que la belleza de la natural y espontánea oratoria del P. Alfonso Torres, S.I., incapaz de ser expresada en los breves apuntes que nos las han conservado, pretendemos al publicarlas descubrir la constante que en todas ellas encontramos: que la santidad no hemos de buscarla ni esperarla de lo espectacular y maravilloso, sino en la dócil e incondicional aceptación, sin condiciones, de la santa voluntad de Dios.
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La santidad oculta de San José 21
Como mañana es el día de San José y no puedo yo ahora ni siquiera predicar del Santo, se me ocurrió esta idea: al menos voy a darles los puntos de San José para que los puedan meditar y prepararse a su fiesta. Eso vamos a hacer ahora: dar unos cuantos puntos muy sencillos, pero que sean muy a propósito para monjas, y en especial muy a propósito para carmelitas. Pensando en San José, a veces se va uno directamente a los textos del santo Evangelio que se refieren a él; por ejemplo, a aquellas palabras en que se recuerda que era esposo de la Virgen Santísima y que, siendo justo, no quiso denunciarla en el momento de sus dudas, y pensó dejarla; o a aquellas otras en que se habla de cómo él estaba cuando acudieron los pastores. También se le menciona en la purificación, aunque muy vagamente; y más tarde interviene como cabeza de familia en todo lo demás: en la huida a Egipto, en el regreso a Nazaret, en el Niño perdido. Finalmente, se vuelve a hablar de él cuando después, en la vida pública, dicen de Jesús los judíos: ¿No es éste el hijo del carpintero? (Mt 13,55). Es natural que vayamos directamente a estos textos pensando que en ellos está la revelación de lo que era San José y nos acojamos a lo que se dice, que era un varón justo, y a la significación que esta palabra tiene en la Escritura. Pero a mí se me ocurre que sería útil que, en vez de meditar en un texto particular, contemplemos el conjunto de la vida del Santo para ver en ese conjunto qué es lo que podemos imitar nosotros. San José, como todos los santos, es un modelo para los demás. Pero San José es un modelo para los demás principalmente porque está por encima de todos los santos. Por consiguiente, la mejor manera de honrarle consistirá en que veamos algo en el conjunto de su vida que sea ejemplo para nosotros. Si encontramos ese algo, me parece que habremos encontrado un medio muy propio ríe honrar al santo patriarca y de aprovecharnos eficazmente. Más aún, tengo la ilusión dc que, si yo supiera expresarles esta idea y la profundizaran delante de Dios, verían en ella algo así como el modo de centrar la propia vida.
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Cerro de los Angeles, 1942.
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La vida de las personas espirituales es a veces una vida centrada, está como en su sitio, en plena paz; pero a veces no. Para nosotros, el ideal debe ser centrar nuestra vida, y centrarla de una manera pacífica, según Dios, y me parece que, mirando a San José, vamos a encontrar ese fruto de centrar la propia vida religiosa. Vamos a discurrir, pues, sobre el conjunto de la vida de San José; y la primera cosa que se me ocurre a mí es esta pregunta: ¿Qué hizo San José? Si nos referimos ahora a lo que hizo a la vista de los demás, de lo que se veía a la faz de los hombres y a la faz del mundo, de lo que formaba su vida exterior, y nos preguntamos qué hizo, tenemos que responder que en realidad lo que hizo así, exteriormente, fueron las cosas más llanas, las cosas más ordinarias, las cosas más vulgares: esto es, que llegó un momento en que contrajo matrimonio (esto era lo que veían los hombres); que luego después cumplió con su deber acompañando a la Santísima Virgen en los misterios de la santa infancia; que después le tocó, como le puede tocar a cualquiera, el verse perseguido, y tuvo que huir; que después que pasó aquella racha se encerró en Nazaret a hacer su vida de carpintero de la mañana a la noche, trabajando para ganar el pan de la Sagrada Familia. No hizo nada más. No hablamos ahora de las virtudes interiores que practicaba ni de lo que Dios obraba en él. Vemos, pues, que Dios le eligió para unas obras muy corrientes. Claro que, por tratarse del padre putativo del Niño Jesús, ya era ésta una gloria inmensa; claro que, por tratarse del esposo de la Virgen Santísima, ya era ésta una gloria inmensa; pero sus obras en sí mismas son de esas obras que se encuentran con frecuencia en cualquier familia buena y en cualquier persona corriente. No hizo nada de particular; tan no hizo nada de particular, que de todos los santos se cuenta que mientras vivieron hicieron algún hecho extraordinario; de San José ni eso siquiera se dice. De otros santos, aun del Antiguo Testamento, por ejemplo, de San Joaquín y de Santa Ana, hay la tradición de que hacían tantas horas de oración, de que daban tales o cuales limosnas; de San José ni eso; de modo que no se salió del marco de la vida ordinaria sencilla y modesta. Es lo que de San José leemos en el Evangelio. Busquen algo que lleve el sello de las obras extraordinarias; no lo encontrarán; pero sí encontrarán, en cambio, cosas sencillas hechas de una manera primorosa. Miren: hay santos, como, por ejemplo, San Francisco de Asís, que Dios escoge para que se santifiquen especialmente en la pobreza y en la humillación; pero tienen que ejercitar estas virtudes, aunque los hombres no las comprendan, a los ojos de los hombres, de una manera heroica. Piensen en San José, y verán que ni este heroísmo aparece, porque ni si391
quiera tiene que pedir limosna, ni siquiera es un mendicante, sino que es un trabajador corriente que se afana en su trabajo, porque tiene necesidad de trabajar. Esto conviene subrayarlo y pensarlo muy bien. ¿Saben por qué? Pues por una razón sencilla. Dios nuestro Señor da algunas veces y da a muchas almas deseos muy grandes de alcanzar la santidad, y, cuando Dios da esos deseos, no es raro que empiecen aquéllas a pensar en cosas raras, como si para hacerse santa hubiera de salir el alma un poco de la realidad; se piensa en hacer algo por Dios, y hacer algo por Dios lo concebimos como salimos de esa realidad en que vivimos. Esto se nota más en el mundo que en los conventos. Cuando se habla con las personas, parece como que ven la santidad fuera de la realidad de su vida, y, como hay en nosotros esta tendencia, parece que es como una lección suprema esta que nos da el Señor en San José, que, sin hacer más que acciones corrientes, sencillas y vulgares en su vida, alcanzó una santidad superior a la de todos los demás santos. No es poco, por consiguiente, convencernos de que tenemos la santidad en nuestra mano; en nuestra misma vida, en las ocupaciones diarias, en las mismas cosas ordinarias, por fáciles que sean, albergan el secreto de la santidad. El secreto de la santidad hay que buscarlo ahí. Claro, en las vidas de los santos se suelen contar las cosas que sobresalen de lo ordinario; esas cosas se hace bien en contarlas, porque son dones que Dios puso en los santos para ser glorificado en ellos, para avivar nuestra fe, para nuestro aprovechamiento, para infundirnos más veneración hacia ellos, etc.; pero eso no es la santidad; son reflejos, destellos que se escapan al exterior; no era menos santa Santa Gertrudis cuando fundaba un convento que cuando barría el convento en que vivía; y como se cuentan esas cosas extraordinarias, nos parece a nosotros que no nos vamos a santificar si no las hacemos. Cuando vemos a San José, se desvanece esta idea. ¿Qué hizo San José? Las cosas más sencillas del mundo: trabajar, hacer alguna cosilla cuando se la encargaban, y a lo más, si se lo pedían, dar un consejo; cosas triviales, ordinarias y vulgares, que son las que están a nuestro alcance, y precisamente por eso yo he de buscar, por lo que a mí me toca, la santidad en lo trivial, en lo ordinario, en lo vulgar, en lo que a cada momento tengo que hacer, en lo que constituye mi vida ordinaria; en amoldarnos a eso y en buscar en eso la santidad, ahí está el secreto de nuestra vida. Figúrense una persona que realmente llega a desengañarse de todo lo demás y pone los ojos en eso, que llega a conseguirlo; piensen en una persona centrada, 392
en una persona muy en la realidad de su vida; pues ésa es una persona que todo lo convierte en propia santificación, y ésta es la vida de San José. Fíjense que Dios nuestro Señor cooperó a este camino de San José de santificarse en las cosas ordinarias y corrientes. Claro que Dios hizo algunas cosas extraordinarias; le manda a un ángel para que huya a Egipto, porque persiguen al Niño; le manda a otro ángel para que vuelva de Egipto; está presente a los cantos de los ángeles en el nacimiento, a la visita de los pastores y de los reyes. También son estas cosas muy extraordinarias, pero observen esto: en la vida de San José ésos son ejemplos fugaces, que duran brevísimo espacio, y en los cuales él se queda en segundo o tercer término; él es un testigo. Al fin y al cabo, los cantos de los ángeles, la visita de los pastores y de los reyes, son para glorificar al Niño Jesús; pero lo que se llaman cosas especiales para glorificarle a él no las vemos. No sabemos lo que duró la estancia de la Sagrada Familia en Egipto, pero es muy posible que durara poquísimo. Echando cálculos, quizá sería de meses, quizá de semanas. Esto quiere decir que los primeros meses, que el primer año de la vida de Jesús, San José fue testigo de esas cosas; pero esas cosas se borraron de la memoria de las gentes y se borraron de la faz del mundo; tanto que pudo San José vivir en Nazaret sin que nadie se acordara de ellas; a Jesús, cuando salió a predicar, no le conocía nadie, y decían; ¿No es éste el hijo del carpintero? (Mt 13,55). Lo que hace el Padre celestial con San José es dejar que pase su vida en la sombra, en el silencio; la generalidad de la gente no veía en él más que a un hombre bueno. Todavía voy a decir más. Habrán oído decir que el culto de San José empezó muy tarde. En las catacumbas existe un fresco en el que aparece la Virgen con el Niño, y detrás de ellos hay una figura en la que algunos han creído ver a San José, pero parece que es un profeta, con lo cual se quiere hacer ver a Cristo como realizador de las profecías; y eso es todo lo que hay en la antigüedad. Tenemos que llegar, ¡qué sé yo!, a la Edad Media para que empiece a expansionarse la devoción a San José, porque San Bernardo lo da a conocer, y casi se puede decir que hasta los tiempos de Santa Teresa era un santo muy grande, sí, pero muy olvidado. La razón es ésta; hay santidades que en seguida se imponen a los ojos del mundo, como la de un Francisco de Asís, quien antes de morir tenía ya fama de santo, y cuando murió la gente se peleaba por su cuerpo. Y hay santidades que no se imponen a los ojos del mundo, porque Dios las encierra en ambientes o atmósferas más misteriosas. Estas santidades las descubren los santos, un santo se da cuenta de esa santidad. Pero la 393
generalidad de la gente tiene que ver otra cosa: un Santo Domingo de Guzmán convirtiendo herejes, una Santa Teresa reformando conventos, un San Francisco o un San Antonio haciendo milagros. Esto es lo que la gente estima, la gente no ve otra cosa, y es preciso que venga una Santa Teresa o un San Bernardo para que empiecen a descubrir a los fieles lo que ahora vemos en San José. Todos vemos la providencia de Dios, que le llevó por esos caminos de no hacer nada singular, sino todo común, todo corriente; todos vemos las sendas por donde la divina Providencia le llevó, y nos preguntamos: Entonces, ¿dónde está esa santidad altísima, superior a la de todos los demás santos? Pues escondida y oculta. Yo no necesito más que una cosa para llegar a esa santidad: ponerme de lleno en la voluntad de Dios como se puso San José, de tal modo que puedan entrar la paz y el amor en mi corazón. Un santo no es más que un alma entregada a la voluntad de Dios; el que llega a esa entrega, llega a la unión con Dios. Ya no hay dos voluntades, sino que la voluntad de Dios es la voluntad común, que dice San Bernardo; no hay un deseo, no hay un temor, no hay una esperanza; no hay nada más que el cumplimiento de la voluntad de Dios tal como se presente en cada momento y en cada hora; no hay más que la entrega plena y total a esa voluntad de Dios, en la que consiste la perfecta abnegación, que es la abnegación más difícil, porque hacer un acto de abnegación cuando las cosas en sí mismas se presentan como heroicas, no es difícil, nos creemos que escalamos una altura; pero cuando esas cosas son prosa sencilla, ahí sí que no queda nada de propia satisfacción. Pues la vida de San José es eso. Fíjense que nuestro Señor parece que lo quita de en medio cuando hay algo de grande en su vida; entonces San José no lo ve ni se entera. De modo que, si se le pregunta qué misión le ha traído a este mundo, qué misión se le ha encomendado, veremos que es la empresa más grande a los ojos de Dios, la de cuidar y alimentar al Niño Jesús y a la Santísima Virgen; pero lo que llamamos grande en la vida del Señor no es para él. Vivir esa vida en conformidad con la voluntad de Dios, sobre todo si es la vida prosaica y sencilla de trabajar en el taller de Nazaret, y, cuando llega el tiempo de aparecer Cristo en público, desaparecer y aceptar eso, es llegar a la perfecta abnegación y a la perfecta unión con Dios y llegar al perfecto heroísmo, con esta ventaja: que no puede entrar en él nada humano, porque los hombres ni siquiera lo ven. Tan es esto así, que, cuando se habla de ello, parece que está uno empleando hipérboles, y se pregunta uno: Y entonces, ¿qué sucede? Pues suceden dos cosas: una, que San José llega a la más perfecta vida interior y llega a la más perfecta 394
unión con Dios; sólo la perfecta abnegación une con Dios. Por consiguiente, como tenía en toda su plenitud esta perfecta abnegación, eso le disponía a él para ver el misterio de Cristo y para ver los tesoros que se escondían en el alma de la Santísima Virgen; no les quepa duda que, si San José no hubiera llegado a esa perfecta abnegación y a esa perfecta vida interior, hubiera, sí, vivido al lado del Niño Jesús y de la Virgen Santísima, pero no hubiera visto estos tesoros; su alma estaba totalmente limpia de todo lo que era criatura, y así se adentró en el misterio de Cristo y en el misterio de la Santísima Virgen, de forma y manera que, al llegar a la perfecta vida interior, encontró compensación sobrada de todo lo demás. Lo segundo, esto otro: que ese santo que parece que no ha hecho nada, sino que ha vivido y muerto de una manera que a los ojos de cualquier persona parece vulgar y corriente, es el santo que más bien ha hecho a la Iglesia de Dios; pero no un bien de esos que pueden catalogarse en ficheros, que eso no hace falta. Recuerden lo que dice Santa Teresa; recuerden el lugar que ocupa en la obra de la redención, y verán que ha hecho una obra inmensa; no sólo cuidaba del Niño y de la Virgen, sino interviniendo personalmente en la dispensación de las gracias divinas. Por esto, la Iglesia, inspirada por el Espíritu Santo, le ha declarado su Patrono universal. Una obra así nunca es estéril, siempre es fecunda: Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, no da fruto (Jn 12,24); fíjense si hay una manera de morir como esta de San José; es morir a lo temporal y a lo espiritual, es morir a lo humano y a lo divino; y como el grano de trigo cuando muere es entonces que da mucho fruto, por eso la vida de San José es de un fruto inmenso para las almas. Después de Cristo y de la Virgen no hay un santo que haya hecho tanto fruto. Y además hemos de observar esto: que el bien que San José hace es un bien que queda como entre el Santo y nosotros, y parece que, cuando las cosas quedan así, en secreto, en misterio, sirven para estrechar más el amor. Así es como me parece a mí que puede verse la vida de San José. Fíjense qué sencilla es su santidad y cómo nos sirve de modelo a todos. Yo no tengo que hacer más que abandonarme en las manos de Dios para ser santo, aunque me pida sacrificios, renuncias; aunque me lleve de dolores a gozos, como a San José; lo que El quiera; estoy segura de que estoy en manos de mi Padre, aunque la naturaleza chille y se rebele. Estén seguras que San José se abandonó en las manos de Dios lo mismo cuando le 395
persiguieron y tuvo que huir a Egipto que cuando el ángel le dijo que volviera de allí. Nuestra vida ha de ser ésta: ponernos en las manos de Dios con perfecta abnegación, sin acordarnos de nada, ni siquiera para ver si sirvo o si no sirvo, si soy o si no soy. ¿Para qué vamos a dar vueltas a los disparates que hacemos, a lo que somos, a lo que nos puede ocurrir? ¿No es una sandez que nos pongamos a preocuparnos de lo que va a ser nuestra vida cuando está Dios con su infinita sabiduría cuidando de nosotros mucho más que de los pájaros del cielo y de los lirios del campo? Pues esta entrega total, filial, en completo abandono y en perfecto olvido de nosotros mismos, esto es centrarnos en la santidad y vivir centrados en la vida espiritual. Para esto no hace falta más que vivir en la santa oscuridad de la fe y en la perfecta abnegación. Así será posible que lleguemos a ser santos y que no se entere nadie. Las santidades temibles son las santidades que se ven, porque es como el que lleva un tesoro visible, que está expuesto a que lo roben; pero las santidades seguras son estas que esconde el Señor y que no las ve nadie. Esto es, como digo, centrarnos en nuestra vida y hacer que en ella vivamos en plena luz, en plena paz; y, haciendo esto, podemos llegar a imitar a San José. Si mañana le ofrecemos al Santo bendito imitar su vida, ponernos en ese camino que fue el suyo, no haríamos poco; se notaría en la casa una verdadera floración de santidad; de esa santidad que no ven las criaturas, pero que ve Dios nuestro Señor.
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San José, un misterio de abnegación y de olvido de sí mismo 22
Los que estudian más pormenorizadamente los santos evangelios creen acertar cuando dicen que los evangelios de la infancia, o sea, las narraciones evangélicas que traen San Lucas y San Mateo, proceden en su conjunto de dos fuentes diversas. La narración de San Lucas todos creen (y es cosa generalmente admitida) que procede, en último término, de la Virgen Santísima. El tono de esas narraciones parece revelarlo así, y además lo confirma el que algunas cosas que refiere San Lucas sólo la Virgen pudo contarlas, como, por ejemplo, la anunciación. Por último, hay una frase en este evangelio en la que se dice que María guardaba todas estas cosas, conservándolas o confiriéndolas en su corazón, y esta frase parece una indicación de que de los recuerdos de la Virgen era de donde había sacado lo que cuenta. Lo mismo que unos piensan del evangelio de San Lucas acerca de la Virgen Santísima, lo piensan otros del evangelio de San Mateo con relación a San José. En efecto, si se examina lo que San Mateo cuenta, se tiene fundamento suficiente para pensar que lo que él dice de la infancia del Señor procede, directa o indirectamente, de San José. Para que vean por qué género de argumentos se llega a esta conclusión, fíjense en este pormenor: cuando se habla de la adoración de los reyes, se dice que al llegar a Belén encontraron al Niño con María, su Madre, y no se menciona a San José. Andan los comentadores discutiendo a ver por qué no estaba allí San José, y unos dicen que era la manera de que los Magos entendieran que el Niño Jesús no tenía padre en la tierra, y otros dicen otras razones. Pero, si se acepta la que yo acabo de decir, se comprende que no se mencione a San José, que fue el que contó la adoración de los Magos; tuvo que ser él o la Virgen, porque allí no hubo público; se explica el que no mencione más que a la Virgen y al Niño y que él se quede en la sombra, sin hablar de sí mismo. Este es otro pormenor que confirma la opinión que hemos dado. Si partimos del principio de que fue San José la fuente de la que proceden las cosas que San Mateo cuenta, podemos sacar por ahí, de algún modo, lo que San José tenía en su alma: cómo veía el misterio de la 22
En la octava de San José. Cerro de los Angeles, 1943.
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infancia del Señor y, en general, el misterio del Señor. Y, claro, en cuanto cuenta San Mateo este modo de ver, se revela y se revelan también las virtudes, las grandes virtudes del santo patriarca. Sin querer agotar la materia—les estoy hablando casi en improvisación—, se observa lo siguiente: San José especialmente se fija en aquel momento angustioso que él pasó cuando todavía no conocía el misterio de la encarnación, y, por otra parte, conocía la virtud de la Virgen Santísima, que nada podía empañar a sus ojos, y padeció sus sobresaltos, sus inquietudes, sus dudas. Yo creo que, si se sigue un poco de cerca esta narración, se saca en consecuencia que una de las cosas que más llevó en el corazón y que más dolor produjo en su vida fue el que el Señor le dejara padecer así y que uno de sus momentos más gloriosos fue el día en que el Señor le hizo sentir y le hizo conocer la misión para la cual le había llamado. El momento en que esta misión se descubrió del todo fue el momento en que sus dudas desaparecieron. La revelación del misterio que le atormentaba fue algo así como quien se encuentra en una nube densa y en un momento el Señor rasga la nube, y aparece toda la gloria de la misión que El le había encomendado. Como digo, fue la gran revelación de Dios el momento en que Dios descubrió a San José su vocación, y su vocación única. Como el que tiene el recuerdo del gran momento de su vida lo cuenta San José. Y en esa revelación se descubre que San José fue elegido para vivir tan totalmente para Jesús, que él había de borrarse. Pero había de borrarse en el sentido más profundo de la palabra, para que apareciera sólo la gloria de Jesús. Y en esta misión, que consiste en vivir de tal manera que el mismo San José queda borrado ante la gloria del Redentor divino, veía San José su propia gloria. Miren: éste es un misterio que, si no se medita más que superficialmente, quizá no diga demasiado; pero, si se mira con un poquito de más atención y de más profundidad, se ve en seguida que lo que en realidad hay es eso que llamamos nosotros la perfecta abnegación consiste en dejar de vivir para sí y vivir totalmente para Jesús. Esto es lo que él supo contar como el gran misterio de su vida. Aquello que dice San Agustín, y que tanto se repite, de que el alma más está donde ama que donde anima (para dar a entender que vive el alma más en aquello que ama que en el mismo cuerpo), esto se realiza en San José de una manera perfecta. Su alma estaba de esa suerte. No vivía más que para ejercitar con Jesús una misión; para ejercitar una misión que 398
parece la más humilde a los ojos de los hombres, pero que a los ojos de Dios es la más grande, porque ésa es la misión que exige mayor olvido de sí y mayor entrega a Dios. Una de las cosas que San José contó en el evangelio de San Mateo con más pormenor es todo lo que se refiere a la huida a Egipto y a la vuelta de Egipto, y entonces se nombró a sí mismo, porque tuvo que decir que un ángel del Señor se le apareció en sueños para decirle que huyera con el Niño y su Madre, y que otro ángel se le apareció luego para decirle que podía volver a Palestina. Cuando volvió, por tercera vez tuvo otro aviso misterioso de que se retirara a Galilea, y entonces vuelve a Nazaret. Esto tuvo que contarlo, y entonces es cuando San José se nombra a sí mismo, y se nombra porque es absolutamente indispensable para hacer ver la providencia amorosa que el Padre celestial había tenido con su Hijo (no cabe duda que fue providencial avisar a San José para que huyera y no cabe duda que fue un primor de esa Providencia el que tuvieran que volver a Galilea y refugiarse en Nazaret); y, si saben leer entre líneas el Evangelio, verán que la gran revelación para San José es el tener que hacer él en la tierra oficio de padre para con Jesús, vivir para Jesús. Todo lo que ha hecho lo ve no como suyo, sino corno de Dios. Es Dios el que le lleva como de la mano. Hay un fenómeno curioso: mientras San Lucas cuenta la escena del Niño perdido, la Virgen Santísima narró su dolor en este momento, tal como Dios quiso que se contara, para enseñarnos a desprendernos de los más puros afectos del corazón. Mientras que la Virgen Santísima lo cuenta, San José no lo cuenta, porque ahí no hubiera que contar más que una cosa personal suya: su dolor y el de la Virgen. Como quien sabe encontrar en cada uno de los pasos de su vida tan claramente la mano de Dios, la intervención de Dios, que todo lo convierte en alabanzas divinas con olvido de sí, San José no es en esos casos más que un instrumento que Dios utiliza. Es el instrumento, pero todo es obra de Dios. Y como es propio de esas almas que viven sólo para Jesús en el silencio, en la humildad, en el misterio, en el olvido de sí, así procedió San José en este trance. Todos estamos repitiendo siempre la idea de que hay que vivir para Jesús y vivir totalmente para Jesús. Pero conviene advertir que este vivir sólo para Jesús y totalmente para Jesús tiene formas distintas.
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Hay, por ejemplo, la forma de San Pablo, que vivió sólo para Jesús y siempre para Jesús; pero vivió como tiene que vivir un heraldo de Jesús: anunciando su Evangelio a todo el mundo sin avergonzarse. Y hay otras formas de vivir totalmente para Jesús, como son la forma en que vivió la Virgen Santísima y la forma en que vivió San José. La forma en que vivió la Virgen Santísima fue para dar a Jesús todas las ternuras de una Madre, todas las delicadezas de una Madre y todo el dolor de una Madre. San José vive para Jesús en otra forma. Vive de tal manera, que llega a desaparecer. Esta manera de vivir para Jesús, que es como un borrarse por Jesús, que es como un anularse por Jesús; este vivir para Jesús haciendo que en todo lo demás no resplandezca más que su gloria, es una forma tan hermosa o más que la que vivió San Pablo y muy aceptable a la forma en que vivió la Santísima Virgen. Esta manera es la más propia de un alma que se retira del mundo y es la manera como debe vivir una carmelita: vivir para Jesús hasta anularse, hasta borrarse, hasta olvidarse y dejarse olvidar. Yo no sé por qué me figuro que la razón de esa devoción especial que todos reconocen en Santa Teresa hacia San José es porque había entre los dos santos una cierta analogía. Y, si alguna vez tienen tiempo para meditar esta idea, quizá lleguen a la conclusión de que la Santa tenía esa devoción a San José porque en la vocación de San José veía el prototipo de la vocación de sus hijas. Claro que esta vocación, dicha y predicada así, parece fácil. Todo lo que tiene de hermosa tiene de fácil. Ahora bien, llegar a vivir de tal modo que ni un latido del propio yo quede en la vida, que ni una exhibición salga a la superficie por pequeña que sea, llegar a borrarse como se borró San José y a no vivir para otra cosa que para que resplandezca la gloria del Señor, como desaparece un tenue rayo en la luz esplendorosa del sol, es difícil. No cabe duda que este afán de esconderse, de vivir anulados para Jesús, de tal modo que ni se adivine que se vive para Jesús, porque nunca se llame la atención, porque nunca claven las criaturas los ojos en uno, sino en Jesús, es tan difícil como lo es llegar a la perfecta abnegación. Y no se llega a la perfecta abnegación sin lucha tremenda y trabajo incesante. Y, si no se llega a la perfecta abnegación, tampoco se llega a vivir para Jesús. Pero no cabe duda que ésta es la mejor devoción que podemos tener a San José: imitarle en su perfecta abnegación. Yo creo que el Santo bendito, cuando vea almas con vocación semejante a la suya, fieles en seguirla, ha de derrochar ese poder inmenso 400
que tiene en el cielo en su favor, en obtenerles de Jesús la gracia de transformarse en El como él se transformó. Pues bien, si queremos celebrar las fiestas de San José con el espíritu que Dios quiere, hemos de llegar a vivir para Jesús como el propio San José, pidiéndoselo a Dios y esforzándonos sin descansar para copiar en nosotros su modo de vivir, para quedar anulados ante la gloria de Jesús, pero contribuyendo con nuestra anulación y con nuestra abnegación a que todo se convierta en corona de Jesús, aunque para eso tengamos que deshojar hasta la última flor de nuestra corona, sin que aspiremos más que a que toda la gloria sea para El.
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San José en la gloria de su virtud 23
El patriarca Jacob antes de morir fue bendiciendo a cada uno de sus hijos, y estas bendiciones, que son de los pasajes más oscuros y de más difícil interpretación de la Sagrada Escritura, constituyen el tema de la epístola que hoy se lee en la misa. Como el patriarca Jacob bendijo a su hijo José, así, al bendecir a sus hijos, la Iglesia ha creído que, como símbolo o como tipo de las bendiciones debidas al patriarca San José, esposo de la Virgen María, podría poner en la santa misa la especial bendición de Jacob. Sería difícil coger esa epístola e irla describiendo punto por punto para ver cómo el sentido de las palabras que hay en el texto original ha dado lugar a diversas versiones que lo han hecho oscuro; pero, en cambio, es muy difícil resumir en breves puntos lo que en ese pasaje se dice refiriéndose directamente al patriarca José de la ley antigua, e indirectamente al patriarca San José, esposo de la Virgen Santísima, y con eso tejer como una corona de alabanzas al padre putativo de Jesús. Y esto es lo que vamos a hacer brevísima y sencillamente, prescindiendo, cuando oigan o cuando lean estas palabras, de la traducción castellana, que seguramente han leído, porque no les va a servir más que para enredarse. Aténganse a estas dos o tres ideas que yo les voy a indicar ahora. Lo primero que encontramos es una imagen muy bella, aunque en la letra de nuestra Vulgata esa imagen bellísima no se vea clara. El patriarca Jacob, hablando de su hijo José, dijo que era como un vástago plantado junto a una fuente, y que había llegado a una tal frondosidad, que sus ramas salían por encima de los muros que cercaban el jardín donde estaba plantado. Casi podríamos imaginarnos una vid plantada en un huerto, cuyos sarmientos se ven desde fuera, porque pasan por encima del muro. Como en el texto original entra la palabra que significa ojos y como a veces las fuentes se describen con esta última palabra, como los ojos cristalinos del campo, de ahí las contusiones a que ha dado lugar el texto original. 23
Panegírico en la festividad del Patrocinio de San José, predicado en el Cerro de los Angeles, 1943.
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El patriarca Jacob recuerda con esta imagen lo que había sido José, su hijo, en el hogar: una planta, la más frondosa de su jardín, y, como si dijéramos, cargada por su frondosidad de grandes esperanzas y promesas de frutos. Esta es en realidad la primera imagen que hay en el texto. Y esta imagen, como ven, se puede transportar muy bien a San José, y la Iglesia la ha transportado, porque para que no se descubriera la santidad de San José está cercada de un muro, muy recatada dentro de un jardín bien custodiado. Es el muro de la humildad, de la obediencia, que la esconde. Pero al mismo tiempo está plantado junto a una fuente cristalina caudalosa. Porque ¿quién ha estado más cerca de la santidad que San José? Piensen por un momento en la casita de Nazaret, y verán que allí brota la santidad a raudales de la fuente que es Cristo Jesús, y que junto a esa fuente está plantado San José, quien al mismo tiempo es una vid frondosísima, ya que en el alma de San José todo florece con tales maravillas, que después de Jesús y de María no podemos encontrar en el cielo nada que se compare con San José. A pesar de estar escondido en ese jardín recatado, dejó ver todavía por encima del muro su frondosidad, y atrajo las miradas de la santa Iglesia. De tal manera las atrajo, que lo que por humildad estuvo escondido, fue revelado a los hombres. ¿No les parece que esta primera imagen habla en realidad del misterio escondido en el alma de San José, es decir, del misterio de su santidad? Y nos habla de una manera bellísima, con los matices más delicados. Con aquellos matices que puso en sus palabras el patriarca Jacob cuando hablaba de su hijo José. A esta primera imagen se añade una segunda, quizá la más difícil de explicar de estos vaticinios. Jacob quiso explicar de alguna manera el episodio más notable y más doloroso de la vida de su hijo José, y para eso se valió de una imagen propia de quien vive la vida del desierto, la vida nómada: la imagen de los arqueros, Después de decir que contra José dispararon sus arcos sus adversarios —sus adversarios en este caso eran sus hermanos—, añade que José mandó, a su vez, su arco diestramente, y logró defenderse y quedar incólume. Pero no logró esto ni por su poder ni por su habilidad, sino por el auxilio del Dios de Jacob, de la piedra de Israel, imagen esta que emplea con frecuencia el Antiguo Testamento, como si fuera una roca donde se encuentra un auxilio seguro, con lo cual se da a entender que, aunque es verdad que contra José se levantaron sus hermanos llevados de la envidia y 403
dispuestos a exterminarle (y, ya que no le exterminaron, le vendieron a unos ismaelitas, que lo llevaron a Egipto), Dios miró por su siervo y le defendió, como si un arquero solo hubiera vencido a muchos por su destreza y con su valor. De esta manera bellísima, tomando figuras de las costumbres de aquellos hombres y de la vida que hacían en el desierto, o sea, de las luchas que habían de sostener contra los malhechores y de unas tribus con otras, se vale el patriarca Jacob para recoger los episodios más dolorosos de la vida de su hijo y para recordarlos con gran consolación, porque tenía a la vista los frutos dulcísimos recogidos de esa siembra de dolores. ¿Y no les parece que lo mismo que la primera imagen se puede transportar a San José, también podemos transportar la segunda? ¿Qué es lo que nosotros llamamos dolores y gozos de San José? No son más que una serie de asaltos que sufrió la virtud del santo patriarca; asaltos que sirvieron para acrisolar más su virtud, como si un arquero hubiera disparado contra él para herirle. ¿Y no es verdad también que de esos dolores interiores, profundos; de esos dolores más del alma que del cuerpo, dolores muy propios del amor de San José a la virtud y a Jesús; de esos dolores, digo, el Santo salió victorioso no sólo por la misión que le fue confiada luego por el Señor y por la misericordia que tuvo con él concediéndole tan alta santidad, sino además porque cada uno de esos ataques servía para hacer que consiguiera una nueva victoria para que se acrisolara más su virtud, para que adquiriera más gloria, para que la corona de San José fuera más hermosa? En la epístola de la misa encontramos también, como si dijéramos, otro aspecto de la vida de San José. En su última parte cambia el modo de hablar del santo patriarca Jacob. Al principio recuerda dos historias: la historia de José en la casa paterna como un renuevo lleno de vida, de hermosura, de esperanzas, y la de los dolores que el santo patriarca pasó cuando perdió a su hijo, la historia de aquella tragedia de familia. Pero el lenguaje cambia en la tercera parte, y entonces es Jacob quien se pone a bendecir a su hijo. Y, cuando se pone a bendecir a su hijo, parece que quiere que descienda o que se derrame sobre él todo lo que desea su corazón de padre. Desea que vengan sobre él las bendiciones del cielo, simbolizadas por la lluvia y el rocío. Desea que enriquezcan a José todas las bendiciones de la tierra, es decir, todo lo que, sembrado en ella, puede producir frutos. 404
Desea que venga sobre él la bendición más preciada para el pueblo judío: una descendencia numerosa. Todavía quiere condensar más estos deseos, y, como si quisiera hacerlos perdurables para toda la eternidad, habla de las bendiciones de los montes y de los collados eternos, y habla de que José se asiente además en el trono de los príncipes entre sus hermanos. Esto es lo que el patriarca Jacob desea a su hijo José al tiempo de morir. Pues bien, todo lo que en esta última parte se dice del antiguo José, podemos nosotros transportarlo a San José, y transportarlo, digamos así, a Dios nuestro Señor, viéndole a El que derrama con generosidad, con largueza, toda suerte de bendiciones sobre el patriarca San José: las bendiciones del cielo y de la tierra; pero bendiciones que duran siempre, bendiciones de una descendencia numerosa, a la que no igualará ninguna descendencia de los hijos de los hombres, porque a ella pertenece Jesús. Y que desea que esas bendiciones duren siempre y siempre sean la gloria de San José, pues están fundadas en los montes y en los collados eternos, inconmovibles como ellos y firmes como ellos, y que, por último, San José se asiente en el trono de los príncipes entre sus hermanos. ¿No es verdad que sería fácil coger cada una de estas ideas, amplificándolas, para cantar las glorias del patriarca San José? Cuando Dios desea una cosa, la concede. No es el suyo un deseo como el de los hombres, que puede no realizarse. Es más bien un deseo eficaz que hace lo que significa. Y, en efecto, estas bendiciones cayeron sobre la frente de San José y son su gloria en el cielo. Así, en la epístola de la misa, al contar la historia del otro José, se cuenta la de San José; primero, su vida oculta; segundo, sus afanes mientras vivió al lado de Jesús, y tercero, su eterna corona de gloria. Nosotros al leerla nos debemos gozar en ella de un modo parecido al modo como Jacob se gozaba al entrever la gloria de aquel hijo predilecto suyo. Debemos gozarnos de ver a San José con toda su gloria y con todo su poder en el cielo, sobre todo con la corona de su santidad; pero, al mismo tiempo que nos debemos gozar, debe crecer en nosotros la confianza en él. Del mismo modo que José era el predilecto de Jacob, predilección que se ve perfectamente al leer su historia, también se puede decir que es predilecto de Dios el José de la ley nueva. Tan es así, que de una manera singular él participa de una de las prerrogativas más excelsas de la Virgen Santísima. Y una de las prerrogativas mayores de la Santísi405
ma Virgen es ser Medianera universal, el que pasen por su mano todas las bendiciones de Dios. De San José sabemos también que su intercesión es universal y poderosísima, de tal modo que se acerca mucho a ese título que tiene la Virgen Santísima de Medianera universal. Siendo tan predilecto de Dios, es natural que su intercesión sea tan poderosa. Por eso, al mismo tiempo que nos gozamos en la gloria de San José, debe crecer nuestra confianza en él, y hemos de pedirle que en este día de grandezas y misericordias se apiade de nosotros; que nos conceda eso que tantas veces le hemos pedido, quizá no con todo el fervor con que debiéramos pedirlo: que nuestras almas maduren en toda virtud y santidad. Le hemos de pedir que nos otorgue la gracia de que los años de vida que el Señor nos conceda sean años llenos, frondosos en todo género de virtudes, como las que él tuvo en su alma; que sean años de ardimiento en el servicio de Dios; que sean años de santificación, de esperanzas, de confianza en su intercesión. Hagámoslo así, y, gloriándonos en la santidad de San José, confiando en él y presentándole nuestras súplicas, tendremos la seguridad de que no pasará en vano el día de hoy. Dichosos nosotros si de alguna manera, por la intercesión de San José, logramos que algún reflejo de su gloria, gloria que vemos en la epístola de la misa, aparezca en nuestras almas. Dichosos nosotros si, viviendo de esas esperanzas, logramos que el Señor nos conceda verlas realizadas.
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El amor de Dios se despliega en Santa Teresa 24
Cuando me puse a pensar esta mañana en lo que había de decirles ahora, lo primero que se me vino al pensamiento fue una serie de versículos que hay en el capítulo 50 del libro del Eclesiástico, en los que se hacen grandes alabanzas de un famoso personaje judío. Se trata de un sumo sacerdote, y el escritor derrocha todas las imágenes que encuentra para hablar de él. Al principio empieza por contar todo lo que hace por el decoro de la casa de Dios, y luego se desborda, y lo más hermoso que encuentra en el cielo y en la tierra lo va convirtiendo como en imagen de ese sumo sacerdote. Así, por ejemplo, al imaginárselo saliendo del templo o entrando en el templo, en toda su majestad sacerdotal, dice que es como la estrella de la mañana, que resplandece entre nubes; que es como el arco iris, que es como el sol resplandeciente, que es como la luna en sus días más hermosos. Y luego, cuando parece que ha agotado las imágenes tomadas del cielo, empieza a tomar imágenes de la tierra, a decir que es como rosal en tiempo de primavera, y como los lirios que crecen junto a las corrientes de las aguas, y como los perfumes que caen o destilan en verano los cedros del Líbano, como el incensario lleno de aroma preciosísimo. Y a propósito del incensario toma como imagen o como imágenes las más bellas piedras preciosas. Y todo eso lo derrocha para hablar de ese sumo sacerdote a quien alude. Cuando se me vino esto al pensamiento, se me ocurrió que podríamos entretenernos en ir aplicando algunas de estas cosas a Santa Teresa, que, cierto, muchísimas de ellas son apropiadísimas. Algunas se ve muy cierto que lo son, como, por ejemplo, la imagen del incensario, de donde salen los más hermosos perfumes, parece que es exactamente la imagen del corazón de Santa Teresa. Y también la imagen misma del iris de paz, porque en la paz y la suavidad que dejan entrever sus obras entendemos la que en ella reinaba. Hasta la imagen de la estrella de la mañana, que dice que brilla entre nubes, parece que es como el compendio de toda la historia de Santa Teresa. Estas imágenes son muy claras. Para 24
En el Cerro de los Angeles, 15 de octubre de 1941.
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aplicarle otras, en cambio, necesitaríamos un poquito de explicación; pero todas ellas serían muy apropiadas para irnos mostrando las diversas facetas, digamos así, de ese brillante divino que se llama Santa Teresa. Pero luego, después de haber estado dándole vueltas a esta idea, empezó a fijárseme el pensamiento en una de esas comparaciones. Se me iba a ella, de manera que, cuando empezaba a buscar algo, acababa encontrándome en lo mismo, y era aquella frase que dice que es como los rosales en el tiempo de primavera. La razón de esto es muy sencilla: en Santa Teresa —ya lo saben— se pueden mirar muchísimas magnificencias que apenas se ven entre las puras criaturas. Después de la Virgen Santísima, nadie hay que haya reunido tantas riquezas divinas como ella, de todo género, porque es de esas almas de quienes se puede decir que son almas completas en lo natural y en lo sobrenatural. Pero no cabe duda que lo principal de Santa Teresa, que sobresale por encima de las condiciones excepcionales de su carácter, por encima de su entendimiento equilibrado, profundo; por encima de su actividad, por encima de su discreción y su prudencia, por encima de todo, lo que sobresale es la caridad. De modo que aquí se puede aplicar, y alguna vez la hemos aplicado, aquella frase que pone San Pablo en la epístola a los Corintios, quien después de haber hablado de todos los dones del Espíritu Santo y después de haber hablado de todas las virtudes, sobre todo de las teologales, dice claramente: Pero la mayor de todas estas cosas es la caridad. Esta frase claramente se puede aplicar a Santa Teresa. Entonces me resolví a que discurriéramos un poquito acerca de este asunto. Que veamos algo del amor en Santa Teresa. No digo del amor de Santa Teresa, sino, en general, del amor en Santa Teresa, a ver si esto nos lleva a que hoy, celebrando su fiesta, nos encendamos un poco más en ese amor. Tratando de dar forma un poco concreta a esta idea tan general, que ciertamente es como un mar sin fondo y sin orillas (porque ponerse a hablar del amor de Santa Teresa es ponerse a sondear un abismo sin fondo y a mirar un mar cuyo horizonte se pierde sin que se vean sus orillas), se me ocurrió que lo primero que podríamos mirar era esto: cómo desplegó Dios su amor en Santa Teresa. Yo creo que lo habrán pensado más de una vez. La vida de Santa Teresa en todo, desde su infancia hasta su muerte, lo mismo en las cosas de gran trascendencia que en las cosas menudas, 408
aparece ante nuestros ojos como una lucha porfiada del amor de Dios para tomar plena posesión de la Santa y como un desplegarse de ese amor de Dios con todas sus maravillas cuando ya ha tomado posesión de ella. Recuerden, mirándola desde este punto de vista, que el Señor ya en la infancia despertó en el alma de Santa Teresa unos amores que eran obra completamente suya; y los desplegó con tal fuerza, con tal energía, que la Santa, ya en esos años de su infancia, llegó a aquello que llama Jesucristo nuestro Señor la mayor perfección de la caridad. Recuerden cómo el Señor dice, hablando del amor, que la mayor de todas las manifestaciones del amor, el mayor amor, era estar dispuesto a dar la vida por aquel a quien se ama. Y este amor ya el Señor lo infunde en Santa Teresa de niña. Vean después por qué caminos tan honrosos y tan providenciales. Cada vez que Teresa parece que se aparta un poquito del amor de Dios y empieza a dejar que entren en su corazón otros amores, el amor de Dios (celoso como es siempre el amor divino) no descansa ni la deja descansar hasta que por diversos modos, a veces los más peregrinos y siempre los más eficaces, va cortando esas ligaduras incipientes de amores terrenos para poseer El solo el amor hermosísimo de Santa Teresa. Las mismas cosas que le acontecen cuando está en el convento; aquellos episodios tristísimos en que a un alma que antes volaba como las águilas se la ve abatirse sobre la tierra y entretenerse en cosas vanas, en pequeñas liviandades, en cuanto las liviandades caben a través de un convento observante. Cuando, digo, suceden esos tristes episodios, despliega otra vez el amor divino su celo, y, aunque sea por medios extraordinarios, no descansa hasta despertar otra vez el amor en el alma de Santa Teresa. Y cuando ella definitivamente resuelve entregarse al amor, aunque es verdad que todavía tiene que luchar mucho, todavía tiene que destruir y purificar mucho para que el amor de Dios le posea, ese amor de Dios no la abandona. Se hace como insaciable. Y, pidiéndola cada vez más y sometiéndola cada vez más a pruebas más íntimas y más purificadoras, no descansa hasta que la ha hecho completamente suya. Entonces empieza esa historia divina (que es lo principal de todo lo que ella ha contado en sus obras), en que ese amor divino, poseyendo ya el alma de Santa Teresa, como hemos dicho, despliega todas sus grandezas, todas sus maravillas, todas sus ternuras, todas sus intimidades y toda su gloria. 409
En realidad, si nosotros alguna vez nos pusiéramos a leer la vida de Santa Teresa con los ojos fijos en el amor de Dios, es decir, con el deseo de aprender ahí lo que es el amor de Dios para sus criaturas, observaríamos, no sin asombro, que ese amor es desconocido hasta de los mismos que aman a Dios, porque por mucho que nosotros discurramos y pensemos acerca del celo abrasador que hay en el seno de ese amor por poseer las almas, por mucho, repito, que pensáramos y discurriéramos sobre ello, nunca llegaríamos a descubrirlo todo, y atisbaríamos horizontes tan inmensos y veríamos llamas de amor tan devoradoras y tan excelsas, que, sin duda, nos producirían espanto. El espanto verdadero que debe producir ver a Dios enamorado así de sus criaturas; enamorado así por pura benevolencia, por pura condescendencia, por puro derroche de amor. Y esto, repito, lo veríamos en la vida de Santa Teresa como en pocas partes y en pocas cosas, porque parece, leyendo esa vida, que las grandes verdades que San Pablo v. en general, todo el Nuevo Testamento nos enseñan acerca del amor de Dios, ¡qué sé yo!, como que se hacen carne y sangre y se acercan a nosotros para que las veamos nosotros, para que las profundicemos más y para que las saboreemos mejor. Es como si, mediante esa vida. Dios hubiera querido poner a nuestro alcance la verdad de su amor para que tuviéramos la dicha de creer en ese amor, de profundizar en ese amor, de saborear ese amor y de entregarnos a ese amor. En este sentido, claro, la mayor de las cosas que hay en la vida de Santa Teresa es el amor. Parece como que, al hablar así, estamos exponiendo una idea genérica que lo mismo se puede aplicar a todos los demás santos. En cierto sentido es verdad, porque claro es que no puede haber un santo sin que el amor de Dios haya tomado posesión de él. Pero en cierto sentido no es verdad, porque no siempre ha hecho el Señor que las cosas de los santos se nos manifiesten a nosotros bajo el mismo aspecto. Y no en todos los santos se ha hecho que se vean de una manera tan palmaria, que se sientan de una manera tan palmaria, esas obras y ese desplegarse del amor divino. Digo que no siempre ha hecho el Señor eso de la manera que lo ha hecho en Santa Teresa. Parece que El ha querido que conociéramos la santidad de Teresa de una manera tal como si en todas las páginas y en todos los tonos se nos fuera inculcando esta verdad, como si uno de sus designios providenciales hubiera sido este querer darnos a entender cómo ama a los hombres enseñándoles cómo ha amado a Teresa. 410
Pero, si queréis completar esto todavía un poco más y convertir en realidad propia de Santa Teresa esta verdad, que parece que es una verdad que se puede aplicar a todos los santos, no tenéis más que mirar otro aspecto de la Santa; es decir, ver a Teresa vivir de ese amor. Para verla viviendo de ese amor no es menester que empecemos a recorrer su vida y a recoger episodios que con el amor se reciben; no es menester más sino que nos fijemos en ciertos aspectos generales de la vida de la Santa. El aspecto que en seguida sobresale más es su doctrina. La Iglesia no quiere que las mujeres aparezcan en la Iglesia como enseñándola, como doctoras, pues no ha concedido un título oficial de doctora. Pero lo cierto es que, desde los teólogos más insignes hasta los últimos fieles, a Santa Teresa la consideran como la gran doctora de la vida interior. En esa enseñanza de la vida interior de Santa Teresa, si se fijan un poco, verán que, en último término, no hay más que esto: enseñar la doctrina del amor, y enseñar la doctrina del amor de Dios en todas sus formas y en todos sus grados. Enseñar la doctrina del amor de Dios en su esencia y enseñarla en los caminos que llevan al amor. Como si ella no hubiera tenido otro designio al escribir sino enseñar a las almas por dónde pueden llegar a conseguir que el amor de Dios las posea por entero. Un análisis de las obras de Santa Teresa nos llevaría fácilmente a esta conclusión. Aquí nos parece que no es necesario, porque todas están habituadas a leerlas, y con que se les insinúe esto, ya entienden que, en efecto, es así. Pero, si quieren, fíjense, y verán que Santa Teresa, hasta cuando parece que habla de otras cosas, está en realidad hablando del amor. Por ejemplo, cuando está describiendo los estados de las almas, esos estados que se llaman místicos, parece que está hablando de una porción de cosas; en realidad, no está haciendo sino escribir las diversas formas que en las almas va tomando el amor. Y en los demás libros hace lo mismo. Recuerdo que hace pocos días, leyendo un opúsculo de San Buenaventura, me encontré con esta doctrina hermosísima. El dice que había que distinguir el trato con Dios en tres formas: la meditación, la oración y la contemplación. Y el Santo se esforzaba en ese opúsculo en probar que por esos tres caminos se va derechamente a lo que él llama la sabiduría de Dios. El magisterio espiritual de Santa Teresa se puede decir que no ha hecho más que desarrollar esta idea. Casi todo lo que ha 411
enseñado ha sido caminos del cielo, y esos caminos de oración los enseñaba porque conducían a la sabiduría de Dios. En efecto, cuando se llega a la contemplación más alta, lo único que sucede es que el alma está llena de la sabiduría de Dios, parece que se habla de algo de entendimiento, de ver, de conocer. Dios da a las almas su sabiduría, les infunde esa sabiduría en los diversos grados de la vida espiritual, para que le conozcan, para que le vean, para que le busquen, Más. En realidad lo que sucede es que Dios va encendiendo cada vez más el amor, La sabiduría se distingue de otro conocimiento cualquiera no sólo porque es más profundo, sino también porque es más amoroso, de tal manera que Santo Tomás, cuando se Pone a explicar el don de la sabiduría, enseña que el conocimiento de ese don se debe al amor, porque es el amor el que establece una como connaturalidad y unión entre el amante y el amado. Es el que aviva y, por decirlo así, aclara los ojos del alma para que vean y al que se debe en realidad todo eso que llamamos nosotros divina sabiduría. Es como si el amor encendiera el fuego en el corazón y las llamas de ese fuego lo iluminaran todo para que el alma lo viera. Entonces el alma tendría sabiduría, tendría visión; pero esa visión no era más que un fruto del amor. De hecho, observarán en Santa Teresa que, a medida que va descubriendo esa sabiduría de Dios y ella va penetrando más en los secretos de esa sabiduría, se va encontrando como más desligada de todo lo de este mundo y como más absorta en Dios. Y este encontrarse como desligada de las cosas de este mundo significa que crecía en ella el amor divino. Porque uno se va desligando de las cosas cuando muere el amor caduco de ellas en el corazón y al mismo tiempo se va como abismando en Dios, creciendo en él el amor de Dios. De modo en realidad que, aunque parece que ahí se trata de explicar los diversos efectos que produce en el alma el don de sabiduría, lo que se trata es de explicar las maravillas múltiples y divinas de la infinita caridad. Mas no es esto sólo. Hay santos a quienes Dios ha hecho la gracia de que en los momentos en que estaban como abrasados del amor divino hablaran el lenguaje de ese amor, y sus palabras fueran encendidas, y esas palabras encendidas encendieran el amor en otros corazones; pero a quienes el Señor no ha dado el que expliquen el secreto de ese amor y los caminos que llevan a ese amor, lo tienen, lo manifiestan, se desborda, lo 412
dan a conocer, pero no nos dicen cuáles son las sendas por donde han llegado a esa posesión del amor. Y Santa Teresa es de tal manera maestra en el amor, que, como ya saben, coge al alma desde que da los primeros pasos por las sendas del amor de Dios y la va guiando como una madre, y no la deja un instante hasta que la coloca en las cumbres del amor. Y puede decirse que las almas que van en busca del amor divino no tienen que hacer otra cosa más que cogerse de h mano de Santa Teresa y dejarse guiar por ella. Ella las recogerá, aunque sea del mismo cieno del Pc" cado. Ella las sacará del abismo en que están. Ella las irá enseñando a dar los primeros pasos. Ella las alentará para que sigan adelante. Ella las levantará hasta las alturas más sublimes del divino amor. Su doctrina, en definitiva, no es más que ésta: una doctrina maravillosa acerca del amor, y acerca del amor que Dios tiene a las almas puras, acerca del amor con que las almas han de corresponder a Dios; es decir, acerca de la totalidad de eso que expresamos nosotros cuando decimos el amor divino. Por eso, en ella lo principal es el amor. Fíjense ahora, y verán qué poca importancia tienen todas las demás cosas que leemos en las obras de Santa Teresa, con ser tan hermosas, cuando se han puesto los ojos en estas cumbres. ¿Qué significan todas esas descripciones minuciosas de dones singulares que Dios concede a las almas, de trances determinados en que las almas se encuentran? ¿Qué significa la doctrina acerca de estas cosas, aun de las más notables, como, por ejemplo, arrobamientos, éxtasis? Todo esto, ¿qué significa al lado de la grandeza de ese amor que Santa Teresa nos descubre, pues son como efusión del amor, y efusión que al alma enamorada no le dice más que amor, y que en todo lo demás se mira como una cosa secundaria y caduca? Para completar esta doctrina observen un fenómeno que ya muchas veces habrán meditado en la vida de Santa Teresa, y es éste: dicen los teólogos que el amor de Dios y el amor del prójimo no son más que un solo amor. Por consiguiente, si el uno crece, crece el otro, y Santa Teresa 413
misma nos enseña, por una parte, que para ver cuánto amamos a Dios no tenemos más que ver cuánto amamos al prójimo. Esta es la gran comprobación del amor: la gran comprobación para consuelo del alma que ama y la gran comprobación para quienes quieren edificarse en su amor, En este punto, Santa Teresa es—permitidme que diga esta palabra— singular. Hay en ella mil cosas que nos hablan del amor, casos conocidísimos; como, por ejemplo, cómo se deshacía por que se salvaran los protestantes y volvieran a la Iglesia de Dios, como si no hubiera tenido que hacer en su vida otra cosa que la salvación de esos herejes. Pero hay algo que dice mucho más todavía. Mucho más que esos deseos y esos velos que llegaban al corazón. Y es ver a la Santa viviendo en titilo momento de ese amor del prójimo; pero viviéndolo de una manera tal, que tiene los caracteres del verdadero amor de Dios, porque su amor al prójimo, como el amor divino, es insaciable; es, en cierto sentido, implacable. Su amor del prójimo quiere ser absoluto. ¿Qué quiero decir yo con estas palabras? Fíjense en lo que acontece en Santa Teresa en el momento que se decide a hacer su reforma. Hasta entonces, ella había (tensado en ejercitar su caridad con el prójimo, y había entendido que, si quería alcanzar el amor de Dios, el mejor camino era ése. Pero cuando se decide a hacer su reforma, entonces ya es otra cosa. Ya es que ella va a vivir como devorada de celo por la santificación de sus hijas y por que en sus conventos reine el amor tic Dios, y, por consiguiente, reine la perfecta caridad entre las religiosas. Y fíjense con qué minuciosidad va ella mirando cada uno de los detalles y cada una de las cosas, incluso de las cosas grandes que van a formar la vida de sus hijas, para afinarlas de tal manera, según los designios del amor de Dios, que ese amor llegue a tomar posesión de todas las almas que hay en su convento, y cómo se preocupa y cómo profundiza, y a veces hasta parece que está como percibiendo en su mente todas las tretas, y mañas, y engaños, y sofismas del enemigo que puedan ser redes para enredar a sus hijas, y va desenredándolas una a una con una sutileza, y una profundidad, y un celo que es un reflejo perfectísimo del cuidado que Dios tiene por las almas. Y véanla cargada de enfermedades, deshecha de mortificaciones, sufriendo las más terribles persecuciones; y, al mismo tiempo que entra 414
todo esto por de fuera, sintiendo a Dios en su corazón, de tal mudo que ella cerraba los ojos a cuanto la rodeaba para vivir sola con su Dios, sin preocuparse de nada más, gozando esa íntima unión con que el Señor se le comunicaba. Y, sin embargo, sale de ese centro que es su cielo; está en ese ambiente que le repele y le rechaza; y, entre ambas cosas, todo su afán es hacer el bien a las almas, la santificación de las almas, especialmente la santificación de sus hijas. Y coge la pluma cuando no puede y discurre cuando parece que su cabeza está inútil por los dolores y la enfermedad. Y vence las mismas resistencias de su espíritu, que la llama a vivir hacia dentro y no a ocuparse de oirás cosas. Y escribe lo que sabe y lo que ve para que sus hijas puedan aprovecharse de ello, porque Dios lo quiere, y, de alguna manera, así contribuye a la santificación de todas ellas. Para mí este trabajar incesante de Santa Teresa por la santificación de sus conventos (trabajo que significaba, como digo, algunas veces el tener que abandonar su dulce reposo en Dios, y otras veces significaba tener que lanzarse a un campo donde encontraba mil persecuciones y dificultades), este vivir, como digo, consagrada a la santificación de sus hijas, ésa es la mayor prueba, el mayor argumento de cómo reinaba en ella la caridad para con sus hermanos, y, por consiguiente, cómo reinaba la caridad para con Dios en su corazón i. Al lado de esto, ¿qué son los mil detalles de ternuras, las mil delicadezas, los cuidados materiales de sus conventos y sus hijas P ¿Qué significa todo eso i* Todo eso es hermosísimo y bastaría para enriquecer a otra alma que no fuera el alma de Santa Teresa, pero en Santa Teresa todo eso es secundario, porque por encima de todo eso está el celo devorador; ese darlo todo para que sus hijas den a Dios cuanto Dios les pida, se dejen poseer de Dios y no se sienten jamás en el camino hasta que hayan llegado a la cumbre esplendoroso de la virtud. Orco yo que podríamos seguir haciendo consideraciones acerca del amor divino en Santa Teresa sin cansarnos, porque, al fin y al cabo, por mucho que digamos, ¿quién es capaz de describir todos los tesoros de amor divino que hay en ella, aun prescindiendo de su vida? Pero me parece que para lo que nosotros pretendemos ahora, que es renovar un poco nuestro espíritu a la sombra de Santa Teresa y crecer en el amor de Dios, y 415
al mismo tiempo glorificar a nuestra Madre, con esto que hemos dicho nos hasta. No hace muchos días estaba yo leyendo mi texto de San Pedro en que el apóstol hablaba a los cristianos del camino que debían seguir, y es un texto muy sencillo en que dice: Quasi modo geniti infantes (1 Pe 2,2). Debéis ser como los niños recién nacidos, que se alimentan de una leche que no está falsificada, que no está mezclada, sino pura. Y vosotros debéis alimentaros de una leche espiritual pura, que no esté mixtificada. Les dice San Pedro esto a los cristianos para exhortarles a que vivieran el puro Evangelio. Ya en los tiempos de los apóstoles había mixtificadores del Evangelio, contra los cuales tuvo que hablar él de una manera terrible, pues él quería que vivieran el puro Evangelio en toda su sencillez y que ése fuera el alimento de las almas, incluso de las almas niñas. Habían de ser como niños recién nacidos para beber de esa leche purísima. Pues algo de esto se podría decir hoy aquí al terminar la plática. Por débiles y por pequeños que nos sintamos y por mucho que nos humille el oír decir estas generalidades del amor de Dios que hay en la vida de Santa Teresa (porque, aunque se digan de la manera que las estamos diciendo, todavía son bastante grandes para que nos sintamos humillados ante ellas), pensemos que a lo que Dios nos llama es a que vivamos, a que nos alimentemos de ese puro Evangelio del amor de Dios sin mixtificaciones. Lo más hermoso de todo lo que hay en la obra, y en la vida, y en los escritos de Santa Teresa es esto: que no hay ni un momento de su vida en que se pueda decir que la pureza del Evangelio se mixtifica ni con un tenue matiz de criterio ni de prudencia humana, de ese criterio y prudencia humana que a veces toma carta de naturaleza en las mismas personas espirituales. Pues ya que el Señor les ha dado ese don de que tengan una Madre que les enseña una doctrina tan puramente evangélica, vivan de la pureza de esa doctrina alimentándose de ella. Que sea su luz, y su aliento, y su consuelo y que en ella encuentren todo. En Santa Teresa se puede decir que no hay más que una cosa que hacer, que es: cuando uno ha entendido ese arroyo hermosísimo de verdades divinas donde se refleja el cielo que brota de su pluma, y, más que de su pluma, de sus acciones; cuando se ve ese arroyo purísimo que de ella brota, no hay que hacer otra cosa sino arrojarse a esas aguas de vida, beberlas con verdadera ansia, beberías hasta que el alma se sacie; es decir, 416
basta que el alma empiece a padecer aquella sed que el amor produce, pues son aguas divinas que saltan hasta la corriente eterna, Ya que el Señor nos ha dado a conocer esta fuente secreta y misteriosa, apliquemos a ella nuestros labios, y que para nosotros su doctrina, sus ejemplos, todo lo que ella nos enseña acerca del amor divino, sea como el amor de nuestro espíritu, sea como nuestro único ideal, de tal manera que quedemos como ciegos, y sordos, e insensibles a todo lo demás para poder vivir de esa caridad, felices en ella. Proclamando también nosotros en cuanto podamos con nuestra conducta las hermosísimas palabras de San Pablo: La mejor de todas estas cosas es la caridad. Y conviniendo estas cosas de Santa Teresa en algo que refleje ese texto del libro sagrado que citábamos al principio: que cada una de estas cosas sea como un rosal de días de primavera,
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A la sombra del misterio de Cristo 25
Cuando se trata de hablar de Santa Teresa, se presentan en seguida muchas ideas, y como todas no se pueden expresar de una vez, resulta trabajoso. Para decirlo todo, liaría folia una sabiduría especial de Dios. Vamos a hacer algo que nos resulte más práctico, y se me ocurre hablar sobre un texto del Cantar de los Cantares que dice así: Sum umbra illius quem desideraveram sedi, et fructus eius dulcis gutturi meo, que se encuentra al final de uno de los diálogos que trae el capítulo 13 del libro sagrado. El Cantar de los Cantares se compone de diálogos en que el Señor dice alabanzas al alma, y el alma, a su vez, se las dice al Señor; algunas son requiebros de lo más tierno; al final de uno de ellos dice el alma: Al pie del que había deseado me senté, y su fruto es dulce a mi paladar (2,3). Para que se entienda mejor la comparación que hace el alma hay que recordar que antes hay otro diálogo con una figura que hoy nos parece extraña, pero que no sucede lo mismo en Oriente; el alma ha llamado al Señor manzano (2,1). Diciendo: Sentéme a la sombra del que había deseado, no hace más que seguir sencillamente la comparación. Así considerado este verso del Cantar de los Cantares, se puede aplicar muy bien a Santa Teresa. Me senté a la sombra parece que no quiere decir otra cosa que la idea del viajero fatigado por largo caminar, sediento, y refrigerado por el agua y la sombra, donde se sienta a descansar. Esto es, sin duda, así; pero hay otro sentido más misterioso, que es el que nosotros vamos a considerar ahora. Jesucristo es la luz del mundo, y a mí me parece que su sombra es lo más escondido del misterio de Cristo. En Jesucristo, la gente veía por de fuera su hermosura, su gracia, su santidad; pero había algo en nuestro Señor que quedaba como oculto en la sombra, algo que sólo se veía con los ojos de la fe. Los apóstoles mismos, las muchedumbres, sólo veían con los ojos de la carne Sentían, sí, a veces, como una ráfaga de la luz, que les hacía presentir algo, pero ese algo permanecía oculto para ellos. Era el misterio de Cristo nuestro Señor. Ciristo se presentaba a ellos predicando pobreza y humildad, desprecio del mundo, todo lo más contrarío a la carne, y por eso no lo entendían. 25
Cerro de los Angeles, 15 de octubre de 1940.
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El verdadero misterio de Cristo está como envuelto en la sombra, y la primera idea